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LA REBELIÓN DEL ESPECTADOR

La pantalla nos muestra una escena característica del teatro isabelino. Una mujer joven y un hombre maquillado como si fuese negro parecen discutir. El diálogo deja bien claro que nos encontramos ante una representación de Otelo, la gran pieza de Shakespeare en la que el autor inglés desmenuza las entrañas de los celos. La película es, de hecho, un cortometraje de Pier Paolo Pasolini titulado: Che cosa sono le nuvole? (1967). Ahora bien, el cineasta italiano incorpora al drama shakespeariano algunos elementos que lo transforman radicalmente. En primer lugar, los personajes no son de carne y hueso, sino marionetas que, dirigidas por hilos, interpretan un guion prefijado. En segundo lugar, el personaje que hace de Otelo no entiende por qué ha de matar a Desdémona y esta a su vez no logra comprender las dudas de Otelo. A ella le gusta su papel y ser objeto de los celos. La disyuntiva se soluciona con la revuelta del público. Los espectadores invaden la escena y, en medio de un gran jolgorio, llevan en andas a los protagonistas, rompiendo todas las normas teatrales a través de lo que es una genuina inversión carnavalesca. Lúcido como siempre, Pasolini nos da las claves en apenas veinte minutos del lugar que ocupa el arte en la sociedad contemporánea y de cómo lo poético puede ser entendido en términos políticos. Más aún, de cómo podemos romper las trabas que de continuo nos atenazan.

Pasolini presenta a unos protagonistas atados a un destino, el libreto al que se ciñen una y otra vez. Al igual que las nuestras, las relaciones entre los personajes de la película se originan alrededor de textos. Pero estos no son nunca neutros ni políticamente asépticos. Cada cultura produce una serie de narraciones fundacionales que le son propias, la definen y «defienden» de todo peligro de disolución, así como de cualquier enemigo exterior, ejerciendo en nosotros una influencia indiscutible. Existe una cierta fatalidad entre estas narraciones y la forma en que percibimos nuestros destinos, ya que, en gran medida, dan sentido a nuestras vidas, a la vez que las modelan y coercen. Pero ¿por qué quiere Pasolini que Otelo se rebele contra su personaje? ¿Qué significado tiene el levantamiento del público y su transgresión de las reglas del teatro? Lo que la película sugiere es que, si bien los textos o la lengua que hablamos nos determinan, es también cierto que tenemos capacidad para reescribirlos y actuar sobre ellos transformándolos. Como la marioneta del moro veneciano, también nosotros podemos subvertir la historia.

Una sociedad está viva cuando interpreta sus narraciones y se conmueve con ellas. Ello implica un sujeto político activo, capaz de repensar las historias que condicionan el futuro y alterar la fuerza integradora de mitos e ideologías. Cuando desde una institución cultural reconocemos la naturaleza de «agente» de nuestros públicos, queremos decir que estos tienen la posibilidad de comparar unos textos con otros, traducirlos y plantearlos de nuevo. A través de este proceso nos liberamos de la fatalidad del destino. Como en la figura del narrador a la que se refiere Walter Benjamin,1 la historia es memorizada por el que la recibe, que, al recitarla, la completa e inventa. La obra de Pasolini es, en este sentido, profundamente antimoderna. Si la modernidad prometía la felicidad de la gente sin tenerla en cuenta, el relato de Pasolini ocurre gracias al espectador.

El teatro, lo teatral tal y como lo entiende el autor italiano, cumple el deseo moderno de liberación, pero a través de la insurrección del espectador y del desbordamiento de los límites institucionales. La modernidad buscaba la utopía, ese no-lugar imaginario, imponiendo un lenguaje pretendidamente universal a una audiencia homogénea y pasiva. Hoy, por el contrario, no es posible proponer ningún cambio social sino a través de la concepción de nuevas formas de sociabilidad y estas solo pueden ser de relación y de agencia.

