Lo que callan las palabras

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Lo que callan las palabras
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Dedicatoria

La prodigiosa vida de las palabras. La razón de este libro

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Bibliografía

Créditos

Para Aurora, siempre a mi

lado para darme cuanta ayuda

y ánimos necesito.

La prodigiosa vida de las palabras
La razón de este libro

El universo de las palabras es fascinante. Cada una de ellas guarda, en sí misma, un mundo por todo lo que podemos encontrar en su interior, pero también lo es por las relaciones que mantiene con las otras palabras de la lengua, por su origen y por lo que designan. Además, están vivas (hay quien dijo que nacen, se desarrollan, se multiplican y mueren), en un continuo proceso de acomodación en la lengua, que no es otra cosa que ponerse a nuestra disposición, para que los hablantes podamos hacer con ellas el empleo que mejor nos venga. Pero poca utilidad les daremos si no sabemos que las tenemos siempre a nuestra disposición para acudir a nuestras necesidades, y mal las emplearemos si no sabemos qué quieren decir, para qué nos sirven.

Las palabras en nuestras manos son verdaderos tesoros, pero su valor intrínseco y su belleza dependen del provecho que sepamos sacar de ellas. Cada una es una piedra en bruto que puede transformarse en una verdadera joya según la maestría del tallador, de su experiencia, y de los conocimientos que tenga. Así hará que su forma final sea una u otra, que pueda ser engarzada de una manera determinada para que su pureza brille cuando la utilicemos.

El libro que sigue no es de investigación filológica, por más que sin ella no hubiera podido ser escrito, sino una obra en la que he procurado exponer de la manera menos cansina que me ha sido posible, algunas historias de palabras de un uso más o menos cotidiano, con las que nos encontramos frecuentemente. No voy a negar que cada palabra tiene su propia historia, pero en unos casos resulta más atractiva que en otros, y saberla puede enriquecernos y hacer que la empleemos con tino, para que cumpla con su cometido en la comunicación. Quiero con ello decir que no es un diccionario histórico ni etimológico, aunque su origen, el de las palabras, tanto el cercano como el más lejano, sea lo que se desea explicar para que comprendamos el por qué de sus sentidos, las relaciones que puede ofrecer cada uno de los términos con otros, estén próximos o apartados significativamente o formalmente, su razón de ser. Así, resultan sorprendentes los vínculos que se establecen entre la muñeca del brazo con el juguete, y aun más cuando vemos que está emparentada con el moño del peinado y la moñiga (o, mejor, boñiga) del ganado; y ¿por qué a la bofetada se le puede dar también el nombre de torta, galleta y otros, que valen igualmente para el golpe fuerte? ¿Por qué llamamos a la misma prenda de vestir indistintamente chaqueta y americana, y en algunas zonas saco, si son lo mismo? ¿Por qué la risa sardónica resulta falsa? ¿Cuál es la diferencia entre un yanqui y un gringo? Y así podríamos seguir una por una.

Las explicaciones que pongo son consecuencia de los ejemplos que manejo en mis clases con los que procuro hacer menos tediosa la exposición, cosa que no sé si logro, aunque estoy convencido que a mis alumnos les inculcaré algo de curiosidad y les abriré las mentes para ver y entender muchas cosas que tenemos tan cercanas sin darnos cuenta. No se me olvidará la cara de asombro que puso una alumna cuando conté algo tan obvio como que el boquerón se llama así por el tamaño de su boca en comparación con el de su cabeza. Nunca había pensado en ello, y eso que sus padres tenían una pescadería y poseía buenos conocimientos de los seres marinos, de lingüística y de nuestra lengua.

Pero no solamente ha sido la enriquecedora curiosidad de mis alumnos lo que me ha llevado a escribir las páginas que siguen, sino también las preguntas, igualmente realizadas con curiosidad, de mis familiares y amigos, deseosos de saber algo más sobre las palabras, de confirmar o rechazar explicaciones, muchas veces fantasiosas, como que cachondeo se debe al jolgorio de los pescadores de atún que iban a celebrar su éxito más allá del río Cachón en Barbate (Cádiz).

