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Las Islas Griegas

Manuel Casanova


ISBN: 978-84-16876-13-6

© Manuel Casanova , 2017

© Punto de Vista Editores, 2017

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El autor

Manuel Casanova nació en Toledo el 19 de febrero de 1941 y es doctor en Medicina. Estudió en la Universidad Complutense de Madrid, licenciándose en 1965.

Trabajó como médico rural en Bailén (Jaén) en 1967 y posteriormente en el antiguo Hospital Provincial de Madrid. Obtuvo la especialidad de Cardiología en 1971 y ese mismo año se vinculó al Servicio de Cardiología Pediátrica del Hospital Infantil de La Paz, formando parte de uno de los equipos pioneros del tratamiento de las cardiopatías congénitas en España. Perfeccionó esta especialidad en el Children’s Hospital de Boston (Massachusset) en el año 1973. En 1976 obtuvo por oposición la plaza de jefe de Sección de Cardiología Pediátrica en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid, asumiendo en 2003 la responsabilidad del Servicio hasta su jubilación en 2010.

Es autor de numerosos artículos de la especialidad, así como de colaboraciones en libros de cardiología pediátrica. Al margen del ámbito profesional ha escrito cinco novelas inéditas y el ensayo El laberinto de Dios, publicado en Punto de Vista Editores.

Yo bebí un vino fuerte,

como sólo el audaz bebe el placer.

CAVAFIS

Perdóneme, señor, que me dirija a usted sin que nadie nos haya presentado, aunque ya sé que estos formalismos resultan un tanto anticuados hoy en día. La gente joven, por ejemplo, se atreve a tutear al primer desconocido al que aborda y le habla en una de esas detestables jergas al uso. Yo todavía no soy viejo, pero me gusta ejercer la cortesía al viejo estilo. Me atrevo a suponer que a usted también debe agradarle, aunque es indudable que tiene menos años que yo. La verdad es que tengo apego por las viejas normas: la forma de vestir, de hablar... Soy de los que aún les cedemos el asiento a las señoras y nos ponemos un traje oscuro para asistir a los conciertos. En fin, ya veo por su expresión que comparte mis ideas o por lo menos no le desagradan y me atrevo a suponer que no le molesta mi presencia e incluso aceptaría de buen grado un poco de conversación. Los cruceros de descanso son en el fondo aburridos y no conozco mejor forma de pasar el tiempo —excepto quizás enfrascarse en un buen libro— que un diálogo relajado, no necesariamente profundo, mientras el sol declina con lentitud sobre las Islas Griegas.

Mi nombre es Diego Forcarell y es seguro que este nombre no le dice nada. En cambio el suyo a mí me dice mucho: usted es el juez Villanueva. Ya ve, después de todo yo jugaba con una pequeña ventaja, la de conocer su nombre. ¿Pero quién carecería de esa ventaja si tanto su nombre como su imagen son de sobra conocidos debido a la asiduidad con que aparecen en diarios y revistas? El famoso juez Villanueva, por supuesto. Usted ha dirigido importantes operaciones contra las mafias y sindicatos del crimen, enfrentándose a menudo con los poderosos y ganándose la estima del gran público. Qué curiosa evolución la de ese inconsciente colectivo que en el pasado daba protagonismo a militares, policías y dirigentes y en la actualidad mitifica a los jueces. Tal vez porque el ciudadano piensa, con sabiduría a mi modo de ver, que en los jueces reside el último bastión de esa utópica honestidad tan poco usual en el mundo en que vivimos. Hemos padecido tanta inmoralidad de personas e instituciones, que parecería que la corrupción no es sino un pecado menor y que el único hombre íntegro es aquel que no ha tenido oportunidad de corromperse. Por supuesto que un juez es sólo un profesional sin veleidades de héroe y son los medios de comunicación los que con buena o mala fe crean una imagen deformada de la persona que han decidido encumbrar. Pero la fama es caprichosa, querido amigo, y cuando alguien se convierte en personaje público, sólo cabe esperar que esa molesta popularidad se desvanezca o sea desplazada por la de otro protagonista en ascenso.

