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No me avergüenzo del Evangelio
Leonardo Legras
Legras, Leonardo Omar Atilio
No me avergüenzo del Evangelio / Leonardo Omar Atilio Legras. - 1a ed . -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Guadalupe, 2020.
Libro digital, Book “app” for Android
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-500-798-1
1. Espiritualidad Cristiana. I. TÌtulo.
CDD 248.4
Fecha de catalogación: 19/06/2020
Diseño y Composición: G1 sumadiseño | Mariela Taccone
Editorial Guadalupe
Mansilla 3865
1425 Buenos Aires, Argentina
Tel/Fax (5411) 4826-8587
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Todos los derechos reservados
Impreso en la Argentina
Editorial Guadalupe, 2020
No me avergüenzo del Evangelio
INDICE
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1
Un 24 de diciembre
Capítulo 2
Un cambio radical
Capítulo 3
Momentos de crisis
Capítulo 4
Ven y veras
Capítulo 5
Reencuentro con un amigo
Capítulo 6
La Oración
Capítulo 7
Sacerdote para siempre
Capítulo 8
Llamados a la Santidad
Capítulo 9
Vivir en Gracia
Capítulo 10
María Nuestra Madre
Capítulo 11
Corazones comprometidos
Capítulo 12
Misericordia
Agradecimientos
Doy gracias a Dios por haberme permitido escribir este sencillo libro para su gloria y el bien de las personas. Es un modo de retribuir tantos beneficios recibidos.
Quiero agradecer al Padre Luis González Guerrico por haberme mostrado el camino para llegar a Jesucristo, por ser un verdadero ejemplo de abnegación y sacrificio, siempre comprometido con su sacerdocio. Ha sido para mí un gran maestro, un padre y un incondicional amigo.
Agradezco a todas aquellas personas, sacerdotes y laicos, que fueron parte de mi formación durante los años de seminario.
Agradezco también la colaboración de aquellos amigos que con gran predisposición han hecho su aporte, enriqueciendo cada capítulo con sus experiencias de vida.
Por último, doy gracias a mis hijas por el amor incondicional que me brindan a diario y por ser, sin saberlo, mis grandes inspiradoras.
Prólogo
Habiendo pasado casi dos décadas desde que abandoné el ministerio sacerdotal, me propuse escribir este sencillo libro. Pasé por la crisis que desembocó en el alejamiento y una vez que me fui de la parroquia atravesé por todos los estados de ánimo que se les pueda ocurrir: desánimo, enojo, furia, tristeza, por momentos paz y alegría y luego vacío interior y desorientación. De llevar vida de oración al abandono de esas prácticas incorporadas de años y con heridas profundas en el corazón causadas por terceros que tardaron años en sanar.
Por estos días y con el paso del tiempo me atrevo a escribir pensando en aquellos sacerdotes que puedan estar transitando un mal momento o que ya se encuentren alejados del sacerdocio.
En los siguientes capítulos no encontrarán reflexiones de un entendido en teología o un licenciado en Sagrada Escritura con posgrado en Espiritualidad, solo leerán lo escrito por quien desde su propia experiencia desea acompañar al que lo esté necesitando.
Quizás a muchos este libro les parecerá algo estúpido, sin argumentos teológicos, con ausencia de citas bíblicas y textos de santos padres, pero si una sola persona que lo lea encuentra el rumbo perdido, ¡qué más puedo pretender! El resto solo son comentarios de personas que nunca escribieron nada o de algunos “craneotecas”, como solía decir un viejo amigo, que sentado detrás de un escritorio y con una gran cantidad de libros abiertos va copiando cientos de textos, al punto que en una página escrita la mitad de ella debe ser destinada a citar todos los libros que debió usar para lograr su cometido.
