Czytaj książkę: «El diseño de nosotros mismos»

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El diseño de nosotros mismos.

El diseño de nosotros mismos.

Una lectura filosófica del diseño.

Luis Montero

El diseño de nosotros mismos.

Una lectura filosófica del diseño.

Luis Montero, 2020

Primera edición en Experimenta Theoria: junio, 2020

© Luis Montero

© 2020, de la presente edición en castellano para todo el mundo:

Experimenta Editorial

Calle Investigación, 7, Pol. Ind. Los Olivos.

28906 Getafe, Madrid, España.

www.experimenta.es

Coordinador de la edición: Marcelo Ghio

De la edición impresa:

ISBN: 978-84-18049-27-9

Depósito Legal: M-15376-2020

De la edición electrónica:

e-ISBN: 978-84-18049-34-7

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Digitalización: Proyecto451

Índice de contenido

Portadilla

Filosofía y diseño.

Ontología. La aparición del objeto.

Ética y política. La obligación del objeto.

Estética. La presencia del objeto.

Nosotros como objeto de diseño.

Bibliografía.


Figura 1: Sony Patente 8246454 B2.

Filosofía y diseño.

¿Es el diseño una disciplina merecedora de atención filosófica?

El diseño es, desde el punto de vista de la filosofía, una disciplina menor. Menor que la ciencia, el arte o el comportamiento humano. Menor desde luego que la tecnología. Si uno entra en la única página de internet que tiene algún sentido, la enciclopedia de filosofía de la Universidad de Stanford, la Stanford Encyclopedia of Philosophy (1), y busca design la única entrada relevante que aparece está bajo el capítulo Philosophy of Technology, en los apéndices The Centrality of Design to Technology y Methodological Issues: Design as Decision Making. El diseño es, para los filósofos, el apéndice de la tecnología. Y, desde el punto de vista filosófico, depende absolutamente de esta. No hay una disciplina llamada diseño filosóficamente relevante. Y seguramente con razón. Primero porque el diseño es una disciplina contingente, o eminentemente contingente: hija de un tiempo determinado, de su tiempo. Pero que sea contingente o hija de su tiempo, si bien le resta peso filosófico, no quiere decir que sea despreciable. Y segundo porque el diseño no parece contener absolutos, universales o grandes abstracciones, materiales sobre los que suelen trabajar los filósofos. Sin embargo, dado que el diseño es, entre otras cosas, el modo en el que el objeto aparece hoy en el mundo, es muy difícil, por no decir imposible, negar que hay algo óntico en el diseño. Y, por tanto, desde ahí ya no se puede afirmar que el diseño sea para la filosofía despreciable. Ni menor. En las siguientes páginas vamos a tratar de eso que no la hace despreciable, a pesar de no renunciar a su condición de contingente. O precisamente porque lo es, en un tiempo en que todo lo es.

¿Qué hace del diseño una disciplina filosóficamente no despreciable? Primero su condición ontológica. Ya se ha apuntado, el diseño define cómo aparece el objeto en el mundo. Que no es poco. Al contrario, ya es más bien mucho. Todo lo que vemos hoy, todo lo que nos rodea aparece ante nosotros diseñado. Y, frente a cómo se producía lo que hay, el diseño es la disciplina que interfiere en esa producción para darla como algo humano –y el uso del verbo dar es aquí muy intencionado, pero sobre eso más más adelante–. Como algo exclusivamente humano. El humano-diseñador es el profesional cuya tarea consiste en definir la aparición de todo lo que hay. Visto así, la condición del diseño empieza a no aparecer como despreciable. Todo lo contrario.

Ahora bien, si esto es así –si todo lo que hay aparece en el mundo como diseñado– el diseño se muestra como una operación ontológica. El diseño media, condiciona o define el ser de la cosa. Un martillo, una pecera, unas gafas, una bolsa de la compra. El ala de un avión, un cajeto automático, un billete de 5€ o la propia denominación de € para una moneda trans-europea. Todo es objeto de diseño. Tanto el objeto en sí como el proceso de producción del objeto en sí.

