Czytaj książkę: «El hospital del alma»
El hospital del alma
Lourdes Cacho Escudero
ISBN: 978-84-15930-95-2
© Lourdes Cacho Escudero, 2016
© Punto de Vista Editores, 2016
http://puntodevistaeditores.com
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ÍNDICE
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
CAPÍTULO 1 - CEREZAS
TIEMPO
SABORES
CAPÍTULO 2 - LA CALLE
PUERTAS
CANDADOS
CAPÍTULO 3 - APRENDIZAJES
ÁBACOS
PIZARRAS
CAPÍTULO 4 - LA SIESTA
LAS SÁBANAS
EL SUDOR
CAPÍTULO 5 - MEMORIAS DE UN RÍO
EL AGUA
LA SED
CAPÍTULO 6 - EL HOSPITAL DEL ALMA
EQUIPAJES
EL HOSPITAL DEL ALMA
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Lourdes Cacho Escudero (Nalda, La Rioja, 1970) es, según sus propias palabras, poeta y escritora. Comenzó colaborando en un periódico local llamado El Arco la Villa y ha obtenido premios regionales tanto en poesía como en relato. Diplomada en Enfermería, aunque ejerce este trabajo muy de vez en cuando, aspira a ser como Antonio Machado y sueña en poesía y vive en prosa y escribe porque le prometió a su abuela escribir su historia. De 2015 es su poemario titulado El tiempo merecido (Ediciones 4 de agosto). El hospital del alma es su primer libro de relatos.
CAPÍTULO 1
CEREZAS
TIEMPO
Cerezas
… a mi padre.
Mi padre tuvo otra infancia. Mis abuelos otro campo. El del sol a sol, el de la necesidad, el que daba de comer. Era un sacrificio ser padre y ser hijo. A veces había que salirse de la escuela para hundir los pies en la tierra y regar con el sudor demasiado joven la medida de un cantero. Un pañuelo de cuatro nudos les protegía del sol. Un bota de vino, del frío. Cuando yo nací, mi padre estaba en el campo; eran las cinco de la tarde de un día de verano de últimas cerezas. Mi madre dio a luz a la antigua usanza: rodeada de vecinas que inundaron la habitación con la descripción de sus partos y que observaban sin distracción alguna los pasos del practicante. La primera vecina que me cogió en brazos se llamaba Lorenza y ella fue quien me puso en los brazos de mi padre, que llegó con el corazón en la frente. Cada vez que abrazo a mi padre me sabe a cerezas porque me lleva suavemente a aquel espacio de luz donde el amor entre cuatro paredes era propiamente la vida y el único pecado en el “renque” de una calle era propiamente el amor. Porque yo, ya nací en otro tiempo y poder mirarlo a los ojos sé que es propiamente la vida…
El jardín de las nubes
A mi madre…
En el verano de 1984, mi madre nos hizo el mejor regalo que podíamos imaginar: Cóbreces. El caso es que yo fui refunfuñando porque dejaba durante quince días las noches llenas de estrellas de Nalda y un séquito de amigas con las que compartir secretos. Recuerdo la sensación de angustia, el dolor de los primeros momentos en mi garganta y el miedo a que el tiempo se quedara anclado en aquel lugar que parecía embrujado. Y eso que mi hermano y yo teníamos suerte: mi madre también estaba allí. Todo lo cambió el primer paseo, cuando aquella playa se puso ante mis ojos, aquel trozo de mar que ya jamás olvidaría y aquellas miradas de unos a otros que nos hicieron cómplices, los mejores aventureros del mundo. Siguen en su sitio la fábrica de quesos, la cabina desde la que cada tarde llamábamos a mi padre y el bar de Manolo, al que una noche nos llevaron a Amaia y a mí a ver la final olímpica de baloncesto entre Estados Unidos y España. Y sigue esa maravillosa sensación de acariciar otra vida desde el acantilado del Bolao. He vuelto a cazar gamusinos, a escuchar a aquel chico fuertote pedir cada día mi mano a mi madre a la hora de servirle la comida, a reír con aquel pelirrojo que se enamoró de Fabiola y que incluso suspiraba al mirarla y he vuelto a ver a Ángel, el de Andrea, como si lo tuviera delante de mis ojos. Lo que trabajaron José Andrés y él porque los baños se estropearon. En fin, que un montón de recuerdos, todos bonitos, se han agolpado en mi cabeza con el olor a mar, con el roce de la arena y con la maravillosa paz que en Cóbreces se respira. Tenía que regalárselo a mi madre porque cuatro años después de aquel verano nos volvimos a apuntar al campamento: ella como cocinera y yo como monitora. Y en el último momento me eché a atrás porque tenía que estudiar para Selectividad que me había quedado por la dichosa Filosofía y porque aquel chico de ojos azules que andaba recorriendo Europa vendría y yo no estaría y… ¡Caramba! ¡Tenía que casarme con él!…
Me sentí culpable de no haberla acompañado y este viernes pasado recordándolo en un paseo hacia Novales, mi presbicia me hizo leer en un letrero algo que no ponía: “el jardín de las nubes”. Me pareció tan bonito que mi cabeza comenzó a hilar una historia y volví a tener catorce años. Y volví a necesitarla como entonces. Mis “te quiero” le fueron llegando ese día en forma de primavera verde y de nubes de mar, de cielo de acantilado y de mareas, de lectura en los brazos del amor. Porque también la quiero con aquel verano que hizo horizonte entre mi niñez y mi cordura.
