La Tierra Estalla Por Todas Partes

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La Tierra Estalla Por Todas Partes
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La tierra estalla

por todas partes

Manuel Arduino Pavón


La tierra estalla por todas partes

© Manuel Arduino Pavón, 2021

© Libros Duendes, 2021

Diseño de cubierta y maquetación: Libros Duendes

www.librosduendes.com

manuelarduinopavn@yahoo.com.ar

manarduino@hotmail.com

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación en cualquier forma, ya sea mediante fotocopia o cualquier otro procedimiento sin el consentimiento por escrito de los titulares de los derechos de autor.

EN LA TABERNA

La angustia me atormenta. No existe nada ni nadie capaz de sacarme de esta situación. El mundo se cae a pedazos. Mis relaciones me abandonaron. Me encuentro solo y encerrado en una taberna silenciosa al costado del camino, del que fuera el largo camino de los sueños. Cada dos o tres minutos se oyen estampidos: la tierra explota. Aparentemente no ocurrió nada extraño entre las naciones poderosas, por lo que parece la tierra se está revelando y a su manera tomando venganza de los seres humanos, de mi perro Jope tan indulgente con mis excesos, de todos los que todavía sobreviven en los restaurantes y comercios al por mayor que tocan el largo camino de los sueños.

Hace pocos días cayó por aquí un periodista de un medio de prensa prestigioso. Decía que le habían encomendado investigar la situación, averiguar la causa de este desorden que había comenzado aquí, en el salvaje Oeste y que ahora amenazaba con extenderse a toda la nación. No duró mucho: la tierra estalló directamente debajo de sus pies una mañana de sol y literalmente lo deshizo. Es feo hablar de estas cosas, pero el haberme liberado de la presencia molesta del inquisidor profesional me proporcionó un renovado sentimiento de libertad. De libertad para velar a mi mujer en solitario, sin testigos, cuando a la tierra se le ocurra estallar exactamente en el punto en que se encuentra parada ahora.

Me queda el aroma de las flores que adornan las balconadas de la taberna. Siempre dejo las ventanas abiertas para permitirle al perfume que se mueva a sus anchas por el lugar. Este crepitante perfume de la desgracia es mi única medicina, obra maravillas en mí, por momentos me transporta hasta un limbo de paz y de esperanza. Aunque a decir verdad nunca supe, no sé qué es la paz y la esperanza. Soy un tipo mediocre, muy mediocre, un jugador profesional, una lacra social, un don nadie. Me aburro por a noches lejos de las salas de juego, de los grandes casinos, de viudas solitarias a quienes robarles la cartera para hacerme de dinero con que jugar. Esa es mi vida, la vida de una raposa más, de un servidor de los mil demonios del mundo, de un sátrapa. De cualquier forma alguna vez llegué a ganar lo suficiente como para comprarme una casa en las afueras de esta ciudad. Uno de los estallidos la destrozó. No tengo automóvil y ya no circulan autobuses por la región. Escuché decir que ya no hay casinos a trescientas millas de distancia, que fueron todos cubiertos de hierbas por la tierra, que llegó la hora del fin.

De modo que estoy solo y tengo todo el día para mí, racionando las abundantes provisiones que hay en los refrigeradores. Afortunadamente y por uno de esos misterios que vinculan al hombre con la naturaleza, la energía eléctrica no fue interrumpida. Confío en que esta situación se prolongue hasta el estallido final, poco más poco menos hasta el instante final.

A pesar de todo, mis manías de jugador no me abandonan: apuesto contra la tierra o contra mí mismo a que el siguiente estallido vendrá acompañado de una nube de polvo azul. Si gano me bebo una copita de cerveza en honor a la cuantiosa suma ganada. Sólo una copita de cerveza porque a ciencia cierta ignoro cuánto tiempo más voy a vivir antes que el polvo azul me gane la partida y me devore sin piedad. Si la tierra triunfa y en lugar de polvo azul sacude una melena de polvo verde, me impongo el castigo de limpiar un poco de la letrina. No me falta oportunidad de avanzar en la limpieza de esa zona crítica de la taberna, porque son tantos los estallidos y tantas las derrotas que en términos generales me han convertido en un buen amo de casa. Además, como jugador compulsivo sé muy bien que casi siempre gana la banca, la tierra, y que los sueños de grandeza son eso, apenas lenguas de polvo azul que jamás asoman en el horizonte.