Y, como todo es objeto de diseño, se ha vuelto muy complicado discernir qué está diseñado y qué no. Incluso aquellos objetos en cuya producción no ha intervenido un diseñador tendemos a ver las huellas del trabajo de diseño. Así, y por poner un ejemplo extremo, en la negra irregularidad de los granos de alquitrán en la carretera recién asfaltada y apisonada hay una belleza que bien podría haber sido premeditada por un diseñador a pesar de lo improbable que lo sea.

¡Si hasta al acto divino de la creación los cristianos lo llaman diseño inteligente!

Y esta dualidad del diseño, la facultad de diseñar el objeto y su proceso de producción, tienen una repercusión metafísica fundamental. Trastoca los cimientos de la ontología occidental. Porque termina con aquello inaprensible del objeto de sí. El objeto en sí, gracias al diseño, desaparece. Desaparece la Idea-forma platónica (Platón 2002). Desaparece el neumeno kantiano (Kant 2013a).

El objeto diseñado ya no es ontológicamente un objeto. Está más acá del objeto en sí, de ese algo inaprensible por los sentidos. Inaugura otra categoría. El objeto diseñado es lo que el humano quiere que sea ese objeto. Y eso es ya es mucho, si de lo que hablamos es de filosofía. Y es mucho porque es la combinación de dos tendencias cuya contraposición dialéctica ha construido el pensamiento filosófico occidental: el empiricismo y el idealismo. El diseño contrae ambas escuelas en una y las deja en pañales, suspiros de un humano que no controla su mundo.

Ese alejamiento entre filosofía y diseño me obliga a un breve comentario sobre la estructura y discurso de este texto. Cada capítulo se abre con una Figura que intenta explicar el contenido del mismo. Como podrá observarse, son modos de explicar la historia de la filosofía, sus herramientas y enfoques. Pero dado que estos atributos deben ser aplicados a una disciplina hasta ahora ajena no siempre siguen la literalidad del canon. Los recuentos históricos, las relaciones entre escuelas e incluso los conceptos son explicados muchas veces de forma poco tradicional. Espero que se perdone la licencia, al tiempo que creo que hacen de la lectura de la tradición algo más ameno.

Y, antes de terminar, querría dar las gracias a los –a día de hoy– 327 suscritos al canal de Telegram Filosofía y Diseño (2) que han servido de acicate y empuje hacia la finalización del libro. Si bien es cierto que esos canales no permiten demasiada interacción autor-suscriptores, los comentarios vía mensaje privado, correo electrónico y otros medios han enriquecido estas reflexiones. Sin ellos este libro no sería otro, son más importantes. Sin ellos este libro no existiría. Muchísimas gracias a todos los que habéis leído el canal en algún momento. Estas páginas están dedicadas a vosotros.

También quiero dar las gracias a Agustín Cuenca y todo su equipo de NeuroK, donde se han impartido las dos ediciones –a día de hoy también– del curso homónimo, El diseño de nosotros mismos. Un agradecimiento extensible a todos los alumnos que han pasado por allí. Una plataforma que me ha dado la oportunidad de lanzar mis ideas y comprobar reacciones. Como sucedió en el canal, también aquí me he visto obligado a corregir y matizar mis ideas y su exposición. Estás páginas también existen gracias a vosotros.

Además, quiero agradecer a Albano Cruz su inspiración constante, su ayuda incansable y su espíritu constructor inquebrantable. Muchas de las ideas que aparecen aquí expuestas surgen de las interminables conversaciones mantenidas durante más de un decenio sobre innumerables cuestiones. La fenomenología, Kant o su negación o la magia como productor de significados. Una ayuda que no sólo ha sido conceptual, sino también técnica. Eso sí, como uno es cabezón, no siempre he seguido sus recomendaciones: lo errores son sólo míos. Sin él este libro hubiera sido otro. O quizá no habría sido.

