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Zipazgo: 200 años de posverdad

Zipazgo: 200 años de posverdad

Luis Eduardo Uribe Lopera



Uribe Lopera, Luis EduardoZipazgo: 200 años de posverdad / Luis Eduardo Uribe Lopera. – Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2021.286 páginas – (Colección Académica)ISBN Epub: 978-958-53031-0-2ISBN pdf: 978-958-52813-9-4ISBN impreso: 978-958-53303-8-21. Novela Colombia – 2. Literatura colombianaC863.44 (SCDD 20ed.)

Zipazgo: 200 años de posverdad

© Luis Eduardo Uribe Lopera

© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)

Colección Académica

Edición: marzo de 2021

Rectora

Blanca Libia Echeverri Londoño

Director de Publicaciones

Jorge Hernando Restrepo Quirós

Coordinadora de Publicaciones

Lina Marcela Patiño Olarte

Asistente Editorial

Nube Úsuga Cifuentes

Diagramación y diseño

Leonardo Sánchez Perea

Corrección de texto

Erika Tatiana Agudelo

Edición

Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado

Fondo Editorial IUE

publicaciones@iue.edu.co

Institución Universitaria de Envigado

Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia

www.iue.edu.co

Tel: (+4) 339 10 10 ext. 1524

Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE

Contenido

Carátula

Portadilla

Portada

Créditos

Prólogo

Primera parte

El tiempo del ruido, 123 años antes de la independencia

Zipazgo, años 1-200

Año 206

Los gemelos, años 1-30

Año 5

Años 6-9

Año 19

Los bastardos, 25 años antes de la independencia

Segunda parte

Celesto y Escarlato, año 20

Los bastardos, año 20

Los gemelos, año 21

Tabacá, año 23

Los bastardos, año 23

Empadronamiento, año 25

Tabacá, año 26

La expropiación, año 29

Celesto y Escarlato, año 31

El Brujo Mayor, año 31

Celesto y Escarlato, año 31

La trapaza, año 32

Los bastardos, año 32

El Consejo, año 32

El informe sobre los demonios, año 33

Los bastardos, año 33

Tabacá, año 38

Los bastardos, año 41

Tamasia, año 41

Tabacá, año 41

Los bastardos, año 41

Tabacá, año 41

Tabacá, años 42-43

Los bastardos, años 42-43

Tercera parte

Zipazgo, años 43-76

Tabacá, año 76

Tabacá, año 77

Tabacá, año 83

El Brujo Mayor y los demonios, año 83

Los fantasmas de los bastardos, año 85

Tabacá, año 94

Los demonios, año 102

Región frutera, año 118

Tabacá, año 119

Eleazar, año 126

Tabacá, año 136

El pandemonio, año 138

Cuarta parte

Zipazgo, años 138-143

El pueblo sin los gemelos, años 143-147

El regreso de los gemelos, año 147

Los bastardos, año 147

Melquiades, año 147

La alternancia, año 148

Los bastardos, año 148

Los demonios, año 148

Quinta parte

Tabacá, año 151

Sur de Zipazgo, año 151

Tabacá, año 151

Eliminando la competencia, año 154

Tabacá, año 156

Tabacá, año 160

Los Mellizos, año 164

Tabacá, año 164

Los mellizos, año 168

Los bastardos, año 169

Tabacá, año 170

Los mellizos, año 173

Los bastardos, año 173

Los mellizos, año 176

Tabacá, año 179

Sexta parte

El nuevo juego, año 183

Zipazgo, años 183-192

Tabacá, años 190-200

Tabacá, año 206

Tabacá, año 208

Zipazgo, año 211

Zipazgo, año 214

Línea del tiempo

Reseña del autor

Colofón

Contracarátula

Prólogo

Zipazgo: 200 años de posverdad surgió como un cuento metafórico sobre el interminable caos que sufre Colombia, ralentizador de su crecimiento económico y social. En principio lo construí contando las desafortunadas vivencias de una familia de 32 hijos, en la que dos hermanos gemelos abusan de su posición de primogénitos para apoderarse de las mejores tierras de la hacienda familiar y arrogarse el derecho de administrar la fortuna en detrimento del patrimonio de sus hermanos, a quienes desprecian por su condición de bastardos.

