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La batalla de Placilla

Marcelo Mellado


© Marcelo Mellado, 2012.

© Editorial Hueders. Primera edición: septiembre de 2012.

ISBN edición impresa: 978-956-8935-09-2

ISBN edición digital: 978-956-8935-69-6

Registro de Propiedad Intelectual n. 218.983

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

El autor contó con la beca de creación que otorga el Fondo del Libro, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Gobierno de Chile.


Diseño: Inés Picchetti

Imagen de portada: Muertos tras la batalla de Placilla, autor desconocido.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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HUEDERS

hueders.wordpress.com | hueders@gmail.com

SANTIAGO DE CHILE




A Romina Irarrázabal Faggiani,

funcionaria pública desaparecida en actos de servicio

EL HEDOR DE LA CONTIENDA

Toda catástrofe despide un olor inconfundible, un aroma propio, un bouquet que la distingue y la diferencia de los otros eventos calamitosos, un olorcito identitario, como se dice hoy, uno que la historiografía no es capaz de representar o, al menos, de dar cuenta con cierta verosimilitud responsable. Hacer relevante la situación odorífera en que se desenvolvieron ciertos acontecimientos que tienen ese signo de quiebre radical de la continuidad, es el objetivo de este relato. No estamos tratando de emular la fórmula usada, por ejemplo, en la novela efectista (de un blando ingenio) El perfume, en la que el narrador describe los olores del París de fines del siglo xviii, en un relato hiperbólico que recrea, paradojalmente, una especie de historia de la higiene. En este caso se trataría de apelar a códigos que la memoria omite a propósito de situaciones de ruptura traumática de una continuidad que hemos decidido, desde cierta lógica, llamar comúnmente catástrofes. Cancino piensa en la construcción de imágenes sin la regencia brutal que ejercería la visualidad y sus códigos. Cancino, uno de los nuestros, siente esa necesidad al intentar hacer un trabajo. Está escribiendo un texto a mano para justificar una investigación posible, en la pieza que arrienda hace poco tiempo en el cerro Alegre de Valparaíso, con una turística vista a la bahía. Y no sabe por qué, quiere hablar (escribir) del olor. El tema, sobre el que debe coordinar a unos estudiosos mucho más competentes que él, ya está decidido de antemano, y no es otra cosa que una pincelada histórica para realizar un evento que ojalá pudiera influir, potencialmente hablando, en el incipiente turismo local, proyecto Corfo incluido en una alianza estratégica con la academia. Todo esto tiene que ver con un acontecimiento bélico ocurrido en la parte alta de la ciudad hace más de cien años. Y quisiera escribir una frase como la siguiente: “El hedor de la contienda o el hedor de la batalla cubría toda la parte alta del puerto y se extendía hacia el mar, envolviendo toda la ciudad, era más que un estímulo nasal, era una propuesta carnívora, hecha de humo y estruendo”. El olor de la guerra, recuerda, es tematizado hermosamente en un cuento de Cortázar que leyó en el colegio, “La noche boca arriba”. Recuerda, también, que su madre combatió los malos olores toda su vida, porque le recordaban la pobreza, efluvios, probablemente, producidos por la humedad que victimiza a los objetos cuando estos no son intervenidos por la voluntad de aseo, sobre todo en zonas costeras. Él, ingenuamente, querría darle una vuelta de tuerca a un hecho húmedo e histórico, con olor a hongos, pero no, todo estaría pauteado previa y blandamente, sin novedad posible, porque en su pega eso no interesa, aunque se trata de una institución académica. Querría investigar un hecho de sangre, en el sentido literal del término, porque en el lugar en que aconteció este derrame aún habría vestigios que es necesario desenterrar, aunque los nuevos testimonios dicen que esa memoria enterrada brota con abundancia gracias a la especulación inmobiliaria, pero las constructoras no dan cuenta de los hallazgos para no perder la inversión.

