Czytaj książkę: «Huérfanos de Dios», strona 2

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Al final del puerto, pasó por delante del taller del zapatero, a menudo lo visitaba para darle trabajo. No estaba allí, tal vez se había marchado a cazar patos en los humedales, como una vez le había dicho que solía hacer. Ahí acababa la ciudad. Desde el zapatero, uno se adentraba en el campo. Al principio, huertos, un tanto pobres en esa época; luego, los cercados para las vacas y los burros, algunos caballos, rebaños de cabras trabadas y de ovejas, algunas porquerizas, aunque menos que en las zonas más cercanas a la ciudad, y los bosques de alcornoques hasta el pie de las montañas. De vez en cuando, una casita de piedras secas, desvencijada, con los tejados de tejas rojas fabricadas allí mismo y que los rigores del invierno y el aire cargado de sal ya habían corroído; dentro, paja o herramientas que se forjaban en la parte alta de la ciudad. Tan lejos de las casas, ya no veía hornos de pan ni nadie que se moviese a esas horas. Continuó por el camino de carretas, que llevaba hacia las llanuras del sur y los pueblos de pastores, anduvo junto a los muretes cercanos a los bosques de alcornoques y, después, se adentró directamente en un campo plagado de cardos. El campo se acababa junto a una pequeña colina arbolada, un caos de rocas recubiertas de un musgo extraño, bajo la sombra de encinas. Se sentó en las piedras de una vieja era, probablemente abandonada desde hacía varios años. Y meditó un momento sobre lo que convenía hacer. Algo en ella le decía que su idea era enfermiza y que el mal guiaba sus impulsos. A continuación, las razones que la habían llevado hasta allí volvían a aparecer, con imágenes de horror y de sufrimiento que se le atropellaban en la cabeza. Y se decía que un mal todavía mayor la obligaba a actuar y justificaba que lo erradicaran. Algo de justicia, pensaba, algo de justicia debía hacerse, y si los tribunales, en su iniquidad perpetua, eran incapaces de mostrarse dignos de su cometido, tal vez Dios abatiría la espada redentora sobre el pecho de los filisteos, y si Dios, que también parecía haber olvidado esta tierra, se negaba a cumplir con su deber, entonces la tarea de rendir esa alta justicia correspondería al infierno. Y en su tierra, infierno era un nombre de hombre, y se contaba que ese hombre se ocupaba de resolver un buen número de problemas de los que los lejanos tribunales extranjeros, y el propio Dios, no parecían querer ocuparse.

Desde el camino de tierra, el de los pueblos, empezaron a oírse gritos, y la muchacha salió de sus sueños lúgubres en un sobresalto. Vio una muchedumbre que avanzaba rodeada de polvo, numerosa, donde hombres y mujeres vociferaban. Pensó en esconderse, pero luego se dijo que no tenía ningún sentido, que siempre habría alguien que la reconociera y le hablara, y que, si había algún peligro, no podía afectarla a ella. Como la multitud se iba acercando y, aparentemente, se dirigía a la era donde ella estaba, se levantó, dispuesta a huir finalmente, pero al entender que esa furia no estaba dirigida a ella, se quedó parada, esperando que sitiaran su guarida. Pastores con camisas sin cuello y trajes oscuros de pana tiraban de una mujer a la que llevaban atada del cuello, como habrían hecho con una de sus cabras, y un grupo de vocingleras con largas enaguas y pies descalzos, armadas de palos, hostigaban a la prisionera, avasallándola con insultos repugnantes. La muchacha observó que la mayoría de hombres, y algunas mujeres de nariz larga, tenían idéntico rostro, mientras que otro grupo de varones y de señoras con cejas tupidas y casi continuas parecían compartir una genética distinta, de lo que dedujo que al menos dos pueblos o dos familias diferentes componían la masa que ahora bullía en el centro del círculo de piedras. La cautiva también tenía una cara distinta, por no hablar de su actitud de contrición y de resignación en aquel frenesí ambiente. Una arpía furiosa se apartó del grupo y se dirigió a la intrusa como si la tomara por testigo, mostrándole con el dedo a un enorme botarate, con orejas de soplillo, nariz de násico y cara de tonto, que parecía seguir a la tropa y andar con los pies porque había visto a otros hacer lo mismo.

