Czytaj książkę: «Barcelona inconclusa», strona 2

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FLYERS A LA PARRILLA

Nunca agacharse. La actitud sumisa nunca impone respeto, conduce al rechazo. Siempre recto. Espalda recta. Los brazos relajados, sueltos y amables. Elongación de hombros, tríceps y bíceps, pasos básicos en la antesala de la actividad aeróbica. Practicar la sonrisa, nunca muy cómplice, nunca muy distante. Sonrisa templada y sutil, amigable sólo hasta cierto punto. Rotación de cintura y muñecas para aceitar los engranajes. Cuádriceps y gemelos, al final. Los auriculares puestos. El bolso colgado en bandolera. Llave a la puerta. El Eixample a mis pies.

Salgo de casa silbando Chemical Brothers, me voy acercando al Gaixample. Cruzo lindas panaderías, restaurantes de moda, chaflanes con camionetas de carga y perros pequeños atados con correa. Aragó parte en dos la Plaça Letamendi. Giro a la izquierda y miro mi último mensaje de texto: Te dejo los panfletos en una bolsa negra al lado de un árbol, frente al restaurante. Ahí está la bolsa. Se ve desde la esquina. Negra y amorfa, entre el frenesí de automóviles y peatones que la ignoran. Desato el doble nudo, deposito la carga en mi bolso y sigo caminando. Me detengo en la tienda Desigual y arrojo la bolsa al tarro de residuos. Doy una mirada rasante y panorámica por el Passeig de Gràcia. El semáforo se pone verde. Tengo que cruzar.

El medio es el mensaje. Yo soy el medio. No hablo, sólo reparto. Reparto el mensaje. Yo soy el medio que habilita el mensaje. Sin filtro ni operaciones. Sin conciencia. Soy un agente de las brasas. Un apático militante de la carne argentina. El mensaje es un trozo de papel cuadrado impreso en blanco y negro que promete buenos precios en entrecot, vacío, entraña y otros derivados de la vaca, aceptables para la cultura ibérica y turística en general. El mensaje: A classical Argentinian restaurant where you can enjoy with family, friends or fellow workers, wonderful lunches and dinners, from Monday to Saturday, with the most delicious meats imported daily from Argentina.

Nadie sabe quién soy, qué haré ni dónde me detendré mientras cruzo anónimo por Aragó, entre la masa de paseantes silenciosos. Una masa que se disuelve al cruzar, en la vereda de enfrente. Gotas de agua que se pierden, que viajan juntas en un chorro diluido en un océano. Yo me disuelvo en la entrada de la Casa Batlló, entre los dos hormigueros turísticos que se forman ahí todos los días: el de los que hacen fila para entrar y el del amontonamiento de cámaras que la fotografían desde afuera. Me miro los pies. Están firmes sobre las pulidas baldosas de corales que Gaudí diseñó en exclusiva para el Passeig de Gràcia. Doy una mirada rasante por todos los edificios que hay alrededor. En uno de ellos estará Mónica, fumando hiperquinética y observando mis movimientos.

El concepto de flâneur prescribía movimiento. Sin desplazamiento no había flâneur. ¿Cómo observar pensando si uno no se mueve? ¿Sobre qué ciudad se reflexiona en la quietud? El dandy intelectual recorría las calles de París del siglo XIX y escribía sobre sus personajes y sus atmósferas. Yo también quiero ser un flâneur. Pero de acá, en esta esquina del Passeig de Gràcia, que también es del siglo XIX. Sólo que tengo un inconveniente: estoy estático, no me muevo. Los personajes y las atmósferas vienen a mí, de golpe. Yo no los busco. Ellos son los que pasan y pasean. Aunque también es cierto que en la etimología de la palabra está “silla” y “holgazán”. Por eso, veré el mundo que me circunda con cierta curiosidad perezosa. Retomaré la leyenda de los primeros flâneurs y miraré lo me que traiga la marea. En vez de pasear tranquilo como un dandy, seré yo el paseado. Seré yo el recorrido por los paseantes.

