Czytaj książkę: «Mi abuelo americano»
MI ABUELO AMERICANO
MI ABUELO AMERICANO
Juana Gallardo Díaz
TÍTULO: Mi abuelo americano
AUTORA: Juana Gallardo Díaz©, 2021
COMPOSICIÓN: HakaBooks - Optima, cuerpo 11
DISEÑO PORTADA: Hakabooks©
FOTOGRAFÍAS CUBIERTA: aportada por la autora©
1ª EDICIÓN: marzo 2021
ISBN: 978-84-18575-61-7
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CARTA AL LECTOR
A ti, lector, que acabas de abrir este libro con intención de leerlo, quiero decirte cómo ha sido el proceso de escritura del mismo.
Al empezar a escribir esta historia, no sabía en realidad qué iba a escribir y cómo. Sí tenía claro lo que quería hacer con la escritura: recuperar la memoria de mi abuelo, Francisco Gallardo López, que se fue a América en 1920 y murió allí con 38 años.
Como ves, por tanto, el punto de partida es “realista” pues mi abuelo existió y yo, su nieta, también existo o eso espero. Aparte de estos datos elementales, todo lo que leas aquí es ficción. Francisco tuvo una vida que nunca conoceremos y Clara es un personaje más que se fue desarrollando a medida que avanzaba la escritura. Todas las historias que cuenta de su infancia son producto de la imaginación, aunque no escribo en el vacío, por supuesto, sino desde una vida.
En el desarrollo de la escritura aparecieron dos voces distintas: la que cuenta en tercera persona la historia del abuelo en América y la otra de la nieta que, en primera persona, narra cómo es ese camino que está recorriendo hacia su abuelo y cómo esto desata en ella un proceso paralelo de búsqueda e indagación de sí misma. Digo “desata” deliberadamente, porque el conocimiento de uno mismo no es otra cosa que ir desatando y desenredando los nudos que la vida y nuestra ignorancia y torpeza han ido creando.
Primero dudé de si escoger una voz u otra para escribir lo que me proponía, luego decidí hacerlo con las dos a ver adónde me conducía, ya que veía que no eran excluyentes sino complementarias: se enriquecían e inspiraban mutuamente. Fue muy emocionante este descubrimiento.
De esta manera surgieron dos historias: Aquí también hay jazmines, es la historia del abuelo; Maleza, la de la indagación de Clara. Ambas pueden ser leídas por separado. Si decides hacerlo así, encontrarás al principio de cada una el índice que le corresponde. Si deseas, por el contrario, leerlo tal y como ha ido saliendo y como yo lo he escrito, puedes seguir este Itinerario de lectura que aquí te propongo. Encontrarás en él el nombre del capítulo y el número de página.
Es un juego, pero también un ejercicio de escucha de ti mismo: de tu necesidad, de tu comodidad, de tu placer.
ITINERARIO ALTERNATIVO
DE LECTURA
1 Los americanos MALEZA
2 La llegada a la Ford JAZMINES
3 El síndrome del yacente MALEZA
4 Los primeros hallazgos MALEZA
5 El hundimiento de Ulises JAZMINES
6 El hundimiento de Penélope MALEZ1
7 La tierra y el cielo MALEZ5
8 Obreros y campesinos MALEZA
9 Juan limpia el espejo JAZMINES
10 La bicicleta MALEZA
11 El mal existe JAZMINES
12 La sombra MALEZA
13 Candy y la muerte de la madre Chica JAZMINES
14 Detroit y las ruinas MALEZA
15 La llegada de la primavera JAZMINES
16 El honor y la gloria MALEZA
17 Música blanca y música negra JAZMINES
18 Lucy Peterson JAZMINES
19 El hambre y la locura JAZMINES
20 El plato de hojalata MALEZA
21 La locura MALEZA
22 Bella y la locura JAZMINES
23 El amor MALEZA
24 El amor a Candy JAZMINES
25 La escuela MALEZA
26 Visita a Bella y decisión JAZMINES
27 La solidaridad y los diferentes MALEZA
28 Juan rompe el espejo JAZMINES
29 El regreso de Bella JAZMINES
30 La culpa MALEZA
31 El deseo, el miedo y la casa del Arce JAZMINES
32 La piedra MALEZA
33 Esto va en serio JAZMINES
34 Liseo, el río Detroit y los sueños JAZMINES
35 Lealtad y fidelidad: el arcón MALEZA
36 Últimos días en Detroit JAZMINES
37 El regreso JAZMINES
38 Maleza JAZMINES
39 El confinamiento MALEZA
40 El orden y el desorden de las cosas JAZMINES
41 Ítaca ya no es Ítaca JAZMINES
42 Créeme: el paraíso está allí JAZMINES
43 De profesión informante JAZMINES
44 El sueño se desmorona JAZMINES
45 Francis se siente rico JAZMINES
46 La resurrección de Clara MALEZA
A todos mis antepasados
con agradecimiento.