Sin embargo, usted ha trabajado en favor de su fama. Ha firmado unos interesantes artículos sobre el mundo del crimen. Sonríe y adivino en su sonrisa un cierto deseo de restar importancia a estos trabajos, a considerarlos un mero entretenimiento literario. No es así como yo los valoro, pero, en cualquier caso, espero que esté convencido de lo que escribe, ya que en alguna ocasión sus conclusiones me han parecido, ¿cómo le diría?, un poco dogmáticas. Veo que no se toma a mal mi comentario y que incluso me anima a ser más concreto. Muy bien, me referiré a un artículo en el que establece una serie de diferencias entre el crimen real y el literario. Sí, en efecto, ese artículo apareció el año pasado en uno de los grandes periódicos de nuestro país. En ese trabajo trata de desmitificar el crimen y despojarlo de la envoltura romántica que el novelista le atribuye a veces. Sostiene usted que el crimen en la vida real, la mayoría de las veces, es más impersonal y sus motivaciones más prosaicas y que el asesino real es un ser sin escrúpulos, carente de refinamiento y a menudo portador de taras mentales. Hasta aquí su tesis, que en principio comparto. Ahora bien: ¿es así siempre? ¿Sólo matan los depravados o los locos? ¿Todos los crímenes se realizan con tosquedad? ¿No puede existir después de todo algo de esa famosa envoltura literaria en algunos asesinatos? Su respuesta es inteligente: puesto que soy yo quien pongo en duda sus conclusiones, es a mí a quien corresponde contestar. De acuerdo, le diré lo que pienso. Y comenzaré con una afirmación no menos categórica que las suyas: matar no es tan difícil como se piensa. En cada uno de nosotros hay un asesino en potencia.

Advierto en su gesto una leve decepción, tal vez esperaba algo más original y mi afirmación le suena a tópico. Pero no me menosprecie tan pronto, ¿qué ocurre cuando los tópicos se convierten en realidad? Insisto, todos podemos cometer un asesinato. Siempre, claro está, que las circunstancias sean tan críticas y el impulso interior tan poderoso que prevalezca sobre los principios en los que hemos sido educados. Por fortuna es infrecuente que este grado de compulsión se produzca entre la llamada gente de orden y llegue a materializarse lo que de modo inconsciente se desea con desusada violencia. Es seguro que esas personas negarán este deseo ante los demás y ante sí mismas y se escandalizarán de que alguien pueda suponer que en algún momento han tenido instintos homicidas. Pero ese sentimiento existe, no lo dude, por más que se pretenda enmascararlo. Se invocarán profundas convicciones contrarias a la violencia y se aludirá a fórmulas civilizadas capaces de resolver los más arduos conflictos. Pero el deseo de matar seguirá latente y la violencia soterrada. Traspasar la barrera sutil que separa el pensamiento de la acción puede obedecer a muy diversas causas. Excluyo de entrada las motivaciones que están por encima del individuo y que se refieren más al comportamiento de las masas: las guerras, el terrorismo, el fanatismo religioso o de cualquier índole... Ya veo que en esto estamos de acuerdo. Excluyamos también la motivación mercenaria, ésa que según usted es responsable de la mayoría de los crímenes. ¿Hay alguna razón más para matar? Sí. ¡Infinitas razones! Puede ser el amor, el odio, el miedo, la venganza, la envidia; tal vez haya siempre una mezcla de todos estos sentimientos. Puede ser un acto de locura, un instante de ofuscación del que luego nos arrepentimos inútilmente toda la vida. Pero también puede ser un acto premeditado, la culminación de un lento y minucioso proceso. Sí, créame, ese crimen existe y posee una extraña belleza, terrible si se quiere, pero belleza al fin y al cabo.