Otras veces lo atractivo no es la historia de la palabra, de su forma o de su significado, que puede no revestir grandes secretos, como que tenedor deriva de tener, sino que su uso no se extendió hasta el siglo XVIII, aunque era conocido desde el XIV. Lo interesante en esos casos es lo nombrado por la palabra, la realidad extralingüística y cómo se ha ido configurando. ¿Cuántos sabemos que la servilleta es un invento de Leonardo da Vinci, el gran Leonardo, para que los comensales tuvieran un paño donde limpiarse las manos y que no lo hicieran en el mantel o en el conejo que se ataba a una pata de la mesa? Lo más curioso en este caso es que la palabra latina para el mantel significaba, precisamente, ‘trozo de tela para limpiarse las manos’, siendo su empleo actual sobre la mesa una costumbre que comenzó en la Península. Y ¿quién pone hoy en relación los villancicos navideños con los villanos que comenzaron a entonarlos en esa época del año en el siglo XVIII?

Bien es cierto que en no pocas ocasiones hay que remontarse más allá del latín, o de la época romana, para comprender las transformaciones de las palabras, pero es que no podríamos entender lo que ha sucedido sin esas explicaciones previas. Si llamamos a la electricidad con este nombre es porque procede de un adjetivo latino y griego derivado del sustantivo con el que se nombraba al ámbar, que, al ser frotado, adquiere propiedades magnéticas. Y otro tanto cabría decir del ostracismo y las ostras.

En la explicación de cada palabra se parte del contenido del diccionario de nuestra Academia, de las acepciones relacionadas con la de uso más común o la que nos interesa para nuestros fines, salvo, evidentemente, cuando la voz no aparece en ese repertorio, lo cual no ocurre en muchos casos, aunque los hay (como, por ejemplo galáctico –como futbolista de gran calidad–, pinganillo, rottweiler o travertino). De esta manera se compara lo que dice el diccionario con la idea que tenemos del valor de la palabra, para explicar su significado, lo cual nos hace ir a su origen sin más remedio. En algunos casos, lo que llama la atención es el sentido que posee, que no parece concordar con el primigenio, con el etimológico, y entonces se procede a explicar el paso que ha habido desde el origen hasta la situación actual (¿qué tiene que ver, por ejemplo, la moneda con la diosa Juno?).

Las modificaciones producidas en las palabras son debidas frecuentemente a los cambios habidos en la sociedad, en el vínculo que existe entre el término y la cosa nombrada. Esas modificaciones pueden llegar a alcanzar a un amplio número de componentes de la familia léxica, unas veces emparentados formalmente (véase la larga historia de calza), pero otros no, incluso con repercusiones en la forma de la voz (es lo que ha pasado con biquini y monoquini y triquini, o con precuela y secuela).

Los factores que influyen en la aparición de una voz en la lengua, o en el desarrollo de sentidos nuevos, pueden deberse a motivos extralingüísticos. No dejan de ser llamativas las que surgen de personajes literarios más o menos antiguos (como birria, pánfilo o geta), incluso reales (como filípica), o en el cine (como la bien sabida rebeca, gánster o yuyu), y en otros contextos que atraen la atención de los hablantes (como el perro llamado san bernardo), quienes no siempre llegaron a entender lo que se les decía (como ocurrió con adefesio).

 

Son muchos los motivos que han hecho que la voz figure entre estas páginas, y no es motivo de ir desgranándolos aquí. El lector se irá dando cuenta de ello conforme se adentre en las páginas del libro.

En no pocas ocasiones se indica la edición del diccionario en que la Academia comenzó a dar cuenta de la voz en cuestión (a admitirla según el uso habitual), con lo que nos hacemos una idea de la época en que nos llegó, la vitalidad en la lengua, la modernidad de su uso, la falta que teníamos de una denominación adecuada, etc.

Verá quien abra estas hojas que al final de la explicación de algunas palabras figuran citas de autores de diccionarios del Siglo de Oro, de cuya lectura puede prescindir si así gustase, pero sepa que no están traídas por erudición o para colmar la obra de informaciones abigarradas. Se ponen, en unos casos, para mostrar la antigüedad del término en la lengua, pero en la mayoría de los demás para mostrar el interés que siempre han sentido los hombres por el origen de las palabras (ya el Génesis muestra la necesidad original por poner nombres a las cosas). Fue en la época áurea cuando entre nosotros anidó la curiosidad por el origen del léxico, una veces con conjeturas acertadas, otras verdaderamente candorosas, algunas enrevesadas por interesadas, en otras ocasiones con explicaciones elocuentes y anecdóticas, en cualquier caso entretenidas. Esos son los motivos por los que han llegado hasta aquí, para enseñar deleitando, aunque sea con la ingenuidad de una materia que no tenía asentados sus fundamentos científicos.

