Santiago. Fragmentos y naufragios.

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Santiago. Fragmentos y naufragios.
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LUISA EGUILUZ

































SANTIAGO: FRAGMENTOS Y NAUFRAGIOS













POESÍA CHILENA DEL DESARRAIGO



(1973-2010)








EGUILUZ, LUISA

Santiago: Fragmentos y naufragios. Poesía chilena del desarraigo (1973-2010) / Luisa Eguiluz



Santiago, Chile: Catalonia, 2020



ISBN: 9789563242751



ESTUDIOS LITERARIOS DE POESÍA CHILENA

CH 807



Fotografías portada/ interior: Carla Davico Giannini

Edición de textos: Carla Davico Giannini y María José Arce Ferrada

Diseño de portada: Mario Mora

Diseño y diagramación:

Sebastián Valdebenito M.

 Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco



 Este libro ha sido financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2013



Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.



Primera edición: diciembre 2013



ISBN: 978-956-324-275-1

Registro de Propiedad Intelectual Nº 237.519



© Luisa Eguiluz, 2014



© Catalonia Ltda., 2020

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl

 –

@catalonialibros






















Índice





Portada







Créditos







Índice







PREFACIO







UNA NECESARIA APROXIMACIÓN AL CONTEXTO HISTÓRICO







LA POESÍA CHILENA EN EL PERÍODO DE LA DICTADURA






      Un enfoque general






La cuidad fantoche: Carmen Berenguer







Fragmentos de cuerpo y de ciudad: Eugenia Brito







El nido hecho cenizas: Javier Campos







La experiencia urbana de las esquinas: José Ángel Cuevas







La ciudad de la A la Z: Elvira Hernández







La parodia de una parodia: “El Paseo Ahumada” de Enrique Lihn







Poesía exasperada y protesta ecológica: Rodrigo Lira







Denuncia y ritualidad: José María Memet







La destrucción de la ciudad en 73 golpes: Gonzalo Millán







El desarraigo tras la utopía: Jorge Montealegre







Las noches marginales: Malú Urriola







POESÍA EN LA POSTDICTADURA






      A manera de preámbulo






Un transeúnte desarraigado: Andrés Anwandter







Extremo desencanto a través de una cámara extrema: Germán Carrasco







La perenne extranjería: Alejandra Del Río







La mapurbe: David Añiñir







¿Qué lucía en la ciudad?: Paula Ilabaca







Paradero/esperadero: Gladys González







¿QUÉ SE PUEDE CONCLUIR HASTA AQUÍ?







BIBLIOGRAFÍA







NOTAS








A la memoria de mis padres que me enseñaron Santiago












Prefacio




















Si me preguntan por las expectativas que viene a cumplir este ensayo, puedo adelantar las principales razones y sentires que lo motivaron. Aspiro a su realización en estas páginas.



El tema primario, el de la experiencia urbana, estuvo ahí desde la primera infancia, enseñada con gestos y palabras por mis padres: “–Mira”, en los paseos dominicales a barrios distintos que consistían austeramente en tomar un tranvía o una micro, recorrer calles y detenerse un rato en la plaza. Es decir, la expectativa de la memoria, del recuerdo, y de su comparación con todo lo que vino.



Espero que el encantamiento de leer poesía, en un comienzo; de enseñarla, e incluso de escribirla, más tarde, resulten un arma necesaria para exponer una lectura estrechamente vinculada con esa experiencia continua de Santiago.



En el marco de lo que implica un ensayo, pretendo mostrar el punto de vista personal en mis lecturas, con una mayor vecindad a ser una narradora y comentadora de la poesía urbana. He buscado, sin embargo, los testimonios de los críticos para sostener con su visión experta las aproximaciones a los textos.



El orden temporal, necesario para el desarrollo, puede servir como una crónica, y en lo espacial, al apreciar lo pictórico, fotográfico o fílmico, como un panorama de Santiago en sus diversos momentos.



Lo que se resalta son los factores sociales que han ido cambiando la ciudad: la historia, que con hechos violentos ha dejado sus ecos en las voces de nuestra poesía urbana.



No obstante todos los cambios que se han producido, se da un rasgo permanente en la poesía de Santiago y es el que me sirve de columna vertebral en el armado de mi trabajo. Se lee en el subtítulo del ensayo: el desarraigo.



En cuanto a los lectores, quisiera acercar con este volumen a un público más amplio que el del ámbito académico, que conoció el fruto de una investigación culminada en una tesis de doctorado en la Universidad de Chile.