A medida que escarbaba más en la historia colombiana y escuchaba las noticias diarias veía que se enredaba más la madeja, pero al mismo tiempo sentía que se revelaba un intrincado caos dirigido tras bambalinas. Alcanzada la independencia, la casta dominante fundó los partidos Conservador y Liberal, y dio inicio así al truculento juego de la confrontación bipartidista por la cual se aferró al poder atizando divisiones y rencores regionalistas que extirparon cualquier vestigio de identidad nacional del pueblo colombiano. Al instituir una democracia a la carta, corrompieron un sistema honorable con el fin de mantener el poder sin asumir responsabilidades de ningún tipo.

Colombia padece males cuyas causas y consecuencias se confunden y los distintos actores se imbrican en terrenos de legalidad e ilegalidad, con el pervertidor dinero del narcotráfico como protagonista durante las últimas cinco décadas. Pero extrañamente, sin importar en que lado de la ley esté, ninguno de esos actores es responsable de nada. Al contario, corren a formarse en la fila de las víctimas, jurando que todo es culpa de fuerzas oscuras e invisibles, seres inmateriales semejantes a los personajes más reconocidos de nuestros mitos y leyendas. Generación tras generación, los males se perpetuán en sagas políticas y delincuenciales que arrastran a Colombia al peor de los escenarios que las divisiones y odios internos ofrecen.

Salvo excepciones que sirvieron para construir la novela, los hechos y protagonistas representados aquí están basados en los principales acontecimientos y actores de la historia colombiana, y están expuestos respetando el orden cronológico. En la línea de tiempo anexa se puede verificar la correspondencia de sucesos.

Luis E. Uribe L.

Agosto de 2020, Envigado, Colombia.


Primera parte


El tiempo del ruido, 123 años antes de la independencia

Las entrañas de la tierra zipazguense tronaron intimidantes anunciando que los demonios resurgirían para castigar la sumisión del pueblo a dioses extranjeros. Lengua, cultura, dioses y sacerdotes originarios, más que estar en el sótano del olvido de los nativos, fueron borradas de la memoria colectiva. Los usurpadores hispalianos provenientes del Continente Uno sumaban dos siglos arrasando la civilización autóctona, implantando su deformada cultura y su manipulada fe sobre los amansados habitantes de Zipazgo. Ocho generaciones se necesitaron para desaparecer miles de años de historia de una nación incontaminada. Nunca se sabrá de qué se perdió el mundo con el bárbaro exterminio y saqueo. Ya sea por temor, inocencia, ignorancia o debilidad militar, los nativos poco o nada hicieron por defender sus raíces. Ante sus dioses se reconocían culpables por omisión, al no sacrificar sus vidas por ellos. Un pueblo apóstata que pagaría con sangre y miseria su traición. Anatemas que suplicarán morir por no inmolarse cuando debían. Los demonios fueron soltados en Zipazgo 123 años antes del grito de independencia.

Tabacá, capital del reino, fue el lugar elegido para anunciarle al populacho que los demontres fueron liberados. Los dioses y sus sacerdotes ya no estaban para protegerlos. Fue el tiempo del ruido, un fenómeno apabullante que llenó de temor servil a los pobladores capitalinos y a los pueblos aledaños. Un tóxico aire azufrado intensificaba la sensación de indefensión y pavor. La tradición popular, las leyendas transmitidas por los abuelos, lo advirtió desde el primer día de la llegada de los extraños de piel brillante. Pero ya casi nadie creía en cuentos de octogenarios muecos. El tiempo y la cultura impuesta por los invasores avalaban la incredulidad. Escépticos o no, la sobrenatural manifestación por sí sola era perturbadora. La noticia se esparció como mal presagio. De pronto la capital se vio invadida de curiosos, estudiosos, religiosos y testigos de extrañas apariciones en las agrestes selvas y los traicioneros montes a lo largo y ancho de Zipazgo. Para mayor terror, chamanes y brujos, oportunistas de turno, auguraban terremotos y desastres que asolarían el reino. Algunas premoniciones se cumplieron. Otros vaticinaban que vendrían años más aciagos que los padecidos entre la conquista y la colonia: el tiempo de la república. Que la estirpe heredera de los colonizadores y delincuentes fletados por el invasor ejercería con malicia el poder en el futuro; una generación auspiciada por Tamasia, el ambicioso imperio insular del Continente Uno que, en aquellas calendas, discutía por el poder global. Demontres más perversos surgirían y el tiempo del ruido se repetiría como recordatorio amansador para el pueblo. La gente debía grabar en su memoria la traición cometida contra los dioses autóctonos y aceptar las consecuencias, entre ellas las guerras intestinas interminables y fratricidas, las divisiones y rencores regionales, y el fruto putrefacto de la mala semilla sembrada por los malhechores del invasor, progenie que gobernaría sempiternamente con doblez y avaricia tras la pantomima de la democracia.

