Czytaj książkę: «Jesucristo es el Señor»
Sinopsis
El autor, con un manejo magistral de las herramientas de la investigación, nos ofrece en este volumen un estudio histórico de aquella confesión con la que la iglesia primitiva enfrentó los desafíos de su tiempo: Jesucristo es el Señor. Se trata, pues, de un estudio de innegable actualidad puesto que “por encima de todos los tiempos, todos los regímenes, todas las ideologías, por encima de la vida y la muerte, y hasta de todas las teologías y religiones, ¡Jesucristo es el Señor!”
Jesucristo es el Señor
El señorío de Jesucristo en la iglesia primitiva
© 2011 Justo L. González
© 2011 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma
Primera edición digital, agosto 2020
ISBN N° 978-612-4252-68-6
Categoría: Teología – Teología histórica
Primera edición impresa, marzo 2011
ISBN N° 978-9972-701-73-3
Editado por:
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Prefacio
Aunque escrito unos años antes, este libro se publicó por primera vez en 1971 por la Editorial Caribe. Luego fue reeditado en 1998 por la Editorial Unilit, y ahora Ediciones Puma, en Lima, tiene a bien pedirme que lo publique nuevamente. Al enfrentarme a esta tercera edición, debo reconocer que el contexto en el cual este libro se publica hoy, no es el mismo en el que fue escrito hace ya casi medio siglo. Ni es tampoco el contexto en el cual se reeditó en 1998. Para aquella segunda edición, escribí un prefacio en el que justificaba el no haber hecho cambios mayores, no porque no hubiera nada nuevo que decir, sino por veracidad histórica, para que el libro fuera el mismo que había publicado varias décadas antes. Hoy me parece necesario tener en cuenta los más importantes cambios que han tenido lugar, no solo en el mundo y en la iglesia, sino también en mi propia mente.
En el prefacio a la segunda edición, dije, entre muchas otras cosas que hoy reafirmo, lo siguiente:
Ciertamente, mucho ha cambiado desde aquella década del 60 en que escribí las líneas que siguen. Eran aquellos los tiempos de la Guerra Fría, cuando se dudaba de si los regímenes democráticos podrían subsistir el embate ideológico, político y hasta militar del socialismo de Estado al estilo de la Unión Soviética. Eran las noches de la “seguridad nacional”, de los desaparecidos, de los regímenes que ocultaban su tiranía tras la excusa del anticomunismo. Eran los tiempos de las primeras exploraciones siderales, cuando nos maravillaban los “sputniks”, y cuando por primera vez vimos de cerca la superficie de la Luna. Eran los años del “rock and roll”, de los albores de la televisión en colores, de los automóviles grandes y las faldas cortas.
Hoy mucho de eso ha pasado. La Unión Soviética ya no existe, y del socialismo de Estado comunista no quedan sino unos pocos regímenes —algunos de ellos moviéndose cada vez más hacia la economía de mercado. Lo que hoy nos preocupa no es ya tanto ese socialismo totalitario que […] va pasando como el auge que va tomando la economía de mercado, que parece juzgarlo todo a base de lo que se consume, y que en muchos aspectos resulta ser tan idólatra como cualquier otro sistema. La exploración del espacio sideral, aunque continúa, ha cedido el lugar de primacía en el interés popular a la computación, el espacio cibernético y la realidad virtual. Elvis, el mago del “rock and roll”, murió hace años, y se ha vuelto una especie de leyenda que alimenta la nostalgia de aquellos jóvenes de la década del 60 que no quieren envejecer. El año 1984, que para muchos en los 60 tenía connotaciones apocalípticas [debido a una famosa novela de Orson Wells], ha pasado sin mayor estruendo. Ahora se acerca el 2000, y nos abocamos, no solo a un nuevo siglo, sino también a un nuevo milenio.