Quizá tiene usted razón, mis comentarios no contradicen en el fondo su tesis, ya que si en lo particular puedo estar en lo cierto, en un sentido más general sus afirmaciones siguen siendo válidas. Pero permítame volver sobre un punto. Yo dije: en cada uno de nosotros hay un asesino en potencia. ¿Asumiría usted esta proposición? No, claro que no; ésa es en realidad la divergencia. Para usted, con independencia de sus motivaciones, el asesino es un ser anormal. Podría aceptar cierta limpieza, cierto atractivo literario en la realización de un homicidio, pero el ejecutor siempre sería un amoral o un loco. Y sin embargo... yo sé que no es así. ¿Que si tengo alguna evidencia? Sí, tengo una evidencia muy especial: mi propia historia.

Parece que al fin he logrado despertar su interés, pero adivino que por respeto a mi intimidad no se atreve a pedirme que sea más explícito; o por el contrario piensa que lo dicho no es sino un golpe de efecto, una baladronada indigna de un diálogo serio entre caballeros. En cuanto a lo segundo, pierda cuidado, no he tratado de impresionarlo con una falsedad; si se trata de lo primero, su reserva es comprensible. De existir algo inconfesable en mi vida, no sería muy cuerdo por mi parte ir por ahí haciendo confidencias al primero que me escucha. ¡Y menos a un juez! Pero estoy fingiendo un temor que no siento, sé que puedo hablarle sin miedo a las consecuencias. Confío en su talante abierto y desenfadado y estoy convencido de que es capaz de establecer la diferencia entre una confesión oficial y la divagación de una noche de verano. Además, desde que ocurrieron los hechos que me propongo narrarle ha habido tiempo y distancia, dos elementos que mitigan la trascendencia de las cosas y disminuyen su credibilidad. Y puesto que usted insiste, no me haré rogar por más tiempo. Le contaré mi historia.

Soy el único hijo de una familia de clase media asentada en un pueblo grande y próspero. Mi padre no tenía estudios, pero creó en los años cuarenta una pequeña empresa de transportes y trabajó en ella sin conocer el descanso. Con el paso del tiempo, la empresa creció y se convirtió en un negocio rentable. Vivíamos bien, con desahogo, con distinción incluso, éramos una familia respetada y tengo el recuerdo de una infancia sin privaciones. Me educaron en un colegio de religiosos que no dejó en mí secuelas apreciables y después fui a la universidad. Mi padre quería que fuese abogado, profesión que me era y me es por completo indiferente, pero se trataba de obtener un título y hacerme cargo a su debido tiempo de la empresa familiar.

En el mes de octubre de 1959 abandoné el ambiente familiar y marché a la capital. Me instalé en un colegio mayor y quedé deslumbrado por un mundo que desconocía. Piense que en aquella época todo el acerbo cultural giraba en torno a las universidades y ser universitario tenía un cierto empaque social. De modo que me sumergí por completo en aquel ambiente, en el que lo de menos eran las materias que uno se proponía aprender. Fue así como descubrí mi verdadera vocación, que no era en modo alguno el Derecho sino la música. Había en el colegio una sala de música y en ella un piano que comencé a pulsar de manera instintiva. Alguien entendido comentó que en mí existían posibilidades ocultas y yo lo tomé como la caída de San Pablo. En el mismo colegio recibí unas clases iniciales y luego, ahorrando dinero de aquí y de allá, me matriculé en el conservatorio sin que mis padres tuvieran conocimiento de ello.

Entré en contacto con grupos literarios y artísticos, en los que fui admitido por mis aptitudes musicales y también, pienso, por mi capacidad intelectual. Nunca había tenido ni volvería a tener tantos amigos; nunca mi actividad sería tan desbordante y enriquecedora. Entre las horas de piano, las tertulias, las conferencias, el cine de autor, el marxismo de salón y las primeras experiencias amorosas, apenas me quedaba tiempo para estudiar y el balance del primer curso fue catastrófico. Mis padres se sorprendieron: no acertaban a explicarse que aquello le ocurriese a su hijo. Pero todo se aprende y en los años siguientes adquirí una mayor soltura y, sin prescindir de mis actividades artísticas, fui aprobando asignaturas.

