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ENSAYOS I

Lydia Davis

Este libro surgió con bastante naturalidad: pensé que era hora de recopilar los textos de no ficción que había tenido la oportunidad de escribir a lo largo de las décadas y reunirlos en un solo volumen. Como no eran para nada escasos, tuve que decidir si hacer un solo tomo, grueso, o dos más razonables. Pedí opiniones y conté votos, sopesé los pros y los contras, y, al final, me decidí por hacer dos. Así reflejaría, en cierta medida, dos de las ocupaciones principales de mi vida: la escritura y la traducción. Este es el primer tomo.

En este libro, Lydia Davis recuerda a los escritores que influyeron tempranamente en su escritura, declara cuáles son sus cinco cuentos favoritos y analiza la obra de aquellos que la interpelaron, por diferentes motivos, a lo largo de los años: Lucia Berlin, Gustave Flaubert, Rae Armantrout, Jane Bowles, entre otros. También se detiene en las artes visuales, y reflexiona sobre la obra de Joan Mitchell y de Alan Cote e indaga en las primeras fotografías de viajes.

Finalmente, con absoluta generosidad, aborda la escritura desde su propia práctica: así comparte diferentes versiones de un mismo texto y elabora un ensayo imprescindible con treinta recomendaciones para una buena rutina de escritura.

“Aguda, hábil, irónica, sobria y constantemente sorprendente”. Joyce Carol Oates

“Una escritora atrevida, excitantemente inteligente y, a menudo, muy divertida”. Ali Smith

Ensayos I

LYDIA DAVIS

Traducción de Eleonora González Capria


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Prefacio

  La práctica de la escritura (I) Un pato muy querido acaba en la olla: formas e influencias I Comentario sobre un cuento muy breve (“En una casa sitiada”) Del material narrativo en crudo al texto terminado: formas e influencias II Una nota sobre la palabra “gubernatorial”

  Artes visuales: Joan Mitchell Joan Mitchell y. Les Bluets, 1973

  Escritores (I) La traducción de John Ashbery de las Iluminaciones de Rimbaud El joven Pynchon La cosa es la historia: El Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin Una lectura en detalle de dos libros de Rae Armantrout Breves pero perfectos: Mis cinco cuentos favoritos

  Artes visuales: Joseph Cornell Y el ímpetu se hizo deleite: Una respuesta por analogía a la obra de Joseph Cornell

  La práctica de la escritura (II) Las fuentes, la revisión, el orden y los finales: Formas e influencias III Corregir una oración El material narrativo encontrado, la sintaxis, la brevedad y la belleza de la prosa incoherente: formas e influencias IV Fragmentarios o inconclusos: Barthes, Joubert, Hölderlin, Mallarmé, Flaubert Treinta recomendaciones para una buena rutina de escritura

  Artes visuales: Alan Cote La energía del color: Las pinturas más recientes de Alan Cote

  Escritores (II) “El diario de Emmy Moore” de Jane Bowles Los cuentos más que breves de Osama Alomar en. Fullblood Arabian Al acecho en el mercado de pulgas: The Attraction of Things de Roger Lewinter Los mitones rojos: una traducción del cheremis por Anselm Hollo En busca del complejo Edward Dahlberg Madame Bovary de Gustave Flaubert

  Artes visuales: las primeras fotografías de viajes Escenas de los Países Bajos: Fotografías de viaje de comienzos del siglo XX

  Escritores (III) El problema de resumir una trama en la ficción de Blanchot Stendhal y su álter ego: La vida de Henry Brulard La ausencia de Maurice Blanchot Adiós a Michel Butor 14 de septiembre de 1926 - 24 de agosto de 2016 Fibrilles de Michel Leiris: La regla del juego, volumen 3

  La Biblia, la memoria y el paso del tiempo Mientras leía Mano a mano con Abraham Lincoln Eliminar las anfibologías: El Seminario de Jesús va en busca de Jesús Una lectura del himno del pastor No se olviden de los Van Wagenens