Cuando pienso en sus vidas (las de mis padres), los imagino llegando a Ellis Island sin un centavo, sin estudios, sin saber una palabra de inglés, y mis ojos se llenan de lágrimas. Quiero decirles: “Sé por lo que habéis pasado. Sé lo duro que fue. Sé que lo hicisteis por mí. Por favor, perdonadme por haberme avergonzado de vosotros”.
Irvin D. Yalom
Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso.
Jorge Luis Borges
AQUÍ TAMBIÉN
HAY JAZMINES
1
La llegada a la Ford
Estaba en los Grandes Lagos de Michigan, estaba en los Grandes Lagos de Michigan, estaba en los Grandes Lagos de Michigan: lo repetía una y otra vez para poder creerlo. Después de un viaje, que se le había hecho eterno, había llegado por fin. Al ver, desde el barco, el puerto de Nueva York, un compañero se quedó mirando fijamente el mar que estaban dejando atrás y dijo: estamos a miles de kilómetros de casa. Francisco hizo ver que no le oía. No quería pensar en eso: “miles” era solo un número, atroz, pero número al fin y al cabo. Prefería mirar con atención todo lo que tenía delante: una nueva vida.
Como si fuera el capitán de un barco, contaba, mentalmente, a Isabel, su mujer, todo lo que descubría del nuevo mundo, y hacía de aquellas conversaciones su particular cuaderno de bitácora:
Isabel, aquí hay muchas maneras de trasladarte de un lugar a otro: hay trenes de vapor, que van al doble de velocidad que aquel borreguero nuestro; hay coches que pueden llegar a alcanzar los 60 o 70 kilómetros por hora, ¡imagínate!; camionetas; carretas tiradas por caballos; tranvías; metros, hay muchas formas de moverse, porque esto es un no parar, vas todo el día de un lado para otro y todo está lejos y por eso no te bastan tus pies.
Después de su llegada a Nueva York, se trasladaron, él junto a Santiago y Juan Cruz, el sevillano que habían conocido en la pensión de Madrid, a Detroit, concretamente a River Rouge, que iba a ser donde vivirían.
Aquella mañana, de un lunes de principios de octubre de 1920, había unas nubes rosadas en el cielo y el sol, a medida que iba saliendo, las cubría con una luz amarillenta como de oro viejo. Los tres hombres, Francisco, Santiago y Juan, esperaban en el porche impacientemente a otro hombre, Toni Galindo, español como ellos, que vivía cerca y al que habían conocido esos días en su deambular por aquel barrio obrero de casas sencillas, pero que, a ojos de estos recién llegados del viejo continente, parecían pequeños palacios. Ellos todavía no sabían que aquí, más que en ningún otro sitio, las cosas no son lo que parecen, porque esta sociedad está creando la cultura de la apariencia, y lo hace a un paso que ya nada ni nadie puede detener: ni si siquiera la Segunda Guerra Mundial lo logrará. Ellos vienen desde Europa, ebrios de una leyenda y es esta la que dirige sus ojos y les hace ver grandeza donde hay solo pragmatismo. Toni Galindo, que trabaja en la Ford, como ellos harán a partir de hoy mismo, les llevó a la parada del autobús de la Jefferson Avenue.
El trayecto en autobús duraba más de media hora hasta Highland Park. Reían nerviosos en el viaje. Todo les producía admiración y también miedo y, por eso, agradecían tanto la presencia de Tony. Él les había dicho que se llamaba Antonio, pero que aquí, aunque todo es más grande que en España, los nombres de las personas tienden, en cambio, a acortarse: se lo dijo con una sonrisa ladeada, mientras sostenía el pitillo en la comisura derecha de los labios.
