Santiago: cuerpo a cuerpo

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Santiago: cuerpo a cuerpo
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I.S.B.N.: 978-956-12-3610-3



I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3629-5



1ª edición: septiembre de 2021.



Diseño de portada: Juan Manuel Neira.



© 2021 por Lucía Guerra.



Inscripción nº 2021-A-8472. Santiago de Chile.



© 2021 de las ilustraciones por Álvaro Martínez. Santiago de Chile.



© 2021 de la presente edición por



Empresa Editora Zig-Zag S.A. Santiago de Chile.



Derechos exclusivos para todos los países.



Editado por Empresa Editora Zig-Zag S.A.



Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.



Teléfono (56-2)2810 7400



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Santiago de Chile.



El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.



Diagramación digital: ebooks Patagonia





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Santiago.



En el principio, no tenía nombre alguno.



Era un minúsculo fragmento del planeta girando al compás del tiempo cósmico que se extendía por lo que ahora se calcula como millones de años.



Tiempo de profundos letargos y cambios abruptos.



Tierra, agua y fuego en una ruidosa sinfonía suspendida por largos silencios.



En el principio, ese fragmento estaba inserto en una enorme masa de tierra cubierta por el mar, y antes de emprender el viaje que la separaría del continente africano, ya se había formado la Cordillera de la Costa. El planeta no cesaba de modificar su forma y el grueso manto de la corteza terrestre seguía ajustándose a los cambios producidos por los volcanes y las capas tectónicas. Fueron ellas las que se deslizaron para hacer retroceder al mar y elevarse hacia el oriente en las cimas que se nombrarían de los Andes. Así nació la Cuenca del Mapocho: fértil valle rodeado de montañas.



Allí llegaban grupos nómades que se dedicaban a la caza y a la recolección de frutos silvestres. Corrían el viento y la lluvia, corrían las aguas del río nacidas allá en lo alto, corrían conejos y coipos entre las arboledas: algarrobos, espinos, guayacanes y molles arrojando su sombra sobre el yantén, el culantrillo y la manzanilla; mientras gorriones, perdices, tordos y otras aves, imitando a las flores, interrumpían el verdor para crear pinceladas de colores diversos.



Así fue durante cientos de años hasta que en el siglo X de nuestra era, se instalaron tribus sedentarias dedicadas a la agricultura y a la cría de animales domésticos, entre ellos, el guanaco. El río entonces nutrió las acequias que regaban las matas de zapallos, papas, maíz y porotos.



Aquellos predios de no más de quince chozas fueron testigos de la llegada de los incas durante una fecha incierta entre 1300 y 1400. Fueron ellos quienes incrementaron los métodos de cultivo al trazar senderos y caminos, canales y acequias. Junto con establecer nuevos lugares sagrados construyeron el Tambo Grande como sede de gobernación. La elección del lugar no fue al azar. Inti, el dios Sol, indicaba, a través de los solsticios, el punto exacto donde debían construirse los centros administrativos.



Sin nombre aún en ese vasto valle denominado Anchachire que quiere decir “gran frío”, a fines de 1540 entraron unos hombres protegidos de armaduras y montando bestias nunca antes vistas. El 13 de diciembre de 1540, el Inca Quilicanta condujo a Pedro de Valdivia hasta el Huelén, aquel cerro sagrado de apenas sesenta y nueve metros de altura y punto de la luz del sol en el solsticio de verano. En arrogante acto de apropiación, Valdivia le dio el nombre de Santa Lucía, aquella mártir a quien le sacaron los ojos y milagrosamente siguió siendo capaz de ver. Fue allí, el 12 de febrero de 1541, cuando Valdivia fundó Santiago de la Nueva Extremadura en honor al santo que luchó contra los moros en defensa de la fe católica y como homenaje a aquella región de España donde él había nacido.



Aprovechando el Tambo Grande ya construido por los incas, ahí estableció la Plaza de Armas. Así, aquel lugar elegido en concordancia con la luz del sol se convirtió en matriz desde la cual el alarife Pedro de Gamboa diseñó en lo que ahora es el Casco Antiguo de la ciudad, nueve calles que corrían de este a oeste desde el cerro Santa Lucía y otras quince calles de norte a sur formando cuadras y manzanas distribuidas en un simétrico damero. A las chozas, quinchas y rucas ahora se agregaron las casas de madera, paja y carrizo de los conquistadores, los precarios edificios de gobernación y las primeras iglesias.