  Notas

  Créditos de las ilustraciones

  Versiones consultadas por la traductora

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

  Otros títulos de esta colección

PREFACIO

Este libro surgió con bastante naturalidad: pensé que era hora de recopilar los textos de no ficción que había tenido la oportunidad de escribir a lo largo de las décadas y reunirlos en un solo volumen. Como no eran para nada escasos, tuve que decidir si hacer un solo tomo, grueso, o dos más razonables. Pedí opiniones y conté votos, sopesé los pros y los contras, y, al final, me decidí por hacer dos. Así, reflejaría, en cierta medida, dos de las ocupaciones principales de mi vida: la escritura y la traducción. Este es el primer tomo. El segundo estará dedicado, en su mayoría, a la traducción y a la experiencia de leer en otros idiomas.

Lo que he recopilado aquí son ensayos, comentarios, reseñas, prefacios, observaciones, análisis y varias conferencias. El tema que predomina es la escritura, como es inevitable, pero la traducción también aparece de vez en cuando, al igual que las artes visuales, la escritura de la historia, la figura de Jesús, las memorias y la memoria. Los primeros textos son de fines de la década de 1970 y comienzos de la de 1980, mientras que los últimos son del año pasado o el anterior. Varían en longitud: desde mis recomendaciones sobre los buenos hábitos de escritura, que son largas, digresivas y están cargadas de ejemplos, hasta una entrada sobre la palabra “gubernatorial” [“gubernativo”] y una página donde enumero mis cinco cuentos favoritos.

Al leer y preparar esta selección, a veces decidí introducir pequeños cambios: revisar cuestiones estilísticas puntuales o, en un par de casos, fusionar dos textos. Lo que había sido una pregunta teórica antes de comenzar a preparar la selección (¿corregiré los textos ya publicados o no?) encontró de inmediato una respuesta cuando me puse a leer, dado que, aunque la mayoría de los textos publicados habían sido revisados exhaustivamente y en detalle, no podía dejar intactas las cosas que me molestaban, ni siquiera en lo más mínimo. Me sentí libre, por ejemplo, de modificar “tienen carriles de tranvía” por “hay carriles de tranvía que los atraviesan”, si me gustaba más, o de reemplazar un título simple y descriptivo por otro que me resultara más interesante.

También me había preguntado si conservaría las opiniones con las que ya no estaba de acuerdo. Sin embargo, me di cuenta de que, en general, no estaba en desacuerdo con lo que había escrito años antes, ya fueran dos o cuarenta y tantos. Solo en una oportunidad, en la reseña de un libro traducido, criticaba más la traducción de lo que lo haría ahora, pero no he incluido esa reseña por otras razones (si bien el autor era y es muy interesante: recomiendo encarecidamente las novelas de Jean Giono, escritor del sur de Francia).

2019

LA PRÁCTICA DE LA ESCRITURA (I)

UN PATO MUY QUERIDO ACABA EN LA OLLA:
FORMAS E INFLUENCIAS I

Las formas literarias tradicionales (la novela, el cuento, el poema), por más que evolucionen, no desaparecen jamás. Pero hay una gran cantidad de formas menos tradicionales que los escritores han adoptado a lo largo de las décadas y los siglos, formas que resultan más difíciles de definir y se encuentran con menos frecuencia, ya sean variaciones de las formas más conocidas, como el microrrelato, o intergenéricas, en la frontera entre la poesía y la prosa, o la fábula y la narración realista, o el ensayo y la ficción, y así.

Me gustaría analizar algunas de estas formas más excéntricas, y en particular las que me dediqué a leer y a estudiar a lo largo de los años a medida que evolucionaba mi propia escritura. Así que en este ensayo habrá referencias a lo que he escrito, pero ante todo como una excusa para comentar y leer los textos de otros, en poesía y en prosa.