Al reproducir los textos antiguos, y con el fin de facilitar esas lecturas, he modernizado las grafías y he prescindido de una buena parte de las explicaciones latinas, traduciéndolas, si no lo hacía el autor, especialmente si resultan largas. He transliterado a nuestro alfabeto las formas griegas, y he prescindido de las hebreas, aunque quedan algunas que tienen el equivalente latino. Espero que de esa manera el lector se sienta ayudado y pueda disfrutar de lo que deseaban trasmitirnos aquellos autores. Y por no mortificarlo demasiado he reducido al mínimo las referencias bibliográficas en el texto, pues no es este un libro de investigación. Son muchas las personas que han trabajado sobre la historia de nuestras palabras, y a ellas se deben no pocos hallazgos. Sin los trabajos que se citan en la bibliografía final no hubiera podido armar el contenido de lo que sigue.

Si me he extendido algo en la explicación de cómo es el contenido de esta obra es para justificar lo que he dicho, que no es de investigación filológica (aunque en el fondo la hay), ni es un diccionario etimológico (que de ello hay algo también), sino un libro en que el lector (que no el investigador) podrá ir leyendo noticias variadas sobre las palabras agavilladas, con la esperanza de que lo expuesto sea de su interés y provecho, para enriquecer el dominio que tiene sobre la lengua. Es, también, un libro para leer, ameno en la medida en que lo es, que no ata al lector en una narración continuada hasta llegar al final, sino que le permite ir saltando de un lugar a otro, buscando aquello que le llama la atención, que le puede gustar, pudiendo interrumpir su lectura sin que tenga que preocuparse por la continuación, que le permite entrar en él al azar, para que le sorprenda aquello que no sabía o que no buscaba. Por ello puede ser consultado en cualquier momento, durante un largo rato, o en unos pocos minutos, sin exigírsele muchos conocimientos a cambio.

Saber cómo es nuestra lengua, cómo funciona, y, sobre todo, saber cómo son nuestras palabras, cuál ha sido su historia, por qué las tenemos, por qué comenzaron a utilizarse con los valores que poseen, de dónde surgen estos, hará que utilicemos la lengua, y las palabras, no solamente con propiedad, sino también, y eso es mucho, con libertad. Así serán nuestras, los pensamientos que soportan serán nuestros, y nuestra será la forma de exponerlos, pues no hay otra cosa que sea tan nuestra como lo es nuestra propia lengua, un bien propio al que debemos cuidar y dar un uso apropiado para poder utilizarla como deseemos, con total libertad, para ser nosotros mismos. Conocer nuestras palabras es conocernos a nosotros mismos. No otra cosa es lo que he pretendido con este libro.

Antes de terminar deseo manifestar mis múltiples gratitudes de la manera más sencilla y rápida. Que las ponga sobre el papel no quiere decir que las saque de mi interior y que ya no me quede nada, muy al contrario. Al lector que esto lee, y al interés que pone, ojalá no te defraude. A las personas que han tenido que soportar mis ausencias para que pudiera realizar todas estas búsquedas. Y por último, al editor Javier de Juan quien acogió con benevolencia el proyecto, y sin cuyos expertos consejos no hubiese mejorado el original hasta lograr su forma final. Gracias a todos.

Manuel Alvar Ezquerra

a

Como bien se ve aquí, y nadie ignora, la letra a es la primera de nuestro abecedario, nombre este que le viene porque sus letras iniciales son a, be, ce y de. El signo que representa el sonido /a/ es también el primero de otros abecedarios, como, por ejemplo, la alfa griega (α), que, juntamente con la que le sigue, la beta (β), dan nombre al alfabeto. El abecedario árabe recibe el nombre de alifato porque su primera letra es alif (con distintas figuras según su lugar en la palabra), que, en posición medial representa también una /a/ larga. Son muchas las palabras españolas que comienzan por ella, pues abundan los arabismos adoptados juntamente con su artículo, al, como podemos ver en albaricoque, albérchigo o almohada. Otras palabras que tienen sus raíces en el árabe son albóndiga, cuya etimología nos lleva hasta la avellana, asesino, sorprendentemente relacionada con la droga, con el hachís, atutía (también tutía), con frecuencia mal interpretada como tu tía, o azulejo, que nada tiene que ver con el color azul. Pero no todas las voces que empiezan por al son de origen árabe, como altar, relacionada con alto, forma que influye en altozano aunque no quiere decir que esté en alto, todas ellas de procedencia latina. Otras parten del griego (como análisis, anarquía o ángel), o son de carácter onomatopéyico (como abubilla o arrullar), o indican el origen o procedencia de lo nombrado (como americana o astracán).