Cuando hoy releo lo que escribí en aquel prefacio, no me queda sino subrayar lo que allí dije. Asimismo, debo resaltar cómo la década que ha transcurrido desde entonces ha reafirmado y continuado mucho de aquello. Cerca ya al año 2000, vimos cuasi pánicos apocalípticos mayores que los de 1984. Elvis sigue siendo leyenda entre aquellos pocos que todavía quedan de su generación. Aún hay algunos regímenes donde impera el socialismo de Estado; pero estos son cada vez menos y poco a poco van abandonando su vieja ortodoxia marxista.
Si algo nos sorprende entre aquella segunda edición y la presente, es la explosión que ha habido y sigue habiendo en el cambio de las comunicaciones cibernéticas. Cada día aparece un nuevo aparato, una nueva aplicación, un nuevo sistema de intercomunicación. Señal de ello es que buena parte de lo que antes llamábamos investigar, hoy ha sido suplantado por nuevos medios de investigación, los cuales se resumen en la popularidad —al menos en ciertos círculos— del neologismo “googlear”.
Estos vertiginosos adelantos en las comunicaciones, así como en las ciencias, tienen por consecuencia que la mayoría de las personas de las nuevas generaciones se desentienda de la historia. Para ellas, es cosa superflua. Sin darnos cuenta, vamos perdiendo la memoria. Nos interesa solo lo de ahora, lo inmediato, el futuro y sus promesas sin límite. Hasta en la iglesia nos negamos a cantar lo que no sea composición del momento. Lo que tenga más de veinte o treinta años es anticuado. Los viejos himnos que inspiraron a nuestros abuelos y bisabuelas, las oraciones que surgieron del corazón de los antiguos, ya no nos interesan.
Ese frenesí de novedad se ve hasta en el modo en que las multitudes se interesan en la historia. Conscientes quizá de la vacuidad de su vida, buscan dirección y sabiduría en tiempos pretéritos. Pero muchas veces no lo hacen ya en nuestro pasado cristiano, sino hurgando supuestos misterios mayas, hindúes, egipcios o babilónicos.
Por todo esto, me parece que el llamado a desempolvar y reconocer nuestra propia historia, y a encontrar en ella recursos para el presente —llamado que fue parte de la razón del presente libro— es hoy mucho más urgente que cuando originalmente escribí los ensayos que siguen.
Pero no solo el mundo y la sociedad han cambiado. En aquel prefacio de 1998, decía yo:
En lo personal, también yo he cambiado. Aquel joven extremadamente delgado que escribió las líneas que siguen, hoy tiene que cuidar su peso. Muchos de los sueños que en aquellos días parecían inalcanzables, y muchos de los proyectos que entonces me amedrentaban por su alcance y extensión, se volvieron realidad hace años. Mi teología también ha variado y se ha enriquecido con nuevas lecturas, nuevos encuentros, diferentes contextos, inesperados retos... Hasta el idioma ha cambiado, pues al leer lo que entonces escribí me maravilla ver que imaginé que “el hombre” era toda la humanidad, y que la mujer de alguna manera iba implícita en el término, como algo que se da por sentado —o que no importa excluir.
Ante todo esto, ahora que se prepara esta tercera edición, no puedo sino decir “amén”. En cuanto al peso, hoy casi me he dado por vencido. En lo referido a los sueños y proyectos, ahora me dedico principalmente a alentarlos en colegas más jóvenes, quienes tienen mayores probabilidades de realizarlos. En cuanto al idioma, hoy me interesa, sobre todo, la cuestión de cómo un lenguaje que —como todos— refleja la violencia, las conquistas y los prejuicios que le dieron forma, puede adaptarse a mejores propósitos.
Por otra parte, al prepararse esta tercera edición, tuve que plantearme de nuevo la cuestión que me confrontó en ocasión de la segunda, es decir, hasta qué punto debía cambiar, corregir o aclarar lo que dije hace ya tantos años. Al respecto, creo que todavía son válidas las tres razones que aduje entonces para no variar el texto sustancialmente:
En primer lugar, porque, para sorpresa mía, aparte del lenguaje en lo que se refiere a la inclusión del sexo femenino, y de algunas alusiones a la fecha en que lo escribí, no encontré nada que realmente fuera necesario cambiar. Esto indica que, si bien mi teología ha cambiado y evolucionado, lo ha hecho en continuidad con lo que fui y lo que dije anteriormente. Ciertamente, si hoy fuese a escribir un ensayo sobre el tema del que ahora se reimprime, incluiría muchas cosas que no traté entonces —por ejemplo, la importancia del contexto en la labor teológica, así como de las cuestiones culturales, económicas y políticas—. Pero no dejaría de decir lo que dije entonces.
