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Índice de contenido
Mujercitas
Prólogo, por Gloria Méndez
PRIMERA PARTE
1. El juego de los peregrinos
2. Feliz Navidad
3. El joven Laurence
4. Cargas
5. Una buena vecina
6. Beth encuentra el Palacio Hermoso
7. El valle de la humillación de Amy
8. Jo conoce a Apollyón
9. Meg visita la Feria de las Vanidades
10. El Club Pickwick y el buzón de correos
11. El experimento
12. El campamento Laurence
13. Castillos en el aire
14. Secretos
15. Un telegrama
16. Cartas
17. Una niña abnegada
18. Días negros
19. El testamento de Amy
20. Confidencial
21. Laurie comete una travesura y Jo pone paz
22. Agradables praderas
23. La tía March zanja la cuestión
SEGUNDA PARTE
24. Algunos datos sobre los March
25. La primera boda
26. Intentos artísticos
27. Lecciones de literatura
28. Experiencias domésticas
29. Visitas
30. Consecuencias
31. Nuestro corresponsal en el extranjero
32. Tiernas inquietudes
33. El diario de Jo
34. El amigo
35. Mal de amores
36. El secreto de Beth
37. Una nueva impresión
38. Salirse del mundo
39. Laurie el perezoso
40. Un valle de sombras
41. Aprendiendo a olvidar
42. Sola
43. Sorpresas
44. Señor y señora
45. Daisy y Demi
46. Bajo el paraguas
47. La cosecha
«Cuando me encargaron la traducción de Mujercitas me hice la pregunta que ahora, supongo, se harán muchos lectores: ¿por qué otra traducción de un texto tan conocido? Al poco de empezar el trabajo, comprendí que la respuesta era más interesante que la pregunta: porque no es cierto que conozcamos de verdad esta novela».
Así arranca el prólogo de Gloria Méndez a esta nueva traducción de la famosa obra de Louisa May Alcott; basada en el texto íntegro de la primera edición de 1808, con el añadido de muchos párrafos que se suprimieron en las versiones posteriores. El volumen incluye también la segunda parte de la historia, que la autora publicó en 1869 para dar respuesta a las muchas cartas de los lectores, interesados en saber cuál sería el destino futuro de las hermanas March, cuatro jovencitas que vivían en un pueblo de Nueva Inglaterra mientras la guerra civil hacía estragos en toda América.
Han pasado casi ciento cincuenta años desde aquel lejano 1868, pero la complicidad de Meg, Beth, Amy y Jo con las demás mujeres no ha muerto. Es más, autoras de la talla de Simone de Beauvoir y Joyce Carol Oates han sido admiradoras entusiastas de esas Mujercitas que en sus gestos y palabras resumen el espíritu de una época y aún hoy pueden regalarnos unas hermosas horas de lectura.
«Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott… Yo quería a toda costa ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía, y para imitarla empecé mis primeros cuentos cortos».
Simone de Beauvoir, Memorias de una joven formal
Louisa May Alcott
Mujercitas
Mujercitas - 1
PRÓLOGO
Cuando me encargaron la traducción de Mujercitas me hice la pregunta que ahora, supongo, se harán muchos lectores; ¿por qué otra traducción de un texto tan conocido? Al poco de empezar el trabajo, comprendí que la respuesta era más interesante que la pregunta: «Porque no es cierto que conozcamos de verdad esta novela». Se diría que ése es el peaje que pagan los clásicos: en el momento en que pasan a formar parte de nuestra memoria social, hablamos más de ellos de lo que los leemos.
Pocos serán los lectores que se acerquen a esta nueva traducción de Mujercitas sin una idea preconcebida sobre la obra o sin que esta despierte, antes de su lectura, emociones ajenas a la literatura. La mayoría se asoma al libro deslumbrado por sus recuerdos de infancia. Es posible que haya leído una de las adaptaciones acarameladas y censuradas del texto que circularon durante años como única opción de lectura, o tal vez haya conocido a las hermanas March a través de alguna de las versiones cinematográficas de Hollywood. Sea como fuere, la conclusión es clara: si es usted un lector español, lo más probable es que no conozca la novela que Louisa May Alcott escribió, por la sencilla razón de que no le ha sido presentada íntegramente o, dicho de otro modo, porque la primera versión del texto, la publicada en Estados Unidos entre 1868 y 1869, en general no se utilizó para la traducción a otros idiomas y se prefirió tomar como referencia la edición revisada que apareció en 1880.