Me considero una escritora de ficción, pero mis primeros libros, que tenían pocas páginas y fueron publicados por editoriales pequeñas, solían terminar en los anaqueles de poesía, y lo cierto es que a veces todavía me clasifican como poeta y me incluyen en antologías del género. La confusión es entendible. Por ejemplo, mi libro de relatos Samuel Johnson se indigna contiene cincuenta y seis textos, entre ellos, lo que rudimentariamente podrían describirse como meditaciones; parábolas o fábulas; una narración oral con hipo; un interrogatorio para la selección de jurado; una historia tradicional, aunque breve, sobre un viaje familiar; un diario del hipotiroidismo; pasajes de una mala traducción de una biografía mal escrita de Marie Curie; una narración bastante clásica sobre mi padre y su caldera, aunque termina en un poema accidentado; y, dispersos aquí y allá, textos breves de solo una o dos líneas, así como uno o dos textos de oraciones a medias.

Cuando comencé a escribir, “en serio” y con cierta continuidad en la universidad, pensé que mi única opción eran los cuentos tradicionales. Mis padres habían sido cuentistas y mi madre todavía lo era. Ambos habían publicado relatos en The New Yorker, que ocupaba un lugar preponderante en nuestra vida, como una suerte de modelo, aunque no sabría decir exactamente modelo de qué: ¿de la buena escritura y edición, del ingenio cosmopolita y la sofisticación? A los doce años, ya sentía que estaba destinada a ser escritora, y si querías dedicarte a la literatura, las opciones eran limitadas: primero, había que decidir si poeta o prosista; después, en el caso de la prosa, si novelista o cuentista. Nunca quise ser novelista. Escribí poemas desde joven, pero por algún motivo ser poeta no me parecía una opción. Entonces, si, cada tanto, parte de mi obra llega hasta la frontera (si acaso existe) que separa la prosa de la poesía, e incluso la cruza, es porque el acercamiento se da a través del territorio de la ficción breve.

En la universidad, cuando con confianza y exuberancia le dije a un amigo mío, muy inteligente, que mi ambición era escribir cuentos y, puntualmente, escribir un cuento que The New Yorker aceptara, le sorprendió mi convicción. También fue un poco despectivo y sugirió que tal vez debía aspirar a más. Me chocó tanto su reacción que la esquina de Manhattan donde estábamos conversando quedó grabada en mi memoria: Broadway y la 114. Había hecho tambalear mis ideas.

Aunque ya no tenía la misma confianza en The New Yorker, no vislumbré enseguida una alternativa a la escritura de cuentos, así que seguí cultivando esa forma y avanzando en ese camino durante los siguientes años, no obstante los temas que elegía se fueron alejando poco a poco de lo más convencional. Me resultaba difícil escribir: solo de a ratos se me hacía agradable o me entusiasmaba. Le dediqué meses y meses a un solo cuento; invertí como dos años en otro. Seguía el consejo, tantas veces repetido, que consistía en combinar material inventado y material extraído de mi propia experiencia.

En mis lecturas, podría haber encontrado otras posibilidades. Además de una dieta sana de cuentistas clásicos, como Katherine Mansfield, D. H. Lawrence, John Cheever, Hemingway, Updike y Flannery O’Connor, en esas épocas ya leía autores que eran menos típicos en lo formal y lo creativo, como Beckett, Kafka, Borges e Isaak Bábel.

Debía de tener trece o catorce años cuando vi por primera vez una página de Samuel Beckett. Me quedé helada. Llegué a Beckett después de leer las acaloradas novelas de Mazo de la Roche (aunque no tan acaloradas como para que no pudieran formar parte de una biblioteca escolar muy decente para niñas) y las novelas románticas más clásicas, como Jane Eyre y Cumbres borrascosas, así como los textos de impronta social de John Dos Passos, el primer autor cuyo estilo noté y disfruté con plena conciencia. De pronto, tenía entre manos un libro, Malone muere, en el cual el narrador pasaba una página entera describiendo su lápiz y el primer desarrollo de la trama era que se le caía el lápiz. Nunca me había imaginado algo semejante.

