Escritos polémicos

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Escritos polémicos
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Publicación

editada

en el Perú

por Palestra Editores








Cultura Chimú (entre los años 1000 y 1460 d.C.)




ESCRITOS POLÉMICOS

Diálogos sobre Derecho, argumentación y democracia










ESCRITOS POLÉMICOS

Diálogos sobre Derecho, argumentación y democracia



Manuel Atienza



Primera edición Digital, septiembre 2021



© 2021: Manuel Atienza



© 2021: Palestra Editores S.A.C.



Plaza de la Bandera 125 - Lima 21 - Perú



Telf. (+511) 6378902 - 6378903



palestra@palestraeditores.com / www.palestraeditores.com



Diagramación y Digitalización:



Gabriela Zabarburú Gamarra



Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2021-10479



ISBN Digital: 978-612-325-2182



Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, bajo ninguna forma o medio, electrónico o impreso, incluyendo fotocopiado, grabado o almacenado en algún sistema informático, sin el consentimiento por escrito de los titulares del Copyright.




Contenido





PRESENTACIÓN







Capítulo I







SOBRE EL ESTADO DE DERECHO







Imperio de la ley y constitucionalismo







Un diálogo entre Manuel Atienza y Francisco Laporta







Capítulo II







SOBRE EL POSITIVISMO JURÍDICO







Sobre constitucionalismo, positivismo jurídico y iusnaturalismo







Contribución a la mesa redonda







Carta a un amigo iuspositivista







Réplica a Pierluigi Chiassoni







Capítulo III







SOBRE LA TEORÍA ESTÁNDAR DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA







Crítica de la crítica crítica







Contra Enrique P. Haba y consortes







Entre callar y no callar: decir lo justo







Capítulo IV







SOBRE LA FILOSOFÍA HERMENÉUTICA







Entrevista de André Rufino do Vale







Comentario a un comentario







Capítulo V







SOBRE LA GESTACIÓN POR SUSTITUCIÓN







La gestación de la ley española







Dos falacias sobre la gestación por sustitución







Capítulo VI







SOBRE LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA







A propósito de la transición española







En el aniversario de la Constitución de 1978







Capítulo VII







SOBRE EL NEOCONSTITUCIONALISMO







Mejor abandonemos el neoconstitucionalismo (con comillas o sin ellas)







Capítulo VIII







SOBRE EL DERECHO A DECIDIR







Sobre un derecho inexistente







A propósito de «Democracia y derecho a decidir» de Josep M. Vilajosana







Presentación



Mi amigo Pedro Grández me ha animado a que reúna algunos de mis trabajos de los últimos tiempos para componer con ellos un volumen (“con cierto grado de organicidad” —me aclara—), que se publicaría (junto con otros libros) con motivo del 25 aniversario de Palestra. Lo que se me ha ocurrido —y espero haber acertado en la elección— es juntar varios escritos, más o menos de los últimos 15 años, que tienen como común denominador su carácter polémico. Y aprovecho para agradecerle a quien tanto ha hecho para desarrollar la cultura jurídica en el Perú las sugerencias que amablemente me ha formulado para modificar el título que en un comienzo había yo pensado para el libro: “Escritos a la contra”. Este nuevo, “Escritos polémicos”, me parece más exacto que el otro y espero, por ello, que sea también más del agrado del fundador y director de Palestra.



