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Papelucho misionero

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Desperté con las voces. Hablaban en difícil, parecía una comedia de radio para grandes. Pero eran voces conocidas. Yo estaba debajo del sofá, sujetándole la pata quebrada mientras se pegaba y tal vez me quedé dormido. Ahora tenía mis dedos pegados a la pata y si los tironeaba podía quedar sin dedos o el sofá sin pata. Además alguien estaba sentado encima y me reventaba paulatinamente.

—No estás en edad para decidirlo... —decía la voz de mi mamá.

—Es un soberano disparate —decía mi papá—. Antes debes recibirte de bachiller... —los pies de papá casi me topaban, paseándose.

—Me recibiré en la escuela —la voz de Javier, esa voz nueva de maestro que tiene a ratos, los zapatos de Javier chillaban gordos. Era lo único que yo veía.

—¡No vas a decirme que piensas ser marino! Un hijo mío... marino... —clamaba papá.

—Es mi vocación —la voz de Javier sonó con un gallito—. Se trata de mi vida, la voy a vivir yo. Tengo vocación de marino y debo ser marino.

Parecía furioso.

—Eres todavía un niño —dijo mamá y se sacó un zapato. No sé cómo le cabía. Su pie era tanto más grande que ese zapato que me tapó la cara.

—Está equivocada, mamá. Ya no soy un niño. Soy un hombre y sé lo que quiero. Cuando uno siente lo que yo siento, sabe que es un llamado. Cada hombre tiene en la vida una misión que cumplir. Para eso nació. Mi misión es ser marino.

—Puedes serlo más adelante... No veo por qué ha de ser ahora...

—He sido aceptado —Javier parecía un maceteado—. ¿Va a cortar mi carrera?

Yo imaginaba a Javier corriendo a mil por hora y a mamá cortando su carrera. Sentía el “llamado” de la vocación de Javier y me parecía que todas las olas del mar, las ballenas y las gaviotas le gritaban: ¡Ven, Javier! Había dicho que tenía una misión que cumplir. Todo hombre tiene una misión. ¿Cuál sería la mía?

En ese momento mi mamá cambió de postura en el sofá. Fue un desastre. Yo quedé aplastado igual que una chinche en el suelo. Me ahogaba y me dolía todo. Pero mamá gritaba más. La levantaron, la sobaron y después se ocuparon del sofá. Me sacaron de debajo machucado y con la pata pegada a mi dedo.


—¡Tenías que ser tú! —chilló papá.

—Trataba de componerlo —expliqué, pero nadie me oía.

Me mandaron castigado a la cama y con la pata pegada a mi dedo para siempre.

¿Tendría que vivir en la cama toda mi vida con ese dedo-pata? ¿Sería esa mi misión en la vida? ¿Había nacido para eso? Sentía el llamado del sofá...

Me volví en la cama y apreté los ojos. Si Dios le había dado a Javier la misión de “marino”, ¿por qué a mí la de “pata de sofá”? Yo estaba sentido con Dios. Me parecía insultante que no esperara nada más de mí. ¿Se había imaginado que yo apenas servía para eso y nada más?

Me dio pena de pensar que nadie, ni Dios siquiera, me estima. Se me apretó el gargüero y no podía respirar. Traté de pensar en alguien que me alabe, o que me hubiera alabado alguna vez. Pero no. Nunca jamás. Todo lo contrario; puros retos, castigos y qué sé yo.

Por suerte la pena reventó por la nariz, porque si no me ahogo. Un romadizo y chorros, pero chorros de lágrimas calientes y saladas. Ricas para lengüetear cuando uno es desgraciado.

Yo no estaba llorando. Estaba comiendo lágrimas.

Me imaginé que Javier entraba en mi cuarto, me veía y me decía: ¡Poco hombre!

Salté de la almohada y de un tirón me arranqué la pata del dedo. Salió con cuero y todo, pero no me importó la sangre.