Un sacerdote jesuita con quien hablo frecuentemente y de quien me estoy haciendo amigo, que dicho sea de paso, por más que se encuentre atareado, y doy fe que siempre lo está, se hace el tiempo para recibirme, cosa poco común en muchos sacerdotes que viven sus días muy ocupados, tan ocupados que nunca están para nadie. Este jesuita amigo, en una de las conversaciones que mantuvimos, me remitió a la última meditación de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, denominada “Contemplación para alcanzar amor” y allí dice: “Considerar cómo Dios actúa y trabaja por mí en todas las cosas creadas”. Esto me hizo reflexionar sobre la obra continua de Dios en el mundo que lo lleva a no abandonar a nadie. Por tal motivo en su providencia divina tiene contemplado lo acaecido en cada uno de nosotros. Reflexionando sobre esto sentí la necesidad de escribir para que encontrándonos en el estado que sea, no dejemos de buscar a Dios que sigue trabajando para encontrarnos y dejarse encontrar.
Capítulo 1
Un 24 de diciembre
“Educamos más por lo que somos y hacemos
que por lo que decimos”.
Romano Guardini.
Una mañana, durante el tiempo de cuaresma, más precisamente el lunes santo, llegó un sacerdote a confesar al colegio donde cursaba mis estudios secundarios. Por aquellos años, en todos los colegios de mi pueblo estaba instalada esta práctica, así, aquellos que deseaban recibir el sacramento de la reconciliación pedían permiso para salir del aula por un momento.
Con casi 17 años solo me encontraba bautizado, sin haber recibido la comunión ni tampoco me había tomado el tiempo para participar de la catequesis en su momento. Pero ese día surgió en mí el interés de hablar con aquel sacerdote que pacientemente esperaba sentado en una silla en el rectorado, pasando de a unas las cuentas del rosario que tenía entre sus manos.
Al verme parado frente a la puerta hizo un gesto para que pasara. Una vez sentado frente a él y antes que se trazara la señal de la cruz para comenzar con la confesión le explique mi situación, que no sabía confesarme y además me faltaba recibir la comunión. Su propuesta fue enseñarme catequesis él mismo, dos veces por semana; para esto debería concurrir a la parroquia los días martes y jueves por la tarde. Así lo hice y en tres meses pude recibir la comunión. El trimestre siguiente sirvió de preparación para el sacramento de la confirmación.
Quiero hacer mención a un acontecimiento muy importante: el lunes santo había iniciado el camino de preparación para recibir los sacramentos y esa misma semana, el viernes o sábado santo, no lo recuerdo muy bien, visitó la ciudad de Paraná su santidad Juan Pablo II, hoy declarado santo. Fueron días inolvidables aquellos en los cuales el papa visitó nuestro país y esas horas en las que se encontró en la diócesis de Paraná saludando a todos los sacerdotes y fieles que habían concurrido llenaron de entusiasmo mi vida. Seguí todo lo acontecido por la televisión y estoy seguro que su presencia fue una fuente inmensa de gracias para todos los argentinos.
Volviendo a mi relato, durante ese periodo de preparación generé un vínculo muy estrecho con el Padre Luis, ese era su nombre.
Con frecuencia aparecía por mi casa en su auto, un Renault 4 para que lo acompañara a visitar enfermos o viajar hasta alguna de las tantas capillas que se encontraban en el campo donde debía celebrar Misa. Eran lindos momentos y con el tiempo llegué a ser yo quien le preguntaría si no tenía alguna actividad prevista para poder acompañarlo. En esos viajes al campo por caminos polvorientos, de huellas profundas, difíciles de atravesar, surgían charlas muy interesantes. Mate amargo de por medio repasábamos el catecismo y hablábamos de cosas de la vida. Siempre se esmeraba por dejarme alguna enseñanza.