Empezar es fácil. No hacen falta muchos aspavientos ni prolegómenos. Se saca un manojo de papeles y se empiezan a repartir, sin olvidarse nunca de mirar a los ojos y sonreír. Nada más. Y no perder el ritmo, nunca. Porque pasa mucha gente todo el tiempo. Nunca dejan de pasar y hay que aprovechar las dos horas del mediodía, que son las más flojas para la cocina. De 12 h a 14 h. La gente nunca sabe bien a dónde puede ir a comer. Yo les enseño un camino, les doy una alternativa, les muestro la luz de las brasas. Nuevo mensaje de texto: ¡¡¡Nene!!! No te pongas muy en la esquina, esperalos más en frente a la Casa Batlló. Por si tenés que hablar con ellos es más fácil. Los agarrás mejor. ¿Entendés? Mónica está atenta a todo. Qué suerte tenerla con nosotros.

Soy un hombre libre. O eso creo. El flâneur prescribía la libertad, aunque también el ser ocioso. Y yo estoy trabajando. No para los registros de Hacienda, pero estoy trabajando. Balzac hablaba de “la gastronomía del ojo”, la exquisitez visual como parte fundamental de todo flâneur. Una parrilla es gastronomía. Tengo el mensaje de las brasas. Y tengo el ojo. Y devoción por la multitud y el anonimato, por mezclarme en esta masa ingente y desproporcionada que crece y crece sobre la vereda. ¡Gracias, Baudelaire!: “Su pasión y su profesión han de ser una sola carne con la multitud. Para el flâneur perfecto, para el espectador apasionado, es una alegría inmensa establecer un hogar en el corazón de la multitud, en medio del flujo y reflujo del movimiento, en medio del fugitivo y lo infinito”. Walter Benjamin me da el último impulso, decretando la muerte del flâneur con el triunfo del capitalismo y de la sociedad de consumo, viéndolo ya no como un apasionado observateur parisino sino como otro signo más de la alienación urbana. Un burgués diletante que surge, al igual que el fenómeno turístico, con este capitalismo de consumo y esta vida moderna. ¡Perfecto!

Kafka decía que en el cine nunca es la mirada la que escoge las imágenes, sino que son ellas las que escogen la mirada. Desorbitado por la velocidad de la secuencia, mareado, necesitaba pausas, ese detenimiento que sólo puede brindar la fotografía. Para Víctor Fournel la experiencia del flâneur era como “una fotografía en movimiento de la experiencia urbana”. Y, qué novedad, después de Kafka todos nos sentimos cucarachas o anónimos K ante la multitud. Y como soy yo el paseado y no el paseante, el visitado y no el visitante, la secuencia ininterrumpida de caminantes me irán escogiendo a mí para que yo pueda diseccionarlos y clasificarlos, para que pueda tomar fotografías mentales entre flyer y flyer, entre el tedio del trabajo manual cronometrado y el mareo de la velocidad de una masa hiperquinética de personas.

Todos se mueven, menos yo. Todos pasan llevando en bolsas sus pequeños trozos del paseo: ropa, cápsulas de Nespresso, juguetitos de Vinçon o joyas. Soy un observateur subocupado que intenta capturar a los paseantes y ubicarlos en ciertas tipologías, por la manera que tienen de acceder (o no) a mi mensaje de la carne. El flyer será la focalización. La punta de muchos icebergs. El punto de muchas partidas.

