Los pensamientos nocturnos de Goya

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Los pensamientos nocturnos de Goya
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Luis Peñalver Alhambra

El pensamiento nocturno de Goya

En la noche de los Disparates



© Taugenit S. L., 2020

© Luis Peñalver Alhambra, 2020

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN digital: 978-84-17786-17-5

1.ª edición digital, 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

www.taugenit.com

Índice

LA CAJA DE LOS DISPARATES

EL AIRE: LAS IMÁGENES

El vuelo de las brujas

Grabar el Desastre

El silencio de las imágenes

Fragmentos de Goya

EL VUELO: LA CAÍDA

El mundo flota

Estas brujas lo dirán

Trasgos, frailes, perros y toros

Sueños de vuelo

El vértigo y la caída

LA SOLEDAD: EL DOLOR

El pintor acostado

Cárceles y casas de locos

La romería del fin del mundo

EL DISPARATE: EL MUNDO

Después de la pintura

Silencio de estrellas sin estrellas

¿Dónde está el mundo?

El pintor de cadáveres

Estos disparates lo dirán

Sueño del final, final del sueño

El mundo ha muerto. ¡Viva el mundo!

EL PINTOR QUE SE ENCERRÓ CON LA NOCHE

APÉNDICE I. Sobre la fortuna crítica de las Pinturas negras

APÉNDICE II. Intérpretes en la noche del aguatinta

APÉNDICE III. Los Disparates de Goya

BIBLIOGRAFÍA

La caja de los disparates

Goya es Goya. Esta tautología esconde la diferencia del artista y el modo en que ha aportado al mundo su diferencia; una ecuación que siempre contendrá incógnitas sin despejar y que nos sirve para expresar cómo la fidelidad del artista a sí mismo acaba expulsándolo fuera de sí, dejando por el camino un rastro de cadáveres, que son los pedazos de un hombre y de un mundo. A poco que alguien conozca a un pintor de la arrolladora individualidad de Francisco de Goya, sabe que no responde a los estereotipos de cierta historiografía del arte que hacen del artista un mero reflejo de su época o un «apéndice» más o menos brillante de sus predecesores1. Todo individuo, como toda auténtica obra de arte, nace para afirmar su singularidad, para traer al mundo lo que sin él no existiría, un inventor que hace venir a la realidad posibilidades inéditas, aunque lo que aporte de nuevo sea una revelación tan vieja como el mundo.

En el autorretrato de 1815 (Madrid, Museo del Prado), en el que vemos al pintor desmelenado, con la camisa descompuesta e inclinado hacia atrás como si sufriese un ataque de vértigo, nos mira un hombre plenamente consciente de la soledad y la incomprensión a la que lo había llevado su sordera, pero también su osadía irreductible, esa rebeldía a prueba de todo que le impedía «casarse» con nadie: sabemos que este hombre, que denunciaba toda forma de matrimonio de conveniencia, desde luego no se casaba con las fuerzas oscurantistas y absolutistas que asolaban su atrasado país, mas tampoco con la Ilustración oficial, con esa modernidad institucional que convierte la Razón histórica en un absoluto y que, con la conciencia tranquila, está dispuesta a sacrificar la vida situada y concreta de los individuos en nombre de imperativos categóricos o trascendentales, los mismos imperativos —como observa Jorge Juanes2— que acaban desencadenando la violencia y destrucción que oculta todo sistema de poder.