¡La puta sarda, dijo la mujer iracunda, ha dicho que Jean-André había querido violarla! ¡Tiene el coño ardiendo, esa es la verdad! ¡Primero lo engatusa, y esta gente quiere hacernos creer que Jean-André ha cometido un crimen! ¡Los sardos son unos perversos y unos mentirosos! ¡Pero esto lo van a pagar!

A la muchacha le pareció evidente que esta gente de la que hablaba la ordinaria no podía confundirse con los miembros de su propia jauría. Y por un momento se vio desconcertada, como aspirada por esa especie de vacío brumoso de la razón que se da en los sueños. Después, observó por primera vez a tres hombres que seguían a la multitud, a buena distancia, y que deambulaban y se mantenían de pie a duras penas, como unos espíritus penitentes en su propio cortejo fúnebre. Uno de los hombres tenía más edad, y los otros dos apenas habían abandonado la adolescencia. Las cabezas hinchadas y los ojos tumefactos permitían imaginar secuencias previas de lo que habían soportado, y la inmisericorde paliza que, sin lugar a dudas, les habían propinado. El padre y los hermanos de la prostituta, pensó la muchacha, que quizá se habían resistido o habían querido defender su honor. Pero entonces ya no se resistían a nada, les habían arrebatado a la hija y avanzaban lastimosamente sin abrir la boca. Ya no mostraban ningún aplomo, ni ningún sentimiento a decir verdad, simplemente ahí estaban, patéticos, para acompañar a su pariente y a sus martirizadores, y ver lo que la fatalidad le tenía ahora reservado a ella.

Un hombre sacó unas tijeras de esquilar, y varios agarraron firmemente a la muchacha, pero esta no se resistía. Simplemente levantaba la cabeza, negándose a inclinarla ante la horda de monstruos, y apretaba las mandíbulas en un rictus de odio. Empezaron a raparla, y los gritos fanáticos se redoblaron a medida que iban tajando sin miramientos en el cabello y en la carne. A mitad del suplicio, la muchacha aulló de dolor, y la mujer que le había hablado a Vénérande vino a machacarle el hocico con su mano negra y tosca para pedirle nuevamente que se callara. Llovían los insultos. Y cuando la abandonaron, más que sentarse, se derrumbó en una de las grandes piedras de la era, destrozada; el cráneo escarificado, del que brotaban unos tristes mechones, parecía salido de un cuadro aberrante inspirado en antiguas danzas macabras.

Vénérande siguió durante un rato a la multitud mientras esta se alejaba, sintiendo ese júbilo odioso y esa excitación que les salía por los poros. Era como si todos hubieran vuelto de una fiesta. Algunos hombres comentaban entre ellos las distintas fases de la humillación a los extranjeros, felicitándose por haber restituido cierto equilibrio; algunas chicas risueñas interrumpían a los hombres agarrándolos del brazo, intercambiaban frases pueriles y maliciosas, pero el tema central de las conversaciones seguía siendo el castigo a los sardos. La arpía que particularmente había llevado la batuta se mostraba como una comentadora insaciable, y sus risas no lograban disimular la furia de la que aún disfrutaba. Por su parte, ese memo llamado Jean-André, aquel a cuyas pulsiones se había acusado, sonreía a la vida con satisfacción beata, y en la cara de idiota tenía algo animal que era un insulto a la verdad. Antes de que Vénérande abandonara el grupo que le resultaba tan intrigante como inquietante, vio cómo un anciano agarraba a un joven por el cuello, afectuosamente, y oyó lo que el viejo sabio le decía al joven, con un tono de enseñanza: Ya ves, los sardos roban, mientras que nosotros matamos. Y aún le resonaba el adagio en los oídos cuando se separó de ellos, en el cruce de caminos que llevaba a los pueblos o a la ciudad.