Me importa especialmente una audiencia joven, que en un sector apreciable, muestra cercanía vital, por una parte, con la vida ciudadana, con la calle misma y, por otra, con las manifestaciones artísticas: música, teatro, cine y poesía. Los estudiantes, por ejemplo, se identifican con diversas voces de la poesía, principalmente ahora con las que unen la música y lo performativo, pero también con las de antes, como las de Lihn y Millán. Son capaces de una reacción activa cuando esas voces los convocan, desmintiendo la expresión del “no estar ni ahí” con que se ha consagrado cualquier indiferencia.



El “ahí”, al contrario, importa, por ser el escenario de vida en que toca vivir, el espacio y su conquista. El espacio urbano ha pasado a absorber la temporalidad en muchos aspectos con las grandes distancias por recorrer cada día, en que el tiempo “se pierde”. Hasta en el lenguaje, ha cambiado el modo de narrar de los jóvenes, se advierte lo mismo al decir “fue ahí cuando”, en lugar de “fue entonces cuando”.



Ahora, hablemos de las voces que con-vocan. Procuro hacer ver aquí cómo la poesía, la nuestra, hace eco de la experiencia urbana, cómo esta se ha vivido y se vive en Santiago de Chile, y de los deseos e intentos no solo de vivir la ciudad, sino de sentir que se la habita, ya que el hábito, la costumbre, la cotidianidad, muestran el arraigo. Los cambios violentos que no obedecen a la voluntad de quienes vivimos en un espacio que nos era habitual, y, sobre todo, los cambios forzosos que nos impusiera el golpe de Estado, produjeron una fractura en el modo de vivir de Chile y del epicentro del suceso: Santiago. Muchas alteraciones urbanísticas, segregadoras, han contribuido siempre a la fragmentación de la ciudad y de sus formas de vida.



Quien ha vivido estos cambios profundos de la ciudad, como es mi caso, puede entonces sostener una mirada multifocal y a la vez continua sobre la poesía urbana de Santiago.



Abundando sobre la manera de tratar el tema, diría que la lectura de los textos que se hace en el libro, debiera mostrar la búsqueda por expresar la recepción activa de una lectora en posible interloquio con los hablantes de la poesía, acercándose así a los factores de su producción y de su contexto. La retórica, con su dirección exacta para conseguir los efectos de la palabra y el detener la mirada en las enunciaciones, me ayuda en el proceso.

 



Ahora, cuando lo visual va adquiriendo cada vez mayor preponderancia, se recordarán imágenes, sobre todo del cine, también una pasión de vida, como referentes de los textos, para asociarlas más vívidamente en la memoria.



El hecho de establecer como punto de partida temporal el año de 1973 no significa en absoluto que la poesía chilena haya “nacido” a raíz del Golpe Militar, lo que implicaría admitir lo inadmisible, vale decir que significara una especie de “fundación” o refundación de Chile, que fue una de las banderas de soberbia que a Pinochet le gustó ostentar

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. Se trata de iniciar las lecturas desde tal fecha por motivos de haberse producido el mayor número de obras significativas en el tema de la ciudad de Santiago. Asimismo, nuestra poesía pudo hacerse conocida en el extranjero, muchas veces porque poetas ya consagrados y otros emergentes tuvieron que instalarse en distintos países, a raíz del exilio impuesto por las autoridades o voluntariamente elegido. No puede así obviarse tampoco la atención que a la mirada del mundo causaron los cruentos acontecimientos de atropellos a los derechos humanos y que centraron el interés en nuestra ciudad y en las producciones artísticas que los expresaban.



Es necesario, entonces, comprender que el cambio en la poesía nacional se debió más a un cambio en la práctica de la poesía, debido al estado de las cosas: el exilio y también el intraexilio, y para ello nos puede servir la opinión de Javier Bello

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 , quien nos aclara que al haber un quiebre cultural en la vida normal y cotidiana, y al descomponerse, por tanto, la articulación de lo artístico con los hábitos y relaciones, tal fenómeno lleva a la búsqueda de nuevos modos de expresión.