Sabemos que no hay que confundir al pintor con su obra, pues el hombre nunca es duplicado de esta. Pero hay algunos artistas excepcionales cuyas creaciones llegan a depender de su peripecia vital hasta tal punto que acaban confundiéndose con su obra. Esos diarios íntimos que son sus dibujos, o la serie de grabados conocida como Disparates, brotan de la entraña más soterrada y personal de un autor al que siempre acompañaron sus contradicciones. El aragonés fue un pintor que aprendió, como él mismo confesaba, de Rembrandt, de la naturaleza y de Velázquez, un hijo de su época que compartió las actitudes, los gustos y las ideas de sus amigos ilustrados, como Leandro Fernández de Moratín, autor del Auto de fe, que fundó la Sociedad de los Acalófilos, o amigos de lo feo, una tertulia de talante satírico que se dedicaba a reunir toda suerte de caprichos y monstruosidades como forma de burlarse de lo irracional para ensalzar la razón. Y, sin embargo, Goya siempre tuvo algo de unicum histórico que no se acomoda bien a ninguna corriente de su tiempo ni encaja en las fáciles categorías interpretativas de la historia del arte. Este artista ilustrado y liberal que siempre se adhirió a la razón, incluso en los momentos terribles en los que fue cercado por los demonios de la enfermedad y la locura, se sintió fuertemente atraído por los poderes más oscuros e irracionales del ser humano. Fue un pintor público y posibilista que se movía a gusto en los ambientes aristocráticos madrileños y, al mismo tiempo, un artista privado e insumiso que huía de las obras de encargo y prefería aislarse en su exilio interior. Junto al Goya castizo que se trasluce en las cartas a Martín Zapater, amigo de las cacerías y las diversiones populares, existió un Goya «filósofo»3 que de manera consciente desarrolló un pensamiento o un lenguaje figurativo capaz de sacudir las conciencias europeas y de abrir posibilidades inéditas al arte occidental.

Goya desarrolla este pensamiento sobre todo en sus dibujos y grabados, que componen dos tercios de las aproximadamente 1.900 obras catalogadas del artista, aunque antes de la enfermedad de 1792 solo constituían una pequeña parte de su producción. Es aquí, en estas estampas y dibujos, con los que recientemente el Museo del Prado ha celebrado una gran exposición con motivo del bicentenario de dicha institución4, donde se expresa la parte más íntima y personal de un autor que conoció todos los exilios. Fueron estos exilios, es decir, los políticos pero también los interiores, los que lo llevaron a abandonar España y a desterrarse en Burdeos.

Su marcha apresurada de Madrid provocará, según el inventario que realiza su amigo, el joven pintor Antonio de Brugada, que en la Quinta del Sordo se queden «dos cajas de grabados y dibujos, aguatinta, caprichos, etc.» y «siete cajas de objetos y cobres» tan pesadas y difíciles de sacar de su casa como las pinturas murales. Seguramente, en estas cajas se hallaban los dibujos preliminares, las pruebas de estado y las planchas de cobre de la serie de grabados que, para Valentín Cardedera, representa «el último estallido del ingenio de Goya»5, la serie que la posteridad bautizaría con el nombre de Proverbios, Sueños o, de manera más habitual, Disparates, por el título que el propio Goya dio a varias de las pruebas. Tras la muerte del pintor, acaecida en 1828, las cajas pasarán sucesivamente a manos de su hijo Javier y de su nieto Mariano, quien no tardaría en malvenderlas. Las vicisitudes de estos grabados6, también sus vicisitudes críticas, no parecen remitirnos sino a los diferentes episodios de un destino truncado y una historia de incomprensión, porque la serie misma —que, probablemente, fue grabada entre 1815 y 1824 pensando, como es lógico, en su difusión— nace ya abortada y anormal, interrumpida como la suerte de los ideales ilustrados y los sueños de juventud del pintor. El perfecto grabado de las planchas de cobre importadas de Inglaterra, así como la numeración de algunas pruebas de estado, hacen poco plausible la hipótesis, sostenida por algún autor7, de que el artista en ningún momento tuvo la intención de publicar esta serie. Al no salir de los tórculos hasta muchos años después de la muerte del artista, no poseemos referencias contemporáneas a esta serie, lo que la hace aún más enigmática. Por otra parte, su proceso de creación debió de ser complejo y muy meditado, a juzgar por las importantes diferencias que se observan entre los doce dibujos preliminares que nos han llegado y los grabados definitivos, destacando, en este sentido, la incorporación mediante el aguatinta de un fondo oscuro donde antes había uno claro.