Las guerras son un drenaje sanguíneo, una sangría para que las sociedades sigan su curso trazado, piensa e imagina, apelando a viejas teorías sobre la memoria recién leídas. Se trató nada menos que de una batalla que decidiría una guerra, es decir, una batalla decisiva. Y como Cancino suele ser diletante no puede dejar de recordar un episodio de la novela de Italo Calvino, El vizconde demediado, en que surge un paisaje post batalla donde los cuerpos de los combatientes muertos parecen emplumados porque unas aves de carroña están sobre ellos, una imagen espeluznante en que la catástrofe distorsiona radicalmente el paisaje. Eran otras épocas, otros modelos, otras imágenes, piensa Cancino. Y se le viene a la mente Patton, la película, el general en un campo de batalla lleno de cadáveres, y él extasiado, sin poder evitar sentir placer frente al espectáculo. O el personaje del coronel Kilgore en Apocalipsis Now, interpretado por Robert Duval, que huele fascinado el aroma del napalm y lo llama “olor a victoria”. Todo esto a propósito de que mandan a bombardear un área selvática atestada de enemigos, cuya presencia les impedía practicar surf.

Cancino se crió con el olor del mar, que es muy distinto y diverso, cercano a los placeres de mesa, pero siempre amenazado por la putrefacción como efecto supremo e ineludible de la salinidad, que rompe el orden establecido de los objetos. Ve el mar desde su ventana y entiende que debió partir hace rato, pero tuvo que optar por otra cosa por falta de recursos. El trabajo en el que está poniendo parte de su energía es un hecho histórico nunca del todo resuelto y de una visibilidad muy exigua. Lo hace porque es una especie de oportunidad pseudo académica que se le presenta para justificar un trabajo de relaciones públicas o en el área de las comunicaciones. Un hecho histórico sanguinolento, piensa o dice, necesita de una visualidad que lo haga atendible por la memoria o por la simple crónica, si se puede expresar así. Necesitaría, cree él, otras determinaciones, más aún si se trata de una batalla clásica en el marco de una guerra casi convencional, porque nada en nuestra historia es totalmente convencional. La lectura odorífera sería algo posterior y tiene que ver con los efectos de la carnicería más allá de los códigos habituales de percepción. Un intento de lectura que siguiera otros parámetros.

La historia de las batallas despide una imagen que, entre otras, reproduce la de las aves carroñeras sobrevolando objetivos (o su presa) en un área extensa o en un amplio radio que después denominaremos paisaje o tal vez campo de batalla, en este caso se trataría, quizás, de un kilómetro de radio o más, en una especie de onda expansiva del combate, en un terreno tapizado de aves plumíferas y algunos mamíferos, descarnando masas sanguinolentas de cuerpos de soldados, ennegrecidos por el humo de la pólvora o cubiertos por una masa oscura de barro y sangre. Cancino imagina a jotes, tiuques y traros en un festín que el buen sentido debe impedir. Se impone la necesidad de una sepultura colectiva, para eso la historia consigna una gran zanja, la quema de los restos y la consabida cal. El campo de batalla se extiende, frontalmente hablando, por varios kilómetros, quizás unos cuatro, eso imagina o recuerda. Luego, con los saqueos, violaciones y asesinatos se extendería a varias ciudades, aunque ahí la noción de campo de batalla se diluye. A largas distancias es posible distinguir sus efectos: la polvareda y el humo (aunque es muy posible que ese 28 de agosto haya estado muy barroso porque había llovido la víspera, y el terreno mojado es más pesado), los estruendos de la artillería y la fusilería, el griterío y el quejido o llanto sordo de soldados heridos abandonados a su suerte. Todo eso debió verse y/o escucharse, en los cerros porteños, incluso en el plan, supone Cancino, que por lo general está imaginando, recordando y suponiendo, que son sus grandes facultades cognitivas.

Se le viene a la mente el cuerpo de los combatientes en una pira funeraria, como en el poema épico la Ilíada. En este caso es una versión cinematográfica en que Brad Pitt hacía de Aquiles, quien se negaba a combatir por un problema de reparto de botín, en el fondo era un tema de poder, supone. En nuestro barrio, en cambio, dice Cancino, se impuso la zanja tipo trinchera como cementerio colectivo y express. Revisó unas fotos en la página Memoria Chilena de la Dirección de Archivos, en que se ve el humo de un fueguito que hacían unos sujetos que no parecían soldados, sino funcionarios civiles, frente a una gran hilera de cadáveres. Un historiador amigo le comentó que en Chile se contaba muy bien a los muertos porque los terremotos habían obligado al Estado a tener esa experticia. Pero esa capacidad de cálculo se perdía cuando la política andaba de por medio.