¿Esto como se llama? Respondo. ¿Es Gaudí? Afirmo. La mujer tiene más de 60 y habla un castellano rudimentario. Ante el descubrimiento saca su cámara y comienza a tomar algunas fotos. Ni siquiera se toma 10 segundos para mirar algún detalle de la Casa Batlló. La primera visión que tendrá de la atracción, desde ahora y para siempre, será a través del visor de su Nikon. Sus cuatro amigas hacen lo mismo. Toman sus cámaras como pueden, haciendo malabares con sus bolsas de regalos, sus mapas y sus grandes carteras. Vasile las mira con su fría risa de moldavo, las mejillas coloradas, transpirado, fumando en la puerta de la empresa de catering que funciona al lado de la casa diseñada por Gaudí. Vasile siempre se acuesta a las 5 de la mañana. Mis charlas con él son sus monólogos sobre las juergas que pasa con los pinches de cocina, contratando prostitutas de varios países. Ahí va todo su sueldo, aunque debería ahorrar más, dice, porque quiere traer a su mujer de Moldavia y no sabe cuándo podrá hacerlo. Vasile fuma y habla, con la sonrisa dibujada en su cara cuadrada y maciza, que le empequeñece aún más los ojos. Mi teléfono móvil me avisa que tengo otro mensaje de Mónica: Nene. A ver si te ponés las pilas y te ponés a repartir. Estaría bueno ¿no?

Hay dos primeras tipologías claves para entender a los caminantes del Passeig de Gràcia. Una es el sibarita, generalmente un hombre, de traje o bien vestido, con su Smartphone en una mano y una bolsa pequeña de algo acabado de comprar en la misma mano, lo que engrandece su gran palma de macho alfa. El sibarita nunca camina encorvado, va derecho por el mundo y ante la amenaza del flyer nunca pierde la calma ni detiene su marcha. Simplemente dice “ya la conozco” con risa autosuficiente y te da un golpecito imperceptible en el hombro con su mano libre.

El otro es el mundano, muy cercano al sibarita, incluso similar y tal vez derivado de éste, salvo que se distingue del primero por su manera de acercarse al flyer. No se sabe si la conoce o no, porque niega el flyer sin hablar, guiñando tenuemente un ojo y frunciendo la boca como diciendo no puedo, por más que quiera, no me vas a ofrecer nada mejor de lo que ya tengo, ese papel no me va a deslumbrar ni a cambiar mi existencia.Sibaritas y mundanos son caminantes que el Passeig de Gràcia reclama, necesita y fabrica. La avenida de la burguesía catalana pujante, el emblema de la ciudad europea se mantiene vivo, sobre todo, gracias a ellos.

Se acercan las dos de la tarde. Hasta las 19 h no tendré ningún mensaje más de Mónica. Eso es lo bueno de acabar la mitad de la jornada del día de hoy. Lo malo es tener que volver a la parrilla a entregar el sobrante, marcar tarjeta simbólica y escuchar a Raúl, su esposo, diciendo que Mónica no está muy convencida, que me tengo que esforzar más, que necesitamos a alguien con la camiseta puesta y que si sigo así Mónica me va a echar a la mierda. Mónica manda. Raúl comunica.

Dejo los flyers en el mostrador de la parrilla, intercambio unos chistes escatológicos con el uruguayo que cocina y salgo por Aragó oliendo a humo de vaca a la parrilla. Siempre me pregunto si algún otro repartidor de flyers hará lo mismo que yo, en otra esquina de Barcelona. Nunca lo sabré. Lo que sí sé es que todos mis datos son recabados sobre el terreno. Nada de estudios o informes o manuales. He conseguido, incluso, ciertas estadísticas. El Efecto Carro Ganador, por ejemplo, es muy gráfico para entender algunos comportamientos del caminante. Cuando una turba cruza por Aragó después de un semáforo verde, si el de adelante acepta, todos aceptan. El Efecto Carro Ganador siempre funciona. No hay error. Basta con que una sola persona de los primeros lugares acepte para que todos la imiten. Todos acatan la onda verde. No es lo mismo si el primero que acepta es alguno del medio, ahí el optimismo en masa se difumina y las garantías de éxito son nulas. También hay tendencias. Ciertos tipos de personajes un tanto tópicos que responden al flyer según su vestimenta o aspecto. ¿Por qué? Quién sabe. Pero lo cierto es que los hippies, los hípsters y los japoneses nunca aceptan. Y que los musculosos de anabolizantes aceptan siempre.