Aprobé Selectividad. En septiembre cayó Darwin y la evolución de las especies que había dado en Biología me adaptó al medio. Y la descomposición de una molécula de glucosa, los 38 ATP de energía para pasar sin problemas la prueba. Bendije el Ciclo de Krebs y la fosforilación oxidativa. Así que mis besos salados siempre llevan un poco de glucosa, una molécula para ser exactos. Y también un jardín de nubes, el que sin lugar a dudas me ha dado mi madre…
El aprendiz de pintor
La ceguera fundó su territorio oscuro en uno de sus ojos. El espacio de luz estrechó las fronteras del paisaje y el horizonte alargó su talle. Las estrellas subieron la escalera de su perspectiva para ocupar el escalón más alto y la noche conquistó todas las batallas de la memoria. Paciente y en silencio, mi abuelo abría un bloc de páginas templadas con mi cariño y adaptaba una boca de grafito al cuerpo sugerente de un papel en blanco. La silueta del miedo, del dolor indescriptible de los días de cárcel iba ocupando la dimensión del tiempo, el retal de savia en donde trataba de explicarme su pasado. Sentada en su costura, antes de ser amordazada por el pañuelo del olvido, mi abuela entre sus hilos, zurcía calcetines para pasar el rato. Cada cinco minutos el rabillo de su ojo observaba mi falda o el pantalón vaquero que marcaba el nacimiento de mis caderas. A mi edad, en sus tiempos, se ganaba la vida y no tenía padre al que obedecer ni madre donde refugiarse. Mi adolescencia vino con un pan bajo el brazo, sin retraso en los trenes, sin amor clandestino en pensiones baratas, sin portales adictos a los candados; la primavera llegaba puntual a una canción de rock y las ganas se descamisaban a plena luz del día; el río se arrodillaba ante los besos y no sobre las tablas de lavar y la cara era el espejo del alma. Pero en los dibujos de mi abuelo, las caras reflejaban un alma amenazada, una libertad afligida, un agujero de lana donde la vida se ovillaba para pasar desapercibida. La soledad de otro tiempo humedecía el lápiz que en sus manos se encadenaba a una saca o anudaba la luna en la garganta de un aula de química a la que el horror vistió con barrotes; el olor de aquel espacio ácido de pizarras que le retuvo preso y el pH elevado del insomnio, de los amaneceres emparedados, de las monstruosas cunetas de cementerios que hurgaban en el aroma de mis ojos produciendo salinas. Porque yo no entendía que por ser aprendiz de pintor él fuese un demonio ni que quisieran dejarme huérfana de sus colores… En el tuerto equilibrio de una paz silenciosa acaricié las sinuosas formas del consuelo, la largura de un tiempo aún cerrado a las palabras, la oquedad de los pasos baldíos, la dentera de una lana que todavía abrigaba el invierno del miedo…
El bolsillo de mi bisabuelo
Había en las tardes una madeja que me llevaba a otro laberinto. En un banco a la vuelta del frontón, en la pared de un bar en la que años más tarde aprendí a esperar al amor y a seducir a la risa, mi bisabuelo me recogía como si acabase de vencer al minotauro. El algodón de mis dedos se entrelazaba entre sus manos grandes llenas de otra labranza, la de los años. Y al compás de sus pequeños pasos y su bastón comenzábamos a subir la cuesta que me llevaba hasta la casa donde mi tía me recibía con la merienda. Él se sentaba en la mesa camilla junto al balcón y sacaba las cartas con las que me enseñó a jugar a la brisca y que guardo impecables en mi memoria. “¡Abuelo! ¡Has tirado triunfo!—le decía a veces sorprendida— “¡Qué despiste!”—me decía él— Y señalaba con los ojos mi merienda que cada vez se hacía más grande y que acariciaba mi boca solo si oía acercarse los pasos de mi tía. Al cabo de un rato, cuando daba por imposible mi apetito y la silueta de mi madre se hacía cada vez más bonita al otro lado del balcón, el bolsillo de mi abuelo, cómplice otra vez, daba cobijo al pan con chocolate y dos besos en las mejillas sellaban nuestro secreto y el hilo de la ternura volvía a atarse a mi dedo.