Cuando pienso en Beckett hoy, para tratar de identificar en detalle las cualidades que continuaron despertando mi interés mientras leía su obra a lo largo de los años y hacía todo lo posible por aprender de él, descubro al menos lo siguiente:

El uso preciso y sonoro del léxico de origen anglosajón. En particular, en este ejemplo, cómo le da a una palabra tan conocida como dint [“fuerza”] una nueva vida y un uso desconocido: “ante su puerta la baldosa que a fuerza y a fuerza su pequeño peso ha desgastado”.

La utilización de las palabras de origen anglosajón y la aliteración para producir lo que prácticamente parecen poemas en inglés antiguo: “dignas de las usadas por algunos recién muertos”.

El empleo de una sintaxis compleja, intrincada al extremo de lo imposible, pero correcta, que empleaba por puro placer, aunque quizás también como una reflexión sobre el proceso de composición: “Así, pues, está claro que, si no es a él a quien habla, sino a otro, no es de él tampoco, sino de ese otro, y no otro, a ese otro”.

El dominio de las imágenes y el recurso del humor, casi sin duda para burlarse de la literatura romántica o lírica más tradicional, esa que yo disfrutaba bastante: “el cenador. Un hexaedro rústico”.

La manera en que lograba un equilibrio entre la sonoridad del ritmo y de la aliteración, y una empatía de lo más inesperada a la hora de describir a sus personajes: “Conque, con la razón que le queda, razona”.

Y, por último, el análisis psicológico agudo, tan exacto que llegaba al absurdo y, sin embargo, resultaba conmovedor al mismo tiempo: “No era que Watt se sintiera tranquilo, libre y feliz, porque no era el caso y jamás lo había sido. Pero creyó que tal vez se sentía tranquilo y libre y feliz, o al menos tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, o si no tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, al menos tranquilo, o libre, o feliz, sin saberlo”. (Aquí, sin duda, vuelve a burlarse de la literatura sentimental más convencional).

Si bien Beckett me interesaba más por la forma en que manejaba la lengua (la atención minuciosa a las palabras, la capacidad de explotar las riquezas del inglés, la distancia irónica del estilo en prosa, la escritura consciente) y menos por las formas que elegía, no obstante, su obra, al igual que la de Joyce, me sirvió de ejemplo para ver las diversas formas que se podían abordar a lo largo de una vida: los dos comenzaron escribiendo poesía, luego cuentos, después novelas y, más adelante, en el caso de Joyce, la novela más creativa e intrincada de todas, casi impenetrable: Finnegans Wake; y en el de Beckett, obras de teatro y ficciones más abreviadas y cada vez más excéntricas. Ambos evolucionaron hasta un punto en el que parecían dejar cada vez más y más lectores atrás y escribir cada vez más y más en función de su propio placer e interés.

Además, tenía a la mano ejemplos de escritores que trabajaban con las formas tradicionales pero en versiones más breves, como Isaak Bábel, que se caracteriza por la condensación, la intensidad emocional y la fértil imaginería, ante todo en los cuentos de Caballería roja. Uno de ellos, “El paso del Zbruch”, termina con la mujer embarazada de pie junto al cadáver de su anciano padre:

Pan –me dice la judía y sacude el colchón–. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí... Y yo ahora quiero saber –dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible–, quiero saber, en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre...

El final es abrupto; la historia, poderosa como es, apenas supera las dos páginas.

También contaba con Grace Paley como ejemplo, una autora que desafió el ritmo convencional y llenó cada oración con tanta perspicacia, personalidad y saberes mundanos que las líneas a menudo resultan explosivas. Su relato “Deseos” también tiene dos páginas. He aquí la primera:

Vi a mi ex marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.

Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada.

Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no.

Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.

La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas.

Mi ex marido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.