La música llenaba cada vez más mi vida. La miopía me había eximido del servicio militar y me encontraba en una situación óptima para planificar mi porvenir. Poco a poco fui madurando una decisión: hablaría con mi padre y le expondría con claridad mi deseo de abandonar las leyes y dedicarme por completo a la música. Quería ser un gran concertista de piano o por lo menos intentarlo. Jamás llegué a exponer mi propósito. Un mes antes de iniciar mi último año de carrera mi padre se suicidó.

Las circunstancias del suceso fueron confusas y más para mí, ya que sin duda se me ocultaron detalles. Tampoco quise saber demasiado, ni indagar las causas de un acontecimiento que por encima de todo me causaba asombro. Entiéndame, la muerte de mi padre me produjo un intenso dolor; pero no el mismo dolor que hubiera sentido si hubiese muerto a consecuencia de una larga enfermedad. Hay, quizá, en nuestra conciencia una preparación, un consentimiento para este último tipo de muertes: prevemos el final y elaboramos con lentitud el sufrimiento adecuado. Pero cuando la muerte es repentina causa más perplejidad que dolor. Además el suicidio es inquietante y se nos ha dicho que nunca tiene justificación. Nuestra sociedad no sólo censura determinadas formas de vivir, sino también algunas formas de morir. Vivir es voluntario y se alienta la voluntad de vivir; pero la voluntariedad en la muerte está prohibida, va en contra de la naturaleza. Y sin embargo, ¿no nos han dicho que ballenas y delfines quedan varados voluntariamente en la playa que han escogido para morir? ¿No se clava el escorpión a sí mismo su mortífero aguijón cuando se ve acorralado?

En cuanto a los motivos concretos, me dijeron que hubo una traición de un socio, un fraude que se hizo público y un descubierto de muchos millones. Mi padre no pudo o no quiso afrontar las consecuencias y se pegó un tiro con una vieja Star que conservaba desde la guerra, que nunca pensé que volvería a funcionar. Lo que sí fue real, tangible, fue el desplome inmediato de la economía familiar. Mi madre quedó en muy mala situación y yo tuve buscar un empleo. Como comprenderá, fue el derrumbamiento absoluto de mis proyectos. Un primo de mi padre me colocó en una compañía aseguradora que tenía sucursal en mi propio pueblo y de la noche a la mañana me convertí en vendedor de seguros. Mi madre quería que yo terminara la carrera y creyó que no sería difícil simultanear trabajo y estudio. Pero el alejamiento de la facultad y la dolorosa certeza de que mis aspiraciones musicales iban a truncarse, hicieron que poco a poco me fuera desinteresando de los estudios.

Vender seguros es un trabajo estúpido y más duro de lo que parece, pero yo creía tener a mi favor el gran número de personas con las que mi familia se relacionaba. También esto constituyó una decepción. La forma en que murió mi padre y nuestro empobrecimiento súbito provocaron la desbandada de personas que antes alardeaban de nuestra amistad. Pocos amigos permanecieron. Fue un momento amargo, en particular para mi madre. Yo tenía 23 años y se desarrolló en mí un oscuro rencor y un poderoso deseo de superación.

Me olvidé de Schumann, enterré mis sueños y trabajé con intensidad. Ascendí en la compañía aprendiendo a procurar mi propio beneficio y a combatir envidias y acechanzas. Sin embargo, aunque no lo parezca, la constancia en el trabajo suele tener recompensa. El mundo de los seguros no tenía para mí el más mínimo interés —tampoco me hubieran interesado los negocios de mi padre, dicho sea de paso—, pero era un modo de obtener dinero, mi único objetivo en aquellos momentos. Parecía que este objetivo se estaba cumpliendo cuando Josefina se cruzó en mi vida.