—¡Soy hombre! —dije—, y aunque nadie lo sepa, yo lo sé.

Di vuelta la almohada y me senté en la cama cumpliendo mi castigo. Me puse bien con Dios y le dije:

—Señor, tú eres el único amigo del que no tiene ninguno. Tú no puedes querer que yo fuera una pata de sofá. No siento esa vocación, ese llamado. Yo quiero algo mejor. ¿Podrías darme otra misión? Quiero una entretenida...

Dios no me contestó pero me quitó la pena y lo demás. Comprendí que estaba pensando en ayudarme y me alegré. Dios se preocupaba de mí, me iba a llamar igual que a Javier y nadie me atajaría.

Desde ese momento fui otro. Era como nacer a un mundo nuevo y cada cosa que yo quería hacer me preguntaba si era mi misión. Si era ese el “llamado”. Todo se volvía interesante, estaba como viviendo una película de suspenso y yo era el héroe.

Estaba metido en cama con mi famoso castigo y puramente pensando en la cuestión del “llamado” y de la vocación. Y justo, sonó el teléfono.

Nadie lo contestó y lo dejé sonar. Sentía la cuestión de mi castigo y que cuando uno está cumpliéndolo, tiene que seguir cumpliéndolo aunque se queme la casa. Y sentía el rin rin pomposo que tiene el aparato del teléfono cuando suena sin que nadie conteste. Trin trin, seguía rabioso, y yo lo despreciaba cumpliendo mi castigo. Hasta que por fin algo me dijo dentro: “¡Es el llamado!”, y de un brinco salté de la cama, levanté el fono... y cortaron. Requemado me volvía a mi cama, cuando veo una luz estereofónica. Era una luz distinta, roja, bailona, con explosioncitas y olores diabólicos. Ni me acordé del castigo, sino que con fuerza magnética, el imán de la luz me dominó. ¡Y justo!, ¡se estaba quemando la casa!

Unas llamas maquiavélicas como olas de fuego subían y subían con un calor... Solo faltaba ahí la víctima, porque era una hoguera de verdad. La mesa del cuarto de la Domi se había abierto de patas, las llamas trepaban por la muralla, y la cortina plástica de su ventana hizo ¡whist! y desapareció. La casa entera se iba a desintegrar antes de que volviera nadie...

Pensando a retroimpulso imaginaba la cara de mi mamá cuando me encontrara carbonizado entre las cenizas y se viera además sin casa. Pensaba: “Eso les pasa por dejarme solo y castigado...”

Mi corazón rezaba: “¡Dios mío, ayúdame a apagar el incendio!”.

Mis manos tiritonas llenaron de agua la cantora de la Domi y la tiraron a las llamas. El fuego hizo ¡pscht! y empezó a arder más lejos.

—Dios mío, ¿qué hacen los bomberos cuando no tienen hachas ni manguera? —rezaba mientras sacaba la cuenta de que si llamaba a las bombas me demoraba mucho, que si pedía socorro, ardía la cuestión entera... Así que mis manos llenaban otra vez la famosa cantora. Si al menos las mamás tuvieran casa de material antialérgico al fuego...

Y ahí me vino la idea.

Con fuerzas de Sansón pesqué el colchón de la Domi y con colchón y todo me tiré encima de la llama. El pobre fuego se acható con el golpe, se acabó de un run la bella luz y todo se volvió humo. Tosiendo, estornudando y con los ojos apretados de picazón, pataleé encima del aparato apagador hasta que sentí voces.

Eran vecinos, bomberos, carabineros y hasta un perro. Me sacaron afuera y me daban agua y me hacían gimnasia. Solo entonces pensé que me iban a echar la culpa de todo...

Pero un bombero descubrió que era la plancha enchufada que quemó la mesa y chamuscó lo demás. Yo no era el culpable. Yo era el héroe.

Cuando llegó mi mamá con mi papá yo sentía como una agüita en la garganta de tanto que me alababan y la Domi llorando se echaba toda la culpa y se aplicaba el castigo.