En segundo lugar, decidí no volver a escribir lo anteriormente publicado, porque como historiador me siento en la obligación de respetar la historia. Lo que dije hace un tercio de siglo necesita corrección y amplificación; pero no de tal modo que se oculte lo que dije entonces.
En tercer lugar, me he sorprendido al releer lo escrito, y ver su pertinencia para la nueva situación al referirnos al siglo xxi. Ciertamente, al escribir una historia de la iglesia plantearía varias preguntas que no hice entonces. Pero con todo y eso, estoy convencido de que lo que se dice en las páginas que siguen será de valor para los cristianos y cristianas del siglo xxi, en su tarea de dar testimonio en esta nueva edad de lo que ha sido y será cierto a través de las edades: que Jesucristo es el Señor.
Como en la edición anterior, todo esto me ha llevado a limitar las correcciones que he realizado. Algunas son cuestión de estilo o de aclaración mediante alguna breve frase de algo que estaba oscuro. También se ha actualizado la acentuación ortográfica según las nuevas reglas de ortografía de la Real Academia Española, las cuales omiten la tilde en el adverbio “solo” —es decir, solamente— y en los pronombres demostrativos como este, ese, aquel, etc., en algunos casos.
Lo que sí he hecho es añadir, luego de cada una de las secciones principales del libro, unos breves comentarios que llevan por título “Notas para un nuevo siglo”. Estas han de leerse como aclaraciones, añadiduras y puestas al día de lo que se dice en la sección que precede a cada nota.
También me parece necesario aclarar que este opúsculo, aunque es de carácter histórico, no pretende explicar ni matizar todo lo que se dice. Por ejemplo, a pesar de que podría decirse y debatirse mucho sobre cuestiones tales como la “conversión” de Constantino y del Imperio romano, me he limitado sencillamente a mencionar los hechos y tratar sobre algunas de sus consecuencias.
Por lo demás, termino este prefacio reafirmando lo que dije en 1998. Me place que se haya decidido reeditar este libro por tanto tiempo agotado (ahora por Ediciones Puma), pues así se me da la oportunidad de proclamar una vez más lo que creí en la década de los sesenta, creo todavía y seguiré creyendo por la eternidad: que por encima de todos los tiempos, todos los regímenes, todas las ideologías, por encima de la vida y de la muerte, y hasta de todas las teologías y religiones,
¡Jesucristo es el Señor!
¡A él sea la gloria por todos los siglos!
Justo L. González
Decatur, GA
Navidad del 2010
Prólogo
Basta un somero análisis del Nuevo Testamento para concluir que el meollo del mensaje proclamado por los primeros predicadores cristianos fue el señorío de Jesucristo. Para ellos, no había duda de que a Aquel que voluntariamente marcara como límite de su humillación la muerte vergonzosa de la cruz, Dios le había dado el más alto honor y el nombre más importante de todos: Kyrios, Señor. Y, nutridos de la esperanza de que un día la soberanía de Jesucristo sería reconocida universalmente, se esparcieron por el mundo con las buenas nuevas de que “todos los que invocan el nombre del Señor serán salvados”. Es que Jesús mismo les había dicho: “A mí se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, a las gentes de todas las naciones y háganlos mis discípulos”.
Jesucristo es el Señor: esto fue punto de partida a la vez que meta, confesión al mismo tiempo que mensaje, de la misión cristiana en tiempos neotestamentarios. Pero fue también el fundamento sobre el cual la iglesia de los primeros siglos erigió, mediante la reflexión teológica, una fortaleza para hacer frente a los desafíos representados sucesivamente por el judaísmo, el culto imperial y la filosofía pagana. Así lo demuestra este pequeño libro.