Josefina era una mecanógrafa de la compañía, una muchacha muy joven de facciones toscas y sensuales. Es probable que ella comenzara el acercamiento, aunque yo me vanagloriase luego de su conquista. De una u otra forma iniciamos un romance. Pero mi relación con aquella mujer, ni por educación ni por clase social podía ser entendida como formal. Mi familia, aunque venida a menos, intentaba mantener un cierto rango y en todo caso así eran las normas de nuestra pequeña comunidad. Si Josefina no era apropiada para un noviazgo formal, sólo cabía con ella un tipo de relación: la sexual. Lo sorprendente es que las muchachas como ella, en situaciones similares, aceptaban por completo estas premisas. No sé si con naturalidad, con resignación o con rabia, ya que por acuerdo tácito nunca se hablaba con ellas de ese asunto. En un pueblo es imposible ocultar nada y estas relaciones pronto eran del dominio público. Pero nadie censuraba nada con tal de que la muchacha no fuese exhibida en público, es decir, que la pareja no fuera vista en el casino, en el parque, en la iglesia o en alguno de los lugares que frecuentaba la gente respetable. ¿Qué había que hacer entonces? Llevar a la chica a los pueblos vecinos: a los salones de baile y las alamedas solitarias, al comienzo; a los albergues de carretera, después. En cuanto a mí —en teoría más culto, con ideas más liberales—, aquella doble moral me parecía repugnante, pero la respetaba. En parte porque tenía que cuidar de mi posición, en parte porque mis intenciones con Josefina no iban más allá de acostarme con ella.

En el aspecto intelectual, Josefina dejaba bastante que desear, pero como solían decir mis compañeros: “No la quieres para que te de una conferencia”. De todas formas, mi primer romance adulto —aquél lo era, mis experiencias sexuales previas habían sido furtivas o mercenarias— no podía vivirlo con el sexo como único objetivo. Si ella no podía darme conferencias, yo a ella sí. En otras palabras, me dediqué a resaltar mi superioridad intelectual y a despertar la fácil admiración de la chica. Así satisfacía mi ego y no sólo humillaba su cuerpo, sino también su alma. Perdone si me inclino hacia el melodrama, pero los juicios a posteriori tienden un poco al tremendismo. Yo entonces lo veía de otra manera, pensaba que mis disquisiciones intelectuales suavizaban en cierto modo el crudo intercambio sexual, crudeza que, con toda probabilidad, era yo el único en percibir, el único que necesitaba maquillar su conciencia. ¿Pero no es modificar la realidad algo que hacemos de continuo para resistir la insoportable agresión de lo ajeno? Ella era sólo una muchacha inculta, generosa y ardiente, destinada a ser una más en una lista olvidable.

Fue un frío día de marzo cuando hicimos por primera vez el amor. Recuerdo la llegada subrepticia a la estación, el viaje en vagones separados, el encuentro en el andén al final del trayecto y el recorrido a pie hasta el albergue, las manos unidas y el corazón desbocado, más por el miedo que por el deseo. Para ella fue la primera vez, creo, y yo me esforcé en hacerla feliz. Todo fue precipitado e inseguro, pero guardo un recuerdo agradable de aquella ocasión.

Cuando uno es joven y posee a una mujer, cree adquirir un mayor grado de solvencia en la vida y construye un mundo irreal en torno a este hecho. Imagina que después de todo no se trata de un ordinario acto de fornicación y termina descubriendo en su amante ignoradas virtudes, hermosuras ocultas. Experimenta la benéfica sensación de ser el macho elegido y se repite a sí mismo una y otra vez que esa hembra se ha entregado a él y no a cualquier otro macho de la tribu. No está mal que sea así. Mi actitud con Josefina a partir de entonces fue más cariñosa y en algún momento pensé en romper las barreras sociales y darle otra dignidad a nuestra historia. Como es natural, el tiempo y la costumbre son los peores enemigos del sexo, y si el sexo se debilita, los mundos imaginarios se derrumban. En mi caso no hubo tiempo para que ocurriese nada de esto, porque un hecho imprevisto vino a romper todos los esquemas: Josefina se quedó embarazada. Me comunicó la noticia con los ojos bajos y la voz tranquila.