Ésa es una de las razones de esta nueva traducción: restituir el texto original y ponerlo en manos del lector para que este pueda disfrutar leyendo sin recortes la historia de las cuatro hermanas March. Al hacerlo, descubrirá que esta primera versión es mucho más contundente y mordaz que la más popular, recortada por los propios editores de Alcott poco antes de su muerte, en 1880, para ajustarla al gusto del público femenino de entonces. En 1880 se suprimieron capítulos y se dulcificaron términos considerados excesivamente vulgares, de este modo fueron eliminadas gran parte de las reflexiones de la autora para concentrarse en la historia amorosa de las muchachas, quienes, si bien podrían verse como paradigmas de lo femenino, son en realidad un reflejo bastante fiel de las hermanas de Alcott. El personaje de Jo, la rebelde escritora que prefiere ser una solterona a casarse por dinero, está directamente inspirado en la vida de la autora. Porque Louisa May Alcott es una gran desconocida: la fama que le procuró Mujercitas nos hace olvidar con frecuencia que se trata de una pluma prolífica, con más de trescientas obras de distintos géneros. Empezó escribiendo cuentos muy joven, a los dieciséis años, pero no fue hasta los treinta y cinco cuando, gracias a Mujercitas, alcanzó el bienestar económico que tanto ansiaba y que le servía de acicate a la hora de escribir. La segunda de cuatro hermanas, Louisa creció con la doble dificultad de no tener prácticamente dinero y sí la obligación de ser una muchacha decente. Su padre, Bronson Alcott, era un filósofo y reformador educativo de ideas progresistas sobre la mujer y la esclavitud pero, hombre nada práctico, era incapaz de mantener a su familia. Angustiada por ese hecho, Louisa, al igual que luego lo hará Jo en su novela, se propone hacerse rica para salvar a su familia y lograrlo escribiendo: el éxito rotundo e inmediato de Mujercitas hizo de estos sueños una realidad.
En esta nueva traducción, el lector encontrará, por supuesto, a las cuatro hermanas, sus penurias, su visión optimista y bondadosa de la vida, la emoción de los primeros amores y todo lo que ya conoce, pero descubrirá también a una autora preocupada por denunciar el mundo que la rodea, un mundo que escondía sus miserias bajo los esplendores de las amplias faldas de señoras y señoritas en edad de merecer. Han pasado casi ciento cincuenta años desde la fecha de la primera edición de Mujercitas; nuestras faldas han tenido tiempo y ocasión de acortarse para luego volver al tobillo de sus dueñas unas cuantas veces, pero la complicidad de las cuatro hermanas con las demás mujeres no ha muerto. Sigue ahí, en esas charlas de media tarde delante de un buen café, en esas llamadas telefónicas largas como un día sin pan, en esas ganas de ver el mundo de cierta manera y luego contarlo con palabras muy nuestras.
Por eso quizá no me duelen las muchas horas dedicadas a este libro; traducir Mujercitas ha sido para mí como trabar amistad con cuatro mujeres de las que había oído hablar infinidad de veces, pero que solo conocía de vista. El esfuerzo ha merecido la pena, y espero que la merezca también para todos sus nuevos y viejos lectores.
GLORIA MÉNDEZ
julio, 2004
PRIMERA PARTE
1
EL JUEGO DE LOS PEREGRINOS
—Sin regalos, la Navidad no será lo mismo —refunfuñó Jo, tendida sobre la alfombra.
—¡Ser pobre es horrible! —suspiró Meg contemplando su viejo vestido.
—No me parece justo que unas niñas tengan muchas cosas bonitas mientras que otras no tenemos nada —añadió la pequeña Amy con aire ofendido.
—Tenemos a papá y a mamá, y además nos tenemos las unas a las otras —apuntó Beth tratando de animarlas desde su rincón.