Es posible, dije. Pero, en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar.

(Por cierto, en este fragmento no hay que perder de vista cuánto le gustan a Paley las oraciones cortas, que suelen seguir el mismo patrón sintáctico, el más sencillo de todos: sujeto, predicado).

Pero, al parecer, yo no estaba lista para experimentar con la clase de cuento que Paley escribía. Y me tomó otra década darme cuenta de que se podía extraer gran parte del material para la ficción de la vida, como sospecho que hacía ella, o incluso, sabiendo seleccionarlo, casi por completo de la vida, como hice después.

También tuve por ejemplo las breves parábolas y paradojas de Kafka, algunas de las cuales no eran narraciones sino más bien meditaciones o problemas lógicos. Las estudié y analicé. Sin embargo, me daba la impresión de que solo Kafka, y ni yo ni nadie más en el mundo, podía escribir cosas tan raras.

Cada texto opera de una manera ligeramente distinta. Uno de ellos, “El silencio de las sirenas”, quizás sea la reinterpretación de una leyenda conocida:

Estas son las voces seductoras de la noche. Las sirenas también cantaban así. Sería injusto pensar que querían seducir: sabían que tenían garras y vientres estériles, y lo lamentaban a los gritos. No podían evitar que sus lamentos sonaran tan hermosos.

Otro, “Leopards in the Temple”, la creación de un ritual y su comentario:

Entran leopardos en el templo y se beben hasta la última gota de los cuencos de las ofrendas; esto se repite una y otra vez; al final acaba haciéndose posible calcular cuándo lo harán, y se convierte en una parte de la ceremonia.

Y un tercero, la reinterpretación de un momento de la historia (“Alexander the Great”):

Sería concebible que Alejandro Magno, a pesar de los éxitos bélicos de su juventud, a pesar del excelente ejército que había formado, a pesar de las fuerzas encaminadas a transformar el mundo que sentía en su interior, se hubiese detenido en el Helesponto y no lo hubiese cruzado jamás, no por miedo, ni por indecisión, ni por pusilanimidad, sino por la pesadez de la tierra.

(El mismísimo Kafka, se supone, se inspiró en dos contemporáneos o predecesores que utilizaron la forma muy breve: el suizo Robert Walser, también novelista, cuyos últimos textos, en caligrafía diminuta, casi ilegible, lograron descifrarse hace poco; y el vienés Peter Altenberg, el típico bohemio que frecuentaba cafés y escribió su obra a caballo entre el siglo XIX y el XX).

Durante mucho tiempo, no vi a Kafka como un modelo a emular, ni a otros escritores más excéntricos o poco tradicionales. Todavía no conocía la obra de muchos autores que luego, con el paso de los años, comenzaron a interesarme o ejercer influencia en mí: las singulares voces narrativas y las extrañas sensibilidades de la estadounidense Jane Bowles o la brasileña Clarice Lispector o la suiza Regina Ullmann (cuya colección de cuentos de 1921 no se tradujo al inglés hasta 2015, casi cien años después de su aparición en alemán); o las historias de El imitador de voces del austríaco Thomas Bernhard, desconcertantes y de una serenidad violenta, narradas en un solo párrafo pero de gran complejidad sintáctica, que descubrí por casualidad en una librería de aeropuerto; o los minúsculos capítulos de la novela Epitafio de un pequeño ganador del brasileño Machado de Assis; o los relatos autobiográficos de un párrafo del español Luis Cernuda; o los muchos, muchos cuentos cortos y caprichosos escritos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta por el cubano Virgilio Piñera; o, por último, las historias reflexivas, a medias autobiográficas y brevísimas del holandés A. L. Snijders o del suizo Peter Bichsel, tan fascinantes para mí que he pasado los últimos casi cinco años traduciéndolas.

Pero esos descubrimientos aún estaban por llegar.