Quizás no sea tan fácil, por lo demás, precisar qué es lo que debe entenderse por “escritos polémicos”. La polémica es un tipo de diálogo que, se diría, comparte algunos rasgos de lo que Josep Aguiló llama “disputa” y “controversia”. La disputa sería (en esa clasificación, que incluye otros dos miembros: el debate racional y el consensual) un tipo de debate conflictivo (en el que no se busca el acuerdo, sino derrotar al adversario) y actoral (en el sentido de que la subjetividad de cada interviniente juega un papel destacado); mientras que la controversia sería también un diálogo conflictivo, pero temático. Ahora bien, esa distinción no deja de ser relativa: la famosa “Controversia de Valladolid” (sobre si los españoles tenían o no justo título para apoderarse de las nuevas tierras descubiertas y para someter a las poblaciones indígenas) podría considerarse precisamente como una controversia si el acento se pone en el tema de discusión; pero contendría también muchos aspectos de lo que Aguiló llama una disputa, si nos centráramos en las posiciones adoptadas respectivamente por Bartolomé de las Casas y por Ginés de Sepúlveda. Además, lo que yo entiendo por “polémica” en este libro no deja de contener también muchos elementos del diálogo racional (que Aguiló caracteriza por ser un debate cooperativo y temático; el consensual sería cooperativo y actoral). Y, en fin, en otras tipologías, como la de Marcelo Dascal, las polémicas integran una gran variedad de diálogos, entre los cuales destaca lo que este autor llama discusiones, disputas y controversias; la polémica, en definitiva, sería un género más bien que una especie de diálogo.



Sea como fuere, los escritos polémicos que se recogen en este libro se pueden caracterizar, en mi opinión, por los siguientes rasgos: Tratan sobre un tema controvertido y, por ello, presuponen de alguna forma la imposibilidad de alcanzar un consenso pleno entre las partes, lo que no excluye algunos acuerdos parciales, pero que serán siempre sobre cuestiones no centrales: típicamente, acuerdos para evitar o superar malentendidos. La subjetividad de los actores es muy relevante, y de ahí la frecuencia con que aparecen argumentos ad hominem, que no hay por qué considerar necesariamente como falacias: que lo sean o no depende esencialmente del contexto, de las circunstancias en las que se desarrolla la discusión. El acento se pone en buena medida en detectar y criticar los errores de la otra parte, pero ese componente destructivo (escribir a la contra) tiene que ser complementado con otro que cabría llamar constructivo: tiene que ir acompañado de argumentos en favor de la tesis que se defiende, o sea, en una polémica —tal y como yo entiendo el género— no se puede perseguir únicamente destruir las tesis del adversario. Como consecuencia, en cierto modo, de lo anterior, las polémicas se prestan a ejercitar un sentido del humor que, de todas formas, tiene que ser contenido: para salir vencedor en un debate de ese tipo conviene no ser hiriente. En el transcurso de una polémica cabe hacer alguna que otra excepción a las reglas de la discusión racional, pero eso no quiere decir que no haya reglas del juego limpio que cumplir; o sea, no todo vale.



Pues bien, la primera de esas polémicas versa sobre el Estado de Derecho y tiene la forma de un diálogo con Francisco Laporta. El origen se encuentra en la publicación de un importante libro de Laporta (El imperio de la ley. Una visión actual, Ed. Trotta, 2008) y el diálogo completo apareció, en octubre del 2008, en el número 0 de la revista El Cronista del Estado Social y Democrático De Derecho. A diferencia de lo que ocurre con las otras polémicas, aquí he incluido el texto de las intervenciones del otro participante, de Laporta, porque son relativamente breves y porque, sin ellas, me parece que no podría comprenderse el sentido de la discusión (muy de guante blanco, por lo demás).

 



La segunda, sobre el positivismo jurídico, tuvo lugar un año después y el adversario teórico fue esta vez Pierluigi Chiassoni, uno de los más connotados integrantes de la llamada “escuela de Génova”. Lo que había dado ocasión para ello fue una mesa redonda que se celebró en Turín, en 2009, en el contexto del homenaje que se le hizo a Norberto Bobbio cuando se cumplía el centenario de su nacimiento. Incluyo lo que fue mi intervención en aquella mesa (que versaba sobre el constitucionalismo, el positivismo jurídico y el iusnaturalismo); la carta que le escribí a Pierluigi contestando a las críticas que él me había dirigido antes por escrito; y una nueva réplica en la que contestaba a su nueva intervención en la polémica. Creo que la lectura de esos textos puede hacerse con cierta independencia de los de Chiassoni pero, en todo caso, el lector que lo desee puede acceder con cierta facilidad a estos últimos, pues la polémica se publicó en la revista Analisi E Diritto, en 2010, con el título de “Debate sobre el positivismo jurídico. Un intercambio epistolar. Con un comentario de Álvaro Núñez Vaquero”.