Santiago colonial fundado en nombre de Dios y del Rey recibió su Escudo de Armas en 1552. Allí vemos la figura de un león que bien podría ser un dragón por su lengua y cola tan encrespadas. Con cierto brío, sostiene una espada dispuesto a atacar o a defenderse. Sin embargo, este símbolo de valentía y fortaleza no es más que la frágil fachada de una ciudad víctima de los desastres: ataques bélicos de los indígenas mapuche, entre ellos, el de Michimalonco el 11 de septiembre de 1541, quien ordenó prender fuego al espacio urbano construido por los españoles, terremotos en 1575, 1647, 1657, 1690, 1722 y 1730, epidemias e inundaciones creadas por las devastadoras crecidas del río Mapocho en 1574, 1608, 1618, 1747 y 1783.



Santiago: cuerpo urbano de desastres y de constantes reconstrucciones.



Ciudad en la tensión de tajantes divisiones étnicas y sociales. Tras su fundación, los conquistadores de mayor rango recibieron los terrenos cercanos a la Plaza de Armas mientras aquellos de posición inferior construyeron sus casas al sur de la actual Alameda. A los yanaconas (indígenas en servidumbre doméstica y militar del ejército de Valdivia) se les asignó, en cambio, las llamadas “tierras de nadie” en los sectores inundables al borde del río Mapocho o en la ribera norte aislada del centro de Santiago por la inexistencia de puentes. Por más de una década, la única mujer blanca fue Inés de Suárez, razón por la cual, en los primeros años, Santiago empezó a poblarse de mestizos, de “huachos”, palabra de origen mapuche que significa “huérfano”, “hijo ilegítimo”. Y a ellos se agregaron los esclavos negros, quienes, a diferencia de Juan Valiente, soldado libre de Pedro de Valdivia, carecían de toda libertad. En los márgenes e intersticios de un espacio urbano dominado por la raza blanca transitaban indígenas, mestizos, negros, mulatos y zambos. Ellos eran los discriminados en las tierras de nadie de la pobreza.



Hacia 1810, Santiago y el resto del país estaban radicalmente divididos entre realistas y patriotas. El pueblo participó activamente en la Guerra de Independencia que prometía libertad e igualdad, pero, una vez lograda la república, siguió hundido en la miseria y en la discriminación.



Desde entonces, flamea la bandera de una falsa democracia y las divisiones sociales proliferan transformando Santiago en un colmenar de despojados que nutren al frondoso árbol de la riqueza.



Santiago. Ciudad-ameba que crece y se transforma al paso de los días. Ya se extiende hasta los pies de la Cordillera de los Andes y su población supera los siete millones de habitantes. Extraña ameba que, en su interior caótico y heterogéneo, cambia sin cesar en constantes desplazamientos que cancelaron la Plaza de Armas como su centro con la aparición de diversos malls y centros comerciales. La línea del metro que seguía la columna vertebral de la Alameda ahora es un intrincado ramaje subterráneo que cruza la ciudad en varias direcciones. Nuevas calles y carreteras en una ruidosa congestión de vehículos que ha añadido el nuevo cielo del esmog y de la contaminación.



Santiago. Cuerpo de intersticios y yuxtaposiciones. En él, se destacan monumentos, edificios gubernamentales e íconos que reafirman la identidad nacional; plazas, parques y otras áreas verdes para entretención y salud de los ciudadanos, aunque también sirven para las transacciones ilícitas; barrios elegantes, viviendas de una amplia clase media, poblaciones marginales y lugares clandestinos. Por todos estos espacios, transitan ciudadanos intachables, mendigos y delincuentes, mientras los tiempos se entrecruzan y se funden en la imagen de la catedral reflejada en los ventanales de un moderno edificio y durante una de las tantas demostraciones políticas, un encapuchado se subió a la estatua de Andrés Bello para cubrirle la cara y hacerlo uno de los suyos.



Santiago.



Cuerpo desarticulado pese a la exactitud geométrica de sus calles.



Cantata de voces múltiples girando fuera de toda armonía.










Mapocho. Palabra enigmática para quienes se proponen establecer su etimología. Para algunos, proviene de la contracción “mapu-ch(e-c)o” que significa “río de los mapuche”. Lo único cierto es que fueron ellos quienes le dieron este nombre, tal vez, uno de tantos en su milenaria trayectoria.