abanar Véase abanico.

abanicar Véase abanico.

abanico Resulta perfectamente sabido que un abanico es un ‘instrumento para hacer o hacerse aire, que comúnmente tiene pie de varillas y país de tela, papel o piel, y se abre formando semicírculo’, como define el diccionario de la Academia la voz en su primera acepción, a la que siguen otras que surgen de las semejanzas que se quieren ver en lo nombrado con un abanico, sea de manera real, sea de forma imaginada. También nos dice la Institución que la palabra es un derivado de abano. Si vamos a este artículo veremos que nos informa de que es un término poco usado, que procede del portugués abano, nada más. Corominas y Pascual consideran que abano deriva del verbo abanar, que registra el DRAE con el valor de ‘hacer aire con el abano’, que también nos ha llegado del portugués y gallego abanar ‘aventar, cribar’, ‘agitar’, ‘abanicar’, que procede del latín VANNUS ‘criba, zaranda’. El cambio de designación de la criba al abanico debió producirse por el movimiento que se hace con ambos instrumentos. No anduvo muy atinado Francisco del Rosal (1601) cuando propuso su etimología: «abanico o abanillo para hacer aire, por la semejanza de las lechuguillas del cuello, que el antiguo castellano llamaba abanicos o abanillos; y abanar, el hacer aquellos vacíos o huecos, llamados así de vano, que es lo mismo». Sebastián de Covarrubias no incluyó la palabra en su Tesoro (1611), pero en el Suplemento que dejó manuscrito puso: «abanillo, es el ventalle con que las damas se hacen aire. La invención es extranjera, y el nombre, y porque se coge en unas varillas a semejanza del ala de las aves le dieron este nombre, porque en italiano vanni valen las primeras plumas del ala […]».

abril El nombre del cuarto mes del año, tanto en el calendario juliano como en el gregoriano, procede del nombre latino APRILIS, cuyo origen no se conoce, aunque se ha relacionado con APERIRE ‘abrir’ porque es cuando comienzan a germinar, a abrirse, las semillas sembradas, explicación poco convincente. Sebastián de Covarrubias (1611) establece esa relación, explicándola en latín, además de poner algunos refranes repetidos todavía hoy: «abril, uno de los doce meses del año. Del latino aprilis, sic dictus cuasi aperilis, quod terram aperiat, nam verna temperie plantarum germina apperiuntur, vel dicitur aprilis, cuasi aphrilis, ab aphros, spuma, quod Venus cui hic mensis sacer est ex spuma maris fingitur nata [aprilis, así llamado casi aperilis, lo que abre la tierra, pues en el tiempo primaveral se abren las semillas de las plantas, o se dice aprilis, casi aphrilis, de aphros, la espuma, pues Venus, a la que se consagra este mes, nació de la espuma del mar] […]. Proverbio: por abril, aguas mil, porque en ese tiempo tienen necesidad del agua los panes y las plantas. Marzo ventoso y abril lluvioso, sacan a mayo hermoso. Las mañanicas de abril buenas son de dormir, porque crece entonces la sangre con que se humedece el cerebro y causa sueño».

absurdo, -da Si miramos el significado de la palabra absurdo en el diccionario académico veremos que la primera acepción que registra es la de ‘contrario y opuesto a la razón; que no tiene sentido’, de la cual parten las otras tres, ‘extravagante, irregular’, ‘chocante, contradictorio’ y, como sustantivo, ‘dicho o hecho irracional, arbitrario o disparatado’. Su origen está en el latín ABSURDUS ‘disonante, desagradable, absurdo, discordante, desatinado, inadecuado, disparatado’, por lo que nuestro adjetivo no solamente ha conservado la forma latina, sino también el contenido, lo cual no tiene nada de llamativo, a no ser que busquemos en el origen del término latino. Se trata de un compuesto mediante la preposición AB, que expresa, entre otras cosas, alejamiento y origen o punto de partida, y SURDUS ‘sordo’. Esto es, lo absurdo, lo carente de sentido, vendría a tener su origen en la sordera de quien no oye o no quiere oír, como algunas de las conversaciones que no hay manera de llevar a buen término con las personas con serias carencias auditivas, que contestan cosas que nada tienen que ver con aquello que se les ha dicho o preguntado. En definitiva, resulta una conversación absurda. También cabe interpretar esa formación latina como lo disonante, lo que no es silencioso, lo que va en contra de lo agradable para los sentidos. En el Suplemento que dejó manuscrito Sebastián de Covarrubias se refería al valor del sustantivo: «absurdo se dice todo lo que es feo e indigno de ser oído, latine absurdum».

