A ver qué se puede hacer

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A ver qué se puede hacer

LORRIE MOORE

La mayor parte de los artículos de este libro son lo que pudo hacerse, al menos lo que pude hacer yo, cuando me metí de lleno a observar lo que los otros pudieron hacer: respuestas culturales a respuestas culturales.

En paralelo a su destacada carrera como escritora de ficción, Lorrie Moore ha colaborado en diversas publicaciones con artículos sobre literatura y escritura, arte, películas, series y política actual, entre otros temas.

A ver qué se puede hacer es la selección que Moore ha hecho de sus ensayos y reseñas escritos a lo largo de más de treinta años que van de Philip Roth a Margaret Atwood y Alice Munro; del affaire Clinton-Lewinsky a Barack Obama; de Titanic a The Wire y True Detective; de Anaïs Nin a Lena Dunham.

Una colección de reflexiones y lecturas sin desperdicio con la mirada certera y perspicaz de una de las escritoras más reconocidas de la literatura estadounidense de los últimos tiempos.

“Excelente… Brillante… Este libro inundó mis venas de placer”.

DWIGHT GARNER, The New York Times

A ver qué se puede hacer

Ensayos, reseñas y crónicas

LORRIE MOORE

Traducción de Cecilia Pavón


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Introducción

  Se acabó el pastel, de Nora Ephron (1983)

  Galápagos, de Kurt Vonnegut (1985)

  Cortes, de Malcolm Bradbury (1987)

  Anaïs Nin, Marilyn Monroe (1987)

  John Cheever (1988)

  Love Life, de Bobbie Ann Mason (1989)

  A Careless Widow, de Victor Sawdon Pritchett (1989)

  The MacGuffin, de Stanley Elkin (1991)

  Mao II, de Don DeLillo (1991)

  Día de las elecciones de 1992: votantes en el país de las maravillas (1992)

  Shadow Play, de Charles Baxter (1993)

  La novia ladrona, de Margaret Atwood (1993)

  Sobre escribir (1994)

  Amos Oz (1996)

  Navidad para todos (1997)

  Starr-Clinton-Lewinsky (1998)

  New and Selected Stories, de Ann Beattie (1998)

  JonBenét Ramsey por Lawrence Schiller (1999)

  Broke Heart Blues, de Joyce Carol Oates (1999)

  Dawn Powell (1999)

  La mejor canción de amor del milenio (1999)

  Titanic (2000)

  Passionate Minds, de Claudia Roth Pierpont (2000)

  La mancha humana, de Philip Roth (2000)

  Sam el gato y otros relatos, de Matthew Klam (2000)

  Asistente jurídica: mi primer empleo (2001)

  Frederic Cassidy (2001)

  Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, de Alice Munro (2002)

  Edna St. Vincent Millay (2002)

  Darryl Pinckney y Caryl Phillips (2002)

  Oryx y Crake, de Margaret Atwood (2003)

  The Early Stories, de John Updike (2003)

  Checkpoint, de Nicholson Baker (2004)

  Escapada, de Alice Munro (2004)

  Joan Silber (2005)

  Eudora Welty (2006)

  Las lunas de Júpiter, de Alice Munro (2006)

  Shakespeare: el isabelino moderno (2006)

  Un verano caluroso, o una breve historia del tiempo (2006)

  Sweeny Todd, de Stephen Sondheim (2007)

  Peter Cameron (2007)

  Donald Barthelme por Tracy Daugherty (2009)

  Clarice Lispector (2009)

  Barack Obama (2009)

  The Wire (2010)

  Memorias (2011)

  Friday Night Lights (2011)

  11/9/11 (2011)

  El debate de las primarias presidenciales del Partido Republicano (2011)

  Into the Abyss, de Werner Herzog (2011)

  Wayward Saints, de Suzzy Roche (2012)

  Lena Dunham (2012)

  La revocatoria del gobernador de Wisconsin (2012)

  Canadá, de Richard Ford (2012)

  “El ladrón de palacio”, de Ethan Canin (2012)

  Homeland (2013)

  Top of the Lake, de Jane Campion (2013)

  La vida de Adèle (2013)

  Bernard Malamud (2014)

  Miranda July (2015)

  True Detective (2015)

  Making a Murderer (2016)

  Helen Gurley Brown (2016)

  O. J.: Made in America, de Ezra Edelman (2016)

 