Duermo poco, tantas veces estalla la tierra a lo largo de cada día que cuento con muy pocas posibilidades de pegar los ojos por más de dos o tres horas. Detecté que por fortuna la frecuencia de los estallidos disminuye a la madrugada, entre las dos y las cinco, y esto me permite mantenerme más o menos en forma. Por otra parte jamás salgo de la taberna, porque como si fueran minas personales regadas por el territorio, cualquier cosa en el suelo puede dar lugar a un estallido, a una erupción volcánica en miniatura, pero suficientemente poderosa para hacer de uno una colección de polvo cósmico de todos los colores.

Miro viejas películas para matar el tiempo, películas horrorosas con héroes rampantes que salvan al mundo de amenazas extraterrestres. Vaya paradoja, la cosa no es con los alienígenas, la cosa es con la casa materna, con la madre tierra; en esto no interviene ninguna nave nodriza ni nada por el estilo. Es que la tierra se cansó de cargar con tanta basura humana haciendo de las suyas, contaminando y ensuciándolo todo. A veces pienso que todo lo que ocurre es justo y necesario, la mejor lección que jamás recibimos, aunque no vivamos para contarlo ni para aplicar el resultado del aprendizaje.

Al venir camino a la taberna alcancé a pegarle una ojeada a uno de los pozos provocados por un estallido: parece que no tienen fondo. Probablemente el planeta se vaya a convertir en una gran espumadera o en algo por el estilo: linda forma de terminar con los sueños, con el camino que una vez llevaba allí.

Creo que las cosas tienen fiebre, una fiebre extraña que quizás augura una calamidad mayor, terminal: la taberna está hirviendo. No puedo pasar mis manos por las paredes y las puertas, tengo que usar un trapo, un par de guantes. Afortunadamente el refrigerador y la cocina, además del baño, no tienen fiebre. Parece que se tratara de un síntoma selectivo, quizás nos quiera avisar que la estructura mineral de las viviendas, una parte más de la tierra, se ha contagiado de la irritación y del enorme odio que le ha nacido al planeta. Fiebre de odio e indignación por todas partes. Es como si lo que le ocurría habitualmente a los políticos y a los corredores de bolsa también le ocurriera a la tierra, fiebre de bronca, de insatisfacción, de hastío. Dicen que cuando alguien –o algo— está en el límite de la resistencia, síntomas como la de la alta temperatura afloran y prefiguran el surgimiento de una calamidad mayor.

Seguramente no nos soporta más y por eso hace fiebre y estalla por todas partes, arriba y abajo, en la ladera de la montaña y en las calles del pueblo, junto al camino muerto en el que antes andaban los sueños.

A través de los ventanales de la taberna he visto estallar todo tipo de cosas. Botellas arrojadas a la calle, buzones, automóviles y luego de la explosión el dichoso polvo de las estrellas, todo convertido en un humo que por un instante es algo rutilante, colorido y majestuoso. Después la eliminación queda a la vista y ni rastros de la cosa anulada. Pienso que en cualquier momento va a estallar mi taza de café o la lata de cerveza o la mínima copita en que me la sirvo con extremo cuidado, evitando dejar caer una gota sobre la mesa. Quizás la tierra se compadezca del puñado de hombres y mujeres refugiados en lugares como mi taberna, quizás nos haya de utilizar para la fase más destructiva de su plan siniestro. Si es que se puede llamar siniestra a la justicia, al fin de la resistencia, a la saturación provocada por esta raza de gigantes mentales que no es otra cosa que una gran urbe de enanos utilitarios e incompasibles, que han puesto en jaque a la madre naturaleza y que ahora, muertos o vivos, dejan de contar para los registros del universo.

El encierro tiene algunas ventajas apreciables, por cierto. Uno elude el estallido en la calle, eso está claro. Pero el hombre no nació para golpearse las alas contra los barrotes de su jaula. Por momentos planeo salir a la calle entre las dos y las cinco de la mañana a hacer algo, a estirar las piernas, a hurgar entre los restos a ver si encuentro algo que me pueda resultar útil, aunque más no fuera una pastilla de jabón o una caja de cigarrillos turcos, malolientes, apretujados, temerosos y a punto de volverse polvo. Pero por ahora desisto de esa loca idea. Mis temores son muy grandes. Aún no me acostumbro a morir, a ir muriendo un poco más cada día, cada noche, en mis sueños llenos de pesadas imágenes volcánicas, la lava y el fuego, los agujeros negros, los aljibes resecos, el polvo estelar de todos los colores intoxicando a los árboles y a los pobres animales famélicos de mis noches de dos a cinco. De todos modos, una de esas noches saldré a la pesca por los aledaños de la taberna, quizás la buena suerte me acompañe como parece ocurrir en el interior de la casa larga y esbelta done fue emplazada la taberna, que supo ostentar una buena categoría antes del comienzo de estos oscuros incidentes de la tierra.

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