Uno de los misterios del teatro griego consistía en que los hijos estaban predestinados a redimir las culpas de los padres. No importaba que fuesen puros y piadosos, si sus padres habían pecado ellos debían ser castigados. Nos consideremos conservadores o pretendamos ser progresistas, cuando no cuestionamos nuestras formas de saber cargamos con una especie de pecado original que transmitimos a nuestros hijos. La culpa de los padres no es solo la violencia del poder, sino la creencia en la bondad y la necesidad de nuestras estructuras sociales y de conocimiento. Hay una idea común a todos nosotros: la de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases más humildes debe ser sustituida por la de las clases dominantes y que la historia no puede ser más que la historia burguesa.

En la actualidad asistimos a una aceptación «realista» del statu quo. Pensamos que en cualquier caso siempre es preferible que la gente aprenda y se eduque en esta historia burguesa a que no lo haga en ninguna. Diremos que es mejor que la gente lea libros o que vaya a los museos a que deje de hacerlo. Esta es, sin embargo, una maniobra culpable, útil para tranquilizar conciencias y seguir adelante. Nuestra sociedad vive volcada hacia el consumo indiscriminado de imágenes e ideas. Todo lo que es novedad es susceptible de ser convertido en mercancía. Si durante la primera mitad del siglo XX la modernidad basó sus estrategias en la exclusión de la diferencia, de aquello que pudiese quebrar el canon original, hoy ocurre todo lo contrario: su inclusión se ha convertido en norma. Pero esta es tan problemática como la anterior, ya que, como aquella, ignora al espectador que permanece pasivo, siendo ahora un puro consumidor de imágenes.

El hecho artístico supone un lugar compartido entre la subversión y la absorción, entre la pasividad contemplativa y la ruptura activa, entre el estado y la multitud, entre la creación y el mercado. La atención a la frágil vida de los cuerpos, la hostilidad hacia la cosificación de nuestra existencia, la manifestación explícita de la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado, que el «teatro» de Pasolini nos proporciona, pueden ser hoy algunos de los elementos más incisivos de intervención política.

1.Walter Benjamin, Illuminations. Nueva York: Schocken Books, 1969, pp. 83-109.

¿HACIA UN ARTE SITUADO?

El debate intelectual y artístico de las dos últimas décadas ha venido marcado por un término: crisis. Un buen número de pensadores y activistas ha reflexionado sobre su naturaleza y causas. La obra de artistas como Allan Sekula o Hito Steyerl refleja asimismo la inseguridad e incertidumbre contemporáneas, porque si en algo se diferencia el momento actual del de hace veinte años es en el hecho de que la realidad social y política es hoy más confusa y difícil que entonces.

Vivimos en un estado de urgencia que se diría endémico. La crisis de 2008 no mitigó los efectos del neoliberalismo, sino que acentuó su faceta más destructiva, tanto a nivel ecológico como social. Ello ha acarreado el resentimiento de los que sufren diariamente y carecen de expectativas de futuro, constituyendo un auténtico caldo de cultivo para la incubación de los nuevos populismos de derechas que, aun siendo diferentes de los fascismos de los años treinta, presentan preocupantes paralelismos con estos. Bolsonaro, Trump, Salvini, el Brexit, etc., son síntomas de una situación de emergencia social y, al mismo tiempo, de impotencia intelectual y política.

La sociedad contemporánea se presenta como transparente: todos vigilan a todos, nada escapa a la supervisión colectiva. En este proceso desaparece la separación burguesa entre la esfera privada y la pública, sus límites se esfuman y se instaura el autoritarismo de una sociedad-plató. Por ello, lo enigmático y lo impenetrable devienen relevantes, se oponen a la idea que da por sentado que, en nuestro lado, hay verdad y en el opuesto, engaño. Para Édouard Glissant lo inextricable se relaciona con los procesos decoloniales, ya que supone la aceptación de alguien que se concibe como distinto, pero no necesariamente como contrario. Para el poeta de Martinica, es racista aquel que niega lo que no comprende. La impenetrabilidad es un derecho que tenemos, la barbarie consiste en imponer nuestra «transparencia» a los demás. «Por este motivo, reivindico para todos el derecho a la opacidad. No necesito “comprender” al otro, es decir, reducirlo al modelo de mi propia transparencia, para vivir con ese otro o construir algo con él. El derecho a la opacidad consistiría hoy en el signo más ostensible de la no barbarie.»1