Mujeres
Si tuviera que describirte a mi abuela como una estación, ella sería el verano. Porque mi abuela olía a campo, a labranza y el campo en verano es cuando más bonito está. Podría decirte que en su mirada llevaba un tren, el que la sacó un dieciséis de julio de Nalda hacia Bilbao para sustituir a su hermana que iba a dar a luz, en el oficio de repartir el pan. Un tren triste que a mí me dio la oportunidad de conocer la distancia, no la objetiva, sino la distancia del tiempo. Mi abuela también fue una mujer joven y enamorada. El amor lo describía perfectamente en las historias que contaba sentada en una silla junto al balcón, con las manos entrelazadas, girando los pulgares, definiendo una sensualidad que la austeridad de la posguerra le obligó a guardar. Porque ella regresó por amor. También en un tren, desde Francia, una primavera en plena guerra. Así que su juventud yo la rodeo de violetas. Digamos que mi abuela era verano y tren, y que su corazón era de violetas como el amor que me enseñó.
Fue alegre. Muy alegre. Quizás porque ella, al igual que otras muchas mujeres llevaron la sombra de la muerte a sus espaldas durante mucho tiempo y el miedo de la oscuridad o de la incertidumbre en cada centímetro de tela de su delantal y aprendieron a valorar la vida de otra manera, desde su esencia. Podría decirte así, sin tapujos, que ella me encendía el sol con sus canciones que también disfrutaron mis hijos.
Recordar la piel de sus mejillas es recordar la ternura, como el almíbar de la conserva de septiembre. Dejarle un beso era inscribir en mi paladar unos gramos de azúcar. Y todos mis domingos, sin excepción, son dulces porque me dejo acariciar por el recuerdo que me lleva con ella a la plaza, tras una mesita de dulces y gominolas y al abrigo de un brasero donde ella y mi abuelo asaban castañas.
No tengo abrazos rotos si pienso en ella, ni tristeza alguna, ni dolor porque ella entre otras muchas cosas me enseñó a ver la vida desde el espejo de las cosas bonitas, el que refleja un lugar en el corazón, el equipaje cómplice del amor o la fragancia de un cuerpo desnudo; ese espejo que a mí también me enseñó a ser poeta.
La flor del azafrán
Justo debajo del castaño que custodia la ermita había una finca que llevaba mi bisabuelo Raimundo. Desde el camino que da la mano a la montaña que me despierta, a veces lo imagino en aquel tiempo de espera del almuerzo cuidando el azafrán con el que dar sabor al guiso del invierno. Yo aún no había llegado, tampoco el desconsuelo que haría más hondo el silencio de los hombres, ni el barbecho del corazón, aquellos años en los que el amor descansó y el odio se convirtió en el peor enemigo de todos.
Las flores del azafrán se extendían en la blanca mesa de una cocina donde las manos de mi bisabuela, de nombre Mercedes, sacaban las hebras rojizas con el cariño de toda una vida. Sobre su delantal, que amamantó el regazo de nueve hijos, el reflejo azul de sus ojos daba la sensación de pintar aquel mar que durante días y noches la tuvo navegando hasta llegar a Puerto Rico, al paisaje de plantaciones de caña de azúcar que le endulzaron sin duda alguna la paciencia y la delgadez. A ella la tuve que memorizar desde las fotografías porque yo tenía dos años cuando murió pero saberme en sus brazos ya enfermos, en sus brazos de aya, de madre, haciéndole subir un escalón en el árbol genealógico me alimenta la ternura.