El autobús se detuvo prácticamente en la puerta del complejo automovilístico y ellos se apartaron un poco para ver en perspectiva aquella maravilla. Unas doce o trece chimeneas ya humeaban a esas horas, porque, como descubrirían enseguida, aquella fábrica nunca paraba su actividad. Destacaba a un lado de ellas una estructura metálica cilíndrica en lo alto de la cual estaba bien grande, para que pudiera ser visto desde lejos, el logo con el nombre Ford escrito en azul. Cuando Francisco deje de llamarse así, para pasar a llamarse Francis, él se esforzará en escribir la inicial de su nombre imitando esa F de Ford y añadirá en medio de la inicial de su apellido aquel caracol que a él le recuerda a los zarcillos de la vid. Aún falta mucho.
Después de un rato esperando, vino un obrero, Anselmo, que hablaba español y les dijo que les llevaría a las oficinas donde les esperaba Mr. Sean Peterson, el que sería su jefe más inmediato.
Las oficinas estaban en el otro extremo y recorrieron en procesión la fábrica, como si aquello fuera un templo. En parte lo era: el Templo del Progreso. Pasaron por las diferentes naves y secciones de la fábrica: aquí se fabrica el guardabarros, les decía Anselmo con tono altivo y resabido. Mantenía con ellos una distancia inexplicable (¡si somos paisanos, pensaba Francisco, a qué vienen esos aires!): en esta otra nave se produce el acoplamiento de las ballestas de la suspensión; en esta otra sección se realiza el montaje del bastidor, del salpicadero y del sistema de la dirección; en esta otra se pintan las llantas por centrifugado y la carrocería. Fueron así de una nave a otra, de un descubrimiento a otro, hasta llegar a una muy grande: y aquí, les dijo, se produce el ensamblado último de la carrocería. Vieron cómo esta era sostenida por cuatro hombres mientras otros realizaban los ajustes. Todo esto transcurría ordenado por las diferentes cadenas de montaje, que atravesaban las naves como vías del tren. Los hombres apenas se movían de sus puestos. Esperaban a que les llegase la pieza y hacían su trabajo: un trabajo concreto, mecánico, especializado, perfectamente calculado en el tiempo. Juan se acercó un poco al oído de Francisco: “¡Chacho, qué listos son estos americanos, cómo ordenan este jaleo para que todo funcione!”.
En aquel momento apareció Sean Peterson, que había salido de la oficina para hablar con unos trabajadores, y Anselmo les presentó. Hablaba algunas palabras en español con acento mexicano, por influencia de algunos trabajadores, que se habían atrevido a abandonar Texas y California, los lugares más frecuentes de emigración para esta comunidad, y se habían marchado al gélido, pero frondoso y próspero norte. Sean tenía unos labios muy finos y granates que producían la equívoca sensación de que los llevaba pintados. También sus cejas eran tan finas y definidas que contribuían a darle cierto aspecto femenino. Tenía unos lentes metálicos que resbalaban sin cesar por la nariz tan pequeña que tenía y que le obligaban a tener que recolocárselos de vez en cuando. No era muy mayor, tendría treinta y dos o treinta tres años, calculó Francisco, pero su cabeza estaba amenazada por unas entradas que empezaban a ser tan grandes como dos brazos de mar que tendieran a anegar todo el cráneo. Sonreía siempre y era tan empalagosamente amable que Francisco tuvo una primera intuición de que algo no funcionaba bien en él, pero no se atrevió a dar carta de naturaleza a semejante sospecha, en parte porque no se fiaba totalmente de sus propias intuiciones ni de nada que proviniera de él mismo y, en parte también, porque estaba aturdido por tanta novedad. No, no podía permitírselo. Al menos ahora.
Chasis, ballestas de suspensión, salpicadero, sistema de dirección, eran palabras que no les decían nada y prestar tanta atención a aquello que de ninguna manera podían entender les provocaba cansancio y cierto mareo. De repente, Francisco, al saludar a Sean Peterson, miró a su alrededor y no vio a Santiago. Alarmado alcanzó el brazo de Sean, que había empezado a caminar hacia su despacho, para avisarle, y este se giró con los ojos abiertos por la sorpresa. Le dijo, con un titubeo, que el chico más joven no estaba con ellos. Sean apartó con un gesto brusco e inesperado la mano de Francisco y puso cara de fastidio, aunque enseguida recuperó su sonrisa almibarada y dijo, como si la brusquedad de aquel momento no se hubiera producido: bueno, esperaremos, se habrá quedado rezagado. Él empezó también a mirar alrededor.