De 2010 es mi polémica con Enrique P. Haba sobre la teoría estándar de la argumentación jurídica y que registró algunos grados más de temperatura en relación con el clima en el que se desarrollaron las dos anteriores. El origen en este caso había sido un artículo de Haba, bastante incendiario titulado “Razones para no creer en la actual Teoría (ilusionista) de la Argumentación”. A ello siguió mi contestación,“Crítica de la crítica crítica. Contra Enrique Haba y consortes”, una nueva intervención de Haba, “Callar o no callar…That is the question! (Entre ‘crítica crítica’ y las críticas poco críticas)” a la que yo repliqué, “Entre callar y no callar: Decir lo justo”, y un último comentario de Haba, “Avatares de lo ‘racional’ y lo ‘razonable’”. Todo ello, junto con las intervenciones de Óscar Sarlo y Juan Antonio García Amado (y otra más de Haba) formó parte de una sección de la revista Doxa, titulada “Un debate sobre las teorías de la argumentación jurídica”, que apareció publicada en el número 33, correspondiente a 2010. En este libro incluyo únicamente mis dos textos, pero, de nuevo, el lector puede acceder con comodidad al resto de la polémica, si bien creo que lo que yo digo ahí se entiende por sí mismo.



En septiembre de 2015, con motivo de una serie de cursos y de conferencias que había dado en diversas universidades brasileñas, André Rufino do Vale me hizo una entrevista que se publicó en la revista Consultor Jurídico (CONJUR) en la que mostraba ciertas reticencias ante el excesivo peso que el paradigma hermenéutico había adquirido en la iusfilosofía brasileña. A ello le siguió el comentario crítico de dos conocidos juristas brasileños de inspiración hermenéutica: Lenio Streck y Rafael de Oliveira. Y mi réplica, también publicada en la misma revista, se tituló “Comentario a un comentario”. Se trata en este caso de una polémica sobre el valor de la hermenéutica y de la filosofía analítica, que repercute en la manera de entender la argumentación jurídica. En la página de CONJUR puede encontrarse el texto de mis contendientes.



La polémica que me enfrentó con el profesor de Derecho constitucional Octavio Salazar se refiere a una cuestión muy específica: la justificación o no de la institución de la gestación por sustitución, un tema sumamente controvertido en los últimos tiempos y sobre el que ya había escrito algo con anterioridad. Se inicia con un artículo que publiqué en el diario El País el 4 de mayo de 2017, “La gestación por sustitución”, que mereció una crítica de Salazar, “Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran” (en El País de 20 de mayo), y a la que yo contesté con “Dos falacias sobre la gestación por sustitución” (en El País de 21 de junio).



Un año después (se cumplía el 40 aniversario de la Constitución española), participé en una mesa redonda en la Universidad Carlos III de Madrid en la que se debatió acerca de la transición española. Y también, siempre en 2018, en otra mesa redonda (en este caso, organizada por mi universidad de Alicante) en torno a las virtudes y defectos de la Constitución de 1978; este último texto se publicó en Claves de Razón Práctica, nº 263 (2019): “El 40 aniversario de la Constitución”. Con quien polemicé en ambas ocasiones —podría decirse— fue con un estado de opinión entonces muy difundido en lo que cabría considerar como la izquierda populista en España, y favorable a terminar con lo que se llamó “el régimen del 78”.