Por último, no puedo acabar sin expresar mi gratitud a mi editor, Marcelo Ghio y a la Editorial Experimenta, quienes batieron el récor del mundo de velocidad en la aceptación de una propuesta editorial. Una reacción que, otra vez, no ha hecho sino profundizar mi compromiso con el diseño y su fundamentación filosófica. Porque el diseño merece ser tomado en serio también por los filósofos.

Por ello, y ya para terminar, una declaración de intenciones: este es un libro que no intenta cerrar un debate sino que pretende abrir una conversación. Es muy probable que muchas de las propuestas sean erróneas o que carezcan de sentido –aunque juro que he dado lo mejor que tenía en cada momento–; sólo espero que nuevas voces se unan al discurso y, tras destrozar mis tesis, avancemos en el estudio del diseño.

Muchas gracias a todos.

1. https://plato.stanford.edu/

2. Puede accederse en https://t.me/filosofiaydiseno


Figura 2: Ontología.

Ontología. La aparición del objeto.

Pero empecemos por el principio: si la ontología es la pregunta por el Ser, la ontología del diseño es la pregunta por el Ser del diseño.

La pregunta ontológica del diseño conlleva tres preguntas: 1- ¿Qué es el diseño?; 2- ¿Cómo aparece aquello diseñado?; y 3– ¿Cómo conocemos eso diseñado? Una es una pregunta por una disciplina enmarcada en un momento histórico (el de la producción industrial: la infinita reproducción de lo mismo). La segunda es una pregunta por el objeto y su aparecer conformando ese mundo determinado. La tercera es el modo del conocimiento implícito en el objeto que, al tiempo, determina el mundo.

Esta es la historia de una búsqueda. La búsqueda de un modelo ontológico capaz de contener y fundamentar esa disciplina que es el diseño. Y viceversa. También se trata de buscar el modo en que el diseño puede hacer avanzar la metafísica. O, cuando menos, remover sus cimientos. Para ello propongo seguir la siguiente estrategia: revisar los modelos ontológicos propuestos hasta ahora por distintos autores y distintas escuelas con el fin de identificar esa propuesta que mejor resuelva la pregunta inicial y, al tiempo, dilucidar si el puede el diseño tener alguna relevancia metafísica.

La pregunta por el diseño.