La transversalidad ha sido otro concepto clave en estas décadas. Ha constituido una fuente de liberación, pero también de sometimiento. Si para la modernidad más académica el verdadero artista era aquel que seguía de un modo fiel la especificidad de su oficio, y lo narrativo o teatral en el arte eran considerados anatema, ahora sucede todo lo contrario: la interdisciplinariedad ha devenido norma. Muchos artistas alternan la etnografía, el activismo o la política de archivos con la pintura, el cine o la escultura de campo expandido. Pero ese ir y venir de un terreno a otro ha propiciado un nuevo virtuosismo vacío y desprovisto de cualquier perspectiva crítica. Sin embargo, autores como Dierk Schmidt, Alejandra Riera o Pedro G. Romero, por mencionar algunos, han superado este nuevo academicismo contemporáneo. Tienen en cuenta el lugar que ocupa el arte en la sociedad y las condiciones en que el conocimiento y los afectos se producen, transformando ese virtuosismo interdisciplinar en una externalidad que interpela nuestros pensamientos y hábitos. Esta externalidad no implica un «afuera» absoluto, que es impensable, sino más bien lo que Brian Holmes ha denominado extradisciplinariedad: se promueven investigaciones en terrenos tan alejados del arte como las finanzas, la biotecnología, la geografía, el urbanismo o la psiquiatría para experimentar en el libre ejercicio de las facultades que caracteriza el arte, pero también para tratar de identificar, dentro de esos mismos dominios, los usos espectaculares o instrumentales que con tanta frecuencia se hacen de las libertades sorpresivas y subversivas del juego estético.2

Es cierto que la crisis, que ha propiciado un cambio en los esquemas sociales, no ha inquietado a las figuras principales del sistema del arte sino a lo que Gregory Sholette describe como su «materia oscura».3 Un ejército de estudiantes, jóvenes y no tan jóvenes artistas, comisarios e investigadores malviven en condiciones laborales que son de una precariedad extrema. En contraposición a eso, los grandes nombres se han visto muy poco afectados por la crisis. Excepto en momentos puntuales, sus obras han incrementado su valor, el mercado ha estado más fuerte en este período, se han celebrado más bienales, más eventos. Como nos recuerda Peter Osborne, el sistema del arte ha servido para conferirle a un mundo que es altamente heterogéneo y desigual una aparente imagen de uniformidad y estabilidad. En los últimos veinte años se ha producido una involución en la que las instituciones públicas han visto que tienen cada vez más dificultad para desarrollarse y los medios de comunicación encuentran más problemas para que la cultura, y un tipo de pensamiento reflexivo, tengan cabida en sus propuestas.4

Lo que hoy predomina es la imagen descorporeizada, la imagen que no es material, la imagen del iPhone, del ordenador, y en este contexto es muy importante reivindicar lo vernáculo, que es aquello que está «situado» y es «menor», en el sentido que Gilles Deleuze le da a este término.5 El pensador francés no hablaba de poderes y saberes establecidos, sino de la potencia de los cuerpos y las cosas, de su movimiento inmanente. Lo menor señala y pone en valor ese devenir. Lo vernáculo no debe ser asociado a lo original ni identitario, sino que está estrechamente vinculado a las transliteraciones, los olvidos e intentos por recordar aquello de lo que no quedan testimonios.

Entre la franquicia globalizada, que disuelve cualquier especificidad, y el reducto localista, que nos empobrece, la alternativa reside en cuestionar nuestra noción de lugar y pertenencia, entender nuestra subjetividad no como algo cerrado en sí mismo, sino dinámico y abierto al otro.