Al oír aquellas palabras de aliento, los rostros de las cuatro jóvenes, reunidas en torno a la chimenea, se iluminaron un instante, pero se ensombrecieron de inmediato cuando Jo dijo apesadumbrada:
—Papá no está con nosotras y eso no va a cambiar por una buena temporada. —No se atrevió a decir que tal vez no volviesen a verle nunca más, pero todas lo pensaron, al recordar a su padre, que estaba tan lejos, en el campo de batalla.
Guardaron silencio y, al cabo de unos minutos, Meg añadió visiblemente emocionada:
—Ya sabéis que mamá propuso no comprar regalos estas Navidades porque este invierno será duro para todos y porque cree que no deberíamos gastar dinero en caprichos cuando los soldados están sufriendo en la guerra. No podemos hacer mucho por ayudar, solo un pequeño sacrificio, y deberíamos hacerlo de buen grado, pero me temo que yo no puedo. —Meg meneó la cabeza pensando en todas las cosas hermosas que le apetecía tener.
—Yo no creo que lo poco que podemos gastar sirviera de mucho. Solo tenemos un dólar cada una, y en poco ayudaríamos al ejército si se lo entregáramos. Me parece bien que no nos hagamos regalos las unas a las otras, pero me niego a renunciar a mi ejemplar de Undine y Sintram. Hace mucho que deseo conseguirlo… —dijo Jo, que era un verdadero ratón de biblioteca.
—Yo pensaba comprar algo de música —apuntó Beth, y dejó escapar un suspiro tan discreto que ni las paredes lo oyeron.
—Yo quiero una buena caja de lápices de colores Faber. Los necesito de veras —anunció Amy con decisión.
—Mamá no ha dicho nada de nuestro dinero. No creo que pretenda que renunciemos a todo. Que cada una se compre lo que más le apetezca y disfrutemos un poco. Al fin y al cabo, hemos luchado mucho por ganarlo —propuso Jo mirándose los tacones de las botas como suelen hacerlo los caballeros.
—Desde luego, yo sí; en lugar de estar en casa, tranquila, me paso el día dando clases a niños horribles —se quejó Meg.
—Lo mío es mucho peor —aseguró Jo—. ¿Qué te parecería estar encerrada durante horas con una anciana histérica y tiquismiquis, que no te deja descansar ni un minuto, que nunca está contenta y que te da tanto la lata que al final te entran ganas de abofetearla o de escapar por la ventana?
—Sé que no está bien quejarse, pero no hay peor trabajo que fregar los platos y limpiar la casa. Me desespera y, además, las manos se me quedan tan rígidas que luego no puedo tocar el piano. —Beth miró sus manos ásperas y lanzó un suspiro que esta vez todas oyeron.
—Dudo mucho que ninguna sufra más que yo —sentenció Amy—, que tengo que ir a una escuela de niñas impertinentes que me chinchan cuando no me sé la lección, se ríen de mis vestidos, se mofan de mi nariz y acreditan a papá por no ser rico.
—Querrás decir «desacreditan» —la corrigió Jo entre risas—. «Acreditar» significa justo lo contrario…
—Bueno, yo sé lo que quiero decir. No es necesario que te pongas sarjástica. Trato de usar palabras nuevas para aumentar mi vocabilario —añadió Amy con aire digno.
—Dejad de pelear. ¿No te gustaría tener ahora el dinero que papá perdió cuando éramos pequeñas, Jo? Madre mía, qué felices y buenas seríamos si no tuviéramos preocupaciones —dijo Meg, que por su edad recordaba tiempos mejores.
—El otro día dijiste que estabas segura de que éramos más felices que los hijos de los King porque ellos se pelean y se enfadan todo el tiempo a pesar del dinero que tienen.
—Tienes razón, Beth. Aunque tengamos que trabajar, nos divertimos y, como diría Jo, somos una troupe de lo más alegre.
—Jo dice muchas palabras vulgares —observó Amy lanzando una mirada reprobatoria a la joven, que seguía tendida sobre la alfombra. Jo se incorporó de inmediato, metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar—. ¡No hagas eso, Jo! ¡Pareces un chico!
—Precisamente por eso lo hago.
—¡No soporto a las jovencitas maleducadas y poco femeninas!
—Pues a mí me sacan de quicio las niñas cursis y resabidas.