Son evidentes, asimismo, las circunstancias de producción que influyen en la práctica de los textos literarios y lo que en esos tiempos significara la censura. En el período de la dictadura, iniciado el 73, se emitieron diversos bandos al respecto, cambiando el ente controlador. Tales órdenes las reproduce Bernardo Subercaseaux en su

Historia del libro en Chile

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 e impresiona la vigilancia impuesta a la palabra. La censura originaba, por otra parte, la autocensura, nueva cortapisa que tanto para las letras como para otras manifestaciones de arte se daba en los ámbitos familiares y laborales, especialmente en los primeros años del régimen. Ante las dificultades de publicación, surgieron ediciones clandestinas, la mayoría de las veces de pobre factura, algunas en ejemplares mimeografiados. Otro modo de dar a conocer textos poéticos fue el espacio abierto por revistas literarias de circulación bastante restringida, pero que cumplieron su rol de difusión. Entre ellas recordamos

La castaña

 y

La gota pura

, que se conseguían al amparo de la Sociedad de Escritores de Chile.



Por los factores recién señalados, relativos a las condiciones de producción y de expresión, en la década de los ochenta se experimenta una serie de puestas en escena de voces poéticas metaforizadas, travestidas. Esta forma de travestismo es más notoria en los textos de mujeres, cuyo número es ingente e importantísimo en esa década.



Considerando los factores de producción y de contexto, se diferencian dos períodos al presentar los textos: los correspondientes a la dictadura (1973-1989) y los de la postdictadura (1990-2010).



La elección de los autores obedeció a criterios de pertinencia, en cuanto a que sus textos refieren en forma directa a la experiencia urbana en la ciudad de Santiago, y de representatividad, atribuible tanto a la relevancia de dicho tema en los textos como al impacto que sus voces puedan haber suscitado o susciten.



Los términos con que se caracterizan histórica y culturalmente los períodos en que se inscriben los textos poéticos que nos interesan son los de la modernidad y la postmodernidad, etapas cifradas en un tiempo en que la experiencia urbana se hace decisiva en la literatura. La experiencia sentida y pensada de vivir la ciudad se expresa, según creemos, en transitividad y en

trayectividad

.



Vivir la ciudad conduce a hablarla. Y ya que la comunicación es un diálogo continuo, una interlocución, un traspaso, ella también habla. Tal cosa se advierte leyendo los textos, en que la ciudad encuentra también sus voces, igual que las encuentra el/la poeta, a menudo en polifonía, en voces varias. Así acontece, por ejemplo, en las dos obras hitos de la poesía de la experiencia urbana de Santiago de Chile:

La ciudad

 de Gonzalo Millán y

El Paseo Ahumada

 de Enrique Lihn, donde se entremezclan muchas voces.



La

trayectividad

 es la de la calle, desde la figura del

flâneur

, de ese personaje ocioso pero observador que recorre la ciudad,


instalado en la literatura por Baudelaire a fines del siglo XIX y que sigue existiendo en sus dobles más recientes encarnados en los poetas hasta nuestros días. Por otra parte, esa

trayectividad

 es la que vive cotidianamente cualquier ciudadano, que puede repetirla rutinariamente entre sus polos

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 , o que de pronto puede encapsularse en uno de ellos para reelaborarla en soledad, en sus textos, o vivirla sin metas seguras, a la intemperie (como algunos linyeras o vagabundos o como poetas marginales, desarraigados de sus bisagras, náufragos).



Las “figuras de la ciudad”, aquellas de que habla tan apropiadamente el historiador de la ciudad, Raymond Williams

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, cambian con las circunstancias y resucitan tópicos literarios

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 que por lo demás no estaban muertos, sino que dormían una especie de sueño de vampiros y podían despertar para encontrar savia nueva. Así sucede con el

revival

 de la revista de los estados, la galería de la picaresca o con el motivo literario clásico del

ubi sunt

, en los textos.



La ciudad habla también a través de las heridas, de las cicatrices y del cuerpo, que a menudo, sobre todo en la poesía de mujeres (pero no en exclusiva), se calca o se despliega con la cartografía de la ciudad en los textos de la experiencia urbana. Asimismo, monumentos o lugares o no lugares se convierten en símbolos que logran entronizarse en el inconsciente colectivo y van constituyendo los imaginarios de la ciudad.



Acerca del espacio y el tiempo, parámetros constantes de nuestra experiencia, también se ajustan de modos diversos. A estos efectos, viene a justificarse la aplicación que ya algunos estudiosos han utilizado, del concepto de

cronotopo

, aludiendo a la medida en que tiempo y espacio se relacionan en los textos. Los espacios predominan sobre los tiempos en los textos poéticos. En tanto, el tiempo se ahorra con la virtualidad tecnológica.