abubilla La abubilla es una ave muy abundante nuestros campos, con el plumaje de color pardo-rojizo y un penacho eréctil en la cabeza, pero de mala fama por su feo canto y olor fétido. Su nombre procede del latín UPŬPA y el sufijo diminutivo -illa. El nombre latino es de carácter onomatopéyico debido a la monotonía de su voz. Uno de los primeros diccionarios en recoger la voz es el de Rodrigo Fernández de Santaella (1499), considerado el fundador de la Universidad de Sevilla, cuyo artículo es descriptivo, haciéndose eco de las creencias populares en torno al pájaro: «upupa, pe [...], es ave que según sus señales parece ser la que llaman abubilla [...], come hez o hienda humana, y muchas veces come y se mantiene de estiércol. Es ave muy sucia, tiene cresta de pluma, cuasi semejante a la cogujada, está en el estiércol o en los sepulcros. Dicen que si alguno se unta con su sangre, y duerme, siente en sueño que lo quieren ahogar los demonios. Usan de su corazón los hechiceros para sus maleficios. Dicen también que desde que es vieja, y ni puede ver ni volar, sus hijos le sacan las plumas, y pelada, la untan con zumo de ciertas yerbas, y la abrigan con sus alas hasta que le nace pluma, tanto que viene a volar y ver como ellos, según que dice nuestro Isidoro». Sebastián de Covarrubias (1611) no se resistió a proporcionar más datos sobre lo que rodea a la abubilla, y escribió: «abubilla, del nombre latino upupa. Ave conocida que tiene las plumas de sobre la cabeza levantadas a manera de celada. Graece epops. Este nombre abubilla está compuesto de ave y del diminutivo de upupa, conviene a saber, upupilla, ave upupilla y corrompido abubilla. Es ave sucia que se recrea en el estiércol; su voz desgraciada y triste [...]».

academia Si miramos en el diccionario académico la voz academia veremos no solamente las acepciones que puede tener, sino también parte de su historia. A nadie se le escapa que una academia es tanto el ‘establecimiento docente, público o privado, de carácter profesional, artístico, técnico, o simplemente práctico’ (acepción quinta) como la ‘sociedad científica, literaria o artística establecida con autoridad pública’ (primera acepción), y otras que surgen de esta. La palabra procede del latín ACADEMĬA, que parte del griego Akademía, la ‘casa con jardín, cerca de Atenas, junto al gimnasio del héroe Academo, donde enseñaron Platón y otros filósofos’ (acepción sexta de nuestro diccionario), de la que tomó el nombre la ‘escuela filosófica fundada por Platón, cuyas doctrinas se modificaron en el transcurso del tiempo, dando origen a las denominaciones de antigua, segunda y nueva academia. Otros distinguen cinco en la historia de esta escuela’ (acepción séptima). Academo se relaciona con el mito de Helena, pues, cuenta la leyenda, al ser raptada esta por Teseo cuando solo tenía diez años, sus hermanos, los Dioscuros, Cástor y Pólux, fueron a Atenas a buscarla, pero Teseo se había ido con ella. Enfurecidos, decidieron atacar la ciudad, cuando apareció Academo para decirles que se encontraban en Afidnas. En señal de gratitud, Cástor y Pólux le regalaron un terreno plantado de olivos sagrados en las afueras de Atenas. Platón (427-347 a. C.) debió adquirir hacia el año 384 a. C. el lugar, en el que había, además de los olivos, unos jardines y un gimnasio, la Academia, así nombrada por Academo, donde se reunían los intelectuales de la ciudad. Durante la Edad Media se llamaron academias las facultades mayores, donde se enseñaba teología, derecho y medicina. En el Renacimiento se fundaron en Florencia la Academia platónica y la Academia de la Crusca, recordando la primitiva griega, modelo de las sociedades culturales, científicas, literarias y artísticas que fueron surgiendo en Italia y después por toda Europa. Sebastián de Covarrubias (1611) nos cuenta: «academia, fue un lugar de recreación y una floresta que distaba de Atenas mil pasos, dicha así de Academo Heroa. Y por haber nacido en este lugar Platón, y enseñado en él con gran concurrencia de oyentes, sus discípulos se llamaron académicos. Y hoy día la escuela o casa donde se juntan algunos buenos ingenios a conferir toma este nombre y le da a los concurrentes. Pero cerca de los latinos significa la escuela universal que llamamos universidad». Como complemento de lo dicho aquí, véase el artículo ateneo.