—Que reine la paz en el hogar —cantó Beth, siempre apaciguadora, con una cara tan graciosa que ambas jóvenes dejaron de discutir para echarse a reír.
—La verdad, chicas, es que hay motivos para censuraros a las dos —apuntó Meg dando inicio a un sermón de hermana mayor—. Josephine, ya va siendo hora de que dejes de imitar a los chicos y te comportes mejor. Cuando eras pequeña no tenía importancia, pero ahora has crecido, llevas el cabello recogido y debes actuar como una dama.
—No lo soy, y si recogerme el cabello me obliga a ser una dama usaré trenzas hasta los veinte años —protestó Jo mientras soltaba su abundante melena castaña—. Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada. Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como éste, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja. —Jo agitó en el aire el calcetín azul marino que estaba tricotando, hasta que las agujas chocaron entre sí como castañuelas y la madeja de lana fue a parar al otro extremo de la sala.
—Pobre Jo, ¡qué mala suerte! Pero la cosa no tiene remedio, de modo que tendrás que conformarte con acortar tu nombre para que suene más masculino y actuar como si fueses nuestro hermano en lugar de nuestra hermana —comentó Beth acariciando la cabeza de Jo con una mano a la que el jabón y las tareas domésticas no habían arrebatado la suavidad.
—En lo que a ti respecta, Amy —prosiguió Meg—, eres demasiado quisquillosa y remilgada. Los aires que te das hacen gracia ahora, pero si no cambias de mayor serás tan estirada como un pavo real. Me parece bien que tengas buenos modales y trates de hablar con propiedad, cuando no intentas dártelas de elegante, pero usar términos absurdos no es mejor que emplear palabras vulgares como hace Jo.
—Si Jo es demasiado masculina y Amy una niña cursi, ¿podrías decirme qué soy yo, por favor? —preguntó Beth, dispuesta a pasar el mismo examen.
—Tú eres un encanto, querida, ni más ni menos —contestó Meg con cariño y nadie la contradijo, porque todos adoraban a la pequeña Beth, el ratoncito, la mascota de la familia.
Dado que a los jóvenes lectores les gusta saber cómo son los personajes, haremos un inciso para describir a las cuatro hermanas, que tejen en la penumbra de una tarde de diciembre, mientras fuera la nieve cae mansa y en el interior crepita alegremente el fuego del hogar. La sala de estar era acogedora, a pesar de la alfombra de colores desvaídos y el sencillo mobiliario, pues las paredes estaban decoradas con unos cuantos cuadros de calidad, los estantes rebosaban de libros, en las ventanas asomaban crisantemos y eléboros y se respiraba un ambiente de paz hogareña.
Margaret, la mayor de las cuatro, contaba dieciséis años, era una joven muy hermosa, rolliza, de piel clara y ojos grandes, con una larga cabellera castaña, sonrisa dulce y manos blanquísimas de las que estaba muy orgullosa. A sus quince años, Jo era muy alta, delgada y morena, y tenía un aspecto desgarbado que recordaba al de un potrillo, como si no supiese qué hacer con sus largos brazos y piernas. Su boca reflejaba un carácter decidido, su nariz resultaba cómica y sus ojos grises, perspicaces, no se perdían un solo detalle y lanzaban miradas unas veces fieras, otras divertidas y, en ocasiones, meditabundas. Su cabello, largo y abundante, era su principal atractivo, pero solía llevarlo recogido con una redecilla para que no le molestase. De hombros redondeados y manos y pies grandes, Jo acostumbraba a llevar ropas holgadas y tenía el aspecto de una jovencita que se volvía mujer a su pesar y no se sentía cómoda en su nuevo papel. Elizabeth —o Beth, como todos la llamaban—, era una muchachita de trece años, de mejillas sonrosadas, cabello suave y ojos vivos, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, que casi nunca perdía la compostura. Su padre la había apodado «señorita Tranquilidad» con justa razón. Se diría que Beth vivía en un mundo propio, feliz, del que solo se aventuraba a salir para comunicarse con las pocas personas a las que quería y en quienes confiaba. Amy, a pesar de ser la menor, era uno de los miembros más importantes de la familia, o al menos eso pensaba ella. Era una niña de tez clara, ojos azules y cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros. Pálida y delgada, se comportaba siempre como una damita atenta a sus modales. En cuanto al carácter de las cuatro hermanas, dejaremos que el lector lo vaya descubriendo por sí mismo.