El trabajo se le presenta cuesta arriba, porque nunca le gustó la historia nacional y menos la local, que es prácticamente la del barrio. Llevaba tantos años viviendo en la zona que se sentía obligado a considerarse porteño, aunque había nacido en el interior, en la zona de Quilpué. Odiaba la ciudad con toda su alma, y el interior también, es decir, Quilpué, Villa Alemana, hasta Limache, y Quillota también, sin dejar de mencionar a Viña del Mar. Era algo que repetía con insistencia a sus cercanos, aunque le cargaba usar la palabra alma. Hay palabras que nunca usa, y alma y espíritu, y dios, y hombre, y otras por el estilo, incluida esta última, estilo, casi nunca las dice, es como una cábala. Pero al imprecar o expresar su odio y desprecio territorial, como que amerita su uso. Esta auto prohibición viene de su formación laica y antirreligiosa, cuyas pautas académicas fueron siempre azarosas y dadas por él mismo. Su familia era relativamente religiosa, por lo que su actitud constituía un rechazo hacia ella. Esa lógica que no puede dejar de esgrimir está basada en palabras dispersas que usa profusamente y otras que omite con fuerza. Toda palabra que le huela a metafísica, es decir, en términos nietzscheanos, aquella supuesta “creencia en una estructura estable del ser que rige el devenir”, citado por Vattimo, la extirpa radicalmente de su léxico. El tema histórico lo elige porque su jefe se lo recomienda, por esta basura del bicentenario, cree, o porque las historias locales están culturalmente en boga y porque al parecer la comunidad de Placilla estaba interesada en patrimonializar la batalla, no se acuerda bien ni le interesa mucho. Además, un evento como este parecía venirle bien a una universidad rasca en busca de validación en el mercado, sobre todo porque no era algo contingente ni polémico. Consideración bastante ingenua, académicamente hablando.

En su habitación guarida del cerro Alegre, cerca de la una de la tarde recibe el llamado de Magda. En su casa hay un asado y tiene que ir de inmediato. Típico de ella, piensa Cancino, dar una orden perentoria. Inauguran su nueva casa, una vieja y hermosa casa que arreglaron, ella y su marido, en el barrio Recreo de Viña del Mar. Le da la dirección y él decide bajarse en la playa de Recreo y caminar hacia arriba por esas largas calles zigzagueantes. La caminata no es corta y la utiliza para reflexionar sobre la situación en que se encuentra. Se siente abrumado, pero ese paseo puede servirle para ahuyentar los demonios. El trayecto es del todo agradable a pesar de la pendiente, a su espalda el mar de fondo, que observa en cada descanso, con la brisa marina golpeándole suavemente el rostro. No puede negarlo, ese recorrido le agrada. Y a pesar de esta sensación benigna, simplemente no quiere seguir viviendo en la quinta región ni en ninguna de las trece regiones del país. La zona le desagrada, ni Valparaíso ni Viña le parecen ciudades amables, todo lo contrario. Dos ciudades tan separadamente juntas, tan distintas y tan igualmente invivibles, al menos para él, aunque en ese instante se reconoce en medio de una paradoja, la caminata placentera por el barrio Recreo. La brisa otoñal, el clima temperado y el aroma entre salino y floral, contrastan con su juicio categórico. Mientras cruza la quebrada que separa dos cerros y que es el límite entre las dos ciudades, concluye que la provincia no es fea y que lo que odia es el clima humano, más aún, cree que el barrio Recreo es uno de los más hermosos del país, que de no ser por el horroroso Chile que hay que padecer, un simple ciudadano podría pasar sus días agradablemente, a pesar de las sacudidas telúricas cada cierto tiempo. Calcula que demorará entre cuarenta y cuarenta y cinco minutos, a paso lento, en llegar a casa de Magda. Cancino sonríe complacido al comprobar que llegará algo tarde. Pasa por una zona de antiguas casas viejas en la subida Central, lo que le produce una satisfacción adicional.