Alfonso García Figueroa es, si no el único, al menos uno de los pocos filósofos del Derecho españoles que se adscriben al neoconstitucionalismo. En el número 1 de la revista I-Latina, correspondiente a 2019, escribió un artículo, “En defensa del ‘neoconstitucionalismo’ y del neoconstitucionalismo”, en el que criticaba mi postura en relación con esa concepción del Derecho. Mi réplica, aparecida en el mismo número de la revista, se tituló “Mejor abandonemos el neoconstitucionalismo (con comillas o sin ellas)”.



La última de las polémicas concierne al llamado procés catalán. En la revista Eunomía, en el nº 19 correspondiente a octubre 2020-marzo 2021, Josep M. Vilajosana publicó un texto titulado “Democracia y derecho a decidir”. Mi rechazo a las tesis sostenidas por el iusfilósofo catalán apareció en ese mismo número: “Sobre un derecho inexistente. A propósito de ‘Democracia y derecho a decidir’ de Josep M. Vilajosana”.



Finalmente, aprovecho la ocasión que me brinda esta presentación para felicitar a Pedro Grández por su admirable labor al frente de la editorial Palestra. Y para agradecerle a Julia Castro por su valiosa ayuda en la organización de este libro.





Capítulo I



Sobre el Estado

de Derecho





Imperio de la ley y constitucionalismo



Un diálogo entre Manuel Atienza

y Francisco Laporta




Francisco Laporta, como el lector probablemente sabe, es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de varios libros y artículos que se cuentan entre los más influyentes en la teoría del Derecho española y latinoamericana de las últimas décadas. Al jurista que no sea al mismo tiempo filósofo del Derecho le interesará saber que a Laporta se deben contribuciones fundamentales sobre el concepto de libertad, la relación entre el Derecho y la moral, el concepto y la fundamentación de los derechos humanos o la crisis de la ley. Sus trabajos tienen, además, la rara virtud de ser razonablemente cortos y de estar magníficamente escritos. Ha publicado un libro, en la editorial Trotta, que lleva por título El imperio de la ley. Una visión actual.



Hace un tiempo escribí, para las páginas culturales de un conocido diario español, una recensión a ese libro que, por exigencias periodísticas, me vi obligado a reducir drásticamente. Transcribo ahora la reseña completa (en realidad, no tan larga), porque me parece que puede dar un contexto adecuado para embarcarme con él (y con los lectores de esta revista) en una conversación amable, pero no obsequiosa, a propósito de su libro. Ahí va (junto con su título originario).



EL IMPERIO DE LA LEY Y SUS ENEMIGOS



Aunque nuestro sistema educativo y las «Páginas culturales» de los medios de comunicación no parezcan tenerlo muy en cuenta, resulta imposible entender algo del mundo social y orientarse en él si no se poseen ciertas nociones jurídicas fundamentales, si se carece de «cultura jurídica». La de «imperio de la ley» es, sin duda, una de esas nociones. Precisamente, la tesis central del último y brillantísimo libro de Francisco Laporta es que, si las exigencias del imperio de la ley no están razonablemente satisfechas, lo que se pone en peligro no es solo el buen funcionamiento del sistema jurídico (un valor, digamos, de tipo instrumental, si se quiere, específico del Derecho), sino la propia autonomía personal, la capacidad de los individuos para controlar su vida y sus proyectos.



No existe, como cabe imaginar, una única manera de entender en qué consiste el imperio de la ley, en cuanto componente central del Estado de Derecho, y cuáles son sus exigencias. Laporta otorga cierta relevancia a una contraposición efectuada por Dworkin entre la «concepción-libro de reglas» y la «concepción-derechos». De acuerdo con la primera, el poder del Estado, en la medida de lo posible, solo podría ejercerse contra los individuos si se hace de acuerdo con reglas explícitamente establecidas en un libro público accesible a todos. Mientras que la segunda pone el énfasis en el reconocimiento de derechos para todos los ciudadanos, en la accesibilidad a los tribunales para reivindicarlos, en la importancia de los principios y de la justicia sustantiva como algo que está más allá de la justicia simplemente formal. Laporta es un convencido (y persuasivo) defensor de la primera de esas dos concepciones porque, en su opinión, entre ambas no hay una verdadera oposición y porque el imperio de la ley (tal y como él lo entiende) es una condición necesaria para la persecución de todo ideal de justicia.