Como en todas las historias de amor, llegaron el uno al otro porque tenían que llegarse. Él como hijo de viuda se libró de la guerra de África para mantener a su madre con la tierra. Ella, como la mujer de su vida, debía esperar los cinco años que marcaba la ley, en estos casos, para poder casarse. Así que comenzó su ajuar una mañana en el puerto de una Barcelona quemada, de la mano de unos condes que le ofrecieron trabajo como nodriza en una de sus mansiones de Puerto Rico. Supongo que aquellos cinco años fueron un letargo de tierra y de calor, de veranos de campo y limonada, de noches de amantes sigilosos sobre la almohada del pensamiento. Transcurrido el tiempo de nieve establecido por la ley, aquella condición que mantuvo a mi bisabuelo alejado de las armas, la primavera de mil novecientos catorce trajo de vuelta a mi bisabuela, con su baúl de sábanas bordadas y toallas de algodón que suavizaron el afeitado del resto de los días. Su casa, al final de la cuesta que durante años fue guardián de las puertas de un cine, albergó risas y llanto, pobreza y consuelo, muerte y esperanza, ni más ni menos de lo que albergaron las casas vecinas.
Yo, al igual que el castaño que custodia la ermita, custodio desde el camino el azafrán, como si la exquisita flor de la memoria fuese a sacar la hebra de sus manos, de su delantal, de su amor, de su paciencia en una mesa blanca donde extiendo palabras…
El hielo
África quedaba entre los límites del desconsuelo, a dos días de camino y siglos de cartas, a dos pasos del costo y de la rebeldía, a medio paso de una sublevación que todavía dolía en la memoria. Parecía un destierro, un castigo de un Dios que aún no había tenido bastante, la venganza de un muerto desalmado o la equivocación voluntaria de un destino cacique. El caso es que fuera como fuese, el último de los hijos de mi abuela, el de jerséis de pico y pantalones de campana, el que escuchaba a Triana, el que llevaba unas botas que a mí me hacían soñar se tuvo que ir a Ceuta para cumplir con la obligación de soldado y yo, al igual que mi primo, me quedé huérfana de juegos y de fotografías. Porque el invierno dormitaba en una tarde de balcón y brasero, de sumas y costura, de puzles que guardaban las cajas de quesitos y que me hacían recorrer el mundo. Nunca se derretían los carámbanos del tejado, nunca de las montañas desaparecía la nieve, nunca veía la cara amoratada de los atardeceres de primavera asomarse tímidos a mis pupilas. Mi tío parecía haber entrado en una máquina del tiempo de la cual era imposible salir y yo rezaba a oscuras sobre el consuelo de la almohada para despertar en los días de calor porque mi abuela nos decía que el sol lo traería de nuevo. “Debe ser por las manos”—le decía a mi primo— “que no las junto bien”. Porque yo intención ponía y apretaba fuertemente los ojos como si así se fuese a producir el milagro de hacer desaparecer el frío. Años más tarde, en un pelotón de fusilamiento, a mis dieciséis años, recordé con Aureliano Buendía, aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. Habían hecho una gran bola de nieve en la plaza y el aliento salía de la boca y se podía tocar. Cerraba los ojos para imaginar las palmeras que en Ceuta daban sombra a mi tío, mientras desde los tejados el hielo con su cuerpo alargado y su cabeza de punta me miraba como si quisiera hipnotizarme. Fue el invierno de los descubrimientos, el invierno en que mi abuelo a punto estuvo de morir, el invierno en que las mariposas negras visitaron por primera vez el árbol de mi jardín, el invierno en que los carámbanos, tras su presentación oficial en la plaza, se asentaron cual nómadas en la tierra fértil de las inmediaciones de mi ventana.