Mientras esperaban a que el chico les alcanzase, a Francisco le vino el recuerdo de su primera noche fuera de casa. Después de un montón de horas en tren, llegaron de Maleza a Madrid con Don Gregorio, el agente encargado de llevarles hasta Santander. Estaban hartos del trac-trac del tren, porque habían tardado casi un día en llegar. Don Gregorio les llevó a un hostal de la calle Claudio Coello. En él se separaron de los otros cuatro paisanos de Maleza que les acompañaban, porque dos de ellos se iban a Cuba y dos a Argentina y sus barcos salían de otros puertos. Se quedaron, por tanto, él y Santiago, aquel muchacho de 20 años, que había decidido venirse con él.
Eran compañeros en la última majada donde había trabajado Francisco y allí empezó a hablarle de América y de cómo prosperarían juntos y la ilusión se fue encendiendo en él, porque en medio de la pobreza en la que vivían aquel fuego prendía fácilmente. Esa noche, en Madrid, en la oscuridad de la habitación del hostal, Francisco le alcanzó un trozo de chorizo patatero que le cortó con la navaja, pero Santiago le dijo que no, que no le entraba nada. Y entonces Francisco tuvo miedo, porque, además, cuando llegaron a Madrid y empezaron a ver coches y tranvías por todas partes, había puesto cara de asustado y Don Gregorio, el agente, les dijo sonriendo: pues esto no es nada comparado con América. Aquel comentario les hizo en realidad sobrecogerse de miedo y, por primera vez, Francisco sintió cierto arrepentimiento de haber tirado del chico para vivir una aventura tan incierta.
Estaba recordando esto cuando vio aparecer a Santiago acompañado de otro hombre que lo había encontrado despistado en una de las secciones. Se había quedado atrás, explicó, porque todo le llamaba la atención, porque todo era tan nuevo, porque yo no podía ni imaginarme todo esto, añadió. Francisco hizo el gesto de darle un cachete cariñoso y Sean les dijo sonriendo, pero con los dientes apretados como si estuviera a punto de morderles, que tenían que estar siempre atentos a lo que se les dijese, y que en aquel momento irían a su despacho para explicarles cómo sería su jornada y a qué se dedicaría cada uno de ellos.
La oficina de Mr. Peterson les pareció extrañamente silenciosa en comparación con el ruido ensordecedor de las naves que acababan de visitar. Les extrañó también aquel aire perfumado donde solo resaltaba el olor que desprendía la piel envejecida de los sillones y la madera de aquellas sillas, tan robustas y diferentes a los bancos y sillitas, con asiento de enjuncia, que ellos fabricaban en los chozos de las majadas.
Sean Peterson les informó que había tres turnos en la fábrica, que ellos, de momento, harían el de mañana hasta que aprendieran el trabajo y que luego quizás les cambiarían, que trabajaban ocho horas al día, se les pagaba a razón de cinco dólares la jornada y que el sábado no se trabajaba. Definitivamente, estaban en el paraíso. Los tres iban a estar separados: a Santiago, debido a su juventud, le encomendarían tareas subalternas como ayudante de otros operarios con experiencia. Francisco, tan fuerte, iba a encargarse de encajar las puertas cuando la cinta transportadora las acercase al coche en el que en aquel momento estuviera trabajando y Juan, finalmente, estaría en la sección de pintura. Tanto Juan como Francisco estarían unos días acompañando a otros con suficiente experiencia como para enseñarles a ellos.
Habían estado unas tres horas dentro de la fábrica, pero salían cansados como si hubieran hecho un turno doble. Ninguno de los tres habló mientras esperaban el autobús que les llevaría de nuevo a casa, aunque de vez en cuando se miraban y sonreían.
Tony estaba realizando su jornada laboral y no les acompañaría en el camino de vuelta, pero sabían dónde estaba el autobús y que al entrar tenían que enseñar al cobrador el cartel que llevaban los tres colgado en el pecho, cada uno con su nombre y con su dirección: Francisco Gallardo López, 17, Le Blance St., River Rouge, city Fordson para que les avisara cuando llegaran a su parada.