A la edad de veintiséis años, después de haber pasado por alto el modelo de Kafka durante tanto tiempo, sentí el impulso de tomar una nueva dirección, por fin, después de leer un libro de relatos del poeta estadounidense contemporáneo Russell Edson.

Hacía tiempo que trabajaba en una historia que se me resistía. Venía luchando contra mi inercia y desgano. Leía, salía a caminar, comía. En medio de la inercia, un amigo que fue testigo me dijo: “¡Te quedas sentada todo el día sin hacer nada!”. (No estaba haciendo nada, ¡estaba sufriendo!). Entonces encontré el libro de Russell Edson, The Very Thing That Happens.

Russell Edson es un escritor poco común: podría caracterizar muchas de sus historias como historias fantásticas, a menudo relatos breves y divertidos sobre el caos doméstico donde aparecen miembros de la familia, pero también, a veces, sus ollas y sartenes, sus animales, sus viviendas y edificios, y mucho más. Pero algunas de las piezas son meditaciones líricas, o cuentos con enseñanza moral un poco más optimistas. Edson los llama poemas, otras veces fábulas. He aquí un texto breve sobre las generaciones (“Waiting for the Signal Man”):

Una mujer le preguntó a su madre: ¿dónde está mi hija?

Su madre respondió: parte de ti, cruza por mí y sale por la abuela, recorriendo el camino a través de todas las mujeres, como un tren de trocha ancha, ondea lento el cabello castaño al viento que vuelve blanco el gris, mientras espera que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.

¿Y qué espera?, preguntó la mujer.

A que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.

Aquí, en “Dead Daughter”, hay una interacción familiar bastante brutal:

Despierta, escuché morir algo, le dijo una mujer a otra cosa.

La otra cosa era el padre.

No me digas “otra cosa”, dijo él.

¿Será algo que murió para el desayuno?, preguntó la mujer.

Siempre es algo muerto que le entrega tu madre a su marido –respondió el padre–, como mi hija muerta, muerta en su interior; nada sobrevive allí: no hay corazón, no hay bebé.

Mentira –dijo la hija–, aquí estoy tratando de vivir, pero tengo miedo de salir.

Si estás ahí, sal por favor, te esperamos con un manjar especial: una hija muerta para el desayuno, una hija muerta para el almuerzo y una hija muerta para la cena. Es más, una hija muerta por el resto de nuestras vidas.

Y aquí hay un drama del que participan objetos inanimados y seres humanos (“When Things Go Wrong”):

Una mujer acababa de tender la cama. Una pared se recostó y se quedó dormida en la cama. Entonces al techo también le dieron ganas de dormir. La pared y el techo comenzaron a forcejear. Pero se decidió que el techo dormía mejor en el suelo.

Entonces el suelo dijo: Quítate de encima porque estoy enojado contigo. Y se fue de la casa para echarse sobre el pasto.

¡La pueden terminar todos!, les gritó la mujer.

Pero las demás paredes bostezaron y dijeron: Nosotras también estamos cansadas.

¡Basta, basta, basta! –gritó ella–, está saliendo todo mal, mal, mal.

Cuando el padre regresó, le preguntó: ¿Por qué está destruida mi casa?

Porque todo salió mal de repente, gritó la mujer.

¿Por qué gritas y por qué está destruida mi casa?, preguntó el padre.

No sé, no sé. Y grito porque estoy muy alterada, padre, respondió la mujer.

Qué extraño –dijo el padre–, si me voy quizás, a la vuelta, las cosas hayan cambiado.

Padre –gritó la mujer–, ¿por qué me dejas sola cada vez que pasa esto?

Porque cuando regrese las cosas habrán cambiado, dijo el padre.

Creo que Edson me abrió el camino por varias razones. Una, que no todos sus relatos funcionaban. Algunos eran ridículos y nada más. Quizás tenía que ver con su proceso de escritura.