Suele decirse que hay 5 grandes ontologías occidentales: Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant y Hegel. Que son las 5 mejores respuestas a la pregunta por el Ser. Y, de ese quinteto, cuatro son ontologías de lo que aquí (Figura 2) hemos llamado del Sujeto. Todas salvo Spinoza responden con un Quién a la pregunta por un Qué. Al ¿Qué es? contestan con un Quién es. Las cuatro concluyen que eso que es es un Sujeto para quien el acceso a eso que hay ahí en el mundo, ajeno a él, es ajeno a él. Y, a modo de cortafuegos, interponen entre el Sujeto y eso que hay en el mundo, los objetos, barreras infranqueables, de modo que el acceso a eso que hay sea imposible y el objeto permanezca como inaccesible. Un cortafuegos, o proxy como se diría ahora, que llegó a su máxima expresión con la distinción que estableció Descartes en sus Meditaciones filosóficas entre res cogitans y res extensa, entre el alma, espíritu pensamiento o cognición –dependiendo de la época y del pensador– y la cosa. Entre el sujeto y el objeto. Cómo sea ese sujeto y qué atributos lo componen, ahí difieren; pero todas parten de que hay algo que tiene un estatus ontológico privilegiado que prima sobre todo lo demás que es. Da igual que para Platón ese cortafuegos sean las Ideas, para Aristóteles la Sustancia, para Kant el Conocimiento transcendental o para Hegel el Concepto, la conclusión es que para todos ellos hay una entidad ontológica desde cuyo estatus preferencial no puede acceder al objeto. ¿Y quien ocupa ese estatus privilegiado? El humano. ¿Quién si no? Para los griegos porque es aquel que se hace la pregunta sobre Qué es; para los alemanes, además, porque es el centro de la creación. Por cierto y al contrario de lo que podría pensarse, ese estatus de privilegio se ha visto profundizado con la modernidad o, cuando menos, no se ha visto erosionado. Hasta que, ya bien avanzado el siglo XX, durante el periodo de entreguerras, no se tradujo a Nietzsche y su famosa «muerte de dios» en la muerte de la metafísica, la posición ontológica de privilegio estaba ocupada por los hijos de aquel que se sentaba a la mano derecha de dios. Tanta sería la primacía del humano desde el punto de vista metafísico, que una vez derrumbada la idea de humano como hijo de dios también se derrumbó la idea misma de metafísica. Y no ha sido hasta la aparición de las ontologías planas que no se ha recuperado… Tanto nos ha costado no aceptarnos como excepcionales (y ser herederos de dios era una forma de calificarnos como los más excepcionales). En cualquier caso, para las cuatro ontologías del Sujeto el diseño es irrelevante porque no afecta directamente a la respuesta por el Quién (dado que, para ellas, sujeto y objeto son dos órdenes categoriales distintos e inaccesibles –o, si lo hace, lo hace desde la óptica de la desubjetivación del sujeto, pero eso ya sería mucho más tarde, bien entrado el siglo pasado.

Pero no todas las metafísicas del quién han sido reacias al objeto. O lo han rechazado de plano. Sin tanto peso en la tradición y sin sistemas tan bien fundamentados, hay otras ontologías del sujeto que podrían calificarse de «menores» que han intentado abrir puertas de acceso al objeto. Ahí destaca Schopenhauer y su idea de que el sujeto lleva el objeto incorporado en el cuerpo, y por tanto tiene acceso directo a él. El humano, para Schopenhauer, no puede escapar del objeto porque él también es objeto. A pesar de su trabajo de acoso y derribo a la idea de sujeto, cuya ruina celebraría después Nietzsche, aún hay en Schopenhauer una cierta primacía del sujeto, aunque sólo fuera porque todavía no estaban los tiempos para aceptar análisis levantados desde la paridad ontológica sujeto-objeto (cuerpo).

Sin embargo, bien se puede discutir si hay una relación entre nuestro acceso al cuerpo-objeto y al objeto-objeto. Entre el acceso a los dedos que sujetan esta página y el acceso a esta página. No es difícil concluir que, por muy cercano que sea ese objeto que llamamos cuerpo y que nos acompaña durante toda la vida, quizá sea demasiado cercano: con la página, la silla, el proceso de producción del tomate o el gen de lagarto modificado con Crispr no compartimos la misma intimidad. El objeto-objeto, todo aquel objeto que no es nuestro cuerpo, se nos manifiesta como ajeno irremediablemente a pesar de todos los esfuerzos de Schopenhauer por demostrar lo contrario. Ahora bien, en su beneficio, hay que reconocer que esa solución, el cuerpo como objeto, era lo más cerca del objeto que podía llegar un idealista y seguir siéndolo.