La idea se la había dado Aguirre, un hombre vasco que regentaba un hotel y un restaurante en la calle 14 de Nueva York. Le conocieron al llegar al puerto de dicha ciudad y vieron que mandaba a sus hijos allí para que, a gritos o con carteles, reunieran a los españoles que llegaban para darles todo tipo de orientaciones. Si iban hacia el Oeste, les colocaban unos carteles colgados del cuello con el nombre de su destino para que lo supiera el revisor del tren y pudiera avisarles. Eso es lo que habían hecho esa mañana ellos.
Francisco, Santiago y Juan se quedaron dormidos en el viaje de vuelta a casa, mientras acariciaban con las manos esos cartones que les daban cierta seguridad, pero que también sentían que les señalaban delante de los demás, como la marca de hierro a las reses. Les despertó el revisor cuando Francisco soñaba con la alegría de sus hijos, Emilia y Miguel. Soñaba que aquel día se los había llevado al campo y miraban con ojos de luna cómo él asistía en el parto a una oveja. El corderito del sueño no había salido todavía cuando recibió el empellón del cobrador avisándoles que habían llegado a su destino: Here we are. You have reached your destination. El destino, este es mi destino, dijo Francisco por lo bajo, porque se cuidaba de no contaminar a los demás de sus dudas y tristezas, que había empezado a tener ya en el barco y que se amalgamaban con la esperanza, que todavía no le había abandonado, formando una mezcla extraña que le desconcertaba. Imaginaba que los demás hacían lo mismo, callar, así que ninguno de ellos sabía en realidad nada del otro.
A medida que se acercaban a la casa, vieron a Bella, su casera, detrás del cristal de la ventana de la cocina. Se acordó Francisco de cuando la vieron por primera vez. El día que llegaron, Bella se apoyaba con una mano en la barandilla del porche y con la otra se rizaba los tirabuzones que escapaban de su cabello tan rubio. Parecía una mujer sencilla pero tan bella como su nombre, y, sobre todo, tenía un aspecto que ellos no asociaban con una viuda. Se adelantó Unai, el agente que les había llevado desde Nueva York a la casa, y le dijo unas palabras que ellos, por supuesto, no entendieron y, mientras hablaban, Francisco le dijo a Santiago: yo pensaba que sería una mujer vieja vestida de negro. Yo también, contestó Santiago, deslumbrado por la sonrisa de Bella.
Cuando dejó de hablar con Unai, Bella les invitó a seguirla para enseñarles la casa. La habitación era grande y tenía dos camas, una para él y otra para Santiago. En aquel momento entraba el sol por la ventana y vieron que en la mesilla de noche, que había entre las dos camitas, Bella había colocado un pequeño florero y lo había llenado de flores. En esa primera planta había dos habitaciones más. En una de ellas Juan Cruz compartirá habitación con otro hombre que en aquel momento no se encontraba allí. Unai les dijo que es un hombre griego y añadió: aquí tenéis que acostumbraros a conocer a gente de todos los lugares. Solo los indios son de aquí, y ya casi no quedan. Esto último lo dijo con sorna y era una ironía que ellos no pudieron entender. Aquella noche conocerán, por fin, a Lander Nikopolidis, un hombre rudo, fuerte y melancólico. En la tercera habitación que Bella les enseñó vivía una familia gallega: Abilio Gándara, su mujer Anxélica y su hijo, Liseo, de diez años, que pronto estará listo para hacer pequeños trabajos en alguna fábrica. Una cortina que colgaba del techo separaba la cama grande de la pequeña, aportando así cierta intimidad a la pareja. Tampoco estaban allí esa mañana y Bella, en señal de respeto por los ausentes, les enseñó la habitación desde la puerta.
Por la tarde llegaron Abilio y Anxélica con el niño. Abilio tenía unos treinta años y dos caras: la hermética de cuando estaba serio, que convertía su rostro en una puerta infranqueable, y la que tenía cuando sonreía, que no parecía pertenecer a la misma persona. Francisco y los demás acabarán descubriendo que una de las mejores cosas que pueden pasarte cualquier día, pero más si se te presenta torcido, es encontrarte con su sonrisa: se abren las puertas del cielo. No es muy alto y camina con las piernas muy curvadas: sonriendo suele decir que esa forma la tiene porque en su vida hubo muchos burros antes de venirse a América. Es un hombre básicamente sencillo que piensa que toda la sabiduría que han reunido los hombres, y que podemos necesitar en algún momento de la vida, está recopilada y condensada en los refranes. Tiene un refrán para cada ocasión. Anxélica, su mujer, es aún más callada que Abilio. Habla poco, como si hablar le pareciera una pérdida de tiempo: siempre está haciendo algo o se sienta en la penumbra de algún rincón de la casa mirando pasar el tiempo. Dice que no conoce la palabra aburrimiento. El laconismo lo aplica a todo, incluso a las soluciones. Tiene una misma y única solución para todos los problemas: ten paciencia, nada dura eternamente, suele decir a modo de consuelo en cualquier situación. Liseo, su hijo, tiene diez años y Francisco lo mira como una tabla de salvación: jugará con él siempre que pueda para huir de este mundo a momentos inhóspito donde se han venido a vivir y sonreirá con amargura cada vez que el niño le pregunte con inocencia cuándo se traerá a sus dos hijos. El chico quiere tener compañeros en la casa.