El reloj dio las seis y, tras barrer el hogar, Beth acercó a él un par de zapatillas viejas para que se calentaran. Aquello tuvo un efecto tranquilizador en las muchachas, pues sabían que significaba que su madre no tardaría en volver. Se prepararon para recibirla. Meg dejó de sermonear a sus hermanas y encendió la lamparita, Amy se levantó de la butaca sin que se lo pidieran y Jo se olvidó de lo cansada que estaba y se incorporó para sostener las zapatillas cerca de las llamas.
—Ya están muy gastadas, mamá necesita unas nuevas.
—Pensaba comprarle unas con mi dólar —comentó Beth.
—¡No, yo lo haré! —exclamó Amy.
—Como hermana mayor que soy… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió para decir, muy decidida:
—Ahora que papá no está, yo soy el hombre de la casa, y seré yo quien le compre las zapatillas, porque papá me encargó encarecidamente que, en su ausencia, cuidase de mamá.
—Ya sé qué podemos hacer —medió Beth—. En lugar de que cada una se compre algo para sí, ¿por qué no invertimos el dinero en regalos de Navidad para mamá?
—Es una idea excelente y muy propia de ti —exclamó Jo—. ¿Qué podemos regalarle?
Meditaron unos minutos, muy serias.
—Yo le compraré unos guantes —anunció Meg mirándose las manos, muy bonitas, como si éstas le hubiesen inspirado—. Le regalaré un hermoso par de guantes.
—Y yo unas buenas zapatillas, las mejores que haya —apuntó Jo.
—Y yo unos pañuelos bordados —dijo Beth.
—Yo le regalaré un frasquito de colonia; le gusta y no resulta demasiado caro. Con lo que sobre me compraré algo para mí —terció Amy.
—¿Cómo le daremos los regalos? —preguntó Meg.
—Podemos dejarlos sobre la mesa, irla a buscar y ver cómo los abre, como solíamos hacer el día de nuestro cumpleaños, ¿recordáis? —contestó Jo.
—Claro, Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.
—Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.
—Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.
—Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.
—No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.
—Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.
Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.
—¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.
A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».
—Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.
—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.
—No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja, una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.
—No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.
—Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo?», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.
Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado día. Las jóvenes, por su parte, se afanaron para que su madre pudiese descansar un rato. Meg puso la mesa para la cena; Jo trajo leña y colocó las sillas en su sitio, sin dejar de tirar y volcar primero todo lo que pasaba por sus manos; Beth iba y venía de la cocina a la sala, muy seria y hacendosa, y Amy daba instrucciones a todas, sentada y cruzada de brazos.
Una vez reunidas en torno a la mesa, la señora March anunció con particular alegría:
—Tengo una sorpresa para vosotras, después de la cena.
Una sonrisa iluminó el rostro de las jóvenes como un repentino rayo de sol. Beth aplaudió sin recordar que tenía una galleta caliente en la mano y Jo agitó en el aire la servilleta al tiempo que exclamaba: «¡Carta! ¡Carta! ¡Tres hurras por papá!».
—Sí, una carta muy larga. Está bien y confía en pasar el invierno mejor de lo que temíamos. Nos envía toda clase de parabienes para la Navidad y un mensaje especial para vosotras, chicas —añadió la señora March dando unos golpecitos a su bolsillo como si guardase un gran tesoro en él.
—Pues démonos prisa, acabemos de cenar. Amy, haz el favor de no perder tiempo levantando el meñique para sostener con más elegancia la taza —espetó Jo, que casi se atraganta con el té y, en su prisa por terminar, dejó caer un trozo de pan con mantequilla sobre la alfombra.
Beth ya no comió más y se fue a sentar en su rincón para pensar en la alegría que vendría a continuación mientras aguardaba a que las demás estuviesen listas.
—Me parece extraordinario que papá decidiera ir a la guerra como capellán cuando era demasiado mayor para alistarse y no demasiado fuerte para ser soldado —comentó emocionada Meg.