Magda no solo lo citó porque inauguraría su nueva casa, además le iba a presentar a una persona que le podía ayudar en su nuevo trabajo. Mira las casitas con hermosos antejardines, de pronto la vista del mar, largos murallones y el cerro, quebradas profundas y árboles frondosos. Se detiene para recuperar fuerzas. El barrio no ha cambiado mucho, lo conoce bien porque cuando era estudiante vivió en una residencial en Agua Santa. Supone que Magda lo escogió porque puede consagrarse al pasado, a recordar con nostalgia, como vieja patética, y claro, lo necesita para ese rito insoportable, al que él intentará sacarle partido. Por casualidad la calle se llama Balmaceda, es una casa que van a refaccionar y que tiene la carga mágica de ciertas casas antiguas. Toca la puerta y lo recibe Oscar, el marido de Magda: lo abraza efusivo pero controlado, está contento. Cancino los maldice cariñosamente por su hermosa casa, y también los molesta por la decoración lanacrudista y algo étnica que siempre le fastidió de Magda, aunque se habían conocido dentro de ese contexto estético, incluso un poquito antes, en el Valparaíso de mediados de los 70 en la universidad. El maltrato “cariñoso” era un código muy usual en aquel periodo y quizás todavía lo sea. Oscar tuvo la suerte de encontrarse con Magda, un ingeniero exitoso necesita una mujer fuerte que le administre la vida mientras él trabaja en la economía real ganando mucho dinero, aunque nunca tanto, porque ella se lo impide. Lo conduce hasta el patio en donde está Magda dirigiéndolo todo, con el fuego para el asado. Magda le da un paseo por toda la casa y le va comentando los arreglos que van a hacer. Después lo deja junto a René para que administren el fuego y se conozcan. Los niños lo saludan cariñosamente y le dicen tío, Magda los obliga, están en el patio jugando con el tío René, que acaban de conocer. Ella los presenta y les trae vino, le comenta a Cancino que René es un amigo de una amiga, que está cesante y que tiene mucha experiencia haciendo maquetas, que estudió algo con diseño o dibujo técnico y que es muy trabajador. Es para ese proyecto de investigación, le dice, en que necesitarías hacer una maqueta enorme sobre una cuestión patrimonial. Cancino recuerda haberle contado algo a Magda, pero lo de la maqueta era una idea, no algo definitivo. René se ve un tipo tímido que juega con los niños para evitar socializar con los grandes. Los niños son hijos tanto de Magda como de Gabi, su amiga entrañable. Gabi es profesora y Raúl, su marido, funcionario público en obras civiles. Se lleva muy bien con Oscar, no solo porque laboran en la misma área, sino porque comparten complicidades políticas en la vieja guardia, aunque se han reciclado. Admiran a sus mujeres y son irremediablemente manejados por ellas, aunque se supone, o así lo cree Cancino, tienen más bien de un convenio de sobrevivencia. Los tipos, casi en la cincuentena, son quitados de bulla y consideran a Cancino un otro absoluto: les es muy difícil conversar con él, pero entienden perfectamente que sus mujeres lo tengan como amigo fiel. La única relación común posible tiene que ver con la historia política: todos pertenecieron al mundo de la izquierda, en términos muy generales, algunos fueron militantes, otros simples ayudistas, como Cancino.

En la actualidad la colusión política de los grandes conglomerados neutraliza el deseo popular y todo se habría desplazado a la razón emprendedora. Eso es lo que opina Cancino y relaciona a Oscar y a Raúl con ese mundo. Como que había una presión en el ambiente para que todos fueran empresarios, pequeñitos y medianos, para tener validez, social y política, lo demás es arcaico y despreciable. Por eso, piensa, se genera esta nueva sociedad basada en el endeudamiento, que permite que surja ese lado B de la existencia que sostiene increíbles sistemas de vida. Cancino no se la pudo con este modo, lo intentó con fracasos depresivos y humillantes, y tuvo que marcar el paso, arrastrando ese anticapital por una comunidad que no daba tregua y despreciaba si no eras capaz de involucrarte en ese registro. Lo peor es que los propios compañeros de ruta se habían adaptado a este nuevo sistema impuesto y lo despreciaban porque no era capaz de cambiar de switch, decían, estaba anclado en ese pasado involutivo que implicaba retraso y obviar un desarrollo que estaba ahí, a la mano. Así lo sentía.