Bella les miraba hoy desde la cocina, intrigada por ese primer contacto con la fábrica que acababan de tener. Con el español que chapurrea les pregunta al entrar que si están cansados y ellos tres han contestado al unísono: no, no, solo un poco. Llevan poco tiempo, pero ya se han acostumbrado a mentir.
Les tiene preparada la comida y, como siempre, ellos no saben qué hacer. Ella les indica con suavidad algunas costumbres, como si fueran opciones y no órdenes, que es lo que verdaderamente son: pueden lavarse las manos antes de comer si así lo desean, les dice. Ellos, obedientes, lo hacen. Siéntense, y se sientan. Luego, con un gesto les hace unir las manos y bajar la cabeza y están así en silencio un momento. En el campo no lo solían hacer, aunque tenían a Dios presente cada día: en cada tormenta, en cada aullido del lobo, en cada desbordamiento del río. Francisco ha comprendido enseguida que ellos pensaban en Dios cuando lo necesitaban y, en cambio, Bella piensa en él para agradecer. Dice que no es muy de misa, pero sí de ese Dios suyo particular, que tiene otros mandamientos y otra mirada.
Van captando estas pequeñas diferencias, además de las más grandes y así van comprendiendo que aquí todo es distinto. Cuando terminan de comer no saben si tienen o no que levantarse ni cuándo. Parece que siempre estén esperando: se trata de una vida tan nueva que continuamente necesitan instrucciones para vivirla. Por fin subieron a las habitaciones. Santiago, nada más tenderse en la cama cayó rendido y enseguida Francisco empezó a oír la respiración del sueño. Allí, en la penumbra de aquella casa, que no era la suya, recordó su pueblo, recordó su calle y su casa, también la imagen del castillo de Amargacena recortado en el montículo de los atardeceres granates de su tierra. Recordó todo esto con total nitidez, porque si bien el detalle pequeño de las cosas se capta mejor con el testimonio de los sentidos, el sentido profundo de las mismas se percibe solo con la distancia. Él percibía ahora con total claridad que en Maleza estaban su hogar y su patria, y también sintió con estupor que los había perdido, quizás para siempre. Era, pues, un hombre sin patria y sin hogar: esos eran los mimbres de su nueva vida.
Por la tarde vio que Bella estaba en la cocina y, cuando se acercó, ella le dijo que estaba preparando cornish pasty para que se lleven mañana al trabajo. Es un pastel de carne que ellos nunca habían probado, aunque se parece un poco a las empanadas de chorizo que se hacen en Maleza para Semana Santa. A todo han de acostumbrarse. Su cerebro está agotado porque no paran de registrar nuevos sabores, olores, sensaciones, emociones. Incluso el agua, que aquí sale de un grifo que está dentro de la propia casa y no tienen, por tanto, que ir a buscarla al pozo, como ocurre en Maleza, tiene un sabor diferente y Francisco, durante los primeros meses, echará en ella un poco de limón para disimular el sabor a cloro que a él le resulta intolerable. Irá lentamente borrando el recuerdo de su pasado rural, se volverá amnésico, aunque él querrá luchar de muchas maneras contra esta escisión anti natural que la ciudad le impone.
Al acercarse a Santiago vio que seguía durmiendo a pierna suelta, fue entonces hasta la habitación de Juan y lo vio tendido en la cama con los ojos muy abiertos:
—Chacho, ¿quieres venir a dar una vuelta, aunque sea alrededor de la casa?
—Ve tú, Francisco, que yo estoy cansado.