—Diego, estoy en estado.

—¿Estás segura? —pregunté tras un instante de aturdimiento.

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer?

—Lo que tú decidas, Diego.

Lo que tú decidas, Diego. Sumisión absoluta, ¿comprende? Pero entonces, igual que ahora, sólo había dos caminos posibles: conservar o destruir. La primera opción era impensable: escándalo, familia, trabajo, carencia de recursos, etcétera. Y algo más: yo no estaba enamorado de Josefina y, por consiguiente, no debía casarme con ella. Falsa concatenación de causa y efecto, desde luego, pero eran otros tiempos. ¿Cómo era posible que aquello me hubiera ocurrido a mí? Me obsesionaba la idea de que yo podía haber evitado la catástrofe y por encima de cualquier consideración me atormentaba la sensación de haber hecho un solemne ridículo. Por segunda vez en poco tiempo veía hundirse el mundo a mi alrededor y yo odiaba vivir a remolque de los acontecimientos. Así había ocurrido con el suicidio de mi padre y ocurría ahora con el embarazo de Josefina. Yo tenía entonces 26 años.

No tenía verdaderos amigos —no como los de la universidad, tan inexplicablemente lejanos ya—, pero sí compañeros de trabajo con los que me relacionaba. Hablé primero con Garcés, quien según rumores había tenido en más de una ocasión problemas semejantes al mío. Estaba casado y era un personaje que me inspiraba sentimientos contradictorios. Simpático, charlatán, fatuo y soez, alardeaba a todas horas de sus hazañas eróticas. Pero era también un buen profesional con un gran sentido práctico de la vida. Al conocer mi problema, sonrió con malicia y me golpeó con afecto la espalda: “¡Vaya golfo que estás hecho, Dieguito! Ya me suponía yo que te la estabas tirando.” Fue directamente al grano. Me aseguró que existían soluciones para todo, que él sabía de lo qué hablaba. Me daría una dirección en la capital “donde sin duda le van a resolver el problema a esa pobre chica.” Creo que era lo que yo quería oír, pero sus palabras acentuaron mi sentimiento de culpa. En segundo lugar me confesé con Matías. Tenía unos años más que yo y mantenía conmigo una molesta actitud paternalista. Era un hombre sin ambiciones, un poco triste, pero con él se podía hablar de otros asuntos que no fueran trabajo, fútbol o sexo. Su análisis del problema fue desde luego más delicado que el de Garcés, pero su recomendación fue la misma. Convencido por fin de que el aborto era la única alternativa, le comuniqué mi decisión a Josefina y ella la aceptó sin reproches. Nunca supe si deseaba aquel hijo. En nuestros diálogos se hablaba del problema, del asunto, de la situación y eran diálogos tristes y escasos. Josefina, en fin, abortó el día previsto, diríamos que felizmente. No hubo complicaciones. Tuve que pedir algún dinero prestado a los compañeros y Garcés se ofreció a llevarnos hasta la capital en su coche. Josefina era una muchacha fuerte y soportó con serenidad el trance; no derramó una lágrima ni tampoco sonrió cuando todo hubo terminado.