Trató de mirar por última vez hacia el lugar del suplicio, y a lo lejos entrevió a la muchacha que seguía sentada en la piedra sobre la que se había desplomado, y los tres hombres, como sombras, que la rodeaban, inmóviles, y agachaban la cabeza. Vio cómo la chica se curvaba y ocultaba el rostro en el hueco de su brazo, y apartó la mirada, intentado borrar esa imagen de la memoria a partir de ese momento. Apretó el paso hacia la ciudad, donde la esperaba una vieja tía, y en el camino, las ideas de justicia y de venganza se le arremolinaban en la cabeza, y no sabía exactamente a qué venía todo eso. Vio el rostro desfigurado de su hermano, y oyó los sonidos grotescos que a veces emitía, y volvió a ver aterrada las caras tumefactas de los extranjeros; y los ojos de la muchacha a la que rapaban la atormentaron de nuevo un corto instante, y oyó de nuevo el adagio lúgubre del viejo, y se inclinó para apoyarse en un murete al borde del camino, y vomitó. Luego, se irguió, avergonzada, antes de secarse la boca, bruscamente asediada por la dureza del mundo, y de llegar a la ciudad sin hacer más paradas, con una sonrisa crispada, desdeñosa e incomprensible, que se había apoderado de ella.

3

La historia que ella le había contado había tenido lugar dos o tres años antes. Petit Charles, su hermano, estaba solo en el llano, cuidando las ovejas. El perro estaba lejos, tendido a la sombra de una encina. No había mucho que hacer y el sueño empezaba a hacer mella. Después, había visto a los hombres que bajaban por el sendero de las crestas, tirando de las riendas de sus cabalgaduras. Había contado cuatro, armados, y mecánicamente se había acercado a su escopeta, apoyada contra una roca, mientras el perro ladraba. Habían atravesado el rebaño, que se apartaba como para instintivamente dejar pasar el mal; él, en cambio, no sabía si también debía apartarse o esperar con la frialdad de un témpano a que la fatalidad lo aniquilara.

Ahora estaban alrededor de él y lo saludaban con la cabeza, sonriendo, pero sin hablarse demasiado, y él les veía los dientes desgastados, y las barbas demasiado largas, y el pelo enmarañado; y se imaginó que habían pasado algunas noches fuera. El hombre que le gruñó a continuación tenía un ojo azul y el otro de color violeta, una mirada fría que no expresaba nada válido, y su voz grave y rocosa resonaba como el eco en el fondo de un pozo seco. Tenía la escopeta debajo del brazo, y hablaba de llevarse unas ovejas, porque tenían hambre, y él no podría evitarlo porque no contaba nada y su existencia era insignificante. Luego vio la escopeta apoyada en la roca y comprendió que el guardián del rebaño estaba demasiado cerca del arma. Durante un momento estuvo mirando la escopeta, sin expresar nada más que el hecho de estar mirando la escopeta; después plantó de nuevo la mirada de reptil en los ojos del joven guardián del rebaño y no dijo nada, salvo: Lo has entendido. Y esa mirada era la del demonio, carente de cualquier piedad y cualquier compasión, y solo dejaba traslucir su ferocidad animal. Los otros tres también mantenían las escopetas en la cintura, no lo amenazaban directamente, pero no habrían tardado en apuntarle y abatirlo en caso de que amagara cualquier gesto de autodefensa. Respondió: Sí, lo he entendido. Y dos de los hombres, el canijo de la cabecita rapada y el gordo de cabello rizado y pelos en los pómulos, apuntaron y mataron sendas ovejas. El cuarto hombre, de negro de los pies a la cabeza y rostro tallado como una gárgola, que lo vigilaba junto al que había hablado, le hizo una señal para que se alejara de la escopeta. Dio unos pasos apartándose del arma, y el hombre de tez oscura se acercó y la cogió, y se la colocó en bandolera como para indicar que ahora esa escopeta le pertenecía y que, cuando se fuese, se la llevaría con él.