Cancino tenía como única aliada a Magda, debe reconocerlo, y a su entorno familiar, para ser justos, aunque su amiga es beneficiada por los nuevos signos de los tiempos, su marido como profesional de buen nivel sirvió en el armazón de un sistema de políticas públicas regionales con gran impacto, sobre todo porque hizo capitalizar a empresas del rubro comandadas y gerenciadas por operadores políticos del nuevo orden. Oscar, está claro, se dedicó a hacer su trabajo, ganó lo que tenía que ganar, pero no metió la mano con coimas o sobre sueldos. Se mantuvo, sobre todo, fiel a su señora que lo obligó a comportarse como un funcionario probo, lejano de todo tipo de influencias y compadrazgos. Tuvo momentos duros en que casi queda fuera por no aceptar presiones políticas, sobre todo de parlamentarios que exigían cuotas y financiamientos de campaña. En los círculos cercanos, y en los no tanto también, se sabía que Magda intercedía por él cada vez que las condiciones lo requerían; como conocedora eximia del campo político, manejaba una red de contactos envidiable para cualquier mafioso u operador. Esta red nunca la pudo hacer operativa con Cancino, por el fundamentalismo de éste, y él constantemente le enrostraba su influencia en el mundo porteño. Se suponía que muchos de los próceres locales habían estado perdidamente enamorados de ella, y siempre le ofrecían trabajos muy encumbrados que ella rechazaba.

Raúl, en cambio, amigote de Oscar desde la infancia, tenía relaciones espurias tanto con gente del ámbito privado como con funcionarios estatales, incluidos parlamentarios, pero no estaba autorizado a complicar con sus asuntos a Oscar: Magda se lo tenía estrictamente prohibido. Sabía que podía operar con cosas menores, como pavimentos participativos, alcantarillado vecinal y sedes comunitarias, pero no podía compartir nada con su amigo del alma. Todos se imaginaban que ellos conversaban abiertamente de todo eso, a sabiendas del control que ejercía Magda. Oscar habría estado tentado en más de alguna oportunidad, supone Cancino, de desobedecer a Magda, pero solo para demostrar una independencia que no tenía, frente a un ambiente conservador que los observaba con perverso interés, compuesto, paradojalmente, por compañeros de ruta. A veces, torpe, intentaba engañarla con alguna mujer, pero no le resultaba, concluía Cancino, porque en verdad no tenía habilidades para ese tipo de cosas. A pesar de la actitud de Oscar, Cancino no le tiene lástima, en cierto modo lo admira, quizás por la admiración que le tiene a su señora. Tampoco se pregunta mucho por su imagen ante Oscar como mejor amigo de su esposa. Nunca habían mantenido una conversación de más de cinco minutos. Magda no lo permitía. No se veían celos por ningún lado, solo sorpresa y mucho respeto, viejo y antiguo respeto por el otro. Nadie en el círculo cercano se habría imaginado que entre ellos había algo más que una amistad, de esas que podríamos imaginar sinceras. Cierto enemigo sí, mucho perro fascista del ambiente culturoso y profesional lo suponían. Cancino se refería a ellos en los peores términos, y los poetas, para él, eran los más despreciables del entorno, pero nada de lo que esa basura humana dijera lo tocaba. Ellos representaban todo el lameculismo del campo cultural porteño, eran simplemente despreciables ratas sin una pizca de dignidad.

Ese día, dicho está, inauguraban, sin mucho aspaviento, dijeron, su casa recién comprada a través de un leasing habitacional. Era muy probable que en ese asado se colara algún cerdo culturoso (o un par) que Magda aún trata por ese sí de señora que la caracterizaba. Ella representa una especie de ética porteña de otra época. Después de salir de la universidad se había sentido estúpidamente obligada a permanecer en la ciudad, a vivir en ella porque la subcultura de izquierda a la que pertenecían los obligaba a mitificar Valparaíso, por una especie de proyecto político cultural que tenía un grupo de interés con cierta historia en la zona, muy cercano al partido comunista. Y Cancino, sintiéndose tan imbécil ahora como antes lo fue, se siente obligado a tributar a ese proyecto. Y aquí estoy, suele decir de sí mismo, ahuevonado como nunca y deprimido como siempre.