 

acebo El acebo es un árbol que se ha difundido durante los últimos lustros por emplearse como adorno navideño, y por su cultivo en macetas y jardinería. La palabra que lo nombra procede del latín vulgar *ACIFOLIUM, o *ACIFŬLUM, compuesto del elemento AC- ‘agudo’ y FOLIUM ‘hoja’. Esto es, etimológicamente, significaría ‘de hojas agudas’, nombre que le vendría por las espinas que poseen las hojas en sus bordes. Sebastián de Covarrubias (1611) dio cuenta de la voz: «acebo, árbol conocido, aunque no es crecido sino pequeño. Dicho agrifolium, seu aquifolium, y por otro nombre paliuro. Está siempre verde; está cubierto con dos cortezas, la de fuera verde y la de dentro amarilla. Su madera es blanca, dura y tan pesada que echada en el agua se va a lo hondo. Sus hojas son algo semejantes a las del laurel y armadas con muy agudas púas. La corteza verde suya es muy vistosa y de ella se hace liga para tomar pájaros [...]. El nombre acebo es arábigo, pero de raíz hebrea y del nombre zebub, que significa ‘mosca’, porque con la liga del acebo debían matar las moscas, como en muchas partes lo hacen con la miel, por ventura, mezclando lo uno con lo otro, pues con la misma liga asen las hormigas, untando los troncos de los árboles con ella, quedándose allí pegadas. Y puede haberse dicho más cierto del verbo arábigo zebege, que significa ‘estar áspero, indómito, intratable’, porque, estando todas sus hojas rodeadas y orladas con espinas, no se deja tocar; o sea por el sabor de ellas o de su fruto, que es áspero y acedo».

acera Para rastrear el origen de la palabra acera en el diccionario de la Real Academia Española hace falta un tanto de paciencia, pues desde esa voz remite a hacera, de esta a facera, y de esta otra a facero, donde nos dice que procede del latín *FACIARĬUS, derivado de FACĬES ‘cara’. ¿Cuál es el camino que lleva de un lado a otro? El antiguo facera significó ‘fachada’ (la cara de las casas), después ‘cada una de las filas de casas que hay a los dos lados de una calle o a los cuatro de una plaza’ y finalmente ‘la orilla de la calle junto a estas filas de casas’.

aciago, -ga El adjetivo aciago tiene el sentido de ‘infausto, infeliz, desgraciado, de mal agüero’, si seguimos la definición del diccionario académico. Procede del latín aegyptiacus ‘egipcio’, en la construcción aegyptiacus dies que en la Edad Media se utilizaba para referirse a ciertos días del año que se consideraban infaustos o peligrosos, en recuerdo de los astrólogos egipcios. Sebastián de Covarrubias (1611) dijo: «aciago, día infeliz, desgraciado, prodigioso y de mal agüero, el cual tomaron de los malos sucesos que en tales días les han sucedido así a las repúblicas como a los particulares. Los romanos tenían por día aciago el día que fueron vencidos en la batalla de Cannas y otros que hace mención Aulo Gelio [...]. Por manera que estos días llamaron atros, negros, infelices, luctuosos. Y de allí (según algunos), corrompiendo el vocablo en la lengua castellana, derivada de la romana, dijeron días astriagos y, en mayor corrupción, aciagos. Otros quieren que esté corrompido este nombre días aciagos de días egiciagos, porque los egipcios tuvieron por desdichados días aquellos en que recibieron las plagas del Señor, que ellos llamaban Dios de los hebreos, y en particular aquel en que Faraón, con todo su ejército, fue absorto y anegado en el mar Bermejo, y esto afirman algunos rabinos. Los árabes dicen traer su origen de la palabra azar, que vale (como tenemos dicho) mala suerte y desgracia, y de días azariagos se hubiesen dicho aciagos [...]».