Como ocurre con el pensamiento jurídico de altura, la visión de ese «ideal regulador» que ofrece el autor supone echar mano no únicamente del arsenal de conceptos que conforma la cultura jurídica al uso, sino también de muchas herramientas provenientes de campos ajenos en principio al Derecho, como la teoría de la decisión, la filosofía moral y política o la filosofía del lenguaje. El resultado es todo un tratado de filosofía del Derecho (por no decir de filosofía práctica), pues al analizar esa concreta institución —con sus presupuestos y consecuencias— Laporta ofrece una visión original de la racionalidad, de las normas, de los valores, de las fuentes del Derecho o de la interpretación. En su método expositivo juega un papel destacado una serie de contraposiciones más o menos clásicas del pensamiento jurídico: normativismo frente a decisionismo, reglas frente a principios, ley frente a constitución, subsunción frente a ponderación, positivismo frente a constitucionalismo, interpretación literal frente a interpretación teleológica y valorativa, etcétera.



Laporta no es proclive a intentar algo así como una síntesis superadora, sino que el leit motiv de su obra consiste más bien en resaltar el valor profundo que subyace a cada uno de los conceptos que aparecen en primer lugar en cada díada y en combatir la tendencia contraria (a subestimar ese valor o a poner excesivamente el énfasis en los otros conceptos de cada par). Como el autor ejecuta esta última operación de manera muy matizada, el lector puede tener alguna duda en relación con quiénes son realmente los enemigos del imperio de la ley, contra quiénes dirige Laporta sus mortíferos dardos. No cabe duda de que en su punto de mira está el decisionismo de un Carl Schmitt, versiones extremas del realismo jurídico como la de Frank o visiones como la de los autores de las «teorías críticas del Derecho». ¿Pero qué decir de los representantes del llamado «paradigma constitucionalista», o de algunos de ellos como Dworkin, Alexy, Nino o Ferrajoli? ¿Está realmente Laporta en contra de quienes parten de la existencia de una contradicción interna en nuestros Derechos, entre la dimensión autoritativa y el orden de valores expresado en los principios constitucionales, y plantean simplemente la necesidad de reconocer cierta prioridad del segundo componente frente al primero? Si así fuera, ¿por qué?



En cualquier caso, como quiera que haya que contestar a los anteriores interrogantes, este libro, escrito con una elegancia y claridad admirables, se va a convertir en una referencia ineludible para los especialistas y constituye toda una joya para el interesado simplemente en la cultura jurídica contemporánea.



Manuel Atienza— Si te parece podemos ir directamente a la cuestión que, me parece, nos separa en este asunto. ¿Cuáles son tus razones para estar en contra, a propósito del imperio de la ley, de lo que suele llamarse el «paradigma constitucionalista» en teoría del Derecho (Nino, Alexy, Dworkin, Ferrajoli, etcétera)? ¿Estás realmente en contra?



Francisco Laporta— Puede haber parecido, en efecto, que yo escribía deliberadamente contra algunas teorías o que trataba de combatir algunas tendencias actuales, pero lo cierto más bien es que eso es algo que mi argumentación genera colateralmente, por así decirlo. El núcleo del libro es el empeño en perseguir minuciosamente las presuposiciones implícitas y los postulados previos que se contienen en el ideal regulativo que llamamos «imperio de la ley». Al hacerlo, resulta que hay ciertas posiciones teóricas que uno no puede adoptar: por ejemplo, uno no puede mantener simultáneamente el ideal del imperio de la ley y una teoría escéptica de la interpretación, porque ambas cosas no son compatibles. Con este enfoque tienden a ponerse de manifiesto incoherencias y a disiparse esa ilusión de compatibilidad entre valores, doctrinas, teorías de la interpretación, etcétera, que tantas veces alimentamos acríticamente. Eso es lo que yo he intentado con una idea que es, me parece, la clave de bóveda de nuestra cultura jurídica, también de la cultura constitucional: el desideratum de que los actos de ejercicio del poder estén sometidos a normas jurídicas.