Y aquí llegamos al siglo XX, donde la filosofía se rompe por la mitad. Se bifurca en dos caminos de sentidos opuestos. O casi. Como ha sucedido a lo largo de la historia de la filosofía en múltiples ocasiones, durante todo el siglo pasado convivieron dos escuelas antitéticas. Dos corrientes de pensamiento que se disputaban la hegemonía y, como suele suceder en estos casos, sin que ninguna de las dos haya llegado a imponerse. Una ruptura filosófica que, aunque pueda parecer paradójico, a mi juicio ha sido una bendición. Hemos podido disfrutar de dos corrientes de pensamiento muchas veces opuestas –por no decir que siempre– y, al mismo tiempo, coetáneas. No siempre se tiene una oportunidad así. Son las escuelas llamadas analítica y continental. La primera se ciñe sobre todo al ámbito anglosajón y se ha centrado fundamentalmente en la filosofía del lenguaje –de ahí su nombre–, aunque luego lo extendiera a otros campos como la epistemología, la ética o la teoría de la mente, mientras que la segunda se ha desarrollado fundamentalmente en el continente europeo –de ahí su nombre–, fundamentalmente en Alemania y Francia y, en menor medida, en Italia, ha seguido especulando a partir de conceptos más fieles a la tradición europea. El Brexit filosófico se produjo mucho antes que el Brexit político –hay quien señala al primero como razón del segundo; pero siempre hay alguien que de las correlaciones hace leyes…

La filosofía analítica, en un rechazo a Kant y sus derivados idealistas, intentó recuperar muchos de los planteamientos de Hume. Hume era un escéptico, sí, pero también un filósofo empírico. Para él todo respondía en última instancia a la vivencia de los hechos (facts), no tanto a los conceptos con los que se pretende explicar esos hechos. Los hechos son los que son, los conceptos discutibles. Abría así la puerta a la ciencia como forma de explicarlo todo pero, sobre todo, negaba a la metafísica la capacidad de explicar nada. A partir de esa idea, mucho del proyecto analítico se ha dedicado a intentar explicar esos hechos con la menor injerencia metafísica posible, entendiendo que la ontología es, a lo sumo, un producto de esos hechos y no al revés. Y, sin metafísica a la que dedicarse, la filosofía analítica se centro en la ciencia. O, más concretamente, en intentar hacer de la filosofía ciencia. Y para ello se centró, no sólo pero sí de forma prominente, en intentar fundamentar el lenguaje dado que es a través del lenguaje como describimos la realidad. ¿Porque, al fin y al cabo, qué somos si no otra cosa que lenguaje? Y poco a poco fue perdiendo fuelle empirista y adquiriendo capacidades formales. Un largo proceso de divorcio que empezó hace mucho tiempo, con Aristóteles y su crítica a la Teoría de las ideas de Platón, que se subrayó 22 siglos después con los acercamientos lógicos de Frege y Russell a la pregunta por el sentido, el significado y la referencia –tres conceptos a los que el diseño hoy intenta dar respuesta, pero que la filosofía analítica enfoca desde el lenguaje y no desde el objeto, de ahí su ignorancia mutua– y culminó a mediados del siglo pasado con la crítica de Quine en Dos dogmas del empirismo (Quine 2002), un texto que ratificó el el giro lingüístico como lo llamó Rorty y que desde entonces ha sido imparable.

Pero volviendo al objeto, diseñado o no, para muchos de ellos, dado que ese acceso al Qué es imposible y o bien lo han declarado inefable o bien han negado el sentido de la pregunta. Han negado todo lo que aquí estamos hablando y que Aristóteles llamó filosofía primera. Baste recordar que para el primer Wittgenstein el objeto era un pseudo-concepto (Wittgenstein 2007). Es decir, para estos autores la pregunta por el objeto ya no era un problema metafísico a resolver por la filosofía sino un problema físico que antes o después resolvería la ciencia. Eso que produce el diseño le tocaría explicarlo a la física, en última instancia. Y, a pesar de que sus esfuerzos han sido magníficos y sus logros también, el desarrollo de la lógica durante el siglo pasado ha sido indiscutible, en lo que aquí se refiere no se ha avanzado mucho en cuanto al acceso al objeto. Es más, lo ha dado por imposible. Ese Qué sigue siendo un desconocido, el gran desconocido. O, al menos, el gran ignorado.