Todo parece bien organizado, se ve en el living-comedor una mesa larga con varios tipos de ensalada y en el patio el fuego de una parrilla funcionando a la perfección, área coordinada por Oscar bajo el mando de Magda: ella nació con el rótulo de gerenta de todo lo gerenteable, administradora y patrona de lo que se le ponga por delante. Cancino no sabe en qué momento se ganó esa prerrogativa de molestar a su amiga tan frontalmente, ni su marido se atreve a joderla ni siquiera con una tibia ironía. Fuera de los mencionados hay otra gente que no mantenía en sus registros, como un arquitecto “exitoso” y su señora encantadora, amigos de los dueños de casa (por el lado de la pega de Oscar), una sobrina calentona muy cercana a Magda, a la que Cancino tiene prohibición de acercarse, y su pololo de turno (Magda es madre de toda su familia, hasta Cancino cabe en parte de ella). También están unas señoronas que ubica poco y que trabajan con Magda y Gabi en esos asuntos de mujeres o que también llaman asuntos de género, aunque él cree que en el fondo se trata de asistencia social financiada con recursos estatales y del extranjero. Se preocupó, como se consignó, de llegar tarde, fue de hecho el último en aparecer. Siempre hace lo mismo, para llamar la atención, lo acusa Magda, por falta de comunicabilidad y por su estilo distanciado y falto de afecto. Cancino extrañala presencia del sobrino maraco, un insoportable estudiantillo de arte que es un verdadero fastidio.

La presencia de René tiene un objetivo bien concreto, un doble objetivo se entera luego: Magda lo invitó porque es un apasionado del modelismo militar (y otros sistemas de miniaturización manual del mundo) y algo sabe del tema que Cancino está indagando, y porque su mujer acaba de abandonarlo. Según su amiga tienen mucho que compartir. Ella supone que la ex de Cancino también lo abandonó; Magda siempre la despreció, ambas nunca se soportaron. Él nunca se preocupó de explicar su separación, cuestión que en el contexto en que viven no es recomendable porque genera una cantidad de relatos bajo cuerda que no hay cómo administrar. Hasta que Magda se hizo cargo, en el sentido de construir una versión oficial de la situación, muy preocupada por lo que le ocurría a sus próximos o más cercanos. Para Cancino el tema se hizo público cuando se fue de su casa o, más bien, cuando se mudó. Ahí se notó que estaba solo y en supuesta situación de abandono. La mujer de Cancino, que al parecer se llamaba Alejandra, se había marchado de la casa que habitaban muy cerca de Recreo, en el cerro Esperanza, al parecer. Se fue a Santiago y él nunca más supo de ella, ni se preocupó. Aunque, en honor a la verdad, algo supo de un cargo en un ministerio, se lo comentó un colega que la conocía.

Obviamente, como cualquiera de su generación, sentía su vida fracasada, sobre todo por no haber escrito los libros que había pensado escribir y por no hacer los trabajos e investigaciones que hubiera querido emprender. Su trabajo de periodista lo tenía absolutamente aburrido, pero había surgido esta posibilidad de hacer algo en esa universidad privada, en la vicerrectoría de comunicaciones, dirigiendo una revista y coordinando algunas investigaciones. El contacto surgió por el lado de Magda, por supuesto, con esas amistades ligadas a los grandes poderes regionales. Como dicha institución académica estaba comenzando en la zona era necesario un golpe de imagen. Y Cancino recuerda haber propuesto tímidamente algo histórico patrimonial, una especie de investigación que debía ser editada y exhibida en seminarios y coloquios. De ahí surgió esa batalla maldita, recuerda. Un tema clave y de poca visibilidad, pero potente a la hora de pensar el siglo xx, y ajustado al contexto del bicentenario. Después se daría cuenta de que daba un poco lo mismo lo que se hiciera, simplemente había que hacer algo. Eso le habría dicho su jefe directo, un petizo cinco años menor que él, sobrino de uno de los directores, que nunca se saca la corbata. El tema no le parece muy apasionante y no sabe por qué lo propuso. Quizás fue porque, en el fondo, era de esos temas impresentables para la institucionalidad local.