  Algunos pensamientos sobre Hillary Clinton, diciembre de 2016 (2017)

  Stephen Stills (2017)

  Agradecimientos

  Créditos de publicación

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

  Otros títulos de esta colección

Anatole Broyard (1920-1990)

Barbara Epstein (1928-2006)

Robert Silvers (1929-2017)

INTRODUCCIÓN

El título de este libro –A ver qué se puede hacer– no es un alarde sino una instrucción. La recibí con casi cada nota que me envió Robert Silvers, el editor de The New York Review of Books. Él me pedía que considerara escribir sobre algo (normalmente acababa de enviarme por FedEx un libro hasta la puerta de mi casa) y después me consultaba amablemente por mis intereses: quizás podía echarle un vistazo a esto o aquello. “A ver qué se puede hacer”, concluía la nota invariablemente. “Con cariño, Bob”. Era un pedido mágico y sugería la posibilidad de sorprenderse. Quizás una puerta se abriera y yo la atravesara, pero habría sido Bob el que habría colocado esa puerta ahí en primer lugar.

La mayor parte de los artículos de este libro son lo que pudo hacerse, al menos lo que pude hacer yo, cuando me metí de lleno a observar lo que los otros pudieron hacer: respuestas culturales a respuestas culturales. A pesar de ser personales e idiosincráticos, en líneas generales, estos textos pueden entrar en la categoría de “reseñas”, aunque cuando una reseña alcanza cierta longitud puede cumplir los requisitos para ser un “ensayo crítico”, y cuando es lo suficientemente sucinto puede ser un comentario. (Los comentarios no son necesariamente inferiores: tengo la creencia de que Bette Davis debería haber ganado el Premio Nobel por “La vejez no es un lugar para maricas”, una línea que el propio Bob Dylan podría envidiar). Los ensayos, las reseñas, las meditaciones ocasionales, están todos incluidos aquí. Si realmente existe una razón para juntarlos, incluso de forma selectiva, es algo que no puedo responder. Pero puedo decir que los reuní porque, al mirar mi vida de décadas como escritora de ficción, me di cuenta de que otro rastro se había formado: una vida secreta de pequeñas prosas sobre misceláneas. Y me pregunté si eran una especie de viaje, o quizás también toda una travesía.

Los artículos empiezan en 1983 en la revista literaria de Cornell Epoch (donde escribí reseñas de libros de Margaret Atwood y Nora Ephron), y terminan, justo al cumplirse cincuenta años del Verano del Amor, con un texto sobre Stephen Stills: treinta y cuatro años de, bueno, cosas. He tenido piedad y no he incluido absolutamente todo, aunque dé la impresión de que sí. A fines de la década de 1980, una vez me presentaron a alguien en una fiesta que dijo: “Oh, yo te conozco, reseñas libros”, y me sentí muy mal. Después de que mi primer libro de cuentos se publicara, Anatole Broyard, que en ese momento era uno de los editores del New York Times Book Review, fue el primero en llamarme a mi oficina en Wisconsin y ofrecerme trabajo. Levemente aterrada, acepté todos sus encargos. “Creo que me he vuelto la esclava de Anatole Broyard”, le dije a mi novio de aquel momento. “No sé cómo parar”. Y en efecto, seguramente escribí demasiadas reseñas diciéndome a mí misma que necesitaba el dinero.

Pero sigo creyendo que un escritor de ficción que hace una reseña lleva adelante una tarea esencial. Muy pocos artistas reseñan el trabajo de sus compañeros escultores, o pintores, o bailarines, o compositores, y la conversación termina quedando en manos de personas que no practican el arte en cuestión. Aunque haya habido algunas excepciones, y aunque los directores de cine de la Nouvelle Vague francesa hayan comenzado como críticos y el escultor Donald Judd haya escrito reseñas sobre sus compañeros, como lo hicieron Schumann, Debussy (bajo seudónimo) y Virgil Thomson, en líneas generales, el medio y el lenguaje de la crítica no les pertenece a los artistas. No se puede bailar una reseña de una obra de danza. No se puede pintar una reseña de la muestra de pintura de alguien. La crítica puede ser un campo exclusivo, pero ese aspecto suele ser mortificante para el artista, especialmente cuando se siente incomprendido y recuerda que los críticos nunca han intentado y mucho menos realizado el trabajo creativo que los mismos críticos se sienten envalentonados a evaluar. En palabras del jazzista Ben Sidran: “¡Los críticos! Ni siquiera saben flotar. Se quedan parados en la orilla. Saludan al barco”. O como Artistóteles escribió en la Política:Aquellos que van a juzgar deben también ser realizadores”. Invirtiendo el sentido, quizás aquellos que son realizadores deben entonces ser jueces… una vez cada tanto. Entonces, las contribuciones a la conversación cultural por parte de los mismos artistas de la narrativa que hablen una lengua crítica clara que no asfixie y que no esté contaminada por la academia me parece una ciudadanía difícil pero obligatoria: el deber de un jurado. (El artículo más largo de este volumen, casualmente, es una defensa de un jurado).