En una oportunidad me preguntó que tenía pensado estudiar, y le manifesté mi deseo de ser militar. Me animó a encarar la carrera y no solo eso, también me brindó ayuda para redactar la carta de presentación. Así fue que a los pocos meses recibí respuesta y comencé a prepararme para el ingreso al Ejército Argentino. Recuerdo muy bien que una tarde el Padre Luis me llevó a su habitación para que le acomode unos libros y allí me advirtió que una vez en el ejército cuidara mucho las medias, porque eran fáciles de robar y que tuviera siempre listo una aguja con hilo por si se soltaba algún botón de la camisa. Y para asegurarse de que supiera coser, le sacó un botón a una de sus camisas para que se lo volviera a colocar.
La tarde del 24 de diciembre del año 1987, llegó a mi casa en su Renault 4, con el mate listo, para que lo acompañara a unas capillas de campo. Era la víspera de Navidad y debía celebrar Misa en tres lugares distintos. Sin tardanza subí al auto y comenzamos el viaje hacia la primera capilla a unos 30 kilómetros de la ciudad. Allí aguardaba un grupo de feligreses que rezaban el rosario bajo un techo de chapa que hacía transpirar hasta los bancos de madera que se encontraban en el interior del lugar.
Una vez allí, el padre, colocándose el alba sobre la sotana, se dispuso a escuchar confesiones bajo un árbol cercano a la puerta de la capilla. Celebró la Misa y luego de saludar a los feligreses por la navidad, emprendimos el viaje hacia la segunda capilla. El sol parecía enfurecido con nosotros y el 4L con sus pequeñas ventanillas era un verdadero horno. Transcurrida la celebración y los saludos de rigor continuamos nuestro viaje hacia la tercera capilla. Con la tarde ya entrada y el sol perdiéndose en el horizonte, el padre se dispuso a celebrar la tercera Misa. El calor era intenso y la pequeña iglesia con su correspondiente techo de chapa colaboraba para que se intensificara aún más.
Parado en la sacristía comenzó a revestirse una vez más con los ornamentos para la celebración. En ese momento sentí admiración por aquel hombre que luego de una larga y calurosa tarde, habiendo confesado y celebrado misa en dos lugares previos, se disponía con tanta piedad para la última Misa del día. No le importaba el calor, ni su sotana y ornamentos empapados en transpiración, ni el cansancio que se hacía notar en su rostro. Junto a esa admiración que experimenté, surgió un fugaz deseo de imitarlo. Había sido un día duro, sacrificado, difícil, pero sin saberlo me había transmitido su modo de vivir a pleno esa vocación de servicio. Su entrega a Dios y a las almas me conmovió.
Emprendimos el viaje de regreso y siendo casi la hora de cenar, luego de un fuerte abrazo y buenos deseos navideños nos despedimos. Ingresé a mi casa para compartir en familia la comida de nochebuena. Una vez hecho el brindis y con las campanadas de la media noche salí al patio para contemplar las estrellas. Se veían imponentes, brillantes, puras. En un instante pasaron por mi mente las tres Misas, la gente, el Padre Luis y sin oponer resistencia me dejé invadir por un interrogante, - ¿porque no imitarlo? -, pero ¿y mi inminente ingreso al ejército?, ya tenía en mi poder el pasaje en tren y el número de puerta por la que debería ingresar a campo de mayo aquel ansiado día.
¡Cuántos sentimientos encontrados!, pero a la vez experimenté una gran paz interior; me encontraba sumamente feliz, algo había sucedido en mí. Pasaron las campanadas y regrese con mi familia para continuar con el brindis. Al día siguiente estaba todo muy claro, devolvería el pasaje, notificando al ejército mi decisión de no ingresar. Estaba decidido, quería ser sacerdote.
En primer lugar, hablé con mi madre, quien me entendió y así como apoyaba mi vocación militar, acompañaría esta decisión tomada.
Luego de unos días me anime a hablarlo con el Padre Luis, quien me escuchó en silencio y sin salir del asombro y viendo mi determinación decidió acompañarme en este nuevo camino, un tanto precipitado, de ingresar al seminario.