Igual que sucede con los dioses, nadie ha demostrado la presencia de los demonios. Después del terrorífico evento, la mayoría de los habitantes de Zipazgo ha creído en su existencia. Seres mitológicos de extravagante y aterradora apariencia que recorren la manigua robando almas, desapareciendo las riquezas naturales, estafando a incautos y produciendo dolor y muerte con desastres, hambruna y posesos asesinos. Como con los dioses, cada estrato social y cada persona especula de manera particular, a veces contraria, respecto a la verdadera intención de los demonios. El amañado caleidoscopio de la fe se había instalado en Zipazgo con la llegada de los invasores. Bastaba un conocido o parroquiano que jurara haber visto algún espectro diabólico para que la comunidad en pleno lo asegurara también. Con cada versión, la alharaca del populacho se multiplicaba en una espiral infinita de incalculable alcance y magnificencia. El sentimiento del pueblo por estas presencias mutó a religión.

Zipazgo, años 1-200

La paradoja se pavonea oronda por Zipazgo como legítima y distinguida concubina de la democracia. Fue entronizada dos siglos atrás por los avariciosos instigadores que firmaron el Acta de Independencia. La embozaron con el ropaje de la desterrada y moribunda verdad para ocultar a ojos del pueblo la equidad, la justicia y la paz, para que fueran irreconocibles por siempre. El iluso pueblo festeja cada año una fraudulenta libertad proclamada tras padecer tres centurias de saqueos, masacres y borrón cultural perpetrados por los mezquinos invasores que “desembocaron por el sendero del sol naciente que cruza el mar”. Así lo describieron, quinientos años atrás, los asombrados nativos que contemplaron el descenso de los dioses barbudos ataviados con chispeantes y deíficas armaduras que marinaban en tres portentosas montañas flotantes. Con la emancipación, una artificiosa democracia surgió en las colonias para ser gobernada por reyes electos por el pueblo. Reyes ocultos tras el eufemístico rótulo de presidentes. Un contrasentido fraguado desde el Club de la Democracia del Continente Uno, auspiciador soterrado y codicioso de la campaña libertadora desde su simiente. El sórdido Club jamás se ha opuesto a esta imperecedera incongruencia, siempre y cuando los elegidos acaten las directrices de la agremiación. Celesto y Escarlato: los gemelos que han gobernado por más de dos siglos este paradójico guiñol nacieron el mismísimo día de la firma del Acta. Así empezó esta singular monarquía democrática, oculta tras la ilusoria escenificación teatral cuyo nombre elegido para publicitar y vender la bufa no es necesario citar. En este relato están los actores reales con sus nombres verdaderos, no los personajes novelescos que el Club decidió imprimir en la historia como un siniestro reflejo especular de Zipazgo.

El orden natural de la civilización nativa se frustró con el desembarco de los fulgurantes buitres que timoneaban las tres carabelas el día doce del mes décimo; una fecha enmohecida por más de trescientos años de hipocresías colonialistas, y doscientos de falacias democráticas. Así lo denuncian algunos eruditos de la Historia que sueñan con rescatar los orígenes del reino para que vuelva a ser una verdadera nación. La fecha exacta ha sido muy celebrada durante el último siglo por propios y extraños a pesar de las nefastas consecuencias. Un festejo con tintes racistas que paradójicamente titularon pomposamente: Día de la Raza, como parte de uno de los actos supremos de la comedia creada por el Club para alelar a la plebe. Han pasado más de quinientos años, pero el efecto devastador de la invasión parece imperecedero. La psicología social cambió dramáticamente durante los tres siglos de conquista y colonia, y el caos premeditado ha sido instituido cómodamente por los reyes de la democracia durante dos siglos. Zipazgo padeció más de tres centurias de arrasamiento, y con la independencia el servilismo imperial le dio paso al psicológico. Algunos sociólogos e historiadores coinciden en que los trescientos años de vasallaje y despotismo inocularon en el ADN de la población, como herencia maldita, tres genes corruptores y atrofiantes. Dos son opuestos, y discriminan entre rangos, estratos sociales, clanes y regiones. De una parte, están los herederos de la corruptela, el despilfarro, la perorata y los agravios mutuos, la exclusiva casta gobernante. De otro lado encontramos al populacho, legatario de la indiferencia, la abnegación, la resignación, la apatía y el conformismo. El tercer conjunto de genes, que no distingue estatus alguno, es responsable de la fatuidad, la malicia indígena, la viveza y el oportunismo. Los hechos parecen darle la razón a los estudiosos que argumentan esta tesis.