Mi forma de hablar del trabajo de los otros, entonces, ha sido improvisada y no se ha basado en ninguna filosofía o teoría más que la falta de filosofía o teoría. Ha sido, de facto, supongo, la opinión de una realizadora. En cuanto a la técnica, constantemente he buscado la claridad y la organización, aunque no siempre lo he conseguido. A veces he hecho el esfuerzo minucioso para rastrear mis propios pensamientos sobre el intento de otra persona; a veces, incluyo inapropiadamente mi propia vida en la conversación para mostrar cómo el arte narrativo se entromete, encaja o no encaja en las vidas cotidianas de aquellos que lo están experimentando. Mi objetivo ha sido lo humano, pero también las excentricidades y particularidades del encuentro real con una obra, y no siempre evito las estupideces. A veces, me oriento hacia las estupideces para analizarlas, incluso si son mis propias estupideces. Con frecuencia, el artículo se construye circularmente, como un gato que circunda un lugar antes de echarse a dormir. Otras veces, me voy por las ramas. Por momentos, intento echar la cabeza hacia atrás lo máximo que puedo para mirar algo desde lejos sin perder el equilibrio. Y después intento moverme otra vez hacia adelante y echarme encima de lo que estoy mirando.

Cuando, en 1999, empecé a escribir para The New York Review of Books, que publicaba artículos firmados por personas con muchos más estudios que yo, pero que también me ofreció más espacio del que estaba acostumbrada a tener, mi actitud se volvió la misma que la del ingenioso marciano que acaba de aterrizar en un maravilloso y extraño planeta. Sin ningún plan y después de investigar lo necesario, me pregunté: “¿Qué es esto?”. Intenté comprender qué sentimientos contenía la obra, qué hacía sentirle al lector, qué decía sobre nuestro mundo y nuestras vidas y sobre los sentimientos que valoramos. Mi objetivo fue lo simple (aspiré a lo “decepcionantemente simple”) y verdadero. Busqué la valentía en la opinión a pesar de que mi propio temperamento no es especialmente valiente. Pero admiro la iconoclasia si no es demasiado relajada y gratuita. Si lo que el emperador llevaba puesto era una mezcla de cosas, intenté indicar exactamente eso. También intenté averiguar qué era lo que el emperador tenía en la cabeza, incluso si no se espera de nosotros que busquemos descubrir intenciones. Traté de evitar la petulancia, la jerga de internet, la teoría académica, la dicción y el dialecto del crítico educado profesionalmente, y nunca usé la palabra “cercano” en lugar de “compasivo”, ni el verbo “impactar”, ni ninguna forma del término “disfrutar”, que debería reservarse exclusivamente para los propios abuelos y otros familiares. Intenté no arrastrar a los lectores agarrándolos del cogote, y los hice marchar de párrafo en párrafo, de punto en punto, pero no siempre lo conseguí. Me permití apartes e idas por la tangente y anécdotas personales porque circunnavegar algo –la siesta del gato otra vez, vigilar que no se acerquen las serpientes– suele ser un enfoque útil. Las evaluaciones en primera persona me convocan (las reseñas de Dorothy Parker estaban llenas de ellas y las empleaba como espadas con falsa reluctancia) y, con frecuencia, el uso de la primera persona no es arrogante sino humilde, matizado y más preciso. No es obligación escribir siempre en la acreditada voz en tercera persona de Dios: si fallas en sonar como Dios (y seguramente fallarás), puedes terminar sonando como la solapa de un libro. El pronombre en primera persona puede ser una forma de defensa y es útil y preciso cuando se analiza la subjetividad y los numerosos detalles del arte de la narrativa. La primera persona sugiere que existe un encuentro específico al que se le presta atención. Da cuenta de la intersección de la vida de un lector individual y la cosa que ha sido leída. Le otorga oxígeno a la conversación, o al menos tiene la posibilidad de hacerlo. Revela que la crítica es una forma de autobiografía. Cuando una vez alguien me dijo “Tus críticas en The New York Review of Books son las únicas que realmente entiendo”, supe que no era un elogio: a lo que en verdad se refería esta persona era a la inteligencia compleja e impresionante erudición de los otros críticos de la publicación. De todas formas, yo decidí tomarlo como un elogio. (Cuando es posible una tiene que darse ánimo). En una ocasión, hace mucho, alguien me dijo que había una lista bien conocida de seis cosas que una reseña de libro siempre tiene que cumplir. Al escuchar esta afirmación, empecé a sudar. Con amabilidad, pregunté cuál era la lista, pero nunca me la dieron, ni la encontré en ninguna parte, así que seguí adelante sin conocer los requisitos oficiales. Y hasta el día de hoy sigo sin saber cuáles son esas seis cosas.