Desde ese día lo visitaba a diario, hablábamos bastante y luego participaba de la misa vespertina. Entre rezos y despedidas de familiares y amigos esperé con intriga el momento de partir. Finalmente llegó el gran día y el 25 de febrero del año 1988 ingresé al seminario. Fue el Padre Luis quien me acompañó ese día y al llegar el momento de despedirnos, parándose frente a mí y con voz firme me dijo: “Sé santo”. Frase que siempre tuve presente.
Querido amigo, ¿recuerdas aún el día que aceptaste el llamado de Dios? ¿Quién o qué despertó en ti el deseo de seguir a Cristo con entrega absoluta?, ¿Recuerdas seguramente en qué época del año fue?, ¿Te llevó tiempo tomar tal determinación o aceptaste el llamado sin oponer resistencia?, ¿fue durante la época de tus estudios secundarios o ya te encontrabas en la universidad? Me enteré casos de médicos, estudiantes de abogacía a punto de dar su último examen o ya graduados y ejerciendo que abandonándolo todo ingresaron al seminario. Incluso conocí una historia donde hubo devolución de anillos de compromiso y división de bienes ya adquiridos para el futuro matrimonio que nunca llegó a ser. ¿Cuál fue la opinión de tus padres y hermanos al enterarse?, ¿y tus amigos que opinaron al respecto? ¡Cuántos sentimientos en lo profundo del corazón ese último día en tu casa al despedirte de todos ellos!; y una vez en el seminario, al abrirse las puertas, no solo de ese edificio en el que vivirías por algunos años, sino también las puertas a una vida nueva. Recuerdos inolvidables que quedarán grabados en la memoria por siempre.
Capítulo 2
Un cambio radical
“Hay en ella (la vocación)
algo tan claro, tan evidente, tan de Dios,
que es imposible dudar…”.
San Alberto Hurtado.
Como expresé al final del capítulo anterior, los años de formación en el seminario son inolvidables. Tantas cosas nuevas, horarios para todo, una campanita como despertador, odiada por casi todos. Las mañanas interminables de clases, tardes de trabajo y estudio, para culminar el día con la adoración al Santísimo; momento de grandes batallas contra el sueño que invadía a la gran mayoría, hasta el punto de escuchar algún ronquido por ahí.
De hacer las cosas en nuestra casa cuando queríamos y tener todo servido a lavar platos, servir mesas, limpiar pisos y baños, compartir habitaciones y realizar casi todas las actividades en comunidad. ¡Cuántos cambios experimentamos con el ingreso al seminario! De hacer oídos sordos a la voz de nuestros padres a sentir la mirada constante de bedeles, prefectos de disciplina y de estudio, rectores y directores espirituales.
Un cambio radical y profundo, una nueva vida en todos los aspectos. Ya no teníamos las llaves de casa para entrar y salir cuando lo deseábamos, basta de amigos y de volver a cualquier hora. Para ausentarse del seminario había que pedir permiso al prefecto de disciplina y debíamos presentar argumentos sólidos para lograr nuestro cometido y nada de volver a cualquier hora. En el seminario donde estudié, a las diez de la noche cerraban la enorme puerta principal y si llegábamos tarde había que tocar timbre, sabiendo que sería el rector quien abriría y nuevamente a argumentar razonablemente la llegada tarde.
Sin darnos cuenta, fueron pasando los años como filósofo y entre clases, exámenes, apostolados, misiones populares y convivencias comunitarias, llegamos a ser teólogos con la admisión, un paso importante. Luego vendrían las órdenes menores del lectorado y acolitado para llegar finalmente a la ordenación diaconal, etapa de gran transición, porque aún se continúa estudiando, pero con tareas pastorales de gran relevancia. Entre bautismos, bendiciones, responsos y casamientos, se preparaban los últimos exámenes y el más importante de todos, audiendas, con su interminable casuística.