En sentido opuesto, para la otra gran escuela filosófica del siglo XX, en muchos aspectos continuadora de la tradición idealista alemana, la escuela continental, la pregunta por el objeto ha seguido y aún sigue viva. Pero el momento del Quién como explicación del Qué había perdido fuelle. Ese Quién se ha visto fuértemente erosionado a lo largo del siglo XX. No sabremos qué es el objeto, pero el sujeto nunca ha estado más cuestionado. Heidegger –quien por cierto era igual físicamente que mi tío José María, condecorado por Franco como caballero mutilado y otro nazi de cuidado y, y ya en serio, de quien el lector se puede preguntar por qué no aparece (Heidegger, no mi tío) en el esquema que abre este capítulo: y no aparece porque era metafísicamente kantiano, demasiado kantiano (3)–, Heidegger, decía, declaró el «olvido del Ser» y con él «la muerte de la metafísica» (4). La pregunta por el Ser dejaba de tener sentido porque ya no era accesible el Ser y por tanto no había Ser alguno por el que preguntar ni al que preguntar, inmersos como estamos en un estar-en-el-mundo y sometidos a una temporalidad ajena a la temporalidad humana que nos impide acceder a él. El Dasein sería como charco en el que no hacemos pie, un charco en el que vivimos casi ahogados sin otro flotador existencial que seguir flotando en él. Un olvido en el que tenía mucho que ver, por cierto, la emergencia de la tecnología. Así, y desde ese paraje que algunos encontraron desolador y empezaron a hablar de existencialismo, estructuralismo, posmodernidad, etc., el sujeto habría muerto, sí, pero mientras el objeto había proliferado una barbaridad (Heidegger 2018).

Tanto que hoy todo se ha cubierto de objetos. Como si hubieran estallado todos los centros comerciales del mundo y todo se hubiera visto cubierto de trastos sin orden ni concierto –hay una novela de Sue Graffon en la que describe el jardín delantero de una casa con chavalada como si hubiera explotado el Toys“R”Us más cercano, tan gráfica es la imagen–. Así, desde el último cuarto del siglo pasado, dada su profusión hasta cubrir el todo, el objeto se ha impuesto ontológicamente. Del «máximo común divisor» de las antiguas ontologías se ha pasado al «mínimo común múltiplo»: el sujeto ha perdido cualquier estatus ontológico privilegiado y, si posee estatus alguno es porque es un objeto más. El Quién –sea lo que sea eso– es también y sobre todo un Qué, rodeado de otros Qués de distinta naturaleza y condición. Ya no es el Quién el modo de ser sino el Qué. Es lo que se han llamado ontologías planas, una corriente de pensamiento surgida en las postrimerías del siglo pasado que intenta remediar el agotamiento de las ontologías tradicionales intentando poner el foco de atención en el objeto. Herederas de la fenomenología, son su más reciente expresión. Las Object-Oriented Ontologies (OOO, en su expresivo acrónimo que bien parece un emoticón), ontologías orientadas al objeto, y la Teoría del Actor-Red (AnT, en su también expresivo acrónimo inglés). Es el momento de Harman (Harman 2016) y Latour (Latour 2013).

Pero antes de terminar este epígrafe, es preciso recordar que ante las estrategias previas –la distinción entre el Quién y el Qué y la imposibilidad del acceso del primero al segundo de la tradiciones griega y continental o la ignorancia hacia el Quién de la tradición analítica, total, ya lo solucionará la ciencia– hay una tercera: que todo sea un Quién. Hay otras ontologías del sujeto que aceptan de buena gana el objeto, tanto que lo toman como parte de sí, extendiendo hasta el objeto los atributos que hacían del sujeto sujeto. Son el antiguo panteísmo y el también antiguo, aunque actualizado últimamente por la noción de Gaia, pan(proto)psiquismo –el segundo prefijo, proto, se añadió para suavizar la promesa de una conciencia extendida a todo lo que puebla el universo, así que se le atribuyó proto-conciencia. Que todo fuera dios o que todo tuviera (proto)conciencia –que bien se puede discutir si no son dos formas de lo mismo o, cuando menos, que la segunda no sea una extensión de la primera– sin duda nos acerca al objeto, pero sólo si antes hemos hecho del objeto parte de nosotros mismos. Y no sé si ese es un ejercicio que todo el mundo está dispuesto a hacer. Y no todo el mundo está dispuesto a hacerlo porque tanto el panteísmo como el panpsiquismo aceptan el objeto porque parten de que para poder acceder a todo lo que hay ha de darse algo que podría llamarse el «máximo común divisor» de todo lo que hay: que todo lo que hay comparta el quién del sujeto. Que todo objeto sea sujeto. Que todo Qué sea un Quién.