1.Édouard Glissant, Introducción a una poética de lo diverso. Barcelona: Ediciones del Bronce, 2002, p. 72.

2.Brian Holmes, «Investigaciones extradisciplinares. Hacia una nueva crítica de las instituciones», Transversal, European Institute for Progressive Cultural Policies, https://eipcp.net/transversal/0106/holmes/es.html

3.Gregory Sholette, Dark Matter. Art and politics in the age of the entreprise culture. Londres y Nueva York: Plutopress, 2011.

4.Peter Osborne, Anywhere or Not at All (Philosophy of Contemporary Art). Londres / Nueva York: Verso, 2013, pp. 16-17 y passim.

5.Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Pour une littérature mineure (1975); Kafka. Por una literatura menor. México DF: Era, 2008.

LA RAZÓN POPULISTA

Solo pude asirla rápidamente, porque, mientras hablaba, la odiosa y vil presencia continuaba nítida e impávida. La aparición había durado un minuto y duraba aún mientras yo persistía –presionando a mi colega empujándola hacia ella, presentándosela a ella– en señalarla con el dedo:

—¿No la ve usted como nosotras la vemos? ¿Quiere usted decir que no la ve… ahora? ¡Pero si refulge como una llamarada! ¡Pero mire usted, buena mujer, mire!1

HENRY JAMES

Quien habla es la institutriz, la preceptora cuyo nombre desconocemos y que constituye la voz única del relato de Henry James Otra vuelta de tuerca. En esta novela, el autor norteamericano nos sumerge en un mundo de terrores e incertidumbres, causados por la existencia de una presencia amenazante en la casa que habitan la protagonista y sus allegados. El texto concluye con una duda atroz y desoladora: sus personajes sospechan de la veracidad de su propia existencia, intuyen que quizás son ellos el fantasma que los amenaza; y que el otro, el que se aparece como una figura etérea, es real. Publicada hace más de un siglo, la novela de James sigue siendo de gran actualidad. Desde las posiciones políticas más establecidas se acusa a los que se indignan contra las injusticias sociales de sabotear la convivencia democrática, de no respetar sus reglas. La dureza con que el gobierno turco reprimió en 2013 la ocupación de la plaza Taksim es un ejemplo. Pero ¿y si fuese al revés? ¿Y si fuesen los responsables de estas instituciones quienes estuviesen actuando contra la democracia y el individuo?

El arte siempre ha mantenido una relación ambigua con el poder. Ha sido esa misma ambigüedad la que le ha permitido escapar a la razón utilitaria o a los diversos tipos de instrumentalización de que ha sido objeto a lo largo de la historia. Una pintura religiosa de Caravaggio o un retrato real de Velázquez tenían una función pedagógica y de representación. Pero también son en sí mismos un significante enigmático, un elemento relacional que favorece las derivas, provoca la multiplicidad de significados y dificulta e impide su absorción. Del mismo modo, aunque en un principio las facciones conservadoras de la sociedad burguesa recelaron de las vanguardias artísticas, con el tiempo sus planteamientos transgresores llegaron a ser tolerados. Eso sí, siempre que estos se hallasen circunscritos a unos límites discursivos e institucionales muy concretos. El museo era uno de esos recintos. Al separar las obras de su realidad histórica y social, constituía un lugar privilegiado en el que antagonismo y divergencia devenían afirmativos a través de un proceso de canonización, estetización y aun inversión de sus significados. La crítica institucional, que algunos artistas desplegaron en los años sesenta, se opuso a tal asimilación, intentando crear fisuras y espacios de resistencia en el propio sistema.