Mataron otros tres animales, tantos como podían llevarse en los caballos, y lo único que él podía hacer era apretar los puños. Y mientras que el hombre de negro no apartaba los ojos de él, el de la voz repugnante le preguntó si lo conocía. Respondió que no, que no lo conocía, ni a él ni a los otros. El hombre insistió. ¿Quieres saber quién soy? No, dijo, no me interesa. Los caballos ya estaban cargados con los cuerpos de los animales abatidos. Los dos carniceros los tenían agarrados por las riendas, decían que había que marcharse.

Estoy seguro de que me conoces, repitió el jefe de los saqueadores, ya nos hemos visto en algún lugar. Lo negó con un gesto, pero el otro se estaba tensando y parecía no conformarse. Los dos que habían matado las ovejas habían atado los caballos a las ramas de un escaramujo y también se habían acercado a él; parecía que un círculo peligroso iba cerrándose y ya no sabía qué responder a las preguntas del cabecilla. Instintivamente, comenzó a recular, pensaba en huir, pero los hombres ya estaban demasiado cerca. Entendía que la inquietud por que los reconociesen convertía a esos hombres en peligrosos, y recordó otras historias en las que algunas noches habían atracado y matado a hombres, y el miedo se apoderó de él.

Un pájaro gigantesco pasó por encima de las crestas de granito rojo. Tal vez un cuervo grande. O un busardo que se abatía hacia las grietas situadas más abajo.

Lo tenían agarrado en el suelo. El forzudo y el hombre de negro estaban sentados cada uno en un brazo, y el jefe le aplastaba el pecho con la rodilla mientras le dio una orden al canijo y este vino a apretarle las mandíbulas con los puños, obligándolo a abrir la boca. El jefe le metió los dedos en la garganta, los hundió hasta que le agarró bien la lengua; los puños apretados del canijo eran lo suficientemente fuertes como para que no pudiera morder. Todo fue bastante rápido. Sintió el puñal afilado a la piedra cortarle la lengua. Sin casi ningún movimiento de sierra, solo ese hierro cortante hundido en la garganta seccionándole la carne. Ni siquiera era capaz de gritar, nada más que un jadeo desesperado acompañaba las sacudidas desarticuladas de sus piernas. No podía mover ninguna otra parte del cuerpo, los hombres lo tenían firmemente agarrado. Se hablaban rápido, como si hubieran estado castrando un cerdo, cuando cada palabra, cada gesto tiene que ser decidido. El ejecutor no había temblado. Tenía la soltura en el gesto de quien suele manejar el cuchillo. Pero no habían hecho la señal de la cruz antes de operar.

Oía al perro aullar no muy lejos, corriendo de un lado para otro, pero sin atreverse a abalanzarse sobre los hombres. El enano que le había sujetado las mandíbulas a Petit Charles alzó una pistola y abatió al perro.

La sangre que le salía a borbotones de la boca parecía liberar una sensación extraña, irreal. Era algo agudo, que podía matarlo, sentía que su vida entera podía vaciarse a través de esa herida y, en realidad, no deseaba otra cosa. Lo que vino después ocurrió como en un sueño extraño. Sabía que tenía el rostro descuartizado, pero no sentía dolor, sino la vaga sensación de una penetración repetitiva, como si le labraran la cara con una grada invisible. Los ruidos sonaban lejos y esta pasaba y pasaba sin cesar. Y aún esa sombra encima de él, que se obstinaba en hacerle un daño que no entendía. Y un cuchillo entre las manos del hombre, el mismo, el de los ojos extraños y la voz ronca, y el reguero rojo que ahora le velaba la vista, que velaba la sombra del jefe y también el sol, que no había dejado de brillar sobre ellos, los verdugos y el cordero al que mutilaban.

Cuando la grada dejó de labrarle el rostro, el dolor sordo de las patadas y los golpes de culata que le asestaron los hombres al soltarlo no le parecieron menos descabellados que todo lo que acababa de vivir. Como si ya estuviera en otro lugar, como si ya se hubiese marchado y los viera u oyera a muchísima distancia mientras subían a sus monturas y se alejaban llevándose los animales que habían matado.