Empecé a escribir sobre televisión por accidente. No miré televisión de adulta y tampoco lo hice en la infancia, pues crecí en una casa en la que se desalentaba la televisión y se supervisaba estrictamente el tiempo que se pasaba frente al aparato. Leíamos la Biblia todas las noches antes de la cena, y la televisión se consideraba un poco malvada y perezosa y algo reservado para las ocasiones especiales. Como el ponche de huevo. Pero en 2010, cuando The Wire ya estaba en DVD, miré la serie en un atracón (también como el ponche de huevo) mientras vivía en la Baltimore de David Simons durante todo un verano, y después, intoxicada y deseando prolongar mi experiencia, busqué lo que otras personas tenían para decir, pero no encontré mucho escrito sobre la serie. Los periódicos de Londres tenían algunos artículos, pero había muy poco en la prensa estadounidense: nada en The New Yorker y solo algo extremadamente breve en The New York Times. Le pregunté a Bob Silvers si le interesaba algo para el The New York Review of Books, y rápidamente me dijo que sí. Su sensibilidad siempre fue vivaz, entusiasta, receptiva: una fuente de alegría para todos los que trabajaron para él. Era tan abierto en sus gustos e intereses que mostraba disposición ante prácticamente cualquier tipo de reseña cultural: meditaciones sobre política regional, informes sobre cualquier tipo de libro, serie de televisión, película o evento. La disposición es una hermosa cualidad en una persona. Mi ignorancia sobre un tópico jamás lo disuadió de intentar asignármelo. Empezó a ofrecerme cada vez más cosas de televisión para que mirara y viera qué podía hacerse. Rechacé solo unas pocas. Pero me metí con programas y películas en las que estaba genuinamente interesada y escribí sobre ellos a mi manera marciana. El que sais-je de Montaigne, un poco de luz, un poco de sorpresa, un poco de escepticismo, algo de asombro, los ojos un poco entornados, un poco de je ne sais quoi. Toma una cosa, estúdiala, sacúdela, hazla rebotar sobre una superficie quieta para ver cuánta vida imaginada y cuánta vida vivaz ha sido incluida en ella. ¿Navega? Observa. A ver qué se puede hacer.

 

SE ACABÓ EL PASTEL, DE NORA EPHRON

Nora Ephron, cuyo nombre suena como un neurotransmisor o una medicación para la sinusitis, y que se ha granjeado una reputación con ensayos periodísticos concisos, se ha reivindicado como una verdadera novelista con la publicación de Se acabó el pastel. Aunque ya se ha dicho mucho sobre la relación apenas velada del libro con el fin del matrimonio entre Ephron y el periodista de investigación Carl Bernstein, lo más interesante de Se acabó el pastel no son tanto sus detalles de roman à clef, sino más bien su mirada experimental respecto a la pregunta sobre si el arte autobiográfico puede funcionar como terapia. ¿Qué puede expurgar el arte?, ¿qué transformará necesariamente en sentimientos?, ¿de qué nunca rescatará a nadie? La narrativa de Ephron en sí parece no ser clara en cuanto a si el relato de las propias heridas es exorcismo, venganza o masoquismo. “Se necesitan dos personas para lastimarte”, dice Rachel Samstat, la narradora y protagonista de Ephron. “La que lo hace y la que te lo cuenta”. Es un comentario que deja entrever su propio dilema narrativo. Cuando la “que cuenta” es, a la vez, víctima y curadora de sus propias malas noticias, eso que se conoce como narrativa catártica, ¿no termina siendo, finalmente, un acto de automutilación? ¿Un dolor redundante? ¿“Nos contamos historias a nosotros mismos para vivir”, como dice Joan Didion, o, decididamente, hay involucrado allí algo más que eso?