En las últimas décadas, el arte moderno ha sido objeto de todo tipo de presiones, dirigidas a su transformación en mercancía y a la consiguiente pérdida de su carácter crítico y de anticipación utópica. Como decía Benjamin Buchloh en un artículo publicado en Artforum, la radicalidad se ha convertido en su opuesto, una condición de entropía estética universal.2 La última edición de Unlimited,3 en la Feria de Basilea, fue un buen reflejo de esta actitud: piezas descontextualizadas, vídeos de corta duración y una grandilocuencia que recordaba al arte pompier de finales del siglo XIX. Un bicho gigantesco de Lygia Clark, situado a la entrada del pabellón, era una prueba palpable de cómo la agudeza de una artista genial se transformaba, en manos de un mercado sin escrúpulos, en una broma de mal gusto. La experiencia estética ya no es solo una actividad liberadora, una apertura a nuevos mundos, sino la ratificación de un orden establecido. Se ha asimilado la práctica artística a la cultura de consumo y, debido a la creciente precarización de la crítica, los parámetros de evaluación y distinción se desvanecen de una manera alarmante. El resultado es ese «todo vale» tan popular en algunos sectores del arte contemporáneo. Estos perciben la existencia de un juicio o propuesta discursiva como una agresión a un supuesto pluralismo estético, que es otra manifestación de ese capitalismo avanzado que reduce cualquier expresión estética a un producto indiferente e intercambiable.

Más de 700.000 personas visitaron, en apenas unos meses, la exposición retrospectiva que el Museo Reina Sofía organizó en 2013 sobre la obra de Salvador Dalí. Muchas de ellas sufrieron pacientemente colas de hasta dos horas para poder acceder a las salas. Junto a Picasso, tradición y vanguardia y la dedicada a Antonio López, esta fue la muestra más popular promovida por el museo. Se situó en la línea de exposiciones como las dedicadas a Velázquez y Monet en el Prado, o Hopper en el Thyssen, por mencionar solo algunas que se han celebrado en los últimos años en Madrid. ¿Qué hace a estos artistas populares? ¿En qué consiste su popularidad? Aunque entran en juego toda una serie de factores, en el caso de Dalí habría que destacar dos. El primero tiene que ver con la implosión de un mercado artístico que ha convertido al arte moderno en un valor de refugio, alcanzando precios que hace unas décadas eran inimaginables. Como es lógico, se arropa la inversión económica con ingentes campañas de comunicación que mueven a la gente a interiorizar la oferta del espectáculo como una necesidad. Los autores y sus obras se convierten en marcas de consunción rápida. Dalí, al igual que Picasso, Miró, Van Gogh, Monet y otros, forma parte de un universo imaginario de creadores que conocemos y en los que nos reconocemos. En segundo lugar, Salvador Dalí fue un precedente de Warhol en su percepción del papel central que los medios de masas habían adquirido en la sociedad contemporánea. Ambos entendieron que son las industrias de la comunicación las que determinan nuestras subjetividades y no dudaron en utilizar sus recursos hasta el paroxismo. Si la razón instrumental (la utilización de la razón con el fin último de obtener un beneficio) sustituyó a lo largo del siglo XIX a la razón histórica (la razón como elemento de liberación), podríamos concluir que la razón populista es, en estos momentos, hegemónica. Esta se caracteriza por el deseo de dirigir nuestra atención hacia lo que está exento de interés y presentarnos como novedad lo que hemos visto hasta la saciedad.

Sabemos que el poder no se encuentra ubicado fuera de la sociedad, en una instancia superior a ella, sino que se sumerge en el entramado de nuestras relaciones personales. El hecho de que estas se hayan cosificado y carezcan de sentido tiene que ver con un ordenamiento colectivo que, embruteciéndonos, nos utiliza. Un mundo de consumidores se organiza por impulsos muy similares a los de la masa que describía Canetti,4 muy distinta de la multitud que ocupa las plazas. En el seno de la masa, los individuos excitados que la constituyen no forman un público propiamente dicho. La masa es una amalgama no reflexiva, compuesta de subjetividades a medias, de personas sin perfil que se reúnen alrededor de un líder, héroe o ídolo, y se identifican con él. Sus actos tienden a la sumisión, no a la emancipación.5 De ahí que no necesite de la voz de un artista o de un intelectual que cuestione su mundo. Intuye con claridad lo que quiere, y no necesita de un juicio exterior que la interpele. Todo juicio u opinión contraria se perciben siempre como un peligro y suscitan todo tipo de recelos.