Aquí hay una descripción de cómo trabajaba Edson, según lo cuenta Natalie Goldberg en su libro El gozo de escribir:

Nos explicó que se sentaba a la máquina de escribir y redactaba unas diez frases. Luego las ponía a un lado, y después de un rato las volvía a leer. Podía darse el caso de que, entre diez, una le pareciera lograda, y entonces la conservaba. Edson decía que una vez encontrado un buen comienzo, normalmente también el resto de la pieza funcionaba. He aquí algunas de sus frases iniciales:

“Un hombre quiere hacerse querer por un avión”.

“Un pato muy querido acaba en la olla por equivocación”.

“Marido y mujer descubren que sus hijos son falsos”.

“Dos viejos, gemelos de verdad, se turnan para vivir”.

Algunos de sus relatos me parecieron geniales, pero otros no me terminaban de cerrar. Sin embargo, los que no estaban del todo logrados me enseñaron dos cosas útiles para una escritora joven: me permitieron entender mejor cómo estaban armados y me mostraron que se puede intentar, fallar, volver a intentarlo, lograrlo a medias y volver a intentarlo. La tercera cosa que me enseñaron sus relatos, tanto los geniales como los que no me terminaban de cerrar, fue cómo valerse de emociones muy complejas y plasmarlas en una forma inesperada, cruda, a veces absurda; que quizás, de hecho, proponerse temas absurdos o imposibles hacía más fácil que afloraran las emociones complejas.

Después de leer el libro de Edson, comencé a escribir textos de un párrafo, a veces solo uno por día, a veces más.

Y también provenían de fuentes diversas y operaban de diferentes maneras. En uno, “En una casa sitiada”, usé el paisaje del lugar donde vivía en aquel momento. Tomé características reales, pero las combiné de manera tal que la pieza terminada sonara como una fábula o un cuento maravilloso:

En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer. Desde la cocina, donde se habían refugiado muertos de miedo, el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada.

Otro, “La madre”, era totalmente inventado, pero se basaba en emociones reales:

La niña escribió un cuento. “Pero sería mucho mejor que escribieras una novela”, dijo la madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero sería mucho mejor que fuera una casa de verdad”, dijo la madre. La niña fabricó un almohadón para su padre. “Pero ¿no habría sido más útil un edredón?”, preguntó la madre. La niña hizo una pequeña zanja en el jardín. “Pero sería mucho mejor que hicieras una zanja enorme”, dijo la madre. La niña cavó una zanja enorme y se acostó a dormir adentro. “Pero sería mucho mejor que durmieras para siempre”, dijo la madre.

Algunos de los textos quedaron sin terminar, torpes. Algunos llegaron a tener una página o dos, o más. Estos microrrelatos, tomados en su conjunto, tenían un tono diferente a los anteriores: más audaces, más seguros y más aventureros; se me hizo más placentero escribirlos y salieron más fácil. Mientras que hasta ese momento por lo general sentía que la escritura era una tarea agotadora, de pronto comencé a disfrutarla.

Uno de los relatos más largos de esa época es “El señor Knockly”, que comenzaba así: “Anoche mi tía murió en un incendio”. Recién mucho después me di cuenta de que un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, seguramente había influido en el mío: en ambos, la trama principal desarrolla la obsesiva persecución del narrador a un hombre por las calles de una ciudad. Y con el tiempo observé que ciertas formas, incluso los poemas y canciones tradicionales, se nos quedan grabadas cuando las escuchamos o leemos y que la obra de madurez a veces regresa a esas matrices preestablecidas.

No me dediqué a leer todos los libros de Russell Edson después. Me bastó con uno (como, a menudo, basta con escribir una sola página) para cambiar de camino. Ya no sentía que tenía que escribir de acuerdo con las formas tradicionales bien establecidas. Aunque nunca abandoné el cuento tradicional y lo retomé de vez en cuando, me fui apartando para experimentar otras formas. En algunas ocasiones, las formas se me aparecían y, en otras, se inspiraban de lleno en un texto ajeno.

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9789877122305
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