Finalmente, una vez acordada la fecha con el Señor Obispo y luego de unos buenos ejercicios espirituales, el gran día, el que tanto esperamos y para el que nos preparamos durante largos años, el día de nuestra ordenación sacerdotal.
¿Te acuerdas de aquel día? ¡Inolvidable! Te habrá pasado como a mí, que me desperté muy temprano, feliz pero nervioso, deseando que llegue la hora para partir al lugar donde se llevaría a cabo la celebración. En mi caso fue en la catedral de la ciudad de Paraná. Ese día no me lo olvidaré jamás, “son acontecimientos que pasan desapercibidos a los ojos del mundo, pero queda escritos para toda la eternidad en los diarios del cielo”. Esta fue la expresión que usó Monseñor Karlic en la homilía.
¿Recuerdas los momentos de la ordenación querido amigo? El momento donde escuchamos nuestros nombres y caminamos para pararnos frente al Obispo y decir “presente”. Y ante la solicitud hecha por el rector del seminario para que seamos ordenados, la pregunta del Obispo, “¿Sabes si son dignos?” ... Sabíamos que no lo éramos, pero habíamos sido llamados y ahí estábamos.
Luego de la homilía, tuvieron lugar esas cinco preguntas realizadas por el Obispo y a cada una de ellas respondimos con seguridad y firmeza: “Sí estoy dispuesto”. ¿Las recuerdas?
1. ¿Están dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándose guiar por el Espíritu Santo?
2. ¿Realizarán el ministerio de la palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?
3. ¿Están dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?
4. ¿Están dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que les sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?
5. ¿Quieren unirse cada día más a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa, ¿y con él consagraros a Dios para la salvación de los hombres?
Acto seguido, cada uno de los elegidos nos acercamos frente al obispo y, arrodillándonos frente a él, con las manos juntas y con sus manos envolviendo las nuestras prometimos respeto y obediencia. ¡Que frase tan bella aquella!: “Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término”.
Una vez realizadas las promesas, se dio comienzo a un momento muy emotivo para las personas que participan de la celebración, la postración. En ese momento todos los ordenandos nos postramos y comienzan a escucharse las letanías de los santos. ¿Lo recuerdas? Un gesto significativo, que muestra nuestra pequeñez, que somos polvo, tierra, pero por la gracia de Dios, elevados al sacerdocio.
Terminadas las letanías, y habiéndonos puesto de pie, nos acercamos al Obispo para que en silencio nos impusiera las manos.
De ahí pasamos al momento de recibir los ornamentos y ya con la estola sobre nuestro pecho y la casulla colocada, nos arrodillamos frente al Obispo para recibir la unción. Las palmas de nuestras manos fueron ungidas con el santo crisma, indicando que recibimos un sacramento que imprime carácter, es decir, que nunca se perderá. Desde ese momento fuimos sacerdotes y para siempre, “sacerdos in aeternum”. Y mientras nos ungían se podía escuchar: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio”.
Ya ungidos, y arrodillados frente al Obispo nos entregaron una patena con hostias y un cáliz con vino diciéndonos: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios”, y un mandato: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
Una vez llevado a cabo este magnífico rito, nos acercamos al altar para consagrar por primera vez. ¿Recuerdas ese momento?, ¿quién podría olvidarlo?
Y cuando celebramos nuestra primera Misa, ¡que emocionante! Una vez parado frente al altar, nos parecía estar soñando. Tantos años de preparación para este gran día que finalmente había llegado. Escuchar repetir las palabras de la consagración con sumo cuidado, haciendo un gran acto de fe para creer que por esas palabras se haría presente el mismo Jesucristo.
¡Y la primera confesión!, ¿la recuerdas? ¡Cuánta atención al escuchar las faltas de esa persona que nos confió los secretos más íntimos y sus debilidades! Y otro gran acto de fe para trazar la señal de la cruz con nuestra mano mientras pronunciamos las palabras de la absolución teniendo la certeza que esos pecados serían perdonados: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Darmowy fragment się skończył.