adefesio La palabra adefesio se emplea en nuestra lengua con una cierta frecuencia, especialmente en la frase estar o ir hecho un adefesio. El diccionario académico pone para la voz tres acepciones diferentes, las tres de carácter coloquial: ‘despropósito, disparate, extravagancia’, ‘traje, prenda de vestir o adorno ridículo y extravagante’ y ‘persona o cosa ridícula, extravagante o muy fea’. La propia institución explica el origen del término, que procede del latín AD EPHESĬOS, a los efesios, título de una de las epístolas de San Pablo, donde narra las penalidades (entre ellas el cautiverio, y el riesgo que corrió su vida a manos de exaltados azuzados por los comerciantes) que pasó el santo en Éfeso, ciudad de Asia Menor, en la actual Turquía, durante su predicación (años 54-56), sin haber conseguido muchas conversiones a la fe, entre otras cosas por el influjo que ejercía el conocido templo de Diana que había de Éfeso. La expresión AD EPHESĬOS pasó a ser una locución adverbial con el valor de ‘en balde’, ‘fuera de propósito, disparatadamente’. Por alusión, se aplicó a quienes pasaban por situaciones similares o mostraban señales de haberlas padecido. Cuenta Sebastián de Covarrubias (1611): «adefesios, mucho tiempo me dio cuidado el averiguar qué fundamento pudo tener un proverbio común cuando uno dice alguna cosa que no cuadra ni viene a propósito, y no hallo otro fuera del que diré. Hubo entre los efesios un varón consumado en virtud, letras y valor de ánimo, llamado Hermodoro [...]. Pues como se persuadieron a que Hermodoro quería tiranizar la república, no embargante que él pretendiese desengañarlos y darles a entender la verdad, jamás le dieron oídos. Y todo cuanto él y algún otro bien intencionado les dezía, o no lo querían oír o les parecía disparate y fuera de propósito. De donde nació el proverbio hablar ad efesios, cuando en opinión de los que oyen alguna razón o excusa no la admiten y les parece que no viene a propósito porque no les cuadra [...]». La historia narrada parece no corresponder a la verdad del origen de la expresión, como tampoco la tiene la de aquel sacerdote que debiendo leer una de las epístolas a los corintios de San Pablo tomó equivocadamente la dirigida a los efesios, con las correspondientes críticas, quedando la expresión ad efesios para señalar disparates como el cometido por dicho sacerdote.

afeitar La primera acepción de la voz afeitar en el diccionario académico es ‘raer con navaja, cuchilla o máquina la barba o el bigote, y, por ext., el pelo de cualquier parte del cuerpo’. Procede del latín AFFECTARE ‘poner demasiado cuidado, estudio y arte’, ‘arreglar’, frecuentativo de AFFICĔRE ‘causar’, derivado de FACĔRE ‘hacer’. Originariamente significó ‘adornar, hermosear, arreglar’, de donde partió el derivado afeite ‘cosmético’. A este propósito cabe señalar que los romanos se rasuraban la barba, mientras que los bárbaros se la dejaban crecer, siendo señal de distinción durante la Edad Media. A causa de ello, constituía una de las mayores afrentas que alguien podía recibir que le mesaran las barbas, por lo que resultaba conveniente recogérselas ante el enemigo o el contrario para evitar la afrenta. Sebastián de Covarrubias (1611) escribió: «afeite, el aderezo que se pone a alguna cosa para que parezca bien y particularmente el que las mujeres se ponen en la cara, manos y pechos para parecer blancas y rojas, aunque sean negras y descoloridas, desmintiendo a la naturaleza y queriendo salir con lo imposible se pretenden mudar el pellejo [...]. Afeitar se toma muchas veces por quitarse los hombres el cabello. Y propiamente se afeitan aquellos que con gran curiosidad e importunidad van señalando al barbero este y el otro pelo, que a su parecer no está igual con los demás. En especial si pretende remozarse y desechar canas. Aféitanse las mulas cuando les hacen las crines. Aféitanse los jardines cuando los igualan las espalderas y las guarniciones de los cuadros en los jardines. Púdose decir afeite y afeitar, del verbo affectar, por el mucho cuidado que se pone en querer parecer bien, o de la palabra portuguesa feito, porque no es natural sino hecho y contrahecho, o de ficto por ser color fingido, y puede ser del verbo factitare, frecuentativo del verbo facio, por la mucha frecuencia y cuidado que las mujeres tienen de afeitarse [...]».