Czytaj książkę: «El río de las flores con fragancia»

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el río de las flores con fragancia

lucas abrek

Aunque en la vida pueda existir dolor de todas las variedades posibles, en alguna parte hay un río con flores cuya fragancia se esparce después de las más terribles borrascas. La muerte está por ahí, y no es lo más importante.

© Lucas Abrek, 2020

www.lucasabrek.com

ISBN: 978-958-48-8795-5

Corrección: Víctor J. Sanz

Diseño de cubiertas y composición: Mariana Eguaras

Fotografías de cubierta: PxHere

Febrero 2020

Bogotá, Colombia

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

A mi esposa y a mis hijos, sin quienes no existe la inspiración para mí.

A mis padres.

A Trinita, Esther, Saúl y Jesús.

A mis amigos de juventud, con muchos de quienes, gracias a Dios, aún estoy en contacto.

A todos los que creyeron en mí, y a quienes no nombro pero llevo en mi corazón.

1. mirar atrás

2. con árbol

3. en un sitio oscuro y frío con unos muchachos

4. lo que vi luego

5. descubro que el tiempo pasa

6. un regreso para terminar esta historia

agradecimientos

1. mirar atrás

Todo comenzó cuando acepté que algún día iba a morir. Tuve paz. Quizás por eso, una vez más, me envolvió una fragancia de flores rojas, que solo podía provenir de un lugar que conocí cuando esas flores ya no estaban ahí.

Pasó el tiempo y supe que era la hora de escribir, certeza que arribó como un águila que se posa lentamente al borde de un acantilado en día soleado y otea el pasado. Debía contar cómo se logra ser niño para siempre, aunque apenas pueda decir que es algo que se descubre según el camino de cada uno, y que de eso depende llegar al río de las flores con fragancia. Era volver a encontrarme con esos pobres muchachos perdidos en una fría caverna en no sé dónde, y con los años y los sueños de Aldemar. Aunque nunca los había olvidado, tampoco los había intentado traer con fuerza suficiente de la mano de Árbol.

Podía recordar. Recordar es agradecer las cosas bonitas de nuestra vida. Las malas se meditan sin alcahuetería y sin dejarlas envenenar el corazón, luego se dejan atrás, no sin que a veces primero sea como luchar un buen rato con aguas turbulentas.

Hoy, cuando puedo vanagloriarme de recuerdos de los breves años jóvenes y los largos maduros, también sonrío al meditar con sosiego sobre ciertos sucesos que solo vine a entender mucho después, y que me ocasionaron legítimo dolor y hasta llanto cuando los tuve ante mí, como pasó ese día. Y todo por ser todavía un niño, nada más… ¿Será que ser niño es malo sabiendo que comprender esos sucesos, o simplemente aceptarlos, está ligado a lo que uno llama «crecimiento» o «vida» cuando está grande, después de que los mayores lo han adoctrinado a uno sobre lo que debe pensar de la niñez o el transcurrir del camino? La verdad es que no. Es bello no entender el mundo de los mayores, que ya no entienden el mundo de los niños, y vivir en medio de las experiencias más inocentes mientras la edad y la existencia no lo agarran a uno por los pelos, no obstante, la inocencia jamás puede ser nuestro único alimento. ¡Lástima que uno tarde tanto tiempo en percatarse de estas cuestiones, sobre las cuales con frecuencia nadie nos instruye!

Pero yo estaba con Árbol.

Escribiendo estas líneas, rememoro con melancólica claridad las horas que me hacen decir cuanto digo. Medito sobre mi niñez, no sobre mis primeros años escolares, sino sobre una época anterior, cuando aún no había tenido contacto con mi primer profesor humano. Eso suena raro: que una persona adulta como yo, de pronto quiera ir tan atrás en su existencia. Sin embargo, tengo la seguridad de ser comprendido apenas se hayan leído algunas páginas de las que siguen a esta; mucho mejor si se leen todas. Si quien lee esto es un niño en el auténtico sentido, no tendrá prejuicios y podremos conversar juntos con Árbol.