 

Ignoramos por qué el artista dejó incompletos y sin publicar estos Disparates. Posiblemente (incluso) hubiera un porqué, pero ya sabemos que, con frecuencia, los motivos caen en el olvido. No creemos que únicamente se tratara de razones de prudencia debidas al cambio político, que devolvía a los absolutistas al poder, como a veces se ha sugerido. Quizá perdiese el interés por estos grabados cuando se dio cuenta de que no sería posible la publicación, y aún menos la comprensión, de estas absurdas «fantasmagorías» visuales8. Tal vez no pudo resistir la presión de tamaña lucidez y prefirió trabajar en las pinturas murales de su casa, tan atroces como las estampas aunque más dramáticas y, por ello mismo, más humanas. Si las Pinturas negras quedaron recluidas en la intimidad de la Quinta del Sordo (el hecho de pintar estas figuras en las paredes de su casa y no en una tela supone ya, como observa Tzvetan Tódorov9, una renuncia a su difusión), los Disparates no podían conocer otra suerte que la de permanecer encerrados en una caja, condenados a una oscuridad de la que nunca llegarían a salir del todo; al fin y al cabo, habían nacido de las entrañas más íntimas de su autor. Sin embargo, que el destino del artista lo llevara al aislamiento, después de una vida entregada al mundo, no significa que el viejo pintor cayera en el desierto de la incomunicación. Goya siempre tiene algo nuevo y extraño que decirnos. Eso, y no otra cosa, es lo que quería este sordo que hizo de la soledad su compañera de viaje: hablar y ese imposible que era oír y que lo escuchasen. Quizá no tuviera intención de dar a la serie esta estampa, pero no podemos dudar de la necesidad inconfesada de que saliese a la luz, de comunicarla; de la necesidad de decir lo indecible, de publicar lo impublicable, de revelar su propia naturaleza hecha de deseo y oscuridad. Lo que rompe los límites del yo se expone a la comunidad, exige ser compartido, «mejor aún, se afirma como el compartimiento mismo»10.

Goya no oía nada y debía de hablar poco; por eso veía, se dedicaba todo el tiempo a ver y quería que sus visiones llegasen a sus semejantes. Para ello se inventó un lenguaje: un lenguaje totalmente otro con el que decir lo que solo en el silencio se podía decir.

En sus Disparates Goya extrae de la vida toda su absurdité métaphysique (lo que convertiría al artista aragonés, en palabras de André Malraux, en «el más grande intérprete de la angustia que ha conocido Occidente»11), pero no para quedarse en ella, sino para contemplar lo que está más allá (o más acá) de cualquier forma de nihilismo o de absurdo, aunque también de toda categoría del ser y del sentido. Nuestra intención aquí no puede ser otra que corresponder a la voluntad que parece ocultarse en la que quizá sea la primera gran demonología de la Razón ilustrada y moderna; una voluntad extraña surgida del fondo de las imágenes mismas y que nace del «deseo de responder a lo inexplicable con lo inexplicable», en palabras de Gómez de la Serna. La caja en la que permanecieron guardados estos Disparates encierra un secreto terrible, el secreto de lo que nos une al extravío de nuestro origen, a lo que, estando fuera de nosotros, nos constituye. Ahora bien, si queremos empezar a comprender la inconmensurabilidad de este secreto es preciso asumir nuestra complicidad y arriesgarse (un riesgo que excede el propiamente hermenéutico), pues abrir una caja siempre resulta peligroso; equivale a renunciar a aquello que nos protege de lo excesivo y de lo desconocido, ya que, en último término, significa desprendernos de lo que nos ampara y nos pone al abrigo del más espantoso de los peligros: aquel que mora en el silencio que respiramos.

Hay que caer. Caer y caer hasta salir de nosotros mismos y del mundo para exponernos a la Intemperie de la que nace el mundo y sobre la que se sustenta nuestra existencia. Pero, para caer, primero hay que volar; para ello se hace necesario un medio, un medio tan fluido como invisible; ese elemento aire que la tradición convirtió en el campo favorito de las metamorfosis de los demonios y las brujas y en el cual Goya sitúa la escena donde actúa y opera la más vieja de las hechiceras: la imaginación.