Y quien mejor ha mantenido esa propuesta ha sido Spinoza (Spinoza 2011), tanto que el holandés aún sigue siendo un aparte dentro de la metafísica occidental.

Pero esta es una premisa difícil de mantener –quizá porque aún estamos demasiado imbuidos por la idea de Sujeto y permanezcamos secuestrados por él, a pesar de saber que ya es poco más que una caja vacía, un contenedor como propongo en Dejad que las máquinas vengan a mí (Montero 2019). Y nos parece que la premisa no se sostiene. El Qué sigue siendo un Qué por mucho que pretendamos adjudicarle los atributos del Quién. Quizá la piedra sea libre –es decir, cumple con lo dispuesto por el conjunto de relaciones-reglas que conforma el todo– mientras cae y el humano lo sea mientras cumple con lo requerido para ser humano, pero para sostener que piedra y humano comparten estatus ontológico hay que ser Spinoza. Es cierto que Siri o Alexa o Cortana –o los que vengan, porque esa es una de las dinámicas que abre el diseño: los objetos nunca cesan de venir– prometen un cierto protopsiquismo y que, durante años, se ha discutido si un termostato era consciente o no –esta era un tema clásico de disputa entre partidarios de la inteligencia artificial y sus detractores– pero de ahí a pretender que la tecla sobre que ejerzo presión para escribir esta «ñ» es consciente de la presión o de la ñ que escribe hay un trecho enorme. El Qué aún lo pensamos como alejado del Quién.

O quizá no.

Quizá ya no.

Como se verá más adelante.

Pero antes sigamos con el repaso ontológico a la distinción sujeto-objeto.

Fenomenología y diseño.

Era una tarde oscura de invierno en Friburgo. De pronto, bajo los 116 metros de altura de la torre de la catedral de la Münsterplatz empezaron a aglutinarse primero unas docenas de estudiantes a los que muy pronto acompañaron casi un centenar de personas. Fue una reunión espontánea, sin convocatoria previa, motivada por el hastío de los ciudadanos de la brecha inexpugnable que se había abierto entre el sujeto y el objeto. Hartos de aquella deuda cartesiana gritaban a una sola voz: «Zurück zu den Sachen selbst!»

¡De vuelta a la cosa en sí!

Era el grito de partida de la fenomenología, el método de conocimiento que inauguró Husserl que proponía definir el Quién que somos en función de los Qué que nos rodean, de los Qué que se nos aparecen (Husserl 1993, 2012 y 2013).

Quizá no fuera exáctamente así, quizá no hubiera manifestación alguna y la aparición de Ideas, el libro bautismal de la fenomenología, fuera mucho más callada, pero lo cierto es que ya desde sus inicios la fenomenología tuvo un profundo impacto en la metafísica del siglo pasado. De hecho, entró como un elefante en una cacharrería. Su objetivo fundamental era superar la dicotomía cartesiana sujeto-objeto integrándolos a ambos. Pero no mediante una reducción ontológica del sujeto o la exaltación ontológica del objeto. No. Ambos, sujeto y objeto, eran una continuidad que se conformaban el uno al otro. El sujeto lo es mediante los objetos que lo rodean, con los que cohabita y lo conforman. Y al contrario, el objeto lo es mediante los sujetos que lo habitan y lo conforman. Entre sujeto y objeto hay algo que atestigua la existencia, el ser de ambos: el fenómeno. Porque hay objetos hay fenómenos y porque hay sujetos hay fenómenos. Unos porque los producen, otros porque los perciben. A partir del estudio metódico de esa intersección sujeto-objeto, que se encarnaba en la percepción, la fenomenología buscaba redefinir y superar esa antigua dicotomía.