 



Río Mapocho: único testigo sin lenguaje de la historia de Santiago.



Su recorrido que nace en las alturas del cerro Plomo con sus nieves eternas y desemboca en el río Maipo ha sido siempre caprichoso. Durante siglos, sus brazos secos eran la amenaza de lo impredecible y sus intempestivas crecidas aún hoy día inundan los lugares aledaños burlando la fortaleza de sus tajamares.



Su presencia de siglos ha marcado un hito importante en la urbanización de Santiago y, sin dar orden alguna, indicó la dirección de su avenida principal. Aquel antiguo brazo que se extendía desde la Plaza Baquedano hasta la Plaza Constitución, creando un islote donde se construyó el centro de la ciudad, fue rellenado con tierra y lo que era La Cañada de San Francisco se convirtió en la Alameda de las Delicias. En 1820, Bernardo O’Higgins transformó aquel basural en un paseo y, desde Mendoza, un fraile trajo los álamos que la adornarían. Por allí paseaba la aristocracia santiaguina mientras al otro lado del río Mapocho –depositario de los desechos de la ciudad– La Chimba era el espacio de los crecientes sectores que los burgueses llaman “populares”.



Paralela al río, la Alameda se extiende hasta el límite poniente de Santiago y, hacia el oriente, una plaza con dos nombres (Italia, Baquedano) marca su fin. Pero no es su fin, esta avenida continúa siendo la misma aunque con un nombre distinto: Providencia, en homenaje a aquel asilo de huérfanos a cargo de las Hermanas de la Providencia y construido entre 1881 y 1890 por el arquitecto italiano Eduardo Provasoli. Gran parte de este edificio fue demolido en 1941, quedando en pie la capilla y el claustro lateral que ahora constituyen la Parroquia de la Divina Providencia.



Esta fractura solo creada a nivel denominativo responde a la escisión entre ricos y pobres y la estatua de aquel ángel caminando con un león en el rincón de la plaza que da hacia la orilla del río y la Escuela de Leyes, bien podría ser un símbolo de los dualismos sencillos que ocultan una situación social por siempre problemática. No obstante los diseños urbanos que acentúan las divisiones sociales, Santiago es también un espacio de flujos y entrelazamientos inesperados de los cuerpos.




Mientras contempla Santiago desde el cerro San Cristóbal, vuelve a ver a Malena, ahora de pie sobre la capa de esmog y haciendo los pasos del charlestón en un flirteo de artista de cine. Sus piernas cubiertas por medias de seda transparente, su falda que le llega más arriba de las rodillas y ese collar que cae hasta la cintura pasando por el pronunciado escote están confirmando los dos mensajes que le envió a la hora de almuerzo. Malena había sido una mujer valiente y sin inhibiciones, capaz, según le contaba su abuela, de tener romances apasionados que escandalizaban a la sociedad santiaguina de los años veinte.



A estas alturas de su vida, lo que su abuela llamaba “romances apasionados” implica muchísimas otras cosas, como se hace evidente en tantas novelas y películas: coqueteos insinuantes, miradas fervorosas, roces furtivos, el primer beso en la boca seguido de caricias cada vez más atrevidas hasta yacer en un lecho y unirse desnuda al cuerpo de un amante.



Es obvio que Malena le está diciendo que acepte la proposición que le acaba de hacer el taxista y desde la línea gris del esmog, esa especie de fino casco plateado que cubre su melena lanza destellos con sus mostacillas y lentejuelas, indicándole que le infunda brillo a su vida tan opaca y bajo el cielo nublado de este día que, desde muy temprano, amaneció abochornado.



Esta es la tercera vez que se le aparece. Cuando estaba terminando el almuerzo con la típica ensalada de lechuga, porque es la ensalada que contiene menos calorías, le pareció sentir un pequeño ruido en el patio, pero no le prestó mayor atención y siguió masticando esas hojas verdes y crujientes cuando, de pronto, vio pasar a Malena por el patio y desaparecer entre los rosales. Caminaba rápido con sus zapatos de medio tacón, sin dejar de cimbrear las caderas, y sus manos de dedos ágiles parecían colibríes coqueteando en el aire.



No la había visto desde la muerte de su abuela y al principio, pensó que, inconscientemente, mientras masticaba la lechuga sintiéndose un aburrido animal bovino, había venido el recuerdo de Malena, tal como se la describía su abuela.