Árbol, mi primer maestro, cuyo recuerdo persiste en formas siempre nuevas.

Años después reconocí que el día de nuestra separación definitiva debía llegar. Claro, repasar nuestra vida a distancia es de gran ayuda para la resignación. Alguien dirá que en realidad he madurado, a lo cual debo replicar: «¿no es lo mismo madurar que ver ciertos aspectos de nuestra vida a distancia?». Que cada uno decida. Lo cierto es que en el fondo no creí que fuera ese el día.

2. con árbol

En esa época yo no vivía en la ciudad, sino en una bonita hacienda por la cual pasaba un río. Hace muchísimo tiempo ese río era llamado Ubawe por los indios, o eso decía la gente del lugar. Ubawe se supone que significa «flor olorosa» en su lengua, y así fue bautizado el río debido a unas olorosas flores rojas que alguna vez poblaron sus riberas. Esto me contó mi padre una noche lluviosa, poco antes de la dolorosa partida:

—Hijo —me aclaró—, entiendo que ubawe en realidad significa «flor con fragancia». Me contaban los viejos que luego de crecidas del río y cuando todo ya estaba en calma, su fragancia se apreciaba en las cercanías. No conocí esas flores. No sé qué sucedió, ya no estaban cuando nací.

—¿Qué es fragancia, papi? —pregunté.

—Un olor muy rico, Ismael. No uno agradable normal. Uno rico.

—O sea, que ¿olía rico luego de que el río se agitara por una tormenta o algo así?

—Precisamente. Me hubiera gustado estar en uno de esos momentos en que el aire se llenaba de fragancia.

Reflexioné unos segundos.

—Sí, debía ser bonito —y con total ingenuidad formulé una pregunta que resultó algo incómoda—: ¿Y qué fue de los indios? Jamás he visto uno por aquí.

Mi padre puso cara de «nunca se me ocurrió preguntar nada al respecto». Dando una gran lección de honestidad, no eludió dar la única respuesta a su alcance:

—No sé, hijo.

Nací en esa hacienda y no me moví de ella sino de vez en cuando hasta poco antes de cumplir siete años. Era usual que realizara largas y solitarias caminatas por el campo, como suele ocurrir con niños que crecen en contacto con la naturaleza, y a veces contándome historias que me inventaba a partir de los libros que me leía mi mamá o que yo mismo tomaba de nuestra biblioteca porque podía leer. De los libros que escapaban a mi comprensión, algo se me ocurría a partir de las ilustraciones.

Este comportamiento fue lo que despertó la inquietud en mis padres, porque vieron en él el anuncio de una futura personalidad solitaria. No era que no jugara con chicos de mi edad, o que no saliera de exploración en grupo, sino que una vez alguien me escuchó en feliz diálogo conmigo mismo sin nadie a mi alrededor, mientras caminaba sin rumbo fijo e interactuaba con seres imaginarios. Poco después, me pillaron dándome clases a mí mismo ante el gran espejo del tocador de mi madre. Hoy comprendo su preocupación, pero… ¡Ah, cuán equivocados estaban! ¿Quién dijo que alguien tan joven que dejara volar la imaginación debía considerarse extraño?

Lo cierto es que les preocupaba algo más que descubrí con posterioridad, porque allí no estuvo el motivo determinante de nuestra partida.