Vuelvo a mi casa por Enric Granados. Las calles que la cruzan justo después de Aragó ilustran las conquistas del viejo reino homónimo: València, Mallorca, Provença, Rosselló y Còrsega. Camino a casa, todas las conquistas, una por una. Camino a casa, el esplendor de la corona. De regreso al trabajo, a las 19 h, cuando cae el sol, las conquistas se pierden, en orden decreciente, una por una: Còrsega, Rosselló, Provença, Mallorca y València. Hasta llegar a Aragó y volver a abrir la puerta del restaurante.

Mónica es una rubia teñida de Bahía Blanca. Habla con voz nasal y hasta parece una mujer guapa. Es muy raro que te mire a los ojos, quizás porque siempre está hablando por el móvil o con alguien sobre algo que implique dinero, inversión, construcción y otros derivados de la economía. Me entrega un montoncito de flyers. Noto sus dedos fríos y su mirada, esta vez sí, directa a mis ojos. Inquisidora. Y sonriente.

Si el sibarita y el mundano tenían un punto en común o uno era una versión del otro, hay dos tipos que son claramente antagónicos. Hablo del interferente y del sintonía. En el interferente entran los padres de familia anglosajones o escandinavos, que caminan veloces, controlando de cerca a sus hijos que van como patitos en fila. Estos padres van siempre con cara de estar pensando en algo más, en algo que está sólo un poco más allá de las farolas, las tiendas y los automóviles de la avenida. Por eso la interferencia: el flyer lo saca de su letargo intelectual de curtido buen viajero. Y eso no puede ser. La otra cara de la moneda es el sintonía, el que agrupa a la familia árabe tipo, en su amplio y heterogéneo conjunto. El padre de familia árabe camina muy lento, cargando su panza maciza con absoluta despreocupación. Sus hijos se le cruzan, van y vienen, se pegan y se gritan. Y él, imperturbable, con su mujer detrás en silencio. El flyer no sólo no le molesta sino que se detiene al recibirlo, lo estudia sin apuros y agradece con una palmada en el hombro.

Otra vez en mi puesto para completar la jornada. Recorro con la vista la fachada de la Casa Batlló. Nunca puedo dejar de mirarla. Las ventanas cavernosas, las columnas como huesos, el confeti psicodélico. Y los mitos sobre su interpretación. Hay quienes hablan de un arlequín que arroja papel picado sobre los balcones, rememorando el carnaval. Y están los más épicos que hablan de un homenaje a la leyenda de Sant Jordi: arriba está el dragón, los balcones serían las calaveras de los hombres que se comió el animal, las columnas los huesos, aunque una de ellas, en su parte superior, termina en una flor. Y lo que antes se veía como confeti, desde esta perspectiva sería la sangre del héroe catalanizado. La polémica sigue viva y aumenta el mito sobre el Gaudí que algunos consideran místico, otros católico, otros masón.

Lo que sí es seguro y no admite discusión alguna en este rincón de Barcelona es que los cabezas de familia son un objetivo básico para la captura de clientes. El flyer placebo es el indicado para los padres que llevan el carrito de bebé a cuestas. Es fijo: hombre con carro siempre acepta, sin excepción. Ese pequeño cuadrado de papel le sirve de distracción (fugaz, momentánea) en su marcha monótona, a sus ojos apesadumbrados de padre primerizo con nostalgia de esos veintipocos años que nunca volverán.

A veces, sobre la marcha, la táctica se acomoda y apunta a los niños. A esos que te miran por ser algo un poco diferente de toda esa monotonía incomprensible de maniquíes calvos y palacetes modernistas que sus padres les obligan a ver. Cuando el niño recibe el flyer, su hermano inicia una corta estampida para tener el suyo, acercándose corriendo tan celoso a reclamar igualdad de oportunidades.

Una última tipología es la del flyer marcial, el que determina una disciplinada espera de todos los integrantes de la familia. Funciona así: ante el intento de alcanzarlos con el trocito de papel, todos esperan unos segundos mirando al padre de familia. Es él quien debe tomar la sabia decisión de aceptarlo o no. Si lo toma, ahora sí, todos se acercan a la órbita del sensei para compartir su observación silenciosa. Si no lo toma, la familia espera las explicaciones pertinentes en un pequeño debate, pequeñísimo, que dura los pocos metros que me separan de la Casa Batlló.