Ya no son más que vagas siluetas que desaparecen en una bruma calurosa. Su turbia presencia se va apagando al mismo tiempo que su propia consciencia va dispersándose en una nada que ya no esperaba alcanzar.

Ella lo veló creyendo que moriría, le curó las terribles heridas de la cara destrozada, lloró pegada a su mejilla vendada durante noches enteras. Cuando la fiebre lo hizo delirar, fue a buscar a un cura, y las mujeres de las casas que había en la parte baja del sendero se prestaron a ayudarlo en sus últimos instantes. Como si hubiera sido un duelo, no paraban de venir hombres. Al entrar en la casa guardaban silencio y agachaban la cabeza sin decir nada. Los primos más cercanos hacían preguntas, a las que ella no podía responder; todo lo que sabía es que habían desaparecido algunos animales y que habían matado al perro. Había huellas de herraduras, bastantes, pero con tiempo seco no era posible saber cuántos hombres habían hecho eso, o en qué dirección se habían marchado.

Todos venían a visitar al moribundo, algunos hombres se derrumbaban en sollozos, como niños, al descubrir su mirada vacía. Si viviera, seguramente perdería la cabeza; y muchos llegaron a esperar abiertamente que no sobreviviese. Pero la fiebre bajó. Aún vivió varios días, después cesaron las colas en la casa de ese duelo anormal. Y tampoco quiso morir ni siquiera cuando ya no vino nadie más, y se quedó solo con ella, y el silencio se instaló entonces entre ambos, por mucho tiempo, y para siempre.

Él no podía hablarle. Ella intentaba que le explicara, pero ni los gestos del mudo ni las expresiones exasperadas de su rostro permitían entender quién lo había mutilado. A fuerza de preguntar y de insistir, había conseguido entender lo esencial. Cuatro hombres, caballos, el ganado matado y robado. También fueron ellos los que habían matado al perro. Él no sabía quiénes eran. Nunca antes los había visto. Ni en los mercados ni en las aldeas vecinas. Hablaban como nosotros, pero aparentemente no pertenecían a las familias conocidas ni a los pueblos más cercanos. De la ciudad tal vez o, si no, de un valle más lejano. Por supuesto, no pudo hacer que escribiera nada, y ni siquiera se le pasó por la cabeza: ni ella ni él sabían escribir. Y sus preguntas lo volvían loco, se levantaba y se colocaba las manos en la cabeza, aporreaba las puertas, exteriorizaba su sufrimiento sin poder gritar. Así que ella tardó años, años para despertar en él el menor detalle, para conseguir siquiera que oyese sus preguntas. Cuántas veces, para no tener que revivir esa escena, cuántas veces él huía de ella y desaparecía días enteros en las colinas. Luego, regresaba, como sin alma, con las mejillas hundidas por el cansancio y el ayuno. Entonces podía de nuevo dirigirse a él, preguntarle a su corazón medio anestesiado. Así que ella tardó años, pero al final había tejido una madeja de indicaciones lo bastante tupida como para tener la certeza de encontrar a los hijos de puta que habían desfigurado a su hermano y le habían cortado la lengua. Cortar la lengua. ¿De qué naturaleza había que estar hecho para cortarle la lengua a un hombre?

Ahora tenía que encontrar a la persona adecuada, aquella a la que dirigirse, averiguar quién estaría dispuesto a ocuparse de su historia y ajustar cuentas de una vez para siempre. Fue entonces cuando volvieron a su mente relatos que había oído cuando la gente hablaba después de las ventas del domingo y cuando bebían más de la cuenta, fábulas más o menos antiguas sobre crímenes u ofensas abominables, y sobre gente igual de abominable, a la que pagaban para castigar a los culpables. Fue entonces cuando se acordó de l’Infernu, y empezó a buscarlo.