—Pagué lo aturdida que soy con mi colchón —decía sonándose con la mano brillante—. ¡Ir a comprar dejando la plancha enchufada! —y chillaba...

Y ahora resulta que soy héroe. No nací así, pero soy. Y no había tratado de serlo, sino que los bomberos me hericiaron sin quererlo yo. Resulta que si no hubiera resultado “heroico” habría resultado “carbónico”.

Cuando uno no está acostumbrado a ser “héroe”, se siente un poco pésimo; una cuestión rara como flato en el alma, o sea justo al revés de lo que uno siente cuando le echan la culpa de algo injusto. Claro, uno tiene que aguantarlo igual que aguanta el viceversa, aunque se siente un poco hipócrita de no haber hecho nada tan macanudo para sentirse así. Da como miedo de que lo alaben tanto y de repente lo vayan a desalabar. Es casi preferible no ser héroe. A uno le carga que le hagan la pata.

Pero la cuestión no tiene remedio. Soy héroe por culpa del incendio. Así que yo entiendo que Dios me llama a ser bombero. Esa es mi misión. Yo encantado con tal de que haya incendios todos los días. Porque debe ser atroz estar todas las noches desvelado esperándolos y no poder cumplir su misión.

Cuando por fin terminaron de hablar de mí, me puse a escribir mi diario. Y estaba en eso, cuando de repente oigo la voz de mi papá que dice:

—Tengo una importante noticia que comunicarles. Vamos a hacer un viaje...

Salí corriendo.

—¿Nos vamos a Concón, papá? ¿Javier también? —porque me daba miedo que le quisieran cortar su carrera, su vocación, su misión y todo lo demás.

—Javier entrará a la Escuela Naval cumpliendo su misión —dijo mi papá con voz chata— y nosotros partiremos al África a cumplir la nuestra.

—¿Para siempre jamás? —pregunté desconsoladamente.

—Por ahora iremos por tres meses —dijo mi papá y mi mamá se sonó.

—¿Hay incendios en África? Porque si no hay yo no puedo ir. Tengo también mi misión —le dije con violencia.

—Tu misión es obedecer —respondió perpetuo. Y el agua de héroe que tenía en el cogote se me congeló ipso flatus. Porque cuando uno es héroe tiene que seguir siéndolo y si a uno le cortan la carrera de bombero puede ser fatal.

Agonicé un minuto y entonces recé para callado: “Dios mío, si tú crees que mi misión es obedecer voy a tener que ser santo”.

Pero en ese momento, tragué mucha saliva hasta que pude respirar y me hablé consolativamente.

—Resulta que nos vamos al África —me dije, tratando de acostumbrarme y de repente vi sus desiertos en llamas, vi sus elefantes, sus camellos, sus cebras, leones y cocodrilos y me llené de risa feliz, de esa risa que le tira a uno las orejas para atrás. Era fenómeno irse al África. Tuve que darme una vuelta de carnero sin impulso y aterricé encima de mamá.

Y salí corriendo a preparar mi maleta.

No había mucho que llevar. En África no se usa ropa y un pañuelo de narices sirve de taparrabos; ¿cómo se vería mi papá vestido así? Volví volando.

—Ya estoy listo, mamá. ¿A qué hora nos vamos?

—¿A dónde, hijo?

—Al África, claro.

—No seas aturdido, Papelucho. Falta por lo menos un mes —dijo mi mamá sonándose otra vez.

¡Un mes! Esperar un mes entero... ¿Qué iba a hacer mientras tanto?

Esa noche me desvelé rotundamente. Mirando el techo, de repente descubrí que se veían en él las aventuras que me esperaban en África. Aunque era una película en blanco y negro y muda, se notaban perfectamente los animales feroces, los colmillos de los leones y sus melenas al viento, las serpientes gigantes y hasta los rinocerontes. Daban bastante miedo, porque era de noche. Era mejor cerrar los ojos y tratar de dormir mientras estaba en Chile.


Soñé cosas fantásticas. Cazaba leones que escupían llamaradas y los ahorcaba con serpientes que disparaban humo por la cola. Mi mamá se reía vestida como cebra y papá, en traje de Tarzán, le sacaba petróleo a un dinosaurio.

Decidí confesarme antes de irme al África, y fui donde el padre Juan.

—Padre, me acuso de todos los pecados de una vez. Me voy al África y quiero irme confesado y penitenciado.

—¿Al África, hijo?

—Sí, padre, ¿por qué no?

—¿Sabes dónde está el África?

—Claro. ¿Quién no conoce la América mal hecha...?

—¿Van en viaje de agrado?

—No, de misión. El papá y yo vamos a cumplirla.

—¡Caramba! ¿Y cuál es la tuya?

—Bombero y otras cosas.

—Aprenderás idiomas...

—¡Cómo se le ocurre, padre!

—Irás al colegio, hay buenos colegios allá...

—Ud. ni tiene idea, padre. Tengo mucho que hacer. En la mañana tengo que ir a cazar algo para la comida y armarle la choza a mi mamá. También matar arañas, corretear las fieras y tranquilizar a mamá, que es nerviosa.

—Veo que llevas todo dispuesto. ¿Pero y tu alma?

—¿Cómo mi alma? La llevo confesada y reajustada y también allá ni se peca, entre puras fieras...

—Hay niños africanos que no conocen a Dios...

—¿Africanos en África? Bueno, si hay, no quedará ninguno sin conocerlo mientras esté yo allá.

—¿Serás misionero?

—Ya le dije que bombero. Bueno, bombero-misionero si esa es su penitencia.

—No es penitencia, Papelucho, una simple sugerencia.


Así que además de bombero soy subgerente de los misioneros. En fin, se ve que lo vamos a pasar bien y ni habrá tiempo de aburrirse.

Me faltan apenas veintinueve días y estoy armando mi equipo de africano. Tengo que llevar una flecha, y un yatagán, un rifle y un buen tambor.

Para eso tengo que juntar plata, porque son caros, y para tener plata lo mejor es trabajar.

Tengo tres trabajos y son:

1º En el colegio le hago tareas a los castigados, y cobro por hoja.

2º Tengo el negocio de “aseo”, que es dar vuelta los tarros de basura de la calle y tocar el timbre para ofrecerme a recogerla. Pagan bien...

3º Hago colas por cincuenta lucas los tres pasos. Ahí me gané trescientos. Total seiscientas lucas. Si en un día gano seiscientas en veintinueve alcanzo a juntar para comprar todo el equipo.

Esta mañana me dejaron haciendo cola en un paradero de micro y el señor que me contrató no volvió más. Tuve que subirme al micro para no parecer idiota y tuve que hacer el recorrido para ídem. Total que llegué tarde al colegio y perdí plata. Y todo el tiempo pensando qué le pasaría al tipo que me dejó en la cola... Me imaginaba que lo habían atropellado, y otras cosas tremendas que le habrían pasado. Así que contesté pésimo, porque yo estaba preocupado. Claro, el profesor cree que porque uno es chico no tiene problemas y me dejó hasta las siete. Fue un día completamente fatal. Menos mal que me voy al África y ahí no pasan estas cosas...

A mi mamá le ha dado con suspirar y se cree mártir.

Todo el día habla por teléfono y se compadece y le cuenta a las amigas que va a hacer un “sacrificio” y qué sé yo. Cuando uno hace un sacrificio no lo dice, porque decirlo lo hace inválido, creo yo. Pero es tremendo ver a su madre suspirosa, así que le dije:

—Mamá, usted ni se da cuenta lo feliz que va a ser en África. No hay que pagar cuentas ni suspirar por nada, porque no hay casa. También yo pienso bañarme en el Nilo, así que usted no tiene que preocuparse de mi limpieza, porque me bañaré vestido.