Alzo la vista: tantas oficinas desconocidas, tantos edificios ocupados por los descendientes de los burgueses ricos que se quedaron, aquellos que no huyeron hasta la montaña cuando el Eixample se masificó de clase media. Me gustaría saber dónde está Mónica. La imagino riendo con sus comisuras de Nosferatu parafinado, mirándome a mí desde arriba, diminuto, tratando de localizar en vano su refugio. Puteo a Cerdà por haber diseñado el Passeig de Gràcia tan amplio, tan abrumador.

Cerca de las 20 h, cuando ya queda poca gente en la esquina, me aburro más que de costumbre y camino un poco, sólo un poco, lo suficiente para no salir del radio visual de Mónica. Llego hasta la Casa Ametller con pasos lentos y me detengo en el diseño de Puig i Cadafalch. La fachada irregular, dos mitades diferentes, la huella de los palacetes medievales belgas en esta rémora de la casa de Hansel y Gretel en honor al empresario chocolatero. Y las esculturas: Sant Jordi rodeado de animales mitológicos de toda índole, hasta un mono que me saca una foto con su cámara de principios del siglo XX. Miro las baldosas de corales. Siguen impecables. Sólo algunas colillas de cigarrillos. Y nada más. ¿Dónde van los flyers cuando mueren? A las papeleras, siempre. Es de mal gusto verlos muertos, hechos unas bolitas amorfas sobre el piso del Passeig de Gràcia. Por eso la esquina tiene buena provisión de cementerios de flyers, tarros de hierro que guardan un acervo de huellas digitales.

TU NOMBRE ME SABE A HERBALIFE

La electrónica mezclada con reggaetón funciona siempre, la contundencia de los graves sampleados con dosis de calorcito caribeño. El optimismo y la energía unidos al triunfo en el paraíso terrenal. El tum-tum-tum de los que miran para adelante. Como Mark Hughes, que corre sobre el escenario como un pastor evangelista, mientras sus ovejas disfrazadas de verde le van chocando la mano.

Las imágenes pasan a toda velocidad. Jugadores del Barça. Congresos multitudinarios. Atletas. Jugadores del Inter. Gargantas que beben de un grueso tarro de plástico. Fisicoculturistas. Camiones de transporte. Todo con el mismo sello: tres hojas verdes encerradas en un círculo negro, sobre el rótulo de un sueño llamado Herbalife.

Un sueño que comenzó Mark Hughes y que lo convirtió en un gurú mundial de la vida sana. Al parecer, la utopía nació después de que su madre muriera por su adicción a las pastillas para adelgazar. Mark no quiso que a nadie más en el mundo le pasara lo mismo. Por eso, contrató al gerente de marketing de Disney. Y se hizo millonario creando una red descentralizada y global de vendedores de polvos nutritivos y energéticos que se diluyen en agua. Una verde telaraña que se expande de manera viral por todo el planeta, profetizando el Evangelio Nutricional del Siglo XXI.

Antes de sentarme a ver el vídeo, yo estaba parado en la puerta de una oficina insólita del barrio de Sants. Una puerta de vidrio pintada íntegramente de verde oscuro y un cartel escrito en Word que decía “Centro de bienestar”.

A escasos metros, una unidad móvil de los Mossos d’Esquadra vigilaba de cerca a un grupo de cubanos y portorriqueños que posaban como Latin Kings, sacando el culo para afuera, con gorras violetas, zapatillas brillantes y miradas Daddy Yankee. El olor rancio de la comida de los bares invadía la calle angosta y mis compañeros de entrevista laboral hacían cola para entrar: un cuarentón con chinelas blancas y un aro enorme dorado en su oreja izquierda, un árabe sexagenario, una chica guapa. La melange que seguía creciendo y yo que fumaba apoyado en una columna de luz, con un saco que compré por 5€ en la tienda de ropa usada Humana.