4

Había un jarro de vino malo, al que solo le quedaba un fondo, colocado sobre una caja que hacía las veces de mesilla de noche, y una vela con la llama agonizante. Estaba borracho, en un duermevela que lo llevaba con más certeza hacia antiguos tormentos que hacia el sosiego que solía anhelar al emborracharse. L’Infernu se asfixiaba en la cama de la choza abandonada a la que se había retirado, en medio de un estuario al que solo iban los contrabandistas o los pescadores nocturnos con sus fisgas. Intentaba liberarse de las sábanas ásperas y empapadas de sudor, pero su cuerpo ya no lo escuchaba. Un instante después, se dejaba caer por fin, sin resuello, vencido tanto por las obsesiones eternas como por la enfermedad que lo corroía, y volvían a asaltarlo esas imágenes mil veces repetidas.

Se veía cuarenta años antes, despertándose junto a otro pantano que ya no existía. A su alrededor, sus compañeros no eran más que una tropa miserable, con las caras destrozadas, marcadas por el cansancio y el hambre. Ya no eran héroes desde hacía mucho tiempo; a decir verdad, ya ni siquiera eran casi nada. Ahí, en ese lugar de pestilencia y desesperación, tal vez se detuviera su larga marcha de muerte. Animales salvajes, animales salvajes a los que se acorrala y se aniquila. En eso se habían convertido, nada más. Los dos toscanos que los acompañaban y les hacían de guías no parecían correr mejor suerte: guías desorientados y mentirosos, canallas de la peor especie, y con los días contados. Ya nadie les concedía el menor crédito. Al menos no sufrirían mucho, no como el otro guía que cayó en manos de los soldados del Gran Duque, que había debido de retorcerse como un gusano durante un buen rato colgado de la cuerda antes de darse por vencido, antes de que le estallara la cabeza por acumulación de sangre.

Sus compañeros respondían a los nombres de Théodore Poli y Joseph Antomarchi. Eran los jefes, y los demás eran fieles desde los inicios, desde los primeros combates. Ours-Jean Olivieri se contaba entre ellos, así como Martin Limperani, François Giammarchi y Lucca Magnavacca, al que apodaban Saetta, el Rayo. También estaba Capitán Martini, que en realidad había sido como mucho sargento, pero que ciertamente había vestido uniforme, el del invierno ruso en Waterloo. No era precisamente tierno. Los otros se llamaban Philippe Graziani y Pierre Martinetti, y en aquella ocasión no estaban los hermanos Gambini, aunque lo normal era que los acompañaran en todas sus operaciones. El más joven era él, Ange Colomba, con un pie todavía en la infancia y el otro ya metido en el horror y la condena al infierno, lo que le valdría el apodo por el que todos lo conocerían más adelante. No recordaba los nombres de los toscanos; de todos modos, nunca le habían gustado.

La noche en el islote había sido abominable. Una niebla densa y húmeda invadía los pantanos y los helaba. Ni siquiera habían logrado encender fuego. Habían amanecido como espectros, azorados, paralizados, tosiendo como tuberculosos, y Saetta no había parado de gemir ni un momento. La herida que tenía en el brazo era muy fea. La bala no había salido y el miembro, hinchado, adquiría un color preocupante. También él estaba poniéndose cada vez más lívido, como si la muerte estuviera entrando en él poco a poco. Gemía, pero apretaba los dientes, no decía nada, no suplicaba para que acabáramos con aquello. Esperaba simplemente el inevitable desenlace. Y desde siempre sabía que le llegaría la vez. Algo que pagar, nada que él no se hubiera buscado.