El artista y el intelectual modernos representaban al sujeto libre, la conciencia universal que se oponía a aquellos estamentos que estaban al servicio del Estado o del capital. Su libertad procedía de la autonomía relativa del arte. En la actualidad, sin embargo, la práctica artística se halla cada día más integrada en un sistema en el que el conocimiento ya no nos pertenece. Se nos expropia constantemente nuestro trabajo intelectual, nuestras propias experiencias son ahora susceptibles de ser transformadas en mercancía. La porosidad entre los planteamientos críticos, la actividad del intelectual y del artista y aquello que promueven las industrias de la comunicación es cada día más intensa, alcanzando en algunos casos cotas de cinismo y perversidad desconocidas hasta hace bien poco. Cuando nuestra investigación de años, realizada con dinero público, acaba siendo objeto de especulación en manos privadas, nos damos cuenta de que, por desgracia, nuestro trabajo contribuye a asentar aquello que criticamos. Asimismo, cuando deseamos generar espacios gestionados y financiados al margen del Estado, nos entran dudas de si no estaremos participando en la privatización general que defiende el capitalismo avanzado, asumiendo una labor y unas responsabilidades que el Estado no quiere ejercer porque no se consideran rentables. Como en la novela de Henry James, quizás sea cierto que todos somos a la par nosotros y el otro, los vivos y el fantasma.

El papel del intelectual no puede ser ya el de situarse «un poco en avanzadilla o un poco al margen» para mostrar la verdad al resto de la humanidad. Se trata de luchar contra las formas de poder allí donde este es simultáneamente objeto e instrumento: en el orden del «saber», de la «verdad», de la «conciencia», del «discurso». Como nos recuerda Foucault, el poder y el mercado se organizan a partir de una red de influencias y relaciones que son globales y totales. Frente a esta práctica, surge la necesidad de respuestas fragmentarias y locales. «No tenemos que totalizar lo que es totalizado por parte del poder, ya que no podríamos totalizar de nuestro lado más que restaurando formas representativas de centralismo y de jerarquía.»6 Así pues, si algo une hoy al artista, al crítico y al curador es la urgencia de la autorreflexividad y de planteamientos específicos. El bufón de Filliou, cuyos juegos se escapan a la razón instrumental, el poeta melancólico e irónico de Broodthaers, o el autor crítico de Haacke o Asher son ejemplos de modos de hacer que rompen las barreras existentes entre el trabajo del intelectual, del artista o del gestor. Escapan a la lógica totalizadora del mercado y se acercan a aquello que el mismo Foucault denominaba intelectual específico. Y lo consiguen porque sus obras no ansían producir valor, ni obtener ningún beneficio contable. Tal vez esta sea la gran posibilidad de crear espacios de resistencia y libertad en una sociedad que ignora aquello a lo que no le encuentra utilidad, que no sirve.

1.Henry James, The Turn of the Screw (1898); Otra vuelta de tuerca. Madrid: Siruela, 2012, p. 141.

2.Benjamin H. D. Buchloh, «Farewell to an Identity», Artforum, vol. 51, núm. 4, diciembre de 2012, pp. 253-261.

3.Art Basel, 2013.

4.Elias Canetti, Masse und Macht (1960); Masa y poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1977.

5.Peter Sloterdijk, Die Verachtung der Massen (2000); El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Valencia: Pre-Textos, 2001, pp. 13-14.

6.Michel Foucault, «Pouvoir et Stratégies». Entretien avec J. Rancière (1977), Dits et Écrits (1954-1988), III (1994); Estrategias de poder. Madrid: Paidós, 1999, p. 111.

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