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Museo portátil del ingenio y el olvido

se terminó de editar en agosto de 2020 en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara, José Bonifacio Andrada 2679, Lomas de Guevara, 44657. Guadalajara, Jalisco.

Índice

Sala temporal: Nosotros y la innovación

Avisos del fin del mundo

La medida de las cosas

Un edificio flotante

Una temporada de TERREMOTOS

Rayos catódicos

azotea con telescopios

Krónika de la řebolusión ortográfika

colección de nombres propios

Fuentes de información

agradecimientos

Los museos debieran confundirse con la vida misma.Alfonso Reyes

Nota bene

Las notas bibliográficas —ya sea al pie de página o al final de un texto— componen un ecosistema de dulcísima complejidad. Anthony Grafton1 ha dedicado varios años a pergeñar una inquietante historia de la nota al pie de página2 para establecer con precisión el valor de estos instrumentos científicos en la esfera académica: “dan legitimidad”3 y “confieren al autor un aire de autoridad”,4 porque su principal virtud radica en su naturaleza testimonial: “En el mundo moderno, dicen los manuales para redactores de tesis, los historiadores realizan dos tareas complementarias. Deben estudiar todas las fuentes referentes a la solución de un problema y a partir de ellas elaborar una nueva narración o argumento. La nota a pie es la prueba de que se han realizado las dos tareas”.5,6 Pero el mismo Grafton delata el riesgo de que las notas adopten la frágil forma de un espejismo: “tanto la experiencia como la lógica sugieren que la nota al pie es incapaz de realizar todas las tareas que le atribuyen los manuales: ninguna acumulación de notas puede demostrar que cada afirmación del texto descansa sobre una montaña inatacable de hechos demostrados”.7 Otros autores como Julio Hubard8 señalan que las notas, los aparatos técnicos, las bibliografías, “estorban al lector y afean el libro”.9 Por eso existe quien nos recuerda10 que el Barón Tennyson11 sabía que las notas al pie de página son “Piojos en el cabello de la literatura” y que Nöel Coward12 las evitaba porque “leer la nota al pie es similar a verse obligado a dejar de hacer el amor porque han llamado a la puerta”.13,14,15

Hemos decidido evitarle al lector cualquier distracción, lo mismo piojos que golpes en la puerta: las principales fuentes de información de las que estos ensayos abrevan aparecen al final del libro.

1 Anthony Thomas Grafton, nacido en New Haven, Connecticut, en 1950; uno de los historiadores especializados en el Renacimiento de mayor renombre global.

2 Grafton, Anthony, Los orígenes trágicos de la erudición. Breve tratado sobre la nota al pie de página. México: Fondo de Cultura Económica, 2015. Traducción de Daniel Zadunaisky.

3 Ibid., p.15.

4 Loc. cit.

5 Supra.

6 Cfr. Zerby, Chuck. The devil’s details: A history of footnotes. Nueva York: Touchstone, 2002.

7 Infra.

8 Paz, Octavio. También soy escritura. Octavio Paz cuenta de sí mismo; edición y selección de Julio Hubard. México: Fondo de Cultura Económica, 2014.

9 Ibid., p. 9.

10 Patricio Pron, “La nota a pie de página”, Letras Libres, mayo 2016, 48.

11 Alfred Tennyson, aristócrata, poeta y dramaturgo inglés del siglo XIX.

12 Sir Nöel Pierce Coward, dramaturgo, compositor, actor y cantante nacido en un suburbio de Londres en 1899, murió a causa de una arterioesclerosis.

13 Grafton, op.cit., p. 51.

14 B. Hilbert. “Elegy of Excursus: The Descent of the Footnote” en College English, 51, 1989, p. 401.

15 G. W. Bowersock en The American Scholar v. 53, n. 1 (Winter 1984), p. 54.




A Carol


Sala temporal: nosotros y la innovación

No hay que imitar a los antiguos:

hay que buscar lo mismo que ellos buscaron.

Matsuo Bashō

De memoria y olvido

¿Por qué recordamos ciertos nombres y algunos paisajes, pero nos olvidamos de otros? Ese aroma, el ritmo de una canción, la textura precisa de aquella mano. ¿Qué sucede para que una sonrisa, de entre miles de imágenes que nos sitian a diario, permanezca en nuestro recuerdo? Se sabe que, regularmente, la memoria funciona como una esponja que al primer apretujón queda vacía, lista para volver a empezar. ¿Es la memoria esa brújula que orienta nuestra existencia o vamos por ahí sobreviviendo gracias a la desmemoria? Hasta el momento, la mejor respuesta es una combinación de recuerdo y olvido. Quienes estudian el cerebro reconocen que la memoria es más vulnerable y flexible de lo que se pensó por los siglos de los siglos: los recuerdos son cambiantes, están sujetos a permanente edición y reescritura. La memoria es imposible de asir porque no se trata de un órgano, un músculo, un hueso, sino de un conjunto de estructuras neuronales capaces de fundar, narrar, recolectar, recobrar y relegar recuerdos; procesos que ocurren vertiginosamente en el cerebro, ese lugar del misterio y las paradojas geométricas. Apenas mil trescientos gramos de tejido que albergan unos cien mil millones de neuronas, capaces de establecer hasta billones de conexiones entre ellas.

La memoria se parece a la imaginación: las dos nos sitúan en un espacio y un tiempo distintos a lo que experimentamos por medio de los sentidos. Al imaginar y recordar activamos circuitos cerebrales semejantes. Esa es la razón por la que muchas de las personas con amnesia también pierden la capacidad de imaginar. Y, sin embargo, la memoria en realidad son varias memorias: aquellas experiencias que se conservan tan sólo por fracciones de segundo, las que perduran por días, o los recuerdos bien establecidos que se convierten en habilidades. Cada vez que ponemos en marcha nuestra memoria, la reconstruimos, alteramos los recuerdos mezclándolos con pensamientos y deseos actuales. Los estudiosos de la memoria han descubierto eso que los poetas siempre intuyeron: tan importante es recordar como lo es olvidar. Olvidamos para seguir recