Czytaj książkę: «Breve historia de España para entender la historia de España»
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ISBN: 978-84-1114-174-1
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Introducción
Esta historia no es para saber Historia sino para comprenderla. En este libro no abundarán datos ni nombres que nos permitan triunfar en un programa de preguntas de la televisión o quedar bien delante de invitados sabihondos en las reuniones familiares. Este libro pretende «entender» adónde hemos llegado y cómo lo hemos hecho. La finalidad es entender el presente.
La Historia es fundamental en esta época de destellos fugaces y de falta de sosiego. Sin historia no comprenderemos el presente. Esta historia es para los que siempre les ha atraído la Historia y nunca han tenido tiempo de estudiarla. La Historia es una labor compleja que exige tiempo y dedicación, cosas muy valiosas y a veces despreciadas.
El concepto de España es variable. Lo que en este libro llamamos España no siempre es correcto, pero lo vamos a utilizar para simplificar. Tendremos que emplear términos contemporáneos para que el lector no experto entienda situaciones que no siempre se adaptan correctamente a contextos o situaciones históricas anteriores.
Intentaré ser honesto, pero la Historia no es neutral. Somos fruto de nuestras circunstancias. Soy español, nacido en otro siglo (y milenio) y me siento orgulloso de serlo; lo mismo de orgulloso de ser francés si hubiera nacido en París; el patriotismo es como el amor a la madre: se la quiere porque es la suya, pero no se odia a la de los demás. Me siento unido de un modo especial con todos los individuos que viven y han vivido en esta piel de toro que nos ha correspondido habitar. Quizás sea algo irracional e incluso un poco ridículo, pero no puedo por menos que sentir cierto orgullo de saber que Viriato anduvo por las mismas tierras que yo; o de que el general Prim, español como yo, ganara batallas en vez de perderlas. Siento emoción cuando un deportista español vence en una competición internacional, sin que tenga más cosas comunes con él que con el foráneo perdedor que el simple hecho de emocionarnos al oír el himno nacional. En este mundo tecnificado, posmoderno y racional, a veces las cosas solo son irracionales, pero transcendentes. Quizás ustedes me entiendan.
Este libro no es un trabajo de investigación ni pretende ser una obra de referencia para los expertos. Mi única responsabilidad en lo que aquí presento es la elección de ideas y textos que otros han presentado antes, con más autoridad, y la forma en que los presento. Por tanto, faltan muchos datos y lo que les presento se podía hacer de otra manera, pero el objetivo, hacer comprehender la historia de España, me ha llevado a lo que ustedes tienen entre sus manos.
Esta historia es para mis hijas y su generación; para ambas, por las razones ya expuestas: para que entiendan la historia de España y no la olviden; para mis hijas, para que tampoco olviden a su padre.
Esta historia que se podía haber contado de otra manera, pero es honesta y espero que les guste. Es, además, una invitación a que ustedes, queridos lectores, se imbuyan de la historia y comprendan mejor su presente. Con la esperanza que también sea la puerta que los lleve a profundizar más en este aspecto.
La prehistoria (ANTES del siglo ii a. c.)
Tradicionalmente el término Prehistoria se refería a las primeras fases del proceso histórico, desde la aparición del hombre hasta la invención de la escritura. Aunque hoy día el concepto está en revisión, convengamos en que este capítulo abarca el periodo que se marca en su título. Tengo que confesar que nunca me ha gustado mucho la Prehistoria (lo siento por los arqueólogos, a los que, por otra parte, reconozco su labor y paciencia por traernos luz de una época oscura, para mí). Tengo bastante dificultades en comprender lo que son dos millones de años (me pasa lo mismo con los años luz y con los euros: a partir de tres mil euros ya no comprendo muy bien qué significan); tengo aprieto en reconocer que una lasca de un río es una obra de arte o una forma material fruto de miles de años de evolución. Pero, querido lector, no se desanime aquí mismo a leer el libro: la Prehistoria es interesante e importante, y cualquier libro de historia que se precie (y este lo pretende) debe comenzar por esa parte de la historia humana que, digámoslo ya, se caracteriza por la ausencia mayoritaria de documentos escritos. A la Prehistoria hay que ir con imaginación, con espíritu abierto y teniendo en cuenta que ignoramos más que lo que sabemos. Pero ya les adelanto que la Prehistoria tiene su impacto en el presente.
Seguramente el lector ya está familiarizado con aquella idea tan original en su momento, y detestada por algunos, de que el hombre desciende del mono. Es un modo brutal y no muy refinado de resumir la llamada teoría evolucionista de Darwin. No vamos a entrar en detalles, pero hay que quedarse en que lo que hoy día llamamos especie humana es el fruto de la evolución de esa misma especie y de otras a lo largo de millones y millones de años (nadie sabe cuántos). Pero convengamos que las primeras manifestaciones culturales de los que ya vamos a llamar «el hombre» (palabra de género masculino, pero que incluye al sexo masculino y femenino, por supuesto) se produjeron en África, en la llamada depresión del Rift (sur de Etiopía). Desde esa zona, el hombre se expandió por el norte de África y de ahí pasó a Asia y Europa en un proceso de miles de años, cuya historia es apasionante y recomiendo que se animen a profundizar en ella. Así que, querido lector, nuestros antepasados eran africanos; Europa no siempre ha sido el centro del mundo. ¿Eran los primeros hombres negros? ¿Cómo surgieron las razas? Amigo lector, se lo dejo por tarea, pero ya le digo que lo que sabemos y lo que no sabemos es apasionante.
Vamos a quedar en que las primeras manifestaciones culturales «humanas» se produjeron hace unos dos millones y medio de años; en esa fecha, podemos afirmar que ya existe el hombre actual (o casi; ¡no tenían teléfono móvil, aunque esto extrañe a los más jóvenes!). Desde África, nuestro antepasado pasó a Europa, no se sabe muy bien si por tierra (los Balcanes) o por mar (cruzando el estrecho de Gibraltar, o pasando a Italia, o a Grecia) pero hace un millón de años y medio (año más o menos) tenemos en nuestra península la primera subespecie que los científicos llaman Homo erectus.
Vamos a ir pasando un poco rápido el tiempo, porque un millón de años es mucho para detallar los acontecimientos. Estamos en lo que los científicos llaman Paleolítico: nuestro españolito se ha extendido por los valles de los ríos y hay evidencias de que esos hombres habían cruzado los Pirineos y el estrecho de Gibraltar (ya vayan tomando nota: España está entre Europa y el norte de África y eso es una constante en toda la historia; no nos podremos librar de ello: lo bueno y lo malo que somos o lo que hagamos tendrá alguna relación con lo que nos viene del norte o del sur). Esos hombres viven en cuevas; cazan animales desparecidos hoy día (por ejemplo, bisontes y rinocerontes) y fabrican armas y utensilios con lascas de piedras (que nos parecerá mentira, pero entonces era un adelanto cultural y material excepcional). En el Paleolítico Medio (hace unos cien mil años, año más o menos, que me perdonen los expertos en no afinar más) nuestro españolito era de la (sub)especie llamada hombre de Neandertal (que a casi todos les suena), pero que debía de coexistir con elementos más avanzados y con otros que vivían en estadios culturales menos avanzados (la especie humana tiende a la globalización; la Tierra siempre ha sido nuestra casa común, no lo olvidemos). Cosa muy importante: por estas fechas ya hay indicios de que nuestro hombre tenía ideas trascedentes en forma de arte y de ritos funerarios; definitivamente ya no éramos monos y a la (sub)especie que los producía los científicos la llaman Homo sapiens sapiens, fruto de la experiencia vital de los que estaban ya aquí desde hace miles de años y de nuevas influencias (que ahora venían de más allá de los Pirineos).
El siguiente estadio evolutivo importante en la historia de nuestro españolito se produce hace unos diez mil años en lo que se llama Neolítico. La llamada revolución neolítica al parecer se inició en la zona de Mesopotamia (actual Irak); quién lo diría ahora, pero en esa región se produjeron unos cambios que, casi nunca mejor dicho, serían transcendentales en la historia humana. El hombre ya usa el fuego deliberado; también empieza a domesticar los animales (el perro, la oveja) y lo que hoy llamamos agricultura; y cambió para siempre el ecosistema Tierra, para bien o para mal: para algunos, las innovaciones nos permitieron asegurarnos la alimentación mejor, pero, al mismo tiempo, empezó la rapiña de los recursos naturales; la seguridad alimenticia procura el nacimiento de las ciudades, pero también una nueva estratificación social que irremediablemente evolucionaría hacia la formación de grupos dominantes (una minoría) sobre una mayoría, a veces inerme ante los abusos de los anteriores.
Existe constancia de agricultura en la península ibérica desde el V milenio a. C. y es probable que la domesticación de animales (cerdo, perro, buey, oveja, cabra, conejo) sea ligeramente anterior; el trigo y la cebada son los cultivos básicos del periodo y lo seguirán siendo durante toda la Edad del Bronce; luego el centeno, mijo, habas, lentejas o lino; la vid y el olivo continúan siendo silvestres. A medida que avanza la Edad del Bronce se incrementa el cultivo de cereales y leguminosas; el caballo fue domesticado en esos momentos; en este contexto se desarrolló la cultura de Los Millares. Con la influencia de griegos y fenicios se consolida la agricultura durante el primer mileno a. C. y ahora es cuando empiezan a cultivarse la vid y el olivo y se generaliza el uso del arado tirado por bueyes. Ya queda dicho: el Neolítico, un pequeño paso en su tiempo, pero un gran paso (¿bueno?, ¿malo?) para el futuro de la humanidad.
En la península ibérica los cambios propios del Neolítico están presentes desde hace unos siete mil años y fue una revolución importada. Pero no caigan en el pesimismo muy español de que aquí no producimos más que bares. El final del Neolítico y los comienzos de la Edad del Cobre (IV y II milenio a. C.) están marcados por el origen y extensión de una peculiar arquitectura a base de grandes bloques de piedra que se ha llamado megalitismo y que está asociado a la aparición de un nuevo rito funerario. El megalitismo está presente en varios sitios de Europa —y más renombrados—, pero en nuestra península ese fenómeno tiene unas particularidades que lo hacen único. Los productos se llaman menhir (monolítico de piedra clavado en el suelo) y dolmen (mesa de piedra) y los más antiguos datan del 3500 a. C., aunque su máxima extensión fue durante el II milenio antes de nuestra era. Todavía más particular es la cultura talayótica de las islas Baleares, con taulas (enormes monolitos colocados uno encima del otro a modo de capitel coronado por un pilar), talayotes (obra de mampostería en forma de torreón o atalaya) y navetas (construcción de piedras en forma de nave invertida) que van desde la Edad del Bronce hasta la Edad de Hierro. Otra producción autóctona de esta época es el arte levantino caracterizado por su finura estilística y trascendencia inmaterial.
Después del Neolítico, a veces al mismo tiempo o en evolución diferenciada, surge lo que se conoce como Edad de los Metales. La entrada en la península de la economía incipiente de los metales se produce en el tercer milenio a. C. y trae consigo la expansión de la agricultura, la evolución hacia núcleos urbanos y prosigue la estratificación social. La presencia de yacimientos mineros (cobre) en el sur de la península pone a esta región en la vanguardia de los cambios, producto de los cuales florece la cultura del El Argar. Las ciudades ya levantan murallas y los enterramientos son colectivos, lo que indica que la organización social está más avanzada que en otras regiones. Las Baleares entran plenamente en un proceso de contactos casi regulares con el entorno a causa avance de la navegación. Hacia el 1700 a. C. se puede marcar el final de esta primera fase del uso de los metales.
Falcata: espada de filo curvo originaria de la península ibérica antes de la llegada de los romanos. Museo Arqueológico Nacional. Foto del autor.
Poco después, la península empieza a recibir las primeras influencias desde el Mediterráneo oriental, especialmente de los fenicios, provenientes de las costas del actual Líbano (¡pobre Líbano! ¿Quién te ha visto y quién te ve?) y de los griegos (antiguos). Es lo que los expertos llaman la influencia orientalizante frente a la indoeuropea, que era la que nos venía del centro de Europa a través de (los extremos) del Pirineo. La situación geográfica de las costas levantinas y de Andalucía hace que esas regiones sean las primeras en recibir a los nuevos visitantes; no venían de turistas sino en busca de metales y mercados para vender sus productos elaborados. Cádiz es fundada por los fenicios, seguramente alrededor del siglo VII a. C. (la Biblia menciona Cádiz en su Antiguo Testamento, pero las referencias escritas no coinciden con los restos materiales encontrados hasta ahora) lo que la convierte en una de las ciudades más antiguas de Europa. No vienen muchos fenicios, pero su influencia fue decisiva: se produce una aculturación (proceso de recepción de otra cultura y de adaptación a ella, en especial con pérdida de la cultura propia) de las poblaciones indígenas que las cambiará para siempre. La interacción de los fenicios con las poblaciones indígenas crea una de las culturas peninsulares más particulares (y mitificadas): Tartessos; se menciona en la Biblia y en otras referencias escritas de los griegos, pero no se han encontrado restos materiales definitivos que permitan localizarla geográficamente; a pesar del esfuerzo que se ha desplegado en ello. Lo más probable es que estuviera en la desembocadura del Guadalquivir y es el fruto de influencia fenicia (sociedad urbana, compleja, estratificada) y la cultura indígena (preurbana, organización social simple y poco diferenciada, economía agrícola y ganadera, sin especialización). Algunas fuentes hablan de un basileus y dinastías (Gerión, Gárgoris y Habis), pero no se puede hablar de monarquía hereditaria, aunque sí parece claro que hay un proceso de unificación regional. Tras un prolongado asedio de trece años, Tiro cae en manos de Nabucodonosor (573 a. C.) y el desorden comercial se adueña del Mediterráneo; para Tartessos, el desbarajuste de los mercados metalíferos es mortal en beneficio de la emergencia de la colonia griega de Marsella; la civilización tartesia desaparece hacia el siglo VI a. C. dejando un halo de misterio… y faena para las futuros arqueólogos.
Dama de Elche. Escultura íbera del siglo VI a. C. Pieza hallada en 1897 en Elche. Fue comprada por el Museo del Louvre, pero vuelve a España en 1941. Nótese la perfección y finura de la dama. Actualmente, se exhibe en el museo Arqueológico Nacional. Foto del autor.
Hacia el año 600 a. C., los griegos desembarcan en Ampurias (Gerona). Tampoco vienen de turistas: vienen a fundar colonias comerciales que posibilitarán nuevas relaciones e influencias con los pueblos indígenas de alrededor, más débiles cuanto más hacia el interior nos movemos. Estamos ya a las puertas de la historia, el tiempo en las que ya hay referencias escritas. Hemos visto como durante milenios a la península ibérica han venido gentes del norte (indoeuropeos) y procedentes del Mediterráneo oriental y del norte de África. Siempre entre dos mundos. Las interacciones crean mundos diferenciados, pero también rasgos comunes. Estamos en el primer milenio antes de nuestra era; los pueblos de la península ya no son lo que eran: los griegos y los fenicios han cambiado la estructura cultural y material de los indígenas para siempre; han introducido el alfabeto, expandido la agricultura y la minería, han fundado o mejorado urbes y han abierto un nuevo espacio comercial con lo que ello conlleva de nuevos aires y apertura a nuevos estímulos. Los expertos suelen dividir al cosmos poblacional de mediados del primer milenio en dos partes: los íberos, que se extiende por la mitad este de la península, más abiertos a las influencias mediterráneas y por tanto más avanzados cultural y materialmente; al norte de una línea imaginaria que partiría de Gerona hasta Cádiz, viven como pueden los pueblos de influencia indoeuropea, que algunos llaman celtas; más alejados de las influencias civilizadoras que vienen de Grecia y de los fenicios. Entre medias, a medio camino en casi todos los aspectos, pueblos denominados celtíberos. Podemos matizar hasta el infinito, pero creo que para lo que viene es suficiente.
los romanos
(siglos II a. C.— siglo v d. c.)
Seguramente el avispado lector ya estará echando de menos a los romanos. Con toda probabilidad, cerca de cada uno de nosotros hay un recuerdo romano y a algunos, los más veteranos, todavía nos levantará pesadillas recordar los sudores escolares para distinguir los dativos de los acusativos en las declinaciones del latín. Paciencia, lector, ya casi llegamos. Estamos a mediados del primer milenio antes de nuestra era y tenemos a nuestros españolitos del momento influenciados por las corrientes civilizadoras de griegos y fenicios que, como consecuencia, producen cierta uniformidad cultural según sea mayor o menor lo aprendido. Los del Levante y Andalucía parecen que van un poco más adelantados con respecto a los más asilvestrados del centro y norte de la península (lo que sucede por no tener playas en mares calentitos).
Los romanos llegaron España (a partir de ahora Hispania, nombre dado por los romanos, frente al de Iberia, que era de origen griego) de modo casi circunstancial e involuntario; hasta cierto punto. Resultó que su venida fue provocada por la expansión de otro pueblo que seguramente a muchos les resultará familiar: los cartaginenses. Eran estos los habitantes de Cartago y sus alrededores, en la actual Túnez; la ciudad había sido fundada en el siglo VI a. C. por colonos fenicios procedentes de Tiro (Líbano); los cartaginenses construyeron un pequeño imperio comercial en Sicilia, Córcega y Cerdeña y también en la península ibérica, en clara competencia con los intereses griegos en las mismas zonas. Cuando Tiro decayó, Cartago se hizo con los intereses comerciales que aquellos tenían por el Mediterráneo central y en las costas españolas, en particular Gades (Cádiz).
Al mismo tiempo que los intereses de Cartago se extendían por el Mediterráneo occidental, una nueva potencia estaba surgiendo en la península itálica: Roma. Los romanos se hicieron primero con la región cercana a su capital y después subyugaron a todos los pueblos de la península itálica, incluidos a los etruscos. Roma se arrogó la defensa de las antiguas colonias griegas en todo el Mediterráneo, entre ellas Massalia (Marsella) y las que se encontraban en Iberia: Emporion (Ampurias, Gerona), Rhodes (Rosas, Gerona) y Hemeroskopeion (Denia, Valencia).
En esta situación era casi inevitable que las dos potencias emergentes chocaran en algún momento. El primer enfrentamiento fue la llamada Primera Guerra Púnica (púnica es por el nombre que los romanos daban a los cartaginenses, púnicus) librada entre el 208 y el 201 a. C. Los enfrentamientos no se dieron en Hispania sino en el sur de Italia y la guerra acabó con la derrota de Cartago y la pérdida de Sicilia, Córcega y Cerdeña. Dice la leyenda que una familia, y en particular un miembro de ella, Aníbal Barca, juró venganza y odio eterno a Roma. Tendría ocasión de demostrarlo, pues tras la derrota en el sur de Italia, los cartaginenses, liderados por la familia Barca, se afanaron en afianzar su dominio de la península ibérica, donde tradicionalmente tenían intereses heredados de sus antepasados fenicios, y fundan nuevas ciudades como Carthago Nova (Cartagena) y Akra— Leuke (la futura Alicante). Los romanos no tenían intereses por entonces en Hispania, pero, aleccionados por las colonias griegas, empezaron a inquietarse por los avances de Cartago. Ya en el año 226 a. C. habían llegado al acuerdo con los cartaginenses (Tratado del Ebro) para fijar sus límites de expansión en el río Ebro, cosa que pareció funcionar durante bastantes años. Pero en el año 219 a. C. los cartaginenses se empeñaron en conquistar Sagunto, cuyos dirigentes piden ayuda a Roma; esta no interviene durante el asedio, ocupados en otras tareas más importantes para ellos, pero cuando Sagunto cae exige a Aníbal que se retire de la ciudad; Aníbal rehúsa y eso es el comienzo de la Segunda Guerra Púnica que va a extenderse desde el año 218 hasta el 201 a. C. y que va a suponer la llegada definitiva de los romanos a la península ibérica; y un cambio transcendental en la historia de España, y de Europa. Esa guerra es larga y empieza con la iniciativa de Aníbal de marchar hacia Italia con un ejército de cien mil hombres (acompañado de elefantes) cruzando los Pirineos y los Alpes para caer sobre Italia por el norte; una proeza militar que sorprendió a los romanos. Aníbal vence en varias batallas (batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno y, sobre todo, Cannas), pero cuando en el año 216 a. C. se encuentra a las puertas de Roma, casi indefensa, decide pasar unas vacaciones en Capua (las «delicias de Capua»): grave error que permite a los romanos reforzarse y, al final, vencer a Aníbal en la batalla de Zama (202 a. C.). Aníbal huiría, pero finalmente se suicidaría en el año 182 a. C. Fue un buen general.
Mapa de pueblos prerromanos.
En medio de estos acontecimientos, los romanos habían enviado un ejército a Ampurias en el verano del 218 a. C. para cortar la retaguardia de Aníbal de camino hacia Italia; ya no se irían durante los próximos cinco siglos. Al parecer, Roma no tenía mucho interés, de momento, en nuestras tierras, ocupada como estaba en consolidar la península itálica y contrarrestar, momentáneamente, otras amenazas en el Mediterráneo oriental. Pero la realidad es que una vez aquí, la voluntad o los acontecimientos hicieron que aquel primer desembarco fuera el primer paso de la conquista, consolidación e incorporación del mundo ibérico a la esfera romana. Fue un proceso duro y proceloso, pero el resultado fue que la ahora Hispania quedó irremediablemente unida a Roma, al Mediterráneo y a Europa de una manera definitiva. El mundo ibérico antiguo y medio prehistórico desapareció y un nuevo pueblo surgió al cabo de los siglos: el mundo hispanorromano. Los encargados de cortar la retaguardia a los cartaginenses en su camino hacia Roma fueron dos hermanos: Cneo y Publio Cornelio Escipión. El primero que desembarcó fue Cneo; en el verano del 218 llega a Ampurias con dos legiones y un cuerpo de tropas auxiliares itálicos; avanza hacia el sur y vence a los púnicos en la ciudad de Cesse, que se convertirá con el tiempo en la ciudad romana de Tarraco (Tarragona); luego avanza todavía más hacia al sur para alcanzar la línea del Ebro a la altura de la ciudad actual de Tortosa. Con esta operación imposibilitó a Asdrúbal, hermano de Aníbal, reforzar a este último en sus operaciones en Italia. En el 217 a. C. llega Publio, pero a partir de ahí los dos hermanos sufrirán sucesivas derrotas que les obligan a replegarse más al norte.
Los romanos ya tienen puestos sus ojos sobre Hispania. Un nuevo miembro de la familia Escipión vuelve a Tarraco en el año 209 a. C. para acabar con la resistencia cartaginesa. Mediante la fuerza, o por medios diplomáticos, consigue el apoyo de pueblos hispanos y tras victorias en Carthago Nova y en Bailén (recuerden este nombre, que aparecerá muchas veces en la historia española), finalmente se hacen en el 206 a. C. con la última y más grande colonia púnica: Gades. La presencia fenicia en España acababa; los romanos van a sustituirla. De momento, solo dominan una pequeña franja a lo largo del levante español y otras porciones a lo largo de los valles del Ebro y del Guadalquivir, pero se iniciaba un largo proceso de romanización en la que a través de guerras crueles y, a veces, diplomacia van a imponer una depredación económica, pero también una impregnación cultural que marcará para siempre a este país y sus habitantes. Hispania se convertirá en una de las primeras regiones del Mediterráneo a la que llegaron los romanos, pero una de las más obstinada en cederle el dominio. Los romanos se empeñaron cerca de tres siglos para dominarla. Lo nunca visto.
Los romanos fueron durante su apogeo un pueblo nada clemente con los que se le resistían. A pesar de la derrota de Aníbal y de la consecuente decadencia del poder cartaginés, hubo un romano y gran orador, Catón, que se empeñó en que la destrucción de Cartago debía ser total. Sería en el año 146 a. C. cuando Cornelio Escipión Emiliano pasa al norte de África y arrasa la ciudad de Cartago y sus alrededores, acabando con la historia de los cartaginenses. Sus habitantes fueron vendidos como esclavos.
Después de prestar atención a otros intereses en el Mediterráneo oriental, los romanos no cesaron de seguir prestando la atención debida a Hispania. En el año 196 a. C. ya crean las dos primeras provincias fuera de Italia: la Hispania ulterior y la citerior. Dirigidas por un pretor cada una, serían las bases territoriales y administrativas para continuar la expansión territorial hacia el interior y para asentar colonias que a su vez servirían de bases a nuevas expansiones. Habría periodos de tranquilidad y diplomacia; y otros, los más, de dura lucha por hacerse con el dominio de las tribus refractarias a perder su independencia. La base de partida era la estrecha zona cercana a las costas mediterráneas para después, siguiendo como ejes de penetración los ríos Ebro y Guadalquivir, avanzar hacia la meseta, acabar con todas las resistencias y llegar el Atlántico. Ya queda dicho: tres siglos de dura lucha, cuyo relato les dejo para otro momento, pero cuyos eventos principales paso a resumir.
Ya hemos mencionado que el mundo ibérico con el que se encontraron los romanos era variado y diverso. Algunos pueblos tenían una cierta patina de civilización (los tocados por la suerte de la colonización griega o fenicia, los más cercanos a la costa mediterránea) pero otros (los pueblos celtíberos y celtas del interior) vivían sobre todo de la agricultura poco desarrollada, de la ganadería… y de frecuentes guerras de botín con sus vecinos. Uno de los primeros pueblos con los que se toparon los romanos fueron los ilergetes, situados en la zona de la actual Lérida; liderados por los caudillos Indíbil y Mandonio, hacia el año 205 a. C. libraron una cruenta guerra que acabó con la muerte de ambos personajes, la derrota de su pueblo y la esclavitud para los supervivientes. En su avance hacia la meseta, los romanos tendrían que librar otra cruenta guerra (llamada por los historiadores guerras celtibero—lusitanas) desde el 155 al 133 a. C. Eran estos pueblos poco refinados en su manera de vivir y se dedicaban fundamentalmente a la ganadería seminómada y en sus constantes movimientos chocaron con los romanos. O los romanos chocaron con ellos, pues en el año 150 a. C. el pretor Galba había perpetrado una gran matanza de lusitanos cuando, reunidos y desarmados con la promesa de repartición de tierras, acuchilló o esclavizó a los reunidos sin compasión. Uno de los supervivientes, Viriato, cuenta la tradición que juró venganza y odio eterno a los romanos; el resultado fue que durante años llevó a cabo una lucha de guerrillas que puso en jaque a los romanos en diversas ocasiones hasta que la llegada de un ejército consular al mando de Fabio Máximo (de la familia Escipión) enderezó la situación en favor de los romanos. La división de los lusitanos, algunos de los cuales propugnaban un acuerdo con los romanos, propició que Viriato fuera asesinado, cuando dormía, por tres de sus colaboradores. Era el año 139 a. C. y, para que conste, los traidores se llamaban Audax, Ditalcón y Minuro. Dice la tradición que cuando estos fueron a buscar su recompensa ante las autoridades romanas estas les contestaron que Roma no pagaba a traidores. ¡Qué bonito si fuera cierto!
Tras la muerte de Viriato continuó la lucha de los lusitanos y celtiberos de la meseta; los romanos tampoco pararon y en sus incursiones llegarían hasta Galicia. Para el dominio total de la zona, los romanos tendrían que hacerse con un último foco de resistencia: Numancia. Numancia era una antigua ciudad de una de las tribus celtibéricas, los arévacos, y sus orígenes se sitúan entre los siglos II y I a. C. Los acontecimientos que habrían de llevar a la destrucción de Numancia empezaron cuando una ciudad de la zona, Segeda, de las tribus de los belos, quiso ensanchar sus murallas, cosa a la que los romanos no estaban dispuestos. Los belos fueron derrotados y los supervivientes buscaron apoyo y refugio en Numancia. Los romanos asediaron durante diez años la ciudad hasta que el Senado romano decide acabar con la situación y envía a Cornelio Escipión Emiliano (el vencedor de Cartago); este primero disciplinó a los cincuenta mil hombres que disponía para acabar con los cuatro mil celtíberos que se encontraban dentro de las murallas numantinas; luego, montó una serie de campamentos alrededor de la ciudad y se dispuso a doblegarla por el hambre. En el verano del 133 a. C. (recuerden la fecha, a veces sale en preguntas tipo test) los numantinos que sobrevivían se rindieron; antes, muchos se suicidaron y otros se quemaron vivos. Escipión acabó con lo que quedaba de la ciudad y repartió a los supervivientes como esclavos; él se reservó cincuenta para exhibirlos en triunfo en Roma. Los restos de Numancia se encuentran en un cerro cerca de la ciudad de Soria. Merece la pena una visita.