Y, para superarla, había que comprender un concepto que había heredado de su maestro Franz Brentano y que contaba con una larga tradición filosófica, ya desde la escolástica medieval, de hecho, sus orígenes se remontan hasta el Argumento Ontológico de Anselmo: la Intencionalidad. Un concepto que aún sigue dando quebraderos de cabeza, fundamentalmente en ese campo que es la Filosofía de la mente.

¿Qué es la Intencionalidad? Brentano la definía así (Brentano 1995 88-89) (5):

Todo fenómeno psíquico se caracteriza por aquello que los escolásticos medievales llamaron la in-existencia intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros, con expresiones no del todo carentes de ambigüedad, definiremos como referencia a un contenido, dirección hacia un objeto (que no debe ser entendido como su significado), o como objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como objeto, aunque no siempre del mismo modo. En la presentación hay algo que es presentado; en el juicio algo viene aceptado o rechazado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el deseo, deseado, etc. Esta in-existencia intencional es una característica exclusiva de los fenómenos mentales. Ningún fenómeno físico presenta algo semejante. Podemos, entonces, definir los fenómenos mentales afirmando que son esos fenómenos que contienen un objeto intencionalmente en sí mismos.

¿Qué quiere decir esto? Que no existe algo así como la conciencia en el vacío, que la conciencia siempre es relación a algo. Siempre apunta hacia algo y contiene algo. Ese algo es inmanente al hecho de ser consciente: no hay consciencia sin ese señalar. La conciencia siempre tiende a algo, y tender en latín es intentio. La conciencia posee, como se ve, una intencionalidad. Y a partir de ahí Husserl construyó una nueva ontología que prometía ser capaz de salvar la fosa abisal que nos separa de la cosa en sí kantiana. Es decir, que al contrario de lo que afirmaba Kant, no existía por un lado un sistema cognitivo que cuenta con un aparato de reglas conceptuales –espacio, temporalidad, causalidad–, aquello que Kant llamó lo legiforme (Kant 2013a), independientes de lo que hay o lo que se da y, por otro, eso que se da cómo fenómeno. Y no existía porque hay un tipo de fenómenos único, los fenómenos mentales, que se caracterizan por contener en sí mismos ese apuntar. Ese mostrarse de algo. El estudio de esos fenómenos mentales sería el objeto de la fenomenología. Por fin parecía abrirse un puente entre sujeto y objeto, de forma que ambos aparecían unidos en la conciencia mediante ese objeto intencional provocado por el fenómeno percibido, sin el cual no podía darse la conciencia. Pero para cruzar ese puente había que seguir un método, que además se fue complicando con el paso de los años. El método comenzó con la reducción fenomenológica o epojé –del griego εποχη «suspensión»– (Husserl 1993), que consistía en la suspensión del juicio, un «poner entre paréntesis» todo lo conocido como real –la creencia en la realidad del mundo, los supuestos teóricos que lo confirman o niegan, los enunciados científicos– hasta destilar ese contenido del fenómeno mental. Depurar la conciencia hasta reducirla a la vivencia de ese fenómeno mental y su observación. A su estudio. Pero el método no había hecho más que despegar y, con el tiempo, Husserl lo complementaría con un amplio conjunto de técnicas cada vez más obtusas –tanto que la fenomenología más que una ciencia hoy nos recuerda a una ascesis–, que no vienen a cuento en esta introducción. La fenomenología, así, sería un mirar el mirar.

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252 str. 5 ilustracje
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9788418049347
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