Cancino, en su fuero interno, piensa armarse ahí una plataforma para luego ir a hacer un doctorado en Madrid, porque por muy interesantes que sean los temas ligados al maldito Valparaíso, ya no quiere más guerra con la zona. El viaje a Europa debe esperar un rato. Estudiar tampoco le interesa demasiado, es más bien una justificación para viajar y, tal vez, hacer reportajes de lugares del mundo más interesantes que el nuestro. La falta de recursos y cierto candor, o cierta inmadurez endémica, lo hacía fabular e imaginar situaciones posteriores de mejor bienestar que el presente. Magda, frente a eso, simplemente lo putea como una madre neurótica a un hijo imbécil. La obsesión de salir de la zona, salir de ahí, de ese lugar infecto, lo deteriora. Por ahora la investigación lo mantendrá ocupado, además de algunas clases esporádicas y algunos pitutos que puede conseguir. En su infancia y adolescencia le apasionaban los temas históricos, aunque no la historia institucional, hecha de personajes y mitos. Lo que más le agradaba temáticamente era la segunda guerra mundial. Le encantaba, por ejemplo, el capítulo de la guerra subterránea del espionaje y de los corresponsales de guerra. Además, sentía fascinación por el diseño arcaico de la época. En más de alguna oportunidad se proyectó en el estilo de Robert Capa, el de la agencia Magnum. También le gusta la historia cotidiana de los pueblos, e imaginar, por ejemplo, que un hombre en el siglo xvii jugó con un gato en el patio de su casa o salió de caza con un perro. Le encanta lo histórico doméstico, por eso le gusta la pintura flamenca, al menos eso cree, porque se proyecta en esa figuratividad lejana. Siempre le gustaron las casas con patio, le cargan los departamentos, y hoy está obligado a habitar uno. Aunque en Valparaíso un departamento, por la vista obligada y porque casi todos son el subproducto de la división de viejas casonas, tiene otras características.

Magda se preocupa de presentarle a las personas que no conoce y luego le instala a René para que se entretengan conversando y desarrollen un posible plan de cooperación. Su objetivo o pretensión en dicho evento es crear una especie de equilibrio o proporcionalidad, una obsesión muy típica de ella. La muy bestia, dice Cancino, quiere que nos acompañemos como abandonados. Su dudosa ingenuidad lo deja en el límite entre putearla o reírse cariñosamente de su candor perverso. Además de las parejas, que suman exactamente cuatro, con René y Cancino, suman diez personas, aunque puede que me equivoque. Y están las dos hijas de Magda y Oscar, y un niño y una niña muy bien comportaditos, hijos de Gabi y Raúl, que juegan en un rincón del patio con las niñas de Magda a decir trabalenguas (Magda estimula a sus hijas a practicar juegos tradicionales). Tienen entre siete y once años. No mucho rato después se ponen a jugar al luche, y René los sigue. Se nota demasiado que está a contrapelo y que se siente poco menos que obligado a realizar el rol de payasito con los niños. Obviamente Magda, obsesionada por administrar la normalidad, lo sacó del grupo de los niños, que ya empezaba a manipularlo humillantemente; lo puso al lado de Cancino y lo obligó a conversar de lo conversable. Era un tipo mandado a hacer para la obediencia, un milico de tomo y lomo. ¿Cómo Magda era capaz de hacerse cargo, incluso, de especímenes como éste, que en otra época podían hasta habernos torturado y tirado al mar?, se preguntó Cancino. La odió y se lo dijo cuando pasó por su lado camino a buscar más vino. Ella solo se limitó a apuntarlo con el dedo índice, apelando a su buena conducta.

Cancino tiene que contarle sobre su trabajo con lujo de detalles. Eso le sirvió, después de unos tragos del muy buen vino que le habían regalado al marido de Magda en la pega, para planificar un trabajo que una parte de él no quería realizar. Más que simpatizarle René le dio algo de lástima, lo que mucho más tarde lamentaría. Parece el típico chileno que jamás creció, infantil y con escasa habilidad social. Es, a su juicio, igual a mucho chileno anterior al proyecto neoliberal: un abandonable, un impresentable, sin perfil, sin política comunicacional o diseño de visibilidad. No se lo imagina casado o viviendo en pareja. Eso lo hace levemente soportable, porque la nueva oferta del chileno exitoso lo tiene enfermo. Son dos estilos muy distintos de fracaso.

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