La velocidad con que cambia la ciudad (tiempo consumido) se hace patente, cuando ya no se reconoce esa esquina, lo erigido antes es ruina (consumida y consumada), y en breve, también, es nuevo lugar erigido, contribuyendo a la sensación de desconcierto y de confusión del tiempo con el espacio.



Esta sensación que produce lo inestable del dónde se pisa, dónde se está, del vivir y experimentar la ciudad de hoy, brota en los textos de la poesía en ese andar perdidos, que se traduce en diversas metáforas de habitáculos provisorios, por ejemplo, balsas, que significan un desarraigo, lo flotante, y que movió a Javier Bello a designar a los poetas de los 90 como “náufragos”

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.



Claro que este desarraigo, con pérdida de raíces mucho más hondas, se vivió ya y se experimentó con creces desde la fecha en que se inician los textos de poesía chilena aquí seleccionados, 1973, textos escritos tanto por los que tuvieron que enfrentar el desarraigo físico, el ser arrancados de su terruño, como por los que se quedaron sujetos a raíces que la dictadura raleaba. Algunos de los poetas exiliados y después

desexiliados

, al regresar, fueron incapaces de sustentarse de las raíces que habían logrado sobrevivir en la tierra natal.



Así, los conceptos de arraigo y desarraigo son fundamentales en la instancia de lectura de los textos poéticos de cómo se vive Santiago de Chile. En mi Tesis, punto de partida del tema, se incluyen entrevistas a poetas y críticos/as en que se aborda su validez

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 y a los que renuevo mis agradecimientos.



El vivir urbano mostrado por los poetas es el de una sobrevivencia, a través de una mirada bastante sombría, no obstante bella, correspondiente a la eterna contradicción de las ciudades modernas. Han sido decisivos en esto los cambios sufridos por la capital, que determinan una visión distópica de Santiago –a veces de contenido nostálgico por lo que fue– y por lo que no es.



Después de los 90, la expresión poética se abre a nuevas formas, más acordes con los imaginarios de hoy, adheridas a la visualidad y a la fragmentación, propias del encuadre de esos medios tecnológicos; a la música y a los crecientes movimientos sociales. He querido dar una muestra de algunos textos que se publican a partir del 2000. En su poesía, el descontento social manifiesta con fuerza el desarraigo. Son precisamente las voces de los más nuevos las que parecen identificar mejor a la audiencia de los jóvenes, por lo que implica también poder vivir la calle, las vías, los lugares y no lugares urbanos como propios. Y de esa sensibilidad, asimismo, yo me siento cercana.



En cuanto a mi aproximación al problema de la interpretación y experiencia del arte, mi perspectiva parte de que “toda comprensión es interpretación”, frase del filósofo Gadamer que me quedó grabada.

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 Además, el encuentro con una obra debe consistir en un intento de “fusión de horizontes”, donde el propio tiempo, sin anularse, se pone al servicio del tiempo otro. No podemos estudiar la historia desde un pretendido punto neutral. De la misma manera, la experiencia de interpretación existe solo en virtud del lenguaje y como lenguaje, ya que el lenguaje conforma una unidad con nuestra experiencia concreta de las cosas, la palabra pertenece en algún modo a la cosa misma y el ser que puede ser comprendido es lenguaje: una visión anticonvencionalista que seduce. Pensamiento inserto en la metáfora del juego del mismo Gadamer, en que el señor del juego no es quien juega, sino el juego mismo o el lenguaje mismo. El encuentro con los textos tiene el significado de un encuentro con una cosa que se impone como tal.







Una necesaria aproximación al contexto histórico














Partiré, en una primera aproximación, hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, ya que si bien los textos poéticos seleccionados pertenecen al período entre 1973 y 2006, se hace necesario delinear algunos antecedentes históricos de la ciudad que abrieron la perspectiva que se verá en su período de plenitud.



La sociedad latinoamericana, ya desde poco antes de la independencia declarada de los países, era mezclada, mestiza y de carácter marcadamente urbano, en que se consideraba el rol hegemónico y centrista de las ciudades con respecto a las regiones

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. Dichas sociedades criollas cedieron el paso a un patriciado que constituyó la clase dirigente de las ciudades, un tipo entre urbano y rural, entre progresista y conservador, como lo caracteriza Romero (en estas medias tintas suele debatirse, o más bien parapetarse, un acendrado habitante latinoamericano, o, al menos, chileno). De modo que hacia 1880, las nuevas generaciones patricias habían consolidado su arraigo económico y la mentalidad del antiguo hacendado se contagió asimismo de las tendencias del hombre de empresa. En Chile, fue el auge de las exportaciones de salitre, que enriqueció a niveles de vida europeos a los emprendedores, que encargaban al viejo continente sus muebles, vajillas y telas. Constituyeron linajes. Si bien cabían las ideas liberales, el régimen de la propiedad de las tierras seguía siendo el mismo, aunque se hubiera producido un cambio de manos.



Este nuevo patriciado es el que según el historiador chileno Armando De Ramón

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 dirige la denominada “ciudad primada”: Santiago, que él enmarca entre 1850 y 1930. Menciona, entre sus referencias, una del diplomático Horace Rumbolt, quien habla de la ciudad ejercida como un gobierno oligárquico fundado sobre las bases de la ortodoxia española. En realidad eran dos las ciudades en que se reflejaba este tipo de vida, la ciudad puerto de Valparaíso, cosmopolita entonces, y Santiago, que ya ostentaba el Club de la Unión, el Teatro Municipal, el Hipódromo y los lujosos bailes en la casa réplica del Palacio de la Alhambra, propiedad de Claudio Vicuña Orrego. Entre los ricos se acostumbraba el ritual de los viajes a Europa, entre ellos el prolongado por 18 años de la familia de Francisco Subercaseaux Vicuña, por ejemplo. Esta es Santiago, la soberbia, que encandiló a Rubén Darío en su paso por nuestro país (entre 1886 y 1889), y cuyas palabras aquí se reproducen:

 



Santiago en América Latina es la ciudad soberbia. Si Lima es la gracia, Santiago es la fuerza. El pueblo chileno es orgulloso y Santiago es aristocrática. Quiere aparecer vestida de democracia, pero en su guardarropa conserva su traje heráldico y pomposo. Baila la cueca pero también la pavana y el minué. (…) Toda dama santiaguina tiene algo de princesa. Santiago juega a la Bolsa, come y bebe bien, monta a la alta escuela, y a veces hace versos en sus horas perdidas. Tiene un Teatro de fama en el mundo, el Municipal, y una catedral fea; no obstante Santiago es religiosa. La alta sociedad es difícil conocerla a fondo; es seria y absolutamente aristocrática”

.

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Este lujo también atrajo a las clases medias, aunque todavía en forma de simulacro. Un ejemplo se puede encontrar en el personaje del siútico en Blest Gana. En las ciudades latinoamericanas, las clases populares, debido a las migraciones en busca de trabajo, pasaron de la miseria rural a la miseria urbana. Romero nos habla de La Chimba en Santiago, como de un suburbio tétrico.



Para 1875 había terminado la gestión edilicia de Benjamín Vicuña Mackenna, quien había renovado el rostro de la capital y segmentado ya a sus habitantes en dos sectores: la ciudad sujeta a beneficios y cargos del municipio y los suburbios, de que se habló recién, con otro régimen. Construyó además un camino de cintura que operaba como cordón sanitario contra las pestilencias de los arrabales y contribuía a descargar el tráfico (lo que hoy es Avenida Matta y Vicuña Mackenna).



Sobre el desarrollo intelectual, se contaba ya con la Universidad de Chile, creada por ley en 1842 y en funciones desde 1843 con cinco facultades más la Academia de Pintura y de Dibujo. La Universidad Católica se inauguró en 1889, al igual que el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. El periódico fue también un instrumento de la vida intelectual en Latinoamérica, y allí escribían las mejores plumas.



En cuanto a los paseos, al Parque Forestal y al cerro Santa Lucía, se vino a agregar la Plaza de Armas como nuevo referente de la vida cotidiana urbana, espacio público en que la gente de diversos estratos sociales que allí paseaba o pasaba podía ser vista como ciudadana. Menciono especialmente dicho espacio porque desde entonces será un hito de Santiago y también adquirirá carácter simbólico en los textos literarios.



Pero en Santiago se hacía notar la aglomeración urbana, había mendicidad callejera. Cuenta De Ramón que ya se produce la protesta popular en la ciudad, con huelga, replicada en Valparaíso, en que se infiltraron delincuentes y provocadores y a lo que se respondió con una dura represión. También el lumpen participó en los saqueos a raíz de la guerra civil de 1891.



En 1903 ya asustaban a la autoridad las ideas anarquistas y socialistas y en 1905 se produjo una semana roja, una asonada en la que entre 25.000 y 50.000 manifestantes se apoderaron de la que hoy se llama Plaza Argentina, en las cercanías de la Estación Mapocho y donde hubo 250 muertos. Esto hizo que se organizaran brigadas blancas con bomberos y vecinos, en aras de conservar los valores de la civilización cristiana.



En 1930, durante el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, la situación era explosiva: a la crisis económica mundial, derivada de la famosa caída de la bolsa de EE.UU., se agregaban localmente la cesantía y la miseria que queda estampada en la memoria de quienes la vivieron en carne propia en Santiago, cuando desarrapados provistos de piojos mantenidos en cajas de fósforos amenazaban con lanzar estos parásitos exantemáticos a los transeúntes que no contribuyeran con limosnas. En esta inmensa masa de cesantes se incluían los inmigrantes campesinos y mineros llegados a la capital que sobrevivían aglomerados en los arrabales.



Las ciudades de Latinoamérica empezaron a masificarse, pero estaban constituidas por una yuxtaposición de guetos incomunicados, señala Romero. Esta explosión urbana modificó la fisonomía de las ciudades, encarnándose el concepto de multitud, que reflejan diversos textos literarios.



La vida intelectual en Santiago se enriquece y a ella contribuye la llegada de los exiliados españoles en el Winnipeg, en el viaje gestionado por Pablo Neruda en 1940. Fue la ciudad alegre y enjundiosa que conoció Luis Alberto Sánchez, recordada por De Ramón.



Pero este paréntesis de alegría, que en Chile había surgido después del triunfo de Pedro Aguirre Cerda en 1938 contra el candidato derechista, no iba a durar mucho. Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, terminada en 1945, se hacían sentir también en estas latitudes, en un período de austeridad, aunque de ascenso de las clases medias pujantes a las que favorecieron planes de vivienda durante los gobiernos radicales que se sucedieron. Ya queda asentado el término de sociedad de masas que se manifestara en Santiago, a partir de 1930, fecha coincidente con la establecida por Romero para dicho período en toda Latinoamérica y que se dio por causas similares, generando asimismo hechos parecidos: explosión de gente en cuanto a número y decisión, miles de desocupados, segmentación en guetos. Romero cita al respecto la novela

Los de abajo

, en México. En Chile, tendría su paralelo en las páginas de Nicomedes Guzmán.



Por otra parte, la masa no quería destruir la estructura social, quería insertarse, de alguna manera, en ella, aunque fuese en oficios de poca monta. Así, fue perdiendo agresividad a medida que conseguía un empleo, fruto de la creciente industrialización y de poder obtener el beneficio de una vivienda. También se multiplicaron las posibilidades de la mediana clase media, especialmente a través de la educación, estudios secundarios y luego universitarios. A su vez, perdían poder las élites, manteniendo sí su prestigio social. Los linajes dejan paso a los clanes económicos. En Santiago, la clase alta abandona el casco de la ciudad y empieza a encerrarse en sus nuevos guetos o barrios, cada vez más al oriente, hacia arriba. Ahora se habla de la cota mil (1.000 metros de altura. El centro está a 600 del nivel del mar.)



Se modificó el valor de la tierra urbana, alcanzando valores especulativos. La vivienda seguía siendo un problema para la integración social: en Chile estaban las “callampas”, en Buenos Aires las “villas miseria”, las “favelas” en Sao Paulo. Eran visibles en Buenos Aires, donde llegaron bolivianos y paraguayos; en Santiago se ocultaban a los ojos del turista (como lo testimonia el verso de Violeta Parra: “que no le han mostrado las callampitas”).



Entre los 60 y los 70, al margen de la aparición de los

hippies

 que buscaban un estilo de vida libertario, surge el problema más álgido de las tomas de terreno por los sin casa, a la par del surgimiento de grupos ultra como el MIR. Los campamentos eran vistos como aliados de los temidos “cordones industriales”, las agrupaciones obreras de las industrias que rodeaban la ciudad y que se consideraban una amenaza por los que propiciaban un golpe de Estado. Este venía madurando en los sectores de la derecha desde los tiempos de la Reforma Agraria aplicada en el gobierno de Eduardo Frei Montalva y ampliada por el de Salvador Allende, que agregó a esto la nacionalización del cobre, producto que genera los principales ingresos del país, en manos hasta entonces de compañías extranjeras, especialmente estadounidenses. Se sumaron así las fuerzas oligárquicas amenazadas en sus fortunas de terratenientes o de empresarios con las de militares simpatizantes y obsecuentes ya sea por ideologías conservadoras o afán de poder y al espaldarazo disimulado a medias que se recibía desde el exterior, desde la gestión de Kissinger, v