 



Si se realiza ese ejercicio rigurosamente, creo que puede descubrirse la razón de ser de ese rasgo de nuestros derechos: no es otra que la protección de la autonomía personal. Y así, puede afirmarse que nuestros ordenamientos se sustentan en esta idea implícita: para proteger a la persona es preciso someter el poder a normas jurídicas que se presenten predominantemente con la forma de reglas. Y me parece importante mantener la conexión entre todos los componentes de esa ecuación: protección de la persona y control del poder por el derecho y reglas. Desde luego, resulta evidente que algunas teorías del derecho resultan incompatibles con todos ellos: el decisionismo de Schmitt, por ejemplo, postula la disolución del individuo en la Volksgemeinschaft, la omnipotencia del Führer, y el uso discrecional de la «medida» en lugar de la ley. Está, por ello, en las antípodas teóricas de mi posición, y en consecuencia si alguien defiende el ideal del imperio de la ley tiene necesariamente que enfrentarse con Schmitt (por eso me deja tan perplejo que tenga todavía predicamento entre tantos juristas actuales).



Pero otros puntos de vista no son, desde luego, antagónicos en ese sentido. Uno de ellos puede ser el hoy llamado constitucionalismo o neoconstitucionalismo, por el que tú me preguntas. ¿Qué me separa de quienes se alinean con él? Quizás sea solo que quiero corregir la demasiada condescendencia que advierto en algunos autores, no en todos, hacia ciertos ingredientes que se estiman novedosos de los órdenes jurídicos presididos por una Constitución. Yo entiendo que, para nosotros en España, la Constitución ha sido un acontecimiento jurídico crucial. Y eso ha llevado a que durante todos estos años adquiera, tanto en la teoría jurídica (en la doctrina, como suele llamarse) como en la práctica, esa presencia tan contundente que tiene. No puedo por menos de señalar que eso también ha generado efectos perversos. Hoy, por ejemplo, el Tribunal Constitucional está literalmente atascado y no puede sacar adelante con razonable decoro el trabajo que tiene. Empieza ya a sentenciar con «dilaciones indebidas».



Pero eso no es lo importante. A mí lo que me es difícil de aceptar es eso que tú registras como expresión muy usual en estos tiempos: nos hallamos, se dice, ante un nuevo «paradigma», ante una nueva forma de ver el derecho que no tiene que ver con lo anterior. Y más difícil de aceptar, desde luego, si usamos con cierta precisión esa expresión de Kuhn, «paradigma». Esto ya me parecen palabras mayores y, creo, innecesarias. No veo la Constitución y su inserción en el ordenamiento como algo que altere sustancialmente la teoría del derecho que se ha venido construyendo a lo largo del siglo XX bajo la inspiración del positivismo. Por supuesto que la Constitución introduce ingredientes nuevos que son importantes, sobre todo si se subrayan algunos rasgos como la rigidez, el especial lenguaje de valores y principios, o la aplicabilidad directa, pero no creo que ello dé lugar a una diferencia cualitativa y sustancial entre las teorías que han dado cuenta de las relaciones entre la ley y el reglamento, por ejemplo, y los enfoques nuevos que abordan la relación entre la constitución y la ley. A veces parece que la Constitución ha venido poco menos que a inventar el lenguaje y el derecho. Y esto me parece más bien producto de un énfasis en la norma constitucional quizás bien intencionado, pero equivocado. Desde la óptica teórica de mi libro el constitucionalismo es importante, pero no es sino una prolongación del ideal del imperio de la ley hasta la norma constitucional. Nada más y nada menos.