Antes del vídeo, entonces, nos hicieron pasar a una sala de espera pequeña, nos preguntaron nuestros nombres y nos sonrieron. Todos. Sin excepción. Serían unos veinte legionarios de traje con sus logos estampados en las solapas. Una vez repuestos del frenesí audiovisual, escuchamos a los ponentes.

La primera en hablar es Ornella, que se metió en Herbalife porque era una chica anoréxica y bulímica con mucho acné en la cara. Y de consumidora se pasó a vendedora. Ahora gana un promedio de (silencio de suspense) ¡1500 euros al mes! Y no conforme con el relato de su pasado, nos obliga a ver en el proyector algunas fotos de su trágica adolescencia, con todas las características antes mencionadas ahora expuestas ante la obviedad de las imágenes. Una gordita ojerosa con bigote de Cantinflas y un enorme oso de peluche rosa que serviría de mudo confidente a sus traumas de nena deprimida. Una gordita que se convirtió en esta bella morena de traje a la que le brilla su negra melena y que disfrutamos en vivo y en directo.

Y ahora: ¡Jordi, por favor! La platea femenina está que arde. Jordi es muy guapo y muy fuerte, tan varonil. Un solo pago de 120€ y ya consiguió su licencia para trabajar de manera libre en 73 países. Nos pregunta qué desayunamos y todas las respuestas lo dejan sin aliento. Comemos mal, Jordi. Comemos basura. Pero por suerte, Jordi tiene el desayuno ideal: un mejunje espeso que puede combinarse en seis sabores diferentes.

Tenemos una tarea, dice Jordi. Educar. Y debemos empezar por nosotros para predicar con el ejemplo. Además, ahora, con el contrato que se ha firmado con el Barça, esto tiende a expandirse cada vez más en territorio catalán. ¡Así que las posibilidades de éxito están más que garantizadas! Un solo pago de 120€ y ya tienes tu bolso, productos para un mes de nutrición, manuales y merchandising. El final es previsible: pantalla dividida en dos. A la izquierda, el joven yonqui y sedentario, con barba de tres días y panza al tono. A la derecha, el Jordi emprendedor, afeitado y reluciente. Y más aplausos para el Jordi en tres dimensiones.

Sigue Gerard. Y otra vez lo mismo. Joven gordo looser sin esperanzas con problemas de salud. Para entrar al Planeta Herbalife es fundamental el golpe bajo: de un pasado tortuoso hacia un futuro soñado. Así comenzó el gurú, con el cadáver materno. Así comenzó Gerard que ahora tiene ¡más de 30 vendedores a su cargo! ¡Y en tan solo 2 años! Aplausos generales.

Gerard nos pide calma y serenidad, porque en la última charla había gente que se paraba y gritaba enloquecida. Así que tenemos que controlar nuestra efusión. No hay fotos de Gerard, lo que me entristece porque ya me estaba gustando esta performance escatológica de stand-up con vídeo.

Ahora le toca a José, un boliviano veterano cuya disertación va desde Macroeconomía hasta Nutrición, pasando por Geopolítica, Historia del Siglo XX y Filosofía. Dice que desde que Herbalife promociona al Inter, el equipo italiano ha ganado tres escudettos y que si la revolución en los 80 fueron los ordenadores y en los 90 internet y la telefonía móvil, en el nuevo milenio la palabra clave es el “bienestar”. José gana promedio de 1400 euros al mes en sólo ¡tres meses de estar en la empresa! Aplausos totales. Más fuertes que los anteriores.

Unos veinte legionarios de traje hacen fila detrás de las sillas de plástico que ocupamos los futuros entrevistados. De ahí van saliendo de a uno. Ellos son los que inician los aplausos, siempre. ¡Pero aún hay más sobre José! Vuelven las fotos y la evidencia del cambio: de un gordo barbudo con cara de culo a un atlético aimara con sonrisa de Herbalife. Dice que tiene motivos suficientes para sonreír, porque este trabajo le permitió vivir en Barcelona a pesar de la crisis, tramitar los papeles y evitar la pobreza y la inseguridad de su país sudamericano. José está contento, adaptado y feliz. ¡Y todo gracias a Herbalife!