Volando a lomos de la escoba de la fantasía que barre los escombros del mundo normal llegaremos, en la interminable y árida llanura del aguatinta (en la vecindad de aquel lugar sin lugar en el que se representa la apoteosis de la soledad y del dolor de las Pinturas negras), a ese aquelarre de la realidad que llamamos Disparates. El espacio del Disparate es uno de esos raros terrenos intermedios accesibles únicamente a la fantasía; uno de esos dispares lugares de visión en el que el sarcástico dislate de la muerte solo puede ser acogido y correspondido en silencio, con una sonrisa dibujada en los labios, como la de ese Viejo columpiándose que el artista dibuja al final de su vida (Nueva York, The Hispanic Society of America, GW 1816)12, quizá su último «autorretrato». Pues ¿quién mejor que un sordo, un solitario y doliente sordo ajeno ya a los ruidos de este mundo, para corresponder a las inaudibles impresiones del silencio y su devenir? En el mencionado dibujo se columpia el anciano (si no se trata del propio Goya, como sugieren Victor Ieronim Stoichiță y Anna Maria Coderch13, sin duda es alguien con quien el viejo artista se identifica) sobre unas cuerdas que no están atadas a nada y que lo hacen pender del vacío.

En el aguafuerte con el mismo motivo (GW 1825), el viejo gravita sobre una tierra lejana en la que todavía pueden reconocerse las costas. Un impulso más y este hombre desaparecerá de escena. En los Disparates Goya aún se encuentra un salto más acá: las figuras todavía se mueven en los confines del mundo, aunque este apenas es ya una línea del horizonte, lo suficientemente descarnado y abstracto como para pensar que no le falta mucho para sobrepasar sus límites. En el Viejo columpiándose el artista se encuentra a punto de saltar del columpio para caer sobre esa Intemperie sin tierra ni cielo desde la que se contempla la panorámica de todo lo que nace y muere. Como si la extrema lucidez del viejo Goya lo hubiera llevado al extremo de salirse del mundo para, en el silencioso Afuera, tomar conciencia del disparate de este mundo, de este mundo por dentro en el que, como dijo Quevedo en los Sueños, «todo es figura», una frenética y violenta mascarada a la que acuden todos en procesión, el Deseo y la Fantasía, la Esperanza y la Muerte, Dios y el Diablo, la Razón y la Pasión, para enterrar a la sardina.

1 Aquí me hago eco de las palabras de Jorge Juanes, para quien «lo importante en un ensayo de arte no es demostrar las influencias y los condicionamientos a que está sujeto un artista (a fin de cuentas, esto se resuelve desempolvando archivos y removiendo fichas; los eruditos a veces muestran tal ceguera hacia las obras que cuando hablan de ellas da la impresión de que dejaron sus ojos en los archivos), sino poner de manifiesto lo que este trae al mundo, el qué de sus obras, todo aquello que sin sus invenciones no hubiera podido existir». Juanes (2006): 15-16. Véase también Peñalver (2019): 17 y ss.

2 Juanes (2006): 17 y ss.

3 La idea de un Goya filósofo no es nueva. Ya Charles Yriarte afirmaba en 1867 que «debajo del pintor está el gran pensador que dejó huellas profundas», haciendo especial hincapié en los dibujos, que el artista «convierte en idioma con el que formular el pensamiento», y en los grabados, que tienen «el alcance de la más elevada filosofía» (Yriarte, 1997: 119). Autores como Bonnefoy (2006) han hablado del «pensamiento figural» de Goya. Por su parte, Tzvetan Tódorov ha reivindicado en un bello ensayo al Goya pensador, para el cual «la pintura nunca ha sido un simple juego, un puro divertimento, un elemento decorativo arbitrario. La imagen es pensamiento, tanto como el que se expresa mediante palabras. Siempre es reflexión sobre el mundo y los hombres» (Tódorov, 2017: 18).

4 El catálogo razonado que reúne los dibujos de Goya, desde el álbum italiano a los Cuadernos de Burdeos, quiere poner al día el anterior catálogo de Gassier (1973 y 1975), incorporando el inédito Cuaderno italiano, así como algunos dibujos localizados hace poco tiempo, como los del llamado Álbum de Beruete, que se creían destruidos en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y que han reaparecido en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Véase Matilla y Mena (2018 y 2019). Sobre los dibujos que han reaparecido en el Hermitage, véase Ilatovskaya (1996).