De los posesores autóctonos del reino poco o nada quedó. Todo fue asolado por los invasores, hasta los mismísimos genes originarios. Como cualquier civilización conquistada por bárbaros de lejanas tierras, las ulteriores generaciones se multiplicaron fatuas y adoctrinadas bajo el yugo de dogmas intrusos y cortapisas subyugantes que se han transmitido de padre a hijo por medio de frases convertidas en leyes no escritas pero de obligatorio cumplimiento en la tiránica e implacable interacción social: “el vivo vive del bobo”; “no de papaya, pero si se la dan aproveche”; “lo malo de la rosca es no estar en ella”; “dele gracias a Dios porque al menos tiene trabajito”; ”Dios proveerá”; y otras más que vindican abusos, corrupción, manipulaciones, explotación, vagancia, violencia, despilfarro y venalidad. Todos parecen complacidos con el código de la Ley no Escrita, y quien no la aplica es insensiblemente juzgado.

Decididos a honrar la reputación de las conquistas, los ávidos invasores extirparon a sangre y fuego todo vestigio de lengua, religión, cultura, política y estructura social autóctonas de Zipazgo para eclipsar la identidad del pueblo y facilitar su sometimiento voluntario. El fragante aroma de la fronda endémica fue ahogado por la hediondez corpórea y etérea de los bárbaros navegantes. La primitiva cultura, con sus rituales salvajes y pecaminosa desnudez, justificó el arrasamiento. Disfrazaron a Dios para imponer su tiranía, y eliminaron todo rastro de nación y etnicidad que pudiera despertar remordimientos contrarios al propósito colonialista. Con el miedo como arma universal, implantaron sus creencias en los caletres vírgenes de los nativos y sus descendientes, decretaron leyes alcabaleras y apocadoras, gobernaron como déspotas y saquearon cada riqueza que alcanzaron sus zarpas. Las nacientes generaciones crecieron convencidas de que tener muchos hijos era un deber patriótico y moral, casi una deuda con los invasores que los rescataron del obsceno salvajismo. La chusma indómita fue adoctrinada para creer que tras el raudal de necesidades sin resolver que enfrentaba cada día, la solución era una alegre y santa explosión demográfica. “Cada hijo trae el pan bajo el brazo”, era la frase de la Ley no Escrita que obedecían. “La planificación familiar es pecado”, era la otra. Ideas sembradas para beneficio de reyes y clérigos. Una enmohecida herencia de los invasores que escondía una verdad avarienta: les urgía reclutar contribuyentes, soldados y esclavos que acrecentaran sus arcas para sostener su estilo explotador, megalómano, suntuoso y competitivo. Un estilo que pervivió con los gemelos.

—Debemos sacar el máximo provecho al caos y arrasamiento que implantaron los invasores —propuso Celesto a su hermano tras su regreso de Tamasia en el año 20, cuando apenas daban los primeros pasos en su andadura como fantoches oficiosos del Club—. No olvidemos dos de las máximas premisas del directorio “países sí, naciones no” y “sumar fronteras para que el Club crezca”. Mientras más fraccionado el continente, mejor para el directorio.

—Sin duda —respondió Escarlato, hinchado de satisfacción—. También podemos usufructuar el disfraz con que vistieron a Dios para imponer su tiranía y erradicar la cohesiva identidad como nación. Un turbulento torrente social que canalizaremos para nuestro beneficio. Este pueblo ignorante arrastra consigo una herencia maldita que jamás podrá exorcizar. La perniciosa usurpación de la fe que importaron los conquistadores para doblegar a los nativos y matar a sus dioses será muy útil para nuestros propósitos.