Se trata estrictamente de un ensayo histórico. Como tal, se caracteriza por la ya conocida seriedad del autor de esas dos obras monumentales: la Historia del pensamiento cristiano y la Historia de las misiones. Otra vez Justo L. González ha demostrado que en él la iglesia cuenta actualmente con uno de los más competentes narradores de su historia.
Decía José de la Luz y Caballero que “la infancia gusta de oír la historia; la juventud, de hacerla, y la vejez, de contarla”. González parece decirnos que no es necesario esperar la vejez para contar la historia y que, antes de tratar de hacerla, la juventud debe ejercitarse en el arte de escucharla. Su invitación a hurgar en el pasado es urgente, puesto que se dirige a una “iglesia joven” —la iglesia en Latinoamérica— que ha perdido casi por completo la memoria de su origen y desarrollo históricos.
Efectivamente, en estas tierras es muy poco lo que sabemos de nuestro pasado. Tenemos un conocimiento vago de los comienzos de la iglesia según Los Hechos de los Apóstoles y una noción superficial de la Reforma, eso es todo. Los “padres de la iglesia” o los “apologistas griegos” pertenecen a épocas pretéritas y nos tienen sin cuidado; las herejías de los primeros siglos, como el docetismo, el gnosticismo y el ebionismo, a lo mucho las conocemos de nombre. En una palabra, carecemos de perspectiva histórica. Por lo mismo, estamos mal equipados para hacer frente a las cuestiones que el mundo moderno nos plantea como cristianos. Somos una iglesia sin reflexión teológica, lo cual equivale a decir: una iglesia que fácilmente se convierte en presa de las ideologías de turno o los entusiasmos del momento. “Sin mucha teología es posible tener un hombre pero no una iglesia fiel a Dios. Será primero una iglesia débil y luego una iglesia mundana; no tendrá la firmeza necesaria para resistir la superficialidad del mundo, sus claras definiciones y sus métodos positivos” (P. T. Forsyth).
En este contexto, la labor literaria de González tiene una importancia singular: es una recuperación de la memoria de nuestro pasado como movimiento histórico y como pueblo de Dios. Y esta toma de conciencia del pasado no puede menos que colocarnos en mejores condiciones para el cumplimiento de la misión que como iglesia tenemos en el presente. En el caso de este libro, lo que el autor nos ofrece es más que un nuevo ensayo histórico: es un modelo para la reflexión teológica. A riesgo de caer en una simplificación, nos atrevemos a sugerir brevemente tres pautas que se podrían derivar de ese modelo y que tienen vigencia para la teología de hoy:
1. Pensar teológicamente es pensar desde el punto de vista de Dios, que nos es dado en la revelación, lo cual equivale a pensar desde la perspectiva del Señor Jesucristo, en quien se revela Dios. En otras palabras, el punto de partida de la teología es Jesucristo.
2. La teología solo tiene sentido cuando se pone al servicio de la iglesia. No es un fin en sí, sino un medio para la confirmación de los creyentes y la comunicación del evangelio. Tiene sentido en función de la vida y misión de la iglesia.
3. La teología cumple su propósito en cuanto toma en serio los desafíos que el mundo contemporáneo presenta a la fe cristiana. La respuesta a los interrogantes del hombre de hoy, no puede limitarse a apelar a la experiencia cristiana, sino que debe dar “razón de la esperanza” que tienen los seguidores de Jesucristo.
Es probable que el lector avisado discierna en las páginas de este libro otros lineamientos para la teología, aparte de los que aquí señalamos. Basten estos para subrayar la actualidad del estudio histórico de esa vieja confesión con que la iglesia primitiva encaró los desafíos de su tiempo: Jesucristo es el Señor.
A su manejo magistral de las herramientas de la investigación científica, González une la claridad propia de un escritor acabado. En contenido y en forma, este libro, aunque pequeño, es un valioso aporte a la literatura evangélica latinoamericana.
C. René Padilla
Buenos Aires, abril de 1971.
Darmowy fragment się skończył.