Hay además algunos problemas serios que ese constitucionalismo «enfático», por así llamarlo, no parece haber visto. Si es la mera existencia o vigencia de una constitución lo que importa, y lo que activa la «nueva» teoría, entonces parece que tenemos que concluir que hemos de hacer una teoría del derecho para Inglaterra, por ejemplo, y otra para Alemania. Es decir, parece que tenemos que conformarnos con lo que desde Bentham se llama una «jurisprudencia particular» frente a una jurisprudencia o teoría del derecho general. Ningún país cuyo orden jurídico careciera de constitución podría ser descrito adecuadamente desde la teoría del derecho nueva. Para ello solo serviría la antigua. Esto, sinceramente, me parece una pérdida. Algo que aleja nuestras reflexiones del canon de la mejor ciencia social y de la mejor filosofía. Y es que una posición de este tipo sitúa al que la mantiene en una especie de ciego positivismo de la Constitución, y de la Constitución del propio país. Y esto es paradójico porque la nueva teoría parece repudiar el positivismo legalista y cae de lleno en una suerte de positivismo constitucionalista al que no le encuentro mejoras muy notables. Para justificar esta sumisión ciega a la nueva norma se introducen inconscientemente, me parece, ingredientes valorativos: se habla, por ejemplo, de garantismo y cosas así, pero las constituciones pueden ser garantistas o no serlo. Yo, como sabes, no tengo ninguna fe a priori en los contenidos de las constituciones. Muchas están llenas de provisiones absurdas u oportunistas y no veo la razón que nos pueda llevar a admitirlas siempre y en todo caso como un «derecho superior» que nos fuerza a la creación de una nueva teoría del derecho.



Lo que a mí me parece que sucede con frecuencia es que cuando se habla de Constitución se hace referencia a un concepto material de constitución que incluye un amplio abanico de postulados morales. Es decir, no estamos ya en presencia de una mera norma jurídica superior dotada de rigidez y con la que hay que contrastar el contenido de las leyes, sino de una ambiciosa panoplia de exigencias morales que se supone que hay que poner a contribución a la hora de resolver los casos. Pero si esto es así lo que nos interesa de la constitución es su dimensión moral, no su dimensión jurídica. La tratamos como un documento moral jurídicamente vigente. Y esto sí que es ya cambiar de teoría e incluso de concepción general del derecho. Porque esos postulados morales no son vinculantes porque aparezcan en una Constitución, pues seguramente hay bastantes constituciones en que no aparecen todos o algunos de ellos, sino que son vinculantes por su fuerza moral. Entonces la función del juez es hacer efectivos esos enunciados morales, y como consecuencia de ello la aplicación del derecho no aparece como un caso especial de razonamiento práctico con limitaciones propias que no puede traspasar, sino como un razonamiento práctico tout court, sin limitación alguna. Los jueces obrarán entonces sobre la base de un razonamiento moral abierto, que les hace sentir, sin embargo, como si estuvieran aplicando el derecho. Esto a mí me da miedo. Por dos razones; primero porque no creo que los jueces estén preparados para este tipo de razonamiento. Nuestros jueces son muy diestros en el conocimiento y aplicación del orden jurídico tal y como era visto por la anterior teoría del derecho. Pero su razonamiento moral no pasa de ser vulgar. Basta comparar nuestros fallos con los de la Corte Suprema de las Estados Unidos para comprobarlo. O leer esos fallos nuestros en los que se procede a la famosa «ponderación». No hay allí ningún razonamiento moral de importancia, sino simplemente la expresión apodíctica de una preferencia por el «peso» de un valor sobre el otro. Para hacer lo que ahora se dice que hay que hacer se necesitaría otra educación jurídica y otro método de selección de los jueces, pero, por lo que yo sé, el nuevo «paradigma» no ha llegado a tanto como para afectar el nuevo proceso de elaboración de los planes de estudios o las