–Imágenes de la infancia –se dijo– ¡Quién no las tiene alguna vez!



Después, siguiendo la rutina diaria, había subido al segundo piso para arreglarse un poco el peinado y repasar el maquillaje de la mañana. Cada vez que subía la escalera, le empezaba a fallar la respiración y la invadía ese terrible sentimiento de culpa. Esto le pasaba por ser demasiado gorda, por haber nacido con la desgracia de disfrutar tanto la comida y aunque desde los diez años sus padres la habían obligado a hacer dieta, el hambre la despertaba hacia la madrugada y no tenía otra alternativa que bajar sigilosamente a la cocina y robar deliciosas tajadas de jamón, salame y queso. Después, de la despensa sacaba pan, nueces y pasas que ponía en una bolsa plástica y comía en la cama mientras se adormecía con la agradable sensación de tener el estómago satisfecho.



Casi toda su vida había hecho dietas que, en un impulso irrefrenable, terminaba por transgredir. Y era por ser obesa que no aprovechaba la comodidad de almorzar en el casino de la compañía. ¡Cómo detestaba la mirada de los otros empleados y esas risitas irónicas mientras ella comía sintiendo vergüenza de su gordura!



Como siempre hacía antes de regresar a la oficina, se paró delante del espejo y, cuando acababa de alisarse la chasquilla que se había encrespado con el aire húmedo de ese día nublado y tan caluroso, a sus espaldas volvió a ver a Malena con aquel maquillaje que acentuaba sus ojos oscuros y su boca sensual. No atinó a darse vuelta, porque su abuela le había explicado que si uno mira de frente a los fantasmas, ellos se encolerizan y pueden enviar una maldición de por vida.



Entonces, desde el espejo, la había visto elevar los brazos y enlazarlos al cuello de alguien más alto y después, entornando los párpados, había estirado los labios en un largo y apasionado beso.



Las señales que le está enviando ahora ya son demasiado explícitas: balancea el cuerpo de manera seductora y se ha quitado la blusa y el sostén para lucir sus senos desnudos.



–Sí. Vamos –le dice Marta al taxista con la seguridad de que esta será la única oportunidad en su vida para acabar con la virginidad.



Piensa que de nada vale estar haciéndose de rogar, y si este es el mensaje de Malena también tiene que ser el de su abuelita que la había querido tanto. Y cómo no si ella era la única en toda la familia que la escuchaba y le creía todo lo que le contaba de los aparecidos. Incluso a veces se quedaban abrazadas en algún rincón de la casa, a la espera de uno de ellos, y la abuela echando un vistazo de reojo se lo describía como a un retrato viviente.



Marta vuelve a mirar la ciudad de Santiago allá abajo y ve que la figura de Malena empieza a desvanecerse entre las nubes. Ella nunca habría rechazado la posibilidad de hacer el amor, nunca tampoco habría esperado hasta pasados los cuarenta años para perder la virginidad.



El taxista ahora le acaricia la mejilla y, con voz romántica, le dice que su decisión lo hace inmensamente feliz.



Cuando ve la mano de Malena que parece estar diciéndole adiós antes de desaparecer totalmente, Marta siente una oleada de rabia y rebeldía por no haber podido ser como ella quien, por su cuerpo esbelto y bien torneado, había sido deseada por tantos hombres. Ella, en cambio, jamás ha tenido un pretendiente ni mucho menos un pololo. Pese a su éxito profesional y al hecho de que gana bastante dinero, desde la adolescencia se ha sentido una mujer fracasada.



Ya cumplidos los cuarenta, sabe muy bien que nunca va a poder entregarse por amor ni tampoco elegir al hombre que la desvirgará, que la desflorará, como se decía en el pasado implicando que la virginidad era un tesoro y una delicada flor que debía cuidarse con esmero. Entonces, qué importa que su himen vaya a ser rasgado en un motel cualquiera y no sobre las sábanas sacrosantas de un lecho nupcial. Además, no le importa que ese hombre sea un vulgar taxista que se hará humo en las calles de Santiago en busca de pasajeros desconocidos. Es por eso que está aquí con él. Como no pudo hacer partir el motor de su automóvil, salió a la esquina de su casa y le hizo una breve seña para que se detuviera. Nada sabe de él, apenas su primer nombre, y nada sabrá de él, después de este encuentro, tan parecido al de ese bolero que ahora se le viene a la memoria mientras le echa una última mirada a los techos de las casas interrumpidos por altos y modernos edificios. (“Yo sé que soy una aventura más para ti / que después de esta noche, te olvidarás de mí”).