En el libro de Ephron, la escritura de libros de cocina funciona como metáfora de la práctica artística. Rachel Samstat, que publica libros culinarios, embarazada de siete meses y madre de un hijo, se refugia en los electrodomésticos, la pasta italiana y los programas televisivos de cocina, mientras su esposo, Mark Feldman, un columnista de Washington D.C., se enamora silenciosamente de la esposa de un embajador; todo dentro de las residencias de la capital de nuestra nación. “Son cosas como esta las que nos llevaron a Camboya”, dice Rachel. La novela comienza cuando ella descubre el romance de Mark y termina algunas semanas después cuando finalmente suelta su matrimonio y le revela a su esposo su amada receta de vinagreta que previamente le había ocultado en un último intento por seducirlo. En el mundo de Rachel, la comida es poder y ruina, hobby y tejido social; las recetas pueden ahuyentar los malestares. Rachel recuerda la década del sesenta como una época en que la gente levantaba la vista y preguntaba: “¿De quién es esta mousse?”. Los años que siguieron son juzgados por ella como: “El pesto es el quiche de los setenta”. La sociedad de Rachel es autoconscientemente burguesa: “Decíamos todas esas cosas como si nunca las hubiéramos dicho antes, y discutíamos sobre ellas como si nunca hubiéramos discutido antes sobre ellas. Luego, todos decidíamos si deseábamos ser cremados o enterrados”. El suyo es un mundo vagamente similar al del jet set, hecho de terapeutas de talk shows, cenas en casas de famosos, abultadas facturas de American Express y lujosas casas de campo. El materialismo lucha contra la poesía no deseada, contra la neurastenia no bienvenida: “Muéstrame una mujer que llora cuando un árbol pierde sus hojas en otoño –dice Rachel–, y te mostraré un verdadero hijo de puta”.

El éxito de la novela de Ephron como arte depende, de cierta forma, de su falta de eficacia como venganza. Su generosa inhabilidad para presentar un retrato completamente desagradable de Mark (quien corteja con encanto a Rachel, canta sus tontas canciones, conversa amorosamente con ella sobre sus dos cesáreas) conmueve genuinamente al lector, a pesar de que revela el hecho de que Ephron sigue sintiendo afecto por la figura de su esposo al imbuir de sentimiento a un hombre que no parece haberse ganado la clemencia agridulce que gran parte del retrato le otorga. Sin embargo, su personaje soporta los momentos más maliciosos de la novela gracias a ese retrato. Al final, Rachel da la impresión de ser su propia víctima: sola, sin haberse vengado, marcada por los desgarros definitivos en su cuerpo y en su vida.

Como sabe cualquiera que ha comido parado frente a la mesada de una cocina, cocinar puede ser un acto de gratificación terriblemente retardado. Las cosas deben ser trozadas, guisadas, hervidas a fuego lento, y el impulso que le dio nacimiento a todo puede disiparse en el trajín culinario. Se acabó el pastel de Ephron, como muchos actos de represalia literaria, ha necesitado demasiado tiempo y oficio como para ser un golpe potente dirigido a alguien: la preparación cuidadosa ha ablandado y suavizado los ingredientes. Se parece más a una revisión que a una venganza; tiene menos rencor expresado activamente que ingenio insertado retroactivamente. Aunque Rachel le dice a su terapeuta: “Si cuento la historia no duele tanto”, y “si cuento la historia puedo seguir adelante”, la historia hace que el lector sienta demasiada pena por ella como para creerle que haberla contado le haya servido de algo. La nostalgia y la venganza de Ephron son simplemente diferentes formas de lo mismo. El triste y delicioso sabor de un brebaje, incluso servido con el mejor quejido de Ephron, parece más un miserable monumento a la pena que cualquier cosa que pudiera derrotar el fango de lo real. La catarsis no se vislumbra en ningún lado, y es así como debería ser el arte.

(1983)