5 Carderera (1996): 79.

6 Dieciocho cobres de los Disparates fueron vendidos al coleccionista y rico comerciante Ramón Garreta, pero en 1856 pasarían al poder de Jaime Machén, quien, a su vez, se los vendería seis años después al Ministerio de Fomento. Fue la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la que en 1864 hizo una tirada de las láminas por primera vez, en una edición de trescientos ejemplares. Las cuatro restantes (es decir, el «Disparate puntual», el «Disparate de bestia», el «Disparate conocido» y el «Disparate de tontos»), que al parecer fueron vendidas o regaladas al pintor Eugenio Lucas, serían editadas en París por François Liénard para la revista L’Art en 1877. Sobre la fortuna de esta serie, véase el «Estudio preliminar» de Casariego (1974), Carrete Parrondo (1979) o, más recientemente, Carrete Parrondo y Glendinning (1992). Véase también el Apéndice II de este libro.

7 Tomlinson (1989): 47.

8 Durante un tiempo se llamó a estas láminas «Caprichos»; en concreto su segundo propietario, Jaime Machén y Casalins, se refería a ellos como «Caprichos fantásticos» antes de que se impusiera la tradición, gracias sobre todo a Cardedera, de considerarlos «Sueños» o «Proverbios», debido a algunas leyendas alusivas a lo que parecen refranes. Finalmente, se impuso el término Disparates para toda la serie, por el título que el propio Goya dio a algunas de las pruebas de estado. Cf. Glendinning y Carrete (1992): 23.

9 Cf. Tódorov (2017): 180.

10 Blanchot (1999): 55.

11 Malraux (1947): 20.

12 Las iniciales GW y el número corresponden al catálogo de referencia de Gassier y Wilson (1970).

13 Véase el interesante ensayo de Stoichiță y Coderch (2000).

El aire: las imágenes

El vuelo de las brujas

El aire: el elemento a través del cual se desplazan esas esfinges hechiceras que vuelan (o caen) hacia sus aquelarres y que constituye la materia prima de sus bebedizos y sortilegios imaginarios. No podía ser de otro modo: como vehículo y vínculo mágico universal de todo lo que vive y muere, el aire siempre ha sido el medio natural de los demonios, aquellos prestidigitadores temibles y burlones conocidos desde antiguo por su natural inclinación a adueñarse de la fantasía de los hombres. Porque —los más ilustres teólogos e inquisidores dan fe de ello— el aire que respiramos está cuajado de diablos, tan sutiles como el elemento que los sostiene. San Agustín, Tomás de Aquino, Suárez, Calvino o el propio Lutero, sin olvidar a los famosos autores del Martillo de las brujas, coinciden en afirmar que somos prisioneros del «príncipe de este aire»1.

 

¿Qué es lo que no puede realizar el demonio?, se preguntan nuestros mayores conocedores y (a su pesar) admiradores del señor de los pagos mundanos. Desde luego, este insuperable ilusionista se las arregla para persuadir a nuestros crédulos ojos infectados por la imaginación de que lo que no realiza ya lo ha realizado; no en vano, los demonios pueden adueñarse de nuestro humor «fantasmático» y hacernos ver, merced a las maquinaciones de la fantasía, las transformaciones más inverosímiles, mudando las apariencias de hombres y animales, mutilando miembros o transmutando a la vieja en moza o a la hembra en varón. Estas potencias demoníacas son tan amorfas y ubicuas, tan dúctiles como el aire: sin forma propia, pueden adoptar y llenar todas las formas; son tan sutiles y poderosas como la fuerza de la imaginación, gran maga universal que rige el mundo de lo visible. Y todo ello porque los demonios son los reyes y señores del universo manifestado y pueden, como los pintores —que en esto los siguen muy de cerca—, transformar cualquier apariencia en la contraria, hacernos creer en la realidad del vuelo de la bruja o, por el contrario, persuadirnos de su carácter imaginario en nombre de esa otra ficción de la fantasía que es la razón. ¿Eran las brujas realmente transportadas a los sabbats por el aire a lomos de chivos o de palos de escoba, tal vez «sobre una especie de hombre forjado del aire por el demonio» —se pregunta Martín del Río, el mayor demonólogo de su tiempo, en su Disquisitionum magicarum (Lyon, 1612)— o simplemente se trataba de fantasías e ilusiones del espíritu? Las sesudas mentes de teólogos e inquisidores hicieron que esta cuestión se convirtiese durante siglos en el quid del problema de la brujería y de la postura oficial de la Iglesia sobre el mismo. Pero, en el fondo, daba lo mismo: auténtico o imaginario, el viaje por el aire era fruto del poder perverso de Satán.