También utilizaba las largas caminatas para cierta visita. Me iba a una colina, como a medio kilómetro de la casa, a la cual únicamente se podía subir por una grieta situada en el lado que da al sol por las mañanas, las otras partes son demasiado escabrosas y más propicias para las cabras que para un hombre. Por la grieta a la que me refiero es fácil el ascenso, debido a que hay una verdadera escalera natural. Eso sí, se volvía muy resbaladiza y peligrosa cuando llovía. Todavía pienso en todas las veces en que trepé por esa grieta. En cierta ocasión llovió mientras me encontraba arriba, de modo que tuve que bajar con extremo cuidado. Antes de llegar a la base de la colina, mi pie resbaló y terminé el trayecto rodando como un balón y deshaciéndome en quejidos. Por fortuna, no me pasó nada grave fuera de quedar cubierto de barro, sufrir varias magulladuras y aguantar un buen susto. Eso fue lo único malo —si es que tal evento merece semejante calificativo—que me sobrevino a causa de o durante las visitas a mi maestro, a mi buen maestro, allá en la cima: Árbol.

Y eso era mi vida: correr de un sitio a otro, participar en faenas propias del campo, jugar y —lo que más me agradaba—visitar a mi maestro, a quien por cierto nunca llamé de esa manera, a pesar de que hoy lo haga. ¿Cómo iba yo a entender en ese entonces el verdadero significado de esta palabra, aunque no me fuera desconocida? Eso pasa a veces con las palabras que más nos conciernen: no logramos captar su hondo significado de inmediato.

Era feliz. Me hallaba satisfecho con la existencia que llevaba…, hasta que llegó la terrible hora. Sucede que les había contado de Árbol a mis padres. La consecuencia no se presentó de inmediato, sino unos días después. Que lo uno tenía que ver con lo otro, era evidente para mí.

—Ismael —dijo mi padre—, como te habíamos explicado alguna vez tu madre y yo, ya estás lo bastante crecidito como para empezar a estudiar y a aprender de veras.

Sabía lo que venía detrás de esas palabras. «Estudio» y «en otra parte» no podían tener otro sentido que «partida».

—¡Pero aquí estoy aprendiendo de veras! —protesté como si con ello fuera a lograr algo.

Mi padre sonrió con comprensión. Con razón, seguro imaginaba que mi afirmación tenía que ver con Árbol.

—Sí, muchacho, aquí aprendes algunas cosas —contestó, tal vez convencido de que llamándome «muchacho» lograría una mejor reacción de mi parte—. Lo que ocurre es que tu madre y yo queremos que entres a un colegio en la ciudad. Por mucho que aprendas aquí, nunca aprenderás tanto como en un colegio, ¿me entiendes? —No respondí—. Por eso, ¡en una semana nos trasladamos a la ciudad! —concluyó de sopetón.

Resultó inevitable que asociara la expresión «nos trasladamos» con «para siempre». A esa edad uno reacciona sin moderación, después aprende a medirse. O debería aprender a hacerlo.

Fue todo un golpe. ¿Marcharnos? ¡Eso significaba que tendría que alejarme de mi querido maestro!

—Sí, señor —dije obediente; y hui corriendo a mi habitación, donde lloré inconsolable y quise morirme.

Sabía que estaba exagerando y que no tenía la más remota intención de reconocerlo. No iba a hacer concesiones.

Lamenté haberles hablado de Árbol. No fue idea mía, sino de Árbol. Decía que no importaba cuánta confianza le tuviera a él, mis padres debían saber de su existencia y de lo que conversábamos, pues alguien tan joven no puede vivir a espaldas de ellos.

Como no me gustaba la idea, ni siquiera se me ocurrió considerar que Árbol estuviera en lo correcto. Que lo estaba.

La semana que me separaba de la partida pasó rápido. ¿Por qué será que el tiempo vuela, cuando uno quiere que pase despacio? No pude ir a visitar a mi maestro. Me mantenían muy ocupado probándome ropa, hablándome sobre el colegio al cual iba a asistir y en infinidad de labores, incluso caseras, tal vez para que me habituara a la idea del viaje dejando de lado lo que me atara a la hacienda. Estaban todo el tiempo encima de mí, yo respondí siendo diligente porque sabía que tenía que ganar tiempo. Dos días antes de la partida ya no tenían oficio que asignarme ni excusa para hacerlo, y para completar simulé haberme resignado a partir. Por tanto, me quedó desocupado por completo el día siguiente; estuve libre, ¡libre para ir adonde mi maestro!