Durante su fructífero periplo por Tamasia, los gemelos aprendieron de sus mentores que la religión instalada por los invasores estaba claramente afectada por una distorsión del mensaje original con el oscuro propósito de subyugar a los nativos. Celesto y Escarlato celebraron que esta desfiguración parasitaria estaba instalada en los caletres de los zipazguenses, incoando una hipocresía moral cargada de intolerancia y soberbia, bastante productiva para entronizar la embaucadora democracia ofrecida por el Club. Aprovecharían la conveniente institucionalización de la fe como medio para mistificar su poder, tal como lo hicieron los usurpadores.

Tras la emancipación, Zipazgo adhirió al llamado “Orden social” establecido por el Club. Un modelo dirigido a fomentar familias disfuncionales, endeudas y atrofiadas para facilitar la gobernanza de los reinos del Nuevo Continente. Enmascarada tras la campaña de liberación, una estructurada confusión se impuso como conveniente forma de gobierno al servicio de quienes traicionaron a los adalides de la empresa libertadora. Los habitantes del reino se dividieron y tomaron rumbos diversos en su propia parcela, impelidos por una fe con tufillo a hipocresía y un patriotismo pernicioso fomentado por la élite capitalina. Aprovecharon la promiscuidad social cargada de fatuidad, credulidad e ignorancia que quedó como rescoldo en la hornaza de la colonización. El estancamiento social y económico estaba garantizado por siglos a pesar de los falsos armisticios prometidos y la perenne retórica democrática.

Desde el mismísimo día en que la vocinglería que reclamaba independencia retumbaba por las calles pestilentes y fangosas de la capital, la pertinaz confrontación fratricida ha sido azuzada y alimentada con maulería por la ponzoñosa casta gobernante. Solo cuando hay de por medio un beneficio mutuo, casi siempre soterrado, se concreta algún acuerdo cargado de falsa fraternidad. Acuerdos de guerra o de paz que nunca son lo que aparentan. Zipazgo parece ser el nefasto resultado de un macabro experimento del Club. Una remota posibilidad si tenemos en cuenta que para los poderosos del mundo cualquier reino incipiente no es tan importante como para merecer ese dudoso honor orbital.

El exiguo mundo de Zipazgo, con ínfulas de grandeza global a partir de su liberación, goza de una geografía rica y exuberante, con generosas fuentes de agua, flora y fauna de maravillosa diversidad, tierras aptas para cultivo y pastoreo, con una codiciada riqueza mineral. Allí crecieron y se dispersaron los despojados herederos del reino, legítimos y espurios, hasta alcanzar una treintena de regiones disímiles. Unas más ricas que otras, donde, paradójicamente, la fecundidad de cada pedazo no necesariamente determina la de sus abotargados habitantes. Cada uno fundó su clan donde pudo, no donde soñó. Unos pocos acaudalados y poderosos, y la escandalosa mayoría desposeída del acervo que un día perteneció por igual a los terrígenos. Es tentador concluir que estas luchas fratricidas se deben exclusivamente a que los más ambiciosos obraron inescrupulosamente, a que no dudaron en explotar la posición privilegiada que se arrogaron tras las campañas de liberación. Pero también hay que considerar el otro extremo, la gleba apática que aceptó sumisa el despojo y consecuente abandono, el vulgo heredero de los genes de la indiferencia y la resignación. Es en este punto cuando los románticos de la Historia retroceden quinientos años para encontrar respuestas al desastre, y concluyen que la razón primigenia desembarcó en esas tres naos siniestras que arribaron cargadas con semillas de avaricia, hipocresía y división.