—¡Cómo me hubiera gustado ir como tamborilero, vivan… ¿cómo se dice?, o como enfermera! Así, hubiese podido estar cerca de él y ayudarle —exclamó Jo.
—Debe de ser muy desagradable dormir en una tienda, comer cosas repugnantes y beber agua en un cazo de hojalata —dijo Amy con un suspiro.
—Mamá, ¿cuándo va a volver a casa? —preguntó Beth con un leve temblor en la voz.
—Si no enferma, pasará aún varios meses fuera, querida. Se quedará y cumplirá lealmente con su deber, y no le pediremos que vuelva ni un minuto antes. Venid, escuchad lo que dice la carta.
Se reunieron en torno a la chimenea. La madre se sentó en la butaca, Beth se colocó a sus pies, Meg y Amy, a los lados, y Jo, detrás, para que nadie pudiese ver la emoción en su rostro si la carta le conmovía. Y en una época tan dura como aquélla, rara era la carta que no emocionaba, sobre todo cuando la enviaba un padre a los suyos. La misiva apenas hablaba de las penalidades, los peligros afrontados o la añoranza que había que vencer. Era una carta alegre, llena de esperanza, con unas descripciones de la vida en el campamento, las marchas y las noticias militares, y solo al final el corazón de su autor se henchía de amor paterno y del deseo de volver a estar con sus hijas en el hogar.
«Dales muchos besos y diles que las quiero. Pienso en ellas todo el día, rezo por ellas por la noche y encuentro el mayor consuelo en su cariño en todo momento. Un año parece un plazo muy largo de espera antes de verlas, pero recuérdales que mientras tanto hemos de trabajar duro para que este tiempo no pase en balde. Sé que no habrán olvidado lo que les dije antes de marchar, que se mostrarán cariñosas contigo, cumplirán con su deber, combatirán a sus propios demonios y saldrán adelante, de modo que cuando vuelva estaré más orgulloso que nunca de mis mujercitas».
Llegados a ese punto, ninguna pudo contener el llanto. A Jo ya no le daba vergüenza que vieran el grueso lagrimón que tenía en la punta de la nariz, y Amy ocultó el rostro en el hombro de su madre, sin importarle que se le estropeara el peinado, y dijo entre sollozos:
—¡Soy una egoísta! Pero me voy a esforzar por mejorar para que papá no se sienta defraudado cuando vuelva.
—Todas lo haremos —exclamó Meg—. Yo me preocupo demasiado por mi aspecto y no me gusta trabajar, pero voy a cambiar.
—Yo intentaré ser lo que él llama una «mujercita», y procuraré no ser tan tosca e indomable y cumpliré con mis obligaciones en casa en lugar de querer estar siempre en otra parte —explicó Jo, convencida de que dominar su temperamento era una misión mucho más ardua que la de mantener a raya a unos cuantos rebeldes sureños.
Beth no dijo nada. Se enjugó las lágrimas con el calcetín azul marino que estaba haciendo y empezó a tejer con ahínco; poniendo manos a la obra se afanó en la tarea que tenía más cerca, mientras prometía para sí que sería todo aquello que su padre esperaba encontrar cuando, al cabo de un año, llegase el momento feliz de su regreso.
La señora March rompió el silencio que había seguido a las palabras de Jo diciendo con su habitual tono alegre:
—¿Recordáis que de pequeñas solíais jugar al Progreso del peregrino? Nada os gustaba tanto como que os atara hatillos a la espalda, os diera sombreros, bastones y rollos de papel y os dejara recorrer la casa desde la bodega, que era la Ciudad de Destrucción, hasta la buhardilla, donde creabais vuestra Ciudad Celestial con todo lo que habíais recogido.
—¡Sí, era muy divertido! Sobre todo cuando luchábamos contra los leones, nos enfrentábamos a Apollyón y atravesábamos el valle donde vivían los duendes —recordó Jo.
—A mí me gustaba el momento en el que se nos caían los fardos y rodaban escaleras abajo —apuntó Meg.
—Para mí, lo mejor era cuando llegábamos a la azotea, donde estaban las flores, el cenador y todas aquellas cosas hermosas, y cantábamos llenas de alegría a pleno sol —recordó Beth con una sonrisa, como si reviviera el momento.