Me miró y se atoró y se sonó. Se ve que se tiene lástima.

—Mamá —le dije—, ¡qué suertuda es usted de irse tan feliz a las selvas! Si yo encuentro a alguien como usted capaz que me case...

La mamá me abrazó y me besó como cuando yo era chico y se rio por primera vez. Después dijo:

—Me cuesta dejar a Javier... Me preocupa tu educación allá y la niña.

—Estoy decidido a cuidarla yo —le dije— y a reemplazar a la Domi. Pero gratis. También le diré que le voy a hacer una hamaca a usted y yo la abanico con una palmera....

Mientras hablábamos, ella apartaba cosas en la despensa. Iba haciendo dos montones: uno de cuestiones macanudas que eran válvulas viejas, llaves rotas, fierros, alambres y tapones malos y otro de cosas inútiles como tazas pintadas, fuentes plateadas y tonteras de recuerdos.

—Te daré tus salidas igual que a ella —dijo distraída— y también te daré todo esto que no me sirve...

Pero sonó el teléfono y partió.

Si a ella no le servían, menos me servirían a mí sus famosos recuerdos de vitrina, y si no nos servían a ninguno de los dos, menos servían para darlos. Así que los amontoné en un cartucho y los tiré a la basura, justo cuando pasaba el gran camión del aseo.

Cuando venía entrando de la calle, mamá me llamó:

—Sí, Papelucho, sigamos limpiando la despensa.

Y seguimos. Todo iba a dar al montón ahora, hasta que apareció un abanico, creo que de Eva.

—¿Dónde pusiste las otras cosas? —me preguntó.

—Las tiré a la basura y se las llevó el camión basurero —dije sintiéndome el hijo que ayuda.

—¡¡¡Quéééé!!! —gritó histérica.

—Usted me las dio porque no servían. A mí tampoco me servían y las boté.

—¡Estas son las que yo te di! —repercutió.

—¿Estas? ¿No le sirven? —me sentí millonario con tanto material, pero la cara de mamá era tremenda. Tuve que hipocritizar mi cara de gusto y consolarla a ella sin acordarme de mí.

—Oiga, mamá —le dije—. Nos vamos al África, acuérdese. Allá no necesita esas cuestiones. Y aquí tampoco las necesitaba, si las tenía guardadas. También está desocupando la casa y la mejor manera de desocuparla es botar todo...

—¡Cállate! —chilló—, has botado las cosas valiosas que guardaba...

—Lo único que le sirve es el abanico este, allá en África... y muchas gracias por esto —le mostré las llaves y el montón—, yo creía que esto era lo que le servía.

Pidió agua, se tiró en un sofá y se sintió mártir otra vez. Yo no la puedo ver mártir porque me siento el león de Quo Vadis, así que tenía que preocuparla de otra cosa para desmartirizarla.

—¿Dónde estará la Ji? —le pregunté, y saltó como una pulga, sin lágrimas ni pena.

—Búscala inmediatamente —me ordenó y empezó a gritos con la Jimena y la Domi y marcando todos los números de teléfonos del barrio para saber si estaba ahí. La Ji no aparecía y los ojos de mamá se ponían a cada rato más redondos. Yo me remordía de haberle preguntado por ella... y cuando más me remordía, moví la ropa sucia que estaba amontonada para el lavado, y encontré a la Ji debajo.

—¡Estaba jugando al invisible! —me dijo riendo—, y después se me ocurrió jugar a que era muda y ya iba a jugar a que era sábana sucia, cuando me encontraste...

A mamá se le arreglaron los ojos y nos dio un caramelo.

Esta mañana, cuando me iba al colegio, mamá me dijo:

—Tengo que comprarte alguna ropa... ¿serías capaz de tomarte un micro para ir a juntarte conmigo en la Plaza de Armas?—Usted me cree guagua que me pregunta eso...

—Entonces, saliendo del colegio tú subes al micro Catedral y te bajas en la plaza. Yo estaré esperándote. No te olvides, el micro Catedral...

Apenas sonó la campana, volé a la esquina. Yo quería llegar a la plaza antes que mi mamá y no hacerla esperar y mostrarle que cumplo. Miraba los letreros de los micros uno y otro y otro y nunca jamás llegó el que yo esperaba. Porque con la cuestión de que ella me dijo “Catedral” se me revolvió la memoria y yo esperaba el micro Parroquia.

Después de tanto tiempo que me sonaban las tripas, por fin me di cuenta que no había ninguno que dijera Parroquia, así que me subí a uno que decía “Hermita”, y fui a dar tan lejos que para volver me demoré todo el día. Cuando uno mete la pata y además tiene hambre y sabe que va a llevarse un reto injusto, le gustaría estar enfermo de gravedad... Empezó a dolerme la cabeza y todos los machucones de las piernas y la costra que tengo en el codo y la uña que cambié el año pasado. Apenitas podía caminar y llegué a la casa arrastrándome y me acosté. A cada rato me sentía más grave y con más fatiga. La Domi me trajo una empanada heladita y al poco rato me moría de verdad y vomitaba, hasta por las narices. Y por fin llegó mamá bien cariñosa porque parece que ella no fue a la plaza a esperarme porque se atrasó en la peluquería y traía el peinado más macanudo inmenso-inmenso y fofo que se volaba y era como una señora completamente de etiqueta.

Hoy no fui al colegio porque tuvimos que ir a sacar una cuestión que se llama “pasapuerta” y me llevaron a Investigaciones, que es donde están todos los prontuados y me retrataron y me prontuaron y me archivaron con dedo y todo. Y ahora no más podemos salir de Chile. Y parece que nos vamos pasado mañana y en un avión inmenso a chorro y sumamente colosal.


La casa está distinta y con eco. Uno grita y repercute toda y tiene algo como de estación y paquetes y maletas y tierra que nadie limpia. Y hay un puro tenedor para todos porque a mamá se le olvidó dejar para estos días así que comimos todos con cuchara, menos papá. Y los días son perpetuamente distintos porque no hay mañana ni tarde sino que puramente día y todo el mundo confundido y enojado y apurado.

La Domi llora todo el tiempo y tiene la cara color de jamón y se suena con todo lo que pilla porque se le acabaron los pañuelos, el papel y su delantal lo tiene ya empapado así que usa las servilletas y las sábanas.

La Ji pasa todo el día en la casa del Jolly porque ahí no se pierde y juega con juguetes importados de verdad y la mamá del Jolly la quiere con pasión de madre, nadie sabe por qué.

Javier vino a despedirse y hablaba con voz de locutor de radio y tenía modales de otro y daba bastante vergüenza porque a papá le decía “señor”. La mamá quería llorar como la Domi, pero no tenía tiempo porque venían unas personas a visitar la casa y tenía que sonreír y decirles en cada cuarto que disculparan el desorden y explicar que nos íbamos al África.

Ya por fin se está acabando el día y cuando despierte mañana va a faltar apenas uno por subirnos al jet, dispararnos por el cielo y aterrizar en el África.

Tengo lista mi maleta y llevo alambres y válvulas que sirven para armar la choza de mi mamá y fabricarme las armas que no alcancé a comprar.

Guardo en una media vieja de mamá un ratoncito chileno que me llevo de recuerdo y que me encontré enredado en los alambres. Se llama Colo Colo y me acompañará siempre cuando sea misionero y lo amaestraré para que sea mi guía en las selvas, olfatee a los leones y avise si están cerca. También lo necesito para tener con quién hablar, o si no capaz que se me olvide.

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25,88 zł
Ograniczenie wiekowe:
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Objętość:
91 str. 19 ilustracje
ISBN:
9789563634129
Wydawca:
Właściciel praw:
Bookwire
Format pobierania:

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