Salvo algunos bichos raros, los eruditos invisibles, en el reino de Zipazgo nadie parece preocuparse por rescatar sus orígenes culturales. Por más que estos quijotes intenten recuperar y transmitir el honroso origen primitivo a las nuevas generaciones, prácticamente a ninguna persona le resulta valioso. Y quienes amagan interesarse en resucitar la identidad del reino, sucumben rápidamente a la propaganda del Club. “La gente está cómoda con la miseria —escriben en sus ensayos los eruditos invisibles que sueñan con la paradoja de la máquina del tiempo para que el pasado destructor sea revertido—. El pueblo no quiere rescatar la identidad y retomar la senda del desarrollo. Estas generaciones cargan el lastre de quinientos años de influencias morales subyugantes que les cuesta sacudir por su fatuidad. El populacho aún adolece de temor servil y reverencial. Influencias que acrecientan la sensación de crisis de identidad y que hunden el reino en un pozo de excrecencias sociales, religiosas y políticas. Poco o nada está libre de esta infinita contaminación: educación, economía, fe, convivencia, superstición. Un vertedero que devora cualquier esperanza de unión, que nunca se sacia, que crece cada día con su voraz apetito”, declaran los estudiosos. Es un panorama pesimista avalado por dos siglos de desunión, peleas, agresividad, engaños, abusos y abandono. Es evidente que el inventario de esperanzas es perecedero para los zipazguenses. La situación se oscurece con las argucias de Celesto y Escarlato, que acogen como verdad para su uso aquella sentencia que reza: “un reino divido contra sí mismo no prevalecerá”. Ilusos, algunos piden con urgencia un milagro de unidad y cohesión social invocando a los impostores dioses de la demagogia siniestra.

La independencia desató una cascada de eventos extraordinarios en el reino, haciéndolo particular, pero no especial, así sus orondos habitantes crean la falacia de que son la cereza del postre orbital. Que los ciudadanos estén orgullosos y felices con su mediocre condición es un logro magistral de la propaganda democrática, un opiáceo adicional reglamentado por el Club para retroalimentar el sistema.

Los clanes liderados por Celesto y Escarlato han alcanzado vidas centenarias, cercanas a la inmortalidad, una leyenda que iguala la aciaga presencia de los misteriosos seres surgidos durante el tiempo del ruido. Y aunque en apariencia los espectros comparten y compiten con los gemelos por la posesión del reino y suelen ser responsables de todo mal, algunos sospechan que estas enigmáticas criaturas son un elaborado engaño de los poderosos gemelos, uno de tantos artificios para acrecentar su endiosamiento. Pero el pueblo en general cree que son los espíritus errantes de los sacerdotes autóctonos inmolados por los conquistadores. Incluso se dice que podrían ser los dioses derribados por los invasores, o que son demontre liberados tras su destrucción. Quizá todos tienen razón. Estas criaturas, dioses, demonios o espíritus se manifiestan de diversas y aterradoras formas en las treinta y tantas regiones. Según sea su incidencia o intervención, Celesto y Escarlato se las arreglan para sacarle el mejor provecho a esta extraña combinación entre superstición y fe que sugestiona y somete voluntariamente al pueblo.

Tras borrarse de la memoria colectiva los nombres originales de dioses, sacerdotes y demontres nativos, los pobladores los rebautizaron según su manifestación o apariencia física: El Mohán, La Patasola, La Llorona, El Ánima Sola, La Madremonte, El Sombrerón, entre otros. No todos se aparecen o se manifiestan a lo largo y ancho del reino, y la línea que separa el imaginario popular de la existencia real es abrumadoramente delgada. Nadie es dueño de la auténtica verdad. Quizá sea uno, o sean dos o tres, tal vez muchos más, y los habitantes los bautizan y retratan según su alienada creencia. No está claro qué y cómo son, si es que son. Lo que sí parece evidente para una parte del pueblo es que, Manolo y Camilo, los hermanos bastardos de los gemelos son sus protegidos, y que al parecer recibieron el don de renacer una y otra vez.

A pesar de los siglos, de los progresos de la razón humana y de los avances modernos, una buena parte de los zipazguenses aún cree que los demonios son los responsables de su tragedia, que los gemelos, los bastardos y los aucitas, la estirpe que traerá la mercancía de la desgracia, y los otros actores secundarios de la elaborada farsa son simples instrumentos de esos demontres. Muchos aceptan con resignación su desgracia como expiación por haber traicionado a los dioses. Para bien o para mal, los demonios fueron reconocidos como habitantes del reino que intervienen en la vida diaria de ricos y pobres, en el campo y en la ciudad. Unos creen por temor, y otros por conveniencia, según el bien o mal que se pretenda justificar.

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