Porque en Herbalife, con su Manual del Marketing Multi-Propósitos, el legionario no sólo se considera vendedor sino también dueño de un negocio propio. Un negocio que no tiene rutas prefijadas. Un negocio que abarca todo el mundo. Con Herbalife, el mundo es tuyo. Desde Barcelona puedes vender a Taiwán o a Groenlandia. Da igual, mientras vendas. Entonces, ante un tablón de madera, los legionarios exponen lo más selecto de su catálogo: el batido clásico para los deportistas con la foto de Messi tragándoselo todo, la nueva sopa de tomate gourmet, el cóctel de salvado con hierbas ideal para el desayuno y las pastillas del tratamiento reductor con té verde y té negro.

Degustamos. Tragamos todos los líquidos, mientras los legionarios nos sonríen y nos dicen que, si fuera por ellos, vivirían sólo de estos productos y que serían tan felices. ¡Lástima que hay que comer! Bromean. ¡Hombre, aquí también hay lugar para las bromas! Y se ríen. Porque Herbalife predica la nutrición responsable y acepta el mal menor de tener que deglutir alimentos sólidos.

Mientras seguimos tragando potajes, el árabe es arrinconado por dos legionarias guapísimas. El del aro gigante está tratando de ligar con la chica que estaba sentada a su lado, pero Gerard lo marca muy de cerca. El bello Jordi es arrinconado por tres futuras legionarias jovencitas que quedaron encantadas con su discurso y quieren más información. Y justo antes de que empiece a entrarme el pánico, vuelve la música sobre las imágenes de Mark Hugues corriendo de felicidad por el escenario.

Mis ojos se cruzan con unos grandes lamparones negros. Ornella. ¡Bella Ornella! Milagro de la industria de la nutrición en sobre. ¿Me han inoculado nuevas paranoias, Ornella? Dime la verdad, Ornella. Me voy a morir ¿no es cierto? ¿Y todo por comer mal? Pero le puedo ganar a la mortalidad, si tú me ayudas. ¿Verdad que puedo? Vivir más y mejor, gracias a ustedes. Fumo, Ornella. Me encanta fumar. Fumo mucho. Bebo café y tengo gastritis. Reflujos por el esófago, Ornella. ¿Necesito Herbalife de por vida?

Pero como variado. Me encanta comer. Me encantan la fruta y la verdura. Desde que llegué de Argentina casi ni pruebo la carne ¿sabes? ¿Necesito Herbalife de por vida, Ornella? ¿Quién sacó las plantas de la tierra y las metió en esos laboratorios algodonados? ¿Tú lo sabes? Me han quitado los nutrientes ¡joder! Me los han quitado. ¿Tú me los devolverás, Ornella? ¿Tú asesinarías por mí a los saqueadores que entraron a mi pirámide alimentaria y se robaron todos los tesoros del faraón de los nutrientes? ¿Verdad que sí lo harías, bella Ornella?

Un vendedor puede manejar a más vendedores. Por cada cliente que consiga ese vendedor, el encargado gana dinero. Todo es ganancia. No hay pérdida. Yo te veo emprendedor. Te veo decidido y valiente. Eres guapo. Tienes buena presencia. Estás predestinado a trabajar con nosotros. Sólo tienes que animarte. Mirar hacia adelante. Esto es el futuro. Y el pago lo puedes hacer ahora mismo, si quieres. ¡Y ya comienzas con nosotros! Salimos muchas veces de cañas. ¡Venga, hombre! ¡Que será divertido!

Me entrega su tarjeta. Leo “Ornella Barbini” sobre un dibujo circular con tres hojas verdes. Su título es de “distribuidora independiente”. Las webs de referencia hablan de un Centro de Bienestar y de Tudesayunoideal. Ni rastro del nombre Herbalife, como si escribirlo fuese una obviedad.

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