Estaba ya mediado julio y el verano habría de separarnos. Pasé el mes de agosto, como otros años, en el pueblo de mi madre, una aldea pequeña al pie de la montaña. Durante horas caminé solo por los pinares o bajé al río intentando reflexionar sobre lo sucedido. Había en mi mente una amalgama confusa de sentimientos encontrados, pero si he de ser sincero el sentimiento predominante era la gratificante sensación de haber escapado de un infierno. Durante esos días tomé la decisión de poner tierra de por medio. Había unos cursos de técnicas de venta que se realizaban en la capital. Nunca me había interesado asistir, aunque podían suponer un paso adelante en la profesión. Nada más regresar cursé la solicitud y al poco me comunicaron que había sido aceptado y debía incorporarme en octubre. Para mi madre era la soledad, pero me animó en el proyecto; para mí significaba la libertad. Con Josefina quise demostrar un mínimo de honestidad y no esgrimí el viaje como pretexto para cortar nuestras relaciones. No fue fácil. La mansedumbre que había mostrado durante la interrupción de su embarazo se tornó en rebeldía ante el abandono. Hubo lágrimas, recriminaciones, frases nunca dichas y una actitud de fuerza inesperada en Josefina. Comprendí con asombro que ella estaba verdaderamente enamorada.

La decisión de cambiar de ambiente me estimuló. Volvía a la ciudad donde habían transcurrido los mejores años de mi vida. Pienso que en la mente de cada persona hay un espacio virgen que espera ser llenado por las percepciones de la juventud. Es un período corto en el tiempo, pero extenso en la memoria y asombra pensar cuántas vivencias, cuántas sensaciones, cuántas expectativas de vida somos capaces de incorporar. Sólo entonces rozamos la felicidad y cualquier intento ulterior de revivir ese tiempo a través de las palabras, de las músicas, de los lugares guardados en el recuerdo, está condenado al fracaso. No estaban distantes para mí esos años y sin embargo encontré otra ciudad, otro ambiente, otra atmósfera. Los lugares de encuentro no eran los mismos y me fue difícil encontrar algún conocido.

Una mañana del mes de octubre estaba sentado en el Café Real reflexionando con Emilio el camarero sobre el paso del tiempo. El local, antaño rebosante de estudiantes a aquella hora, estaba semivacío, extrañamente silencioso, y flotaba en el ambiente una indefinible sensación de deterioro. También el rostro de Emilio mostraba signos de vejez y tuve la sensación que de nuevo se me escapaba la vida. Pero no estaba dispuesto a rendir un tributo tan alto a la nostalgia: los recuerdos eran inolvidables, pero tenía que concentrarme en el futuro. Conseguí destacar en el curso de ventas y al finalizar me propusieron cubrir una vacante en la misma ciudad. Era la oportunidad soñada, conseguiría más dinero, más autonomía, más prestigio y también me distanciaría de un modo definitivo de Josefina y de todo aquel entorno enfermizo del pueblo. No lo dudé. De nuevo mi madre me forzó a aceptar, pero, a pesar de mi insistencia, prefirió quedarse en el pueblo y no abandonar su casa.

Lo primero que hice fue organizar mi vida. Alquilé un pequeño apartamento amueblado en la parte nueva de la ciudad y compré de segunda mano un viejo piano que conservaba una excelente sonoridad. No adquirí el piano con el ánimo de reanudar mi carrera musical, era ya demasiado tarde para eso, pero nada me impedía tocar para mi propio deleite y sentía una necesidad obsesiva de recuperar el tiempo perdido. Asistía con regularidad a los escasos conciertos que se celebraban en la ciudad y compraba de manera compulsiva discos, partituras y libros relacionados con la música. Tenía ansiedad por completar cuanto antes mi formación musical y pasaba días enteros tocando el piano y leyendo aquellos libros.