—Juan - le dijo Francisco, con más voluntad que convicción-, son los primeros días, poco a poco el cuerpo se nos irá haciendo a todo.
—Claro, hombre, seguro que es verdad lo que dices -le contesta Juan- y da por terminado así el breve intercambio.
Estaba anocheciendo pero no habían encendido la luz. El reflejo amarillento de las luces de las farolas de la calle entraba tímidamente a través de la cortina de la ventana y por eso pudo ver las mejillas llorosas de Juan. Francisco pensó que él había visto a los hombres llorar solamente en dos situaciones: en la guerra del Rif, y en este exilio, que no por ser escogido duele menos. Esto se parece en cierta manera a una guerra, pensó. Le dio lástima aquel hombre, porque parecía un despojo arrojado sobre la cama, como un trapo viejo que alguien se hubiera olvidado, y sintió lástima también de sí mismo. Cerró la puerta de la habitación. Solo no se atrevía a salir a la calle, así que se quedó sentado en el porche. En las casas de alrededor casi no había luces. Aquí la gente se va antes a dormir, pensó. Fumó un cigarrillo tras otro. Tengo que ser fuerte, se repetía a sí mismo, no tengo que dejarme vencer. Quería ver otra a vez a Toni Galindo en la parada del autobús al día siguiente porque se le ocurrían mil preguntas que hacerle. En realidad, tenían que preguntarle todo.
Era verdad que necesitaba saber muchas cosas para poder orientarse, pero, cuando a la mañana siguiente se encontraron otra vez con Toni Galindo en la parada de autobús de la Jefferson Avenue, le salieron unas preguntas diferentes a las que había pensado el día anterior. En principio, quería preguntarle sobre cómo llegó él, cómo pasó los primeros días y los siguientes, en qué echaba su tiempo cuando no estaba en el trabajo.
Todo eso quería saber y más, pero, cuando lo vio, sin saber por qué, lo primero que le preguntó es si había pensado alguna vez en volver a España. Volverse ya, le dice, sin hacerse rico ni nada, volver como hemos llegado, con una mano detrás y otra delante, volver sin orgullo, sin dignidad, volver sin nada, pero volver. Lo dijo así seguido, como si le estuviera disparando perdigones al otro. Y Tony dijo que sí, que claro que pensaba muchas veces en volver, como todos, añadió, pero no como dices tú, sin nada, sino con dinero como para comprar una casa y para poner un negocio, que no he hecho yo un sacrificio tan grande como para irme como tú estás pensando: derrotado. Y como veía que Francisco le miraba con desaliento, añadió:
—No te preocupes, hombre, que a todo se acostumbra uno. Se te irá pasando el susto y créeme, a algunos incluso les acaba gustando esto.
Al llegar a la fábrica, volvieron a ponerse en contacto con Sean Peterson, que les miró con su ambigua sonrisa y con una actitud pretendidamente paternalista. Francisco estaba en un grupo de obreros que se encargaban del encaje de las puertas cuando llegaba el chasis del coche y en ese grupo estaba James Núñez, asturiano, que durante un mes le iría explicando todo, hasta que viera que Francisco tenía destreza suficiente como para hacer solo su trabajo.
Ese primer día Francisco ya vio que lo más agotador de una fábrica no era cargar con los materiales, no era poner las piezas del coche y encajarlas, ni siquiera era levantarse de madrugada para llegar en punto a la fábrica: lo más agotador era el ruido. Nada era comparable a ese ruido ensordecedor de las diferentes máquinas de la fábrica y la dificultad para sustraerse a él. No había casi ningún rincón en el que no se escuchara el fragor de tanto movimiento, y, cuando terminó la jornada aquel día y cuando la termine los siguientes días de los siguientes años y se marche a su casa, el ruido seguirá rugiendo en su cabeza y tardará horas en encontrar de nuevo algo de silencio. Un día detrás de otro: siempre ese ruido.
Por encima de los bancos donde algunos obreros estaban sentados poniendo las piezas que les correspondían, corrían las grúas de puente con un sonido metálico y cortante. En el suelo, las carretillas se esforzaban por circular en estrechos tramos. Al fondo de la nave, unas prensas inmensas cortaban rítmicamente y con un gran estruendo travesaños, capós, aletas, con un ruido que se parecía al de una catástrofe que estuviera ocurriendo todas las horas del día. El metrallazo de los martillos de la calderería se imponía incluso al estrépito de las máquinas.