Poli. ¿En qué estaría pensando? Debía de imaginar que Saetta merecía una oportunidad. Le darían una escopeta y lo abandonarían. Él decidiría por sí mismo. Era evidente que no podía subirse al caballo. Quizá había simplemente que abatirlo para acortar su sufrimiento. Aparte de que no podían permitirse dejar un arma. Ni cargar con él como un peso muerto. Matarlo, pues. Luego, sería sencillo cavar en la turba, nunca encontrarían su cuerpo, ya no se oiría hablar de él. Abatirlo. Saetta. ¿Pero quién se habría atrevido a dispararle a Saetta? Nadie habría querido hacer semejante cosa. Era obvio que esa era tarea de un jefe. Su propia tarea. Miró a sus hombres, como esperando librarse de ese peso al cruzarse con una mirada más fría que la suya, alguien con la animalidad necesaria. A continuación miró al herido, y vio que el herido también lo miraba a él. Solo él poseía esa mirada lo bastante fría, pero era eso precisamente lo que más le gustaba de Saetta, era eso lo que lo convertía en el compañero más fiable de todos. El que se apunta el primero con uno para ir a la guerra, y el que recibe la bala que iba dirigida a ese uno. Habría que haber sido un malnacido para apuntarle con un arma. Incluso con la intención de aliviarlo. Estaba totalmente confuso. Tenía que hablar con Antomarchi, el seminarista tenía que hacerle atisbar una especie de decisión celeste. Antomarchi estaba chalado, pero era sin duda el más inteligente de todos, y solía tener buena intuición.

De modo que se fueron a cazar gallinetas, lejos del grupo, con la excusa de encontrar comida, y Poli se llevó con él a su bicho inquieto, el joven Colomba, delante de quien no tenía miedo de hablar. O bien se veía reflejado en él y se le había metido en la cabeza que tenía que formarlo. Llegaron a una lengua de tierra, un lugar salvaje y aislado. Antomarchi le dijo que si abandonaba a Saetta con una escopeta no le estaba dando una oportunidad, sino simplemente una indicación explícita sobre el modo de quitarse la vida. ¿Qué había que hacer? Amputar el brazo, cauterizar y, entonces, abandonar a Saetta con un arma. Ahí sí que tenía una oportunidad y, además, se le mostraba el debido respeto. La tropa no iba a poder vivir bien la idea de abandonarlo como a un perro o asesinarlo como para quitárselo de en medio. Al principio todos fingirían comprensión, la banda se marcharía del lugar y nadie miraría hacia atrás. Pero un día, el fantasma de Saetta volvería para atormentarlos. Habría reproches. Luego, remordimientos, división y rencillas. Y todos sabían cómo acababan las rencillas entre hombres armados que ya habían matado. Tal vez había otro modo de actuar. Las explicaciones de Antomarchi habían sido transparentes y, una vez que hubo hablado, ya no quedaban más dudas. Podían abandonar a Saetta a su suerte, pero antes había que hacer algo por él, y hacer algo por él era cortarle el brazo.

Una vez tomada la decisión con respecto al herido, la conversación no quedó ahí. Poli le preguntó al seminarista sobre los dos toscanos: desde que los habían reclutado no habían estado a la altura. Era culpa suya que los soldados los hubiesen capturado y que Saetta estuviese padeciendo ahora ese martirio. Antomarchi replicó que los necesitaban para salir de la Maremma. O incluso para esconderse en ella. Poli le indicó que en realidad ya estaban perdidos y que los dos idiotas habían pasado la noche hablando en voz baja. No tardarían en traicionarlos. Y prosiguió diciendo que en las zonas pantanosas todos los bosques eran idénticos, que podrían esconderse donde quisieran sin la ayuda de los toscanos, que ya no les valían para nada. ¿Salir de la Maremma? Ya seguirían su instinto, todos eran hombres de la tierra, preparados para sufrir, ¿para qué cargar con esas dos rémoras? Las objeciones de Antomarchi no tardaron en desvanecerse. Y una vez de acuerdo, se volvieron hacia el joven. Le dijeron: ¿Has entendido lo que vamos a hacer? ¿Estás listo? Sí, dijo el joven Colomba, que aprendía rápido, y que no temblaba. Los tres hombres desanduvieron entonces el camino hasta el campamento.