Por eso pude preguntarle con tranquilidad a mi mamá la noche anterior a la víspera:

—Mamá, ¿mañana puedo salir a dar una vuelta por el campo después del desayuno?

Me miró complacida por la forma en que había actuado a lo largo de la semana.

—Está bien, hijo; puedes hacerlo.

Salté de gozo por la respuesta.

Aquella noche casi no pude dormir por la inminencia de la visita. ¿Y qué niño no habría estado así en semejantes circunstancias? Que yo recuerde, en ninguna celebración, ni siquiera en Navidad a la hora de abrir los regalos, estuve tan expectante.

A la mañana siguiente tenía tanta prisa por acabar el desayuno que parecía que me lo fueran a quitar.

—¿Qué te pasa, Ismael? —preguntó intrigado mi padre—. Estás muy inquieto.

—Es por el viaje, papá —respondí con prisa.

—¿Ansioso por partir? —indagó tratando de adivinar.

—Un poco —le contesté queriendo parecer normal—. Lo que pasa es que quiero dar mi última caminata aquí.

—Si tú lo dices… —dijo no muy convencido. Mi padre no olvidaba mi carrera al cuarto después de que me enteré del viaje. Si consideró la posibilidad de que iría donde Árbol, seguro que no pensó que me demorara mucho con un ser, en su sentir, inanimado. Por tanto, ¿qué otra cosa podía ponerme en ese estado sino el viaje?—. No tardes. Podemos necesitarte y quiero que te acuestes temprano. El viaje puede ser pesado.

Apenas terminé de desayunar, me dirigí como un tiro al baño, me cepillé bien los dientes, regresé al comedor, me despedí de papá y mamá y marché al campo, en dirección a la colina donde mi maestro veía transcurrir las noches y los días.

Durante el trayecto al lugar donde habitaba pensé infinidad de posibilidades; por ejemplo: «¿Qué responderá cuando le diga que me marcho definitivamente? ¿Se enfurecerá? Tal vez —me decía—, si piensa que pude haberle avisado antes».

Llegué a la colina y subí hasta la cima como quien acude a encontrarse con su suerte. Lo cuento porque asumí que era la última oportunidad en que vería a mi maestro. Nadie había dicho que no regresaríamos a la hacienda. A los chicos nos gusta el drama, ya lo he dicho, solamente falta agregar que luego descubrí que con los mayores ocurre igual. Ese temor infantil se hizo realidad contra todo pronóstico.

Allá estaba Árbol. Como siempre, parecía permanecer impertérrito ante los eventos de este mundo, mientras sucedía todo lo contrario. Su altísima copa apuntaba imperturbable hacia el cielo, me imaginaba que por las noches las estrellas tiraban de sus ramas para llevárselo. Por fortuna, siempre que regresaba encontraba a Árbol en el mismo sitio en que lo había dejado la última vez.

«¡Qué van a poder llevárselo las estrellas —me decía—, con ese tronco tan grueso que tiene!».

En verdad poseía un tronco muy ancho: tanto como yo tirado en el piso con los brazos estirados sobre la cabeza. ¿Se hacen una idea? Se trataba de un gigantesco sicomoro plantado quién sabe por quién y quién sabe cuándo. A veces me preguntaba si ese árbol no habría visto el primer amanecer, el que describía la Biblia.

—Hola, Ismael —saludó jovial apenas me senté en una roca cercana—. Me alegra verte de nuevo.

—A mí también, Árbol.

—¿Sucede algo, mi estimado amigo? —inquirió el viejo sicomoro.

Yo debía tener el asunto pintado en la cara.

—No, Árbol —respondí cabizbajo, sin atreverme a decirle la verdad.