El inicio de esta aventura fugaz ha sido muy breve y realmente inesperado.



–¡Por Dios que hace calor! –le había comentado mirándola por el espejo retrovisor.



–Demasiado. Tanto que me dan ganas de pasear por el cerro San Cristóbal en vez de ir a la oficina.



–Si quiere, la llevo un rato por allá...



Había vuelto a mirarla, pero no como los otros hombres. En su mirada había un brillo especial que, por primera vez, la hacía sentirse atractiva. En un impulso hasta entonces desconocido, la entusiasmó la idea de no llegar a la oficina y disfrutar el frescor de esos árboles tan frondosos. Cuando aceptó sujetarse de su mano para subir las gradas que conducían a la estatua de la Virgen en la cima del cerro, sintió un pequeño vuelco en el corazón. Él le apretaba la mano con cierta ternura y fue justo cuando, bastante cerca uno del otro, contemplaban el pie de la Virgen pisando a la serpiente, que él, después de hacer una broma, le pasó el brazo por los hombros y ya no la soltó más. La miraba con ojos de enamorado, le decía frases que nunca nadie le había dicho, y de su cuerpo emanaba un calor que ella sentía como un oleaje cálido que le producía un cosquilleo desconocido en la vagina y en los pezones de sus senos insólitamente erguidos.



–¡Qué ganas de comérmela a besos! Pero en medio de tantos niños que parece que vinieron en una excursión de la escuela es imposible... Absolutamente imposible –agregó bajando la cabeza en un gesto un tanto melodramático.



Volvió a mirarla a los ojos y acariciándole la espalda, dijo en un tono cauteloso:



–Tal vez, podríamos ir a otra parte para que podamos estar solos.



Fue en ese momento cuando vio a Malena, comprendió su mensaje y aceptó la proposición.



–Sí. Vamos –respondió decidida, y sintió que su cuerpo obeso se despojaba de todo repliegue grasoso para permitirle dar el salto intrépido de una gimnasta.



Todas las otras mujeres podían darse el lujo de adornar el acto sexual con los resplandores del amor, pero no ella y su gordura que la había hecho vivir el martirio de que ningún hombre la amara o la deseara. En la escuela no había sido más que una gorda simpática y buena gente a la que se le acercaban los muchachos cuando necesitaban completar los apuntes de alguna clase, y después se había transformado en la guatoncita cordial y risueña de la compañía de seguros quien siempre lograba vender el mayor número de pólizas cada año. Y al caminar hasta el maestro de ceremonias para recibir el premio que le entregaban durante el banquete de Navidad, ella avanzaba consciente de los ojos de sus colegas clavados en sus senos descomunales, en los rollos de grasa que se le acumulaban alrededor de la cintura y en sus nalgas que subían y bajaban al son de su carne fofa y abundante.



En el verano siempre usaba túnicas con mangas de murciélago que solo lograba conseguir en la tienda del hindú, allá en el barrio Patronato. Pero, a pesar de ser tan anchas, le quedaban ajustadas a la altura del pecho, igual que el sostén cuyos bordes creaban otros rollos odiosos. Y para qué hablar de la ropa de invierno con sus pantalones negros, siempre negros para disimular la gordura, sabiendo que no hay manera de disimularla, y esas chalecas tan amplias y de todos colores para poder verse un poco distinta cada día. Envidia le han producido siempre las otras mujeres con sus suéteres y blusas que acentúan los senos y esas calzas ajustadas que les modelan los muslos, mientras que en sus piernas protuberantes la grasa nunca ha dejado de hacer un rollo al llegar a la rodilla y, cuando se sienta, la barriga se le desparrama como si fuera jalea.



–Vamos –vuelve a repetir, porque no quiere morirse sin llegar a saber qué se siente al vivir eso que el diccionario llama “coito”, aunque la gente prefiere darle otros nombres, como hacer el amor, consumarlo, unirse en un encuentro sexual, entrelazarse en cuerpo y alma... Así dicen las novelas, más docenas de eufemismos y groserías que se oyen a diario.