Nada más llegar al islote, no perdieron el tiempo y Antomarchi, sin mediar aviso, disparó con la pistola al vientre del primer desertor. Acto seguido, el joven Colomba le apuntó con la escopeta y lo remató, reventándole la caja craneana. El compañero del muerto se levantó de un salto e intentó huir. Poli le metió una carga de perdigones en los riñones, y el hombre se derrumbó en el fango con un grito animal. No estaba muerto e intentó desesperadamente nadar, moviendo los brazos en medio de una gran mancha de sangre que cubría la superficie del agua. En el campamento nadie se había movido, ni parecía realmente sorprendido por lo que estaba ocurriendo. Alguno, quizá Olivieri, expresó incluso con voz fuerte que mucho habían tardado en ajustarle las cuentas a esa chusma, y que si los jefes no lo hubiesen hecho, él no habría tardado en rebelarse para matarlos con sus propias manos. Poli no lo escuchaba. No era momento de vituperar. Agarró una hoz que había cerca de un zurrón y avanzó por el agua en dirección al fugitivo, que gemía de dolor y lloraba de desesperación. Le cortó la cabeza con un golpe de carnicero, cesaron los gritos y los gestos grotescos de hipoxia del toscano, que ahora flotaba para la eternidad en un líquido salobre.

La matanza no había durado mucho, quizá un minuto, y todo el mundo permanecía aún desconcertado. Los jefes explicaron simplemente a los demás que los desertores no eran de fiar, que estaban a punto de traicionarlos. Todo el mundo parecía ya estar de acuerdo y se soltaban las lenguas para atribuirles a los toscanos su imprudencia y su doblez, así como el rosario de desdichas que desde hacía algún tiempo había venido sufriendo la banda, incluida, por supuesto, la herida de Saetta. ¿Había que zanjar la cuestión de forma tan expeditiva? Todos asintieron, no hubo nadie que lamentara la suerte que les habían hecho correr a los dos miserables. Además, Olivieri se vio alentado por el hecho de haber sido el primero en expresar una idea que todos compartían. Entonces, Poli le dedicó una sonrisa y lo felicitó por una intención que bien podía haber formulado antes de la masacre. Luego se retractó diciendo que no debía bromearse con la muerte de un hombre, pero las muecas dubitativas que siguieron a esa opinión no iban esta vez en la línea del pleno entendimiento.

Entonces Saetta tomó la palabra, como si se despertara de un largo coma. Con voz cavernosa, apoyado en un tronco seco, dijo que los jefes habían hecho bien matando a malos compañeros, se entretuvo incluso en el hecho de que al joven Colomba no le había faltado sangre fría en esa ocasión y que ya nunca más habría que burlarse de él, pero continuó diciendo que ahora había que finalizar el trabajo. Yo también voy a morir, decía, y soy una carga inútil. Echadlo a suertes, y al que le toque, que haga lo que debe hacer. Ahora lo pedía él mismo y por primera vez vieron que Saetta, el más duro de todos ellos, estaba flaqueando. A su alrededor, el silencio de los hombres era abominable. Ya nadie se atrevía a mirarlo a los ojos, y cada uno de ellos se hacía cargo en ese instante de la parte de derrota que golpeaba a toda la tropa. Saetta bajó la cabeza y escupió en el humus encharcado; estaba tumbado sobre el costado, del lado contrario al que había recibido la bala, tan derrumbado que su barba casi tocaba el suelo. Entonces Poli se agachó junto al herido, y le dijo: No, nadie va a abandonarte, en todos estos años la banda jamás ha abandonado a uno de los suyos, vas a morder un cinturón o vas a hacer lo que te dé la gana, pero vas a subir al caballo. Al decir esas palabras, veía a Antomarchi fruncir el ceño, interrogador. Le guiñó un ojo y prosiguió, dirigiéndose al moribundo: primero vamos a tener que hacer algo que te va a doler, vamos a tener que sacar la bala. Saetta recuperó las fuerzas por un momento. Poli le pasó entonces la cantimplora labrada de la que nunca se separaba e hizo que bebiese unos buenos tragos de aguardiente; bebió el coloso y tosió a pleno pulmón.

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