La mayoría de mis antiguos amigos habían finalizado sus estudios y regresado a sus lugares de origen o habían encontrado trabajo en otras ciudades. No obstante, permanecían algunos que preparaban oposiciones, seguían cursos de especialización o tenían ya un empleo estable. En poco tiempo me integré en un círculo de personas afines y empecé a vivir con optimismo ese último tramo de la juventud en el que aún se tienen sueños y proyectos, aunque ya lastrados por obligaciones y responsabilidades crecientes. Las relaciones personales tampoco eran ya iguales y los encuentros con amigos eran menos espontáneos y más infrecuentes. Nuestra mayor capacidad adquisitiva nos hacía disfrutar por primera vez de las delicias del consumismo: los restaurantes caros, los vinos de cosecha, la ropa exclusiva, los viajes... Era esa edad en la que los casados del grupo empiezan a superar en número a los solteros y uno empieza a engordar o a quedarse calvo. A mí me tocó lo segundo y le aseguro que no lo asumí con buen temple. La calvicie es el signo de menoscabo físico más evidente y dramático para el hombre. Confieso que he envidiado a obesos, cegatos y desdentados que conservaban intacto su cabello. Se nos escapaba la juventud y tratábamos de negarlo manteniendo ritos y actividades que en verdad pertenecían al pasado. Así habría que interpretar mi obsesión por el piano, aunque hay que decir que gracias a esta obsesión llegué a conocer la música de jazz.

Por supuesto yo no desconocía esta música, pero nunca me había interesado de manera especial. Por casualidad empecé a frecuentar un garito nocturno donde tocaba un trío de jazz. El grupo no sonaba mal, en particular me gustaban el contrabajo y el batería; el pianista me parecía bastante vulgar. Pero lo que en principio me hizo asiduo del local no fue la música, sino el ambiente que se creaba allí cada noche. El Jazz Club era en recinto pequeño, mal iluminado, decorado con pretensiones de club británico, en el que se distribuían unas pocas mesas casi siempre ocupadas por las mismas personas. Servían bebidas no demasiado adulteradas a un precio razonable y los camareros te trataban con familiaridad. Era un buen lugar para reunirse con los amigos al final de la jornada, consumir uno o dos whiskys y relajarse oyendo música sin estridencias. La concurrencia, ya digo, era muy uniforme, aunque a veces aparecía alguna cara nueva. El alma del club, y en gran medida el catalizador de la atmósfera cordial que allí se respiraba, era Pepe Costa, el pianista y líder del grupo, que si como pianista no pasaba de discreto, como relaciones públicas no tenía precio. Era un hombre con una gran capacidad de comunicación y un innegable encanto personal, a pesar de su poco elegante obesidad y su semblante siempre sudoroso. Durante las actuaciones hablaba con el público, intercambiaba saludos, gastaba bromas y provocaba a la gente. En los descansos bajaba del estrado, recorría las mesas y se sentaba a charlar y a beber con los asiduos del club, siempre con exquisito cuidado de no mostrar preferencias. Alguien debió decirle que yo tocaba el piano y una noche de sábado, quizás más borracho que de costumbre, se dirigió al público y anunció que un brillante pianista iba a tocar a petición suya. Me quedé sin respiración cuando señaló a mi mesa y pronunció mi nombre. Empujado por los regocijados componentes de mi grupo, me vi obligado a levantarme y subir al escenario bajo la mirada curiosa de los asistentes. Nunca había actuado en público, pero mi grado de alcoholemia era tan elevado como el de Costa y tras una breve indecisión empecé a tocar. Interpreté un fragmento de las Kinderszenen, de Schumann, que cosechó unos fríos aplausos. Después comprendí donde me hallaba y toqué Para Elisa de Beethoven, que entusiasmó a la concurrencia. Aquella noche aumentó mi popularidad. El gordo Costa se quedó encantado y mi relación con él se hizo más estrecha. Era un tipo curioso: estaba alcoholizado y su vida personal era un maravilloso desastre. Pero, aun borracho, conservaba una extraña lucidez para juzgar a las personas y su peculiar visión del mundo no era en absoluto desdeñable. Me tomó bajo su tutela y decidió que yo debía convertirme en pianista de jazz. Me enseñó a conocer su música, a interpretarla y amarla, con el resultado de que el jazz entró en mis venas con la ferocidad de un virus. Fueron muchas las noches en las que sólo o acompañado por los otros músicos toqué el piano hasta el alba. En una de aquellas memorables noches conocí a María.

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