 



¡Cuándo iba a imaginar que le saldría al paso esta oportunidad! Pensar que ya estaba por irse a la casa porque había estado manejando desde las siete de la mañana y apenas había hecho tres carreras cortas. Con ese día tan bochornoso, la gente prefería quedarse en la casa y capaz que en la tarde se pusiera a llover. Pero, de pronto, había llegado este golpe de suerte y buena fortuna, algo bastante raro en su vida después de que Valentina lo abandonó.



Justo en Manuel Montt, y a tres cuadras de Providencia, lo había hecho parar esta mujer que ahora tiene a su lado. Parecía una pasajera cualquiera y, como era gordita, le había costado subirse al auto.



–Buenas tardes. Por favor, lléveme a Providencia con Antonio Varas –le había dicho, y a él le había llamado la atención el tono cordial de su voz y esos ojos tan bonitos.



Por eso, la había vuelto a mirar por el espejo retrovisor y había comentado que hacía tanto calor.



¡Si alguien le hubiera dicho lo que vendría después, simplemente no lo habría creído! Cuando aceptó que la llevara al San Cristóbal y no a su oficina, volvió a sentir ese entusiasmo que le producían las mujeres cuando era joven. En cuanto pudo, dio una vuelta en u sintiéndose contento porque ella respondía a sus miradas e incluso sonreía mostrando una dentadura de dientes muy blancos. Esta iba a ser una carrera más larga, y por fin se rompería la rutina de su trabajo tan ingrato. Santiago estaba lleno de autos negros con techo amarillo que le daban a las calles un aire festivo de carnaval, aunque ocurría exactamente lo contrario. Algunos choferes, haciéndose los machos osados, se cruzaban por delante, los buses tan largos del Transantiago se quedaban parados como imbéciles, aunque ya hubieran subido todos los pasajeros y nunca faltaba un camión lento y destartalado acarreando chatarra. Y para qué hablar de los insultos y los gestos agresivos: “¡Aquí no podís doblar, saco e güevas!”, “¡muévete de una vez, concha e tu madre!”. Y no faltaba el que se bajaba de su vehículo para ir a pegarle a otro.



Lo que más le desagradaba era dejar de ser una persona. Los pasajeros se subían y bajaban sin prestarle mayor atención, como si él fuera nada más que el auto mismo, una cosa que se toma y se deja. Una cosa que se paga y pa colmo, súper mal. Algunos tenían la deferencia de conversar un poco, pero después de tantos años como taxista, se ha dado cuenta de que a los que hablan les gusta solo hablar de ellos mismos. ¡Todos metidos en su propio mundo! Como ratones en una cueva, y muchas veces cuando está a punto de quedarse dormido vuelve a oír las voces de los pasajeros hablando puras huevadas entre bocinas, ruido de neumáticos y algún frenar abrupto.



¡Trabajo de mierda! Pero es lo único que puede hacer en este país lleno de cesantes, y él sin profesión y con dos dedos chuecos. En cambio, le gustaba tanto trabajar de albañil, igual que su padre. Era lindo poner un ladrillo tras otro hasta construir una muralla que, seguramente, se quedaría allí por muchísimos años y, por eso, cuando se tenía que ir a otra construcción, se despedía de todo lo que había hecho. Seguro que él se moriría antes de que se derrumbara todo su trabajo tan perfecto en una especie de inmortalidad que nada tenía que envidiarle a los libros y otras obras de arte.



Pero cuando apenas tenía veintiocho años, le había llegado la mala racha que todavía hoy lleva patente, como una llaga de dolor que nunca ha logrado cicatrizar. Por aquel accidente tan terrible, ya no pudo más trabajar como albañil y no tuvo otra alternativa que arrendarle un taxi al infame del Guatón Valenzuela que le sube el arriendo cuando se le antoja.



Martita, así ha empezado a llamarla desde que le dijo su nombre, le está echando una última mirada a Santiago y él, con una sonrisa, la toma de la mano para conducirla al taxi. Seguro que sus amigos se matarían de la risa si les contara que está a punto de llevar a un motel a una mujer tan entradita en carnes. Pero a él no le importa. ¡Ha estado tan necesitado últimamente! Tanto que el roce de la pierna cuando tiene que frenar lo excita, y ya un par de veces se le ha venido una erección, y él sin saber qué hacer, porque justo que llevaba pasajeros.



¡Pensar que tenía tanto éxito con las mujeres cuando era joven!



–Usted, hijo, nació con el talento innato de Don Juan –le decía su padre con c