—¡Ah, no, Ismael! —replicó a modo de queja—. Es inútil que trates de engañar a un viejo como yo. ¿O es que ya ni siquiera un niño tiene confianza en mí? Si es así, ¡mejor me seco de una vez!

—¡Eso jamás, Árbol! —exclamé alzando el rostro hacia él—. Perdóname si te he hecho sentir mal.

—Por ahora eres tú quien se siente mal.

—Lo que pasa —comencé a decir con un nudo en la garganta—es que vine a despedirme.

—¿Te marchas, Ismael? —lo dijo como si le sorprendiera la noticia.

—Sí, pero no quiero… —contesté sintiendo que las lágrimas empezaban a correrme sin control por las mejillas—. Nos vamos mañana. Mis padres desean que entre a estudiar en un colegio. Me llevan, más bien…

Por instantes, solamente se escuchó el susurro del viento entre las hojas de Árbol. Creí captar a lo lejos el murmullo del río.

—¿Crees que es por contarles acerca de mí, Ismael?

Anhelaba hablar del punto.

—¡Por supuesto!

Le estaba echando la culpa.

—Sin embargo, te dejaron venir. Eso hay que reconocerlo, Ismael.

No lo había mirado así. Que con todo y la preocupación por lo que pudiera significar mi amistad con Árbol, dieron la oportunidad de volver a vernos.

—Es cierto, Árbol.

—Un adulto debe comportarse como adulto, sobre todo con sus hijos. Parte de lo que hacen los padres es decidir por la familia.

—No lo sé —respondí sin querer dar el brazo a torcer. Si hay algún momento de la vida en que cuesta reconocer la verdad en los demás es cuando se es un niño. Es una clase de necedad que se supone que desaparece con el tiempo.

Ahora lloraba menos.

—Lamento que debas marcharte, amigo —manifestó Árbol al tiempo que sus ramas parecían agitarse con la intención de darme un abrazo. ¿Sería que suspiró en ese momento?—. ¡Pero me alegro por ti! —agregó.

No me gustó que dijera eso.

—¿Qué puede haber de alegre en una despedida así? —protesté.

—A decir verdad, muchacho, no entiendo por qué estás llorando.

Quedé atónito ante semejantes palabras. ¿Cómo era posible que mi maestro no comprendiera el dolor que me causaba separarme de él? ¿O era que no le importaba? Cambié de humor: mi llanto cesó y mi tristeza se tornó en furia. «Tal vez fuera mejor marcharme en este momento», pensé.

—¡Lo que ocurre es que eres mayor y no me comprendes! —le espeté.

—¿Y quién dice que no eres tú el que no me comprende a mí? —repuso con tranquilidad.

Eso no me lo esperaba.

—Creí que ibas a estar triste, Árbol —dije.

—Lo estoy —contestó—. Bueno, Ismael, te habrás molestado conmigo…, pero, al menos, ¡dejaste de llorar!

«Muy astuto» —me dije. Ya no sentía furia.

—Disculpa, Árbol. Ahora comprendo que lo que querías era no verme llorar más. —Una abeja me pasó zumbando junto a un oído—. ¡Perdóname! —repetí.

—No hay nada que perdonar, Ismael, ni tampoco nada malo en llorar. Lo que sucede es que es difícil hablar con alguien si ese alguien está llorando —respondió él en tono paternal—. Entiende que nadie se vuelve sabio de la noche a la mañana. Para volverse sabio hay que formarse, no es mal modo empezar estudiando en un colegio. Por eso dije que me alegraba por ti.

—¡Tú me enseñas! —protesté.

—Es cierto. Y con eso bastaría si fueras a desenvolver tu vida en estos lugares. Pero no: llegará el día en que querrás salir de aquí y conocer el mundo, y hará falta un maestro humano que esté contigo en esos momentos. No puedo ser yo, ¿te das cuenta? Soy un árbol y no me moveré de esta colina hasta el fin de mis días.

—Todavía no quiero irme de este lugar —insistí.

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