No recuerdo la vuelta, así como sus cartas o sus fotografías crecieron en cajones y sobre cómodas de una habitación que fue descifrando los pergaminos de los años, su regreso ocupó el espacio de lo cotidiano; supongo que el sol se puso una mañana y el campamento de hielo de mi ventana desapareció tras haber pasado allí cien años de invierno y nunca más regresó “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Tardes de campo
En las tardes de río y azadilla, la cuesta de los guardias se convertía en el comienzo de una carrera distinta. Llevaba en mis coletas el alivio del gris, de haber dejado el luto de la siesta en la calle en silencio, el calor, entre las cuatro paredes de una casa sujeta a las costumbres. Para llegar a la pieza de tierra de mi abuelo había que cruzar el puente de la Venta, el que el río en crecidas se asomaba para besarlo y alguna que otra vez había pretendido su cuerpo de cemento. Era como un premio escuchar la desnuda corriente del agua, el dormitar de los chopos, aquel sereno espacio que tras la faena soltaría con mimo mis coletas y acortaría discretamente la largura de mis cabellos. El camino se anchaba al llegar a la finca, no sé si era real o es que tomaba las medidas de un gigante al divisar la higuera y la caseta. Recuerdo las esquinas del sudor de un pañuelo, los huecos que en la tierra, a cubierto del sol por los enormes brazos de la higuera, mi primo y yo cavábamos con prisa en nuestro oficio de labradores. Mi abuelo nos miraba, anclado entre dos surcos, dando color rojizo a los tomates o aleccionando a las lechugas para evitar otro alzamiento. Yo aún desconocía su tiempo de soldado, de hombre hecho de un día para otro, de joven a la espera de un amor clandestino al otro lado de la frontera. Mi única preocupación era que no llegara hasta la alubia verde, que después me miraba dos horas desde el mediodía de un plato, hasta que no me quedaba más remedio que darle cobijo en mi interior. La merienda era una forma de dar cuerda al reloj, de comer los minutos en un bocadillo de chorizo o salchichón o en rebanadas de pan, vino y azúcar. Después llegaba el río, la extraña sensación de que el mundo era agua o de recibir aquel otro bautismo que carecía de normas estrictas o de atamientos pobres, el pequeño relajo donde el sol se sentaba para echar un bocado antes de acostarse, antes de resumir el día en la bodega. Los pájaros se acercaban desde los chopos para beber, para humedecer el vuelo de la tarde que, otra vez calurosa, les había mantenido en una rama de sombra al margen del cielo. Noble daba frescor a su hocico cual Narciso a su rostro y los juncos me ofrecían una diadema. En el regreso a casa, los pájaros cantaban como ahora y la cama del sol descubría sus sábanas sobre el horizonte. La calle había abierto sus puertas y candados y el calor de las cuatro paredes de la casa daba paso a la fresca…
Noviembre
De todos sus santos, en noviembre, San Martín era mi preferido. No porque en algunas casas comenzara la moraga sino porque a la mía traía su veranillo. Las sayas de mi abuela eran un libro abierto de historias de otro tiempo, se acababan las misas por los muertos y el triste cementerio volvía a su tertulia con los cipreses. Noviembre comenzaba con flores amarillas, crisantemos en forma de cruz y algún que otro clavel en un tarro de cristal que fue morada del almíbar de septiembre. Mi madre sacaba brillo a la tumba de su abuela y yo la acompañaba, con las flores y el agua y la curiosidad de leer cada nombre que había sido vida o de dar movimiento a las fotografías que hacían de epitafio. Un extraño hormigueo recorría mi espalda y la edad de los muertos, relativa, a mí me parecía muy lejana pero a la vez me ponía en contacto con el silencio brutal del descanso eterno. Pulmonía, un cólico cerrado, escarlatina, un rayo, la cirrosis, el tufo de un brasero, se olvidó las cerillas y no salió del lago, el corazón, la rabia, las cornadas del hambre… Yo tenía a mi madre en un continuo trajín de la memoria, en una sala de autopsias y recuerdos, diagnosticando la causa de cada muerte: de la de la niña vestida de comunión, de la del joven que se parecía a Machado y que resultó ser mi tío abuelo, de la del niño rubio que tenía la piel tan blanca que parecía de porcelana. Al irnos, mi madre recorría las tumbas de los huérfanos de flores y ponía un puñado de pétalos en cada una para distraerlos del olvido. Y la escalera en casa, las rajas para ser plato de lumbre, la sopa de gallina o el arroz, el flan o las torrijas eran muda del uno de noviembre. En los días siguientes, una misa de siete acortaba aún más la luz del día y pedía a su dios recordar a sus hijos. Así que San Martín era como poner camisa blanca al otoño y sábanas limpias a la cama de un domingo, hacer bosque en la calle y encontrar un trébol de cuatro hojas entre la hierba de la ermita, recoger los enseres del duelo y aliviar por fin a los muertos del inevitable trance de ir de boca en boca…