La fantasía es siempre viciosa. De hecho, la historia de la imaginación (o de la phantasia, palabras de problemáticos aconteceres de traducción que aquí tomaremos, sobre todo por su común vocación de irrealidad, como equivalentes2) se encontraba en todo momento ligada al relato de la caída3. Ya san Agustín (Enarrationes in Psalmos, CXLIII, XC y en De Trinitate, XII) reconoce la sombra de la Imaginación en la serpiente que tienta a Eva: la primera mujer, la Concupiscencia que despierta el Deseo de Adán y que, como objeto de la potencia apetitiva («la que nos mueve», según Aristóteles una facultad inseparable de la potencia imaginativa), no se puede desligar de la fantasía; tampoco de la fantasía de Goya, que siempre fue pintor y hombre fascinado por el misterio de la mujer y de la imaginación, esa imaginación seductora y al mismo tiempo aterradora y siniestra que, para él, pertenecía al género femenino.

Se trataba de viejas polémicas sobre el carácter real o ilusorio del vuelo de las brujas que, como la creencia en las brujas mismas, ya no estaba de moda en tiempos de Goya. Y, sin embargo, nunca la gente había gustado tanto de las historias de hechicerías como en la segunda mitad del siglo XVIII. Precisamente en ese momento, cuando ya nadie podía tomárselas en serio o cuando solo podían ser toleradas como ficción, será cuando Goya, tomándolas completamente en serio como mentira o sacando de su mentira hasta la última consecuencia, pinte sus brujas. Después de todo, ¿no se distingue la pintura por su gran poder de fascinación, por su capacidad de fingir, simular o engañar? Parece como si los contemporáneos del pintor hubiesen heredado del Barroco el gusto por la ilusión, aunque ahora, una vez transmutada la metáfora del Espejo en la de la Luz de la Razón, se denomine superchería, mentira, error, sueño o superstición. Sombras que, administradas en pequeñas dosis según el comedido gusto burgués, por el contraste mismo enaltecen las Luces confiriéndoles relieve y vida, pero que, cuando se emancipan de la razón, se condensan en el aire para producir monstruos. Los primeros Caprichos todavía representan la obra de un ilustrado feligrés del Templo de la Razón, aunque ya en estas exploraciones de la mentira, en estas denuncias satíricas de la impostura, el oscurantismo y la superstición se percibe el zumbido volador de las brujas. Mientras Goya se ganaba la vida medrando en un mundo nuevo para él y retratando a príncipes y nobles, la fantasía anduvo distraída sirviendo dócilmente a la razón; mas cuando la abeja laboriosa se transformó en grillo inquieto y caprichoso, la docilidad se convirtió en fiereza y el perro se metamorfoseó en lobo predador y voraz. Imposible de conjurar, la gran mentira de la imaginación acabó volviéndose crisis de la razón y, ya sin vuelta atrás en la fantástica intoxicación de una dolorida subjetividad atormentada por indómitos fantasmas, hundimiento o «gran impostura» de la realidad.

La estética y el gusto del setecientos no solo toleran, sino que alaban Los placeres de la imaginación, como reza el título del conocido estudio de Joseph Addison en The Spectator (1712). El propio Melchor de Jovellanos, que conocía bien este texto, ensalza la imaginación y reivindica al artista como hombre libre no sujeto a la obra mecánica o artesana. Es una época en la que algunos académicos, como, por ejemplo, Ignacio Núñez Gaona, entonan un Canto a la imaginación en el reparto de premios de la Academia de San Fernando el 14 de julio de 1787. No satisface la mera imitación, por lo que se suceden los elogios a la vis creativa de la imaginación: el conde de Teba, retratado por Goya, en la entrega de premios de 1796, o el propio José Luis Munárriz, en 1802, se muestran de acuerdo en no llamar «artista» al autor desprovisto de ingenio o fantasía4. El propio Goya, en el famoso informe que dirige a la Academia en octubre de 1792, defiende la libertad del pintor, convencido de que «no hay reglas en la Pintura, y que la opresión, ú obligación servil de hacer estudiar ó seguir á todos por un mismo camino, es un grande impedimento á los jóvenes que profesan este arte tan difícil». El artista moderno tiene la necesidad de asombrar, a diferencia del artista de otras épocas, cuya obra —ha escrito Paolo D’Angelo—:

… adquiere valor en la medida en que se adecuaba a los criterios estables y reconocidos de lo bello; pero el artista moderno, constitutivamente aislado, no tiene puntos de referencia a los que remitirse, está condenado a buscar la novedad, a destacarse como individualidad interesante.5

Qué duda cabe que dar nuevos giros a viejos temas o inventar otros inéditos supuso para Goya (muy consciente, como Novalis, de que «solo lo individual interesa»), además del goce puramente artístico de un pintor seguro desde muy joven de su valía e independencia, una forma de promoción social y consolidación del estatus de alguien que procedía de un nivel familiar inferior.

Antes de que se inaugurase de manera oficial el Romanticismo ya se había abandonado el principio de imitación y la estética de la recepción a él asociada. El arte, sobre todo a partir de Goya, ya no podrá entenderse sino como producción o «puesta en obra de la verdad»; como creación autónoma de la fantasía de una subjetividad que no es mero correlato o reflejo de una realidad exterior. Pero esta autonomía de una imaginación que sigue sus propias pautas se revela pronto engañosa, como no tardará en descubrir el pintor aragonés. Lo que parecía el fundamento y la garantía del arte como una producción libre del sujeto, acaba convirtiéndose en una pesada carga para este. Y es que la fantasía, cuando no está bien sujeta con cadenas, acaba enredándonos con sus fantasmas. La imaginación del Goya anterior a la enfermedad y a la guerra es todavía dócil y apocada, una imaginación pacata sometida a los límites de la razón, como la de los ilustrados ávidos de nuevas emociones y libertades. Más tarde el sordo solitario, aguijoneado por el dolor, ya no podrá conjurar esa fantasía desenfrenada que acabará estallando en los Disparates y las Pinturas negras, esa imaginación aterradora y gorgónica, hechicera y siniestra —en el imaginario de Goya, peligrosamente femenina y seductora— que abraza la cabeza de la diosa Razón para asfixiarla y ensombrecer sus Luces.

Cuando el cerebro está dañado por algún accidente —escribe Joseph Addison en Los placeres de la imaginación—, o desordenado o agitado el ánimo de resultas de algún sueño o enfermedad, la fantasía se carga de ideas feroces y aciagas, y se aterra con visiones de monstruos horribles, todos obra suya.

Pero estos monstruos no serían muy difíciles de ahuyentar o de domeñar si se dejasen confinar en el ámbito del cerebro o del sujeto. Addison no hubiera imaginado hasta qué punto la extraña enfermedad de Goya iba a profundizar en la memoria ancestral del dolor. Y es que en la estética goyesca no llegarán a calar aquellas «emociones sublimes» importadas principalmente de Inglaterra a través de Addison y Burke, ese «horror agradable» y civilizado descrito como un dolor o displacer placentero que, finalmente, se resuelve en la esfera del sujeto.

Sin conocerla, Johann Wolfgang von Goethe nos advertía contra una fantasía como la goyesca, la cual es como el dolor que nos avisa de un peligro o, más aún, como una premonición de desastre. La fantasía de un sordo que desoyó las admoniciones de Novalis, quien, en una carta a su amigo Friedrich von Schlegel, escribiría en 1799 que «el sueño y la imaginación están hechos para el olvido. No debemos detenernos en ellos»6. Goya, arrastrado por su vigorosa intimidad, no pudo dejar de hacerlo, aunque nunca llegaría a convertir estos sueños de la imaginación en una mera delicuescencia psicológica. En el pintor aragonés no encontramos esa autocomplacencia narcisista de Heinrich Heine o de Jean Paul Richter, o ese abandono deliberado de Ludwig Tieck al ensueño romántico, a la caza furtiva de sentimientos incitadores de estados oníricos. La incontinencia fantástica de Goya no se debió a la exasperación del yo, sino a su herida mortal, una herida por la que el sujeto (y con el sujeto el mundo entero) se desangra y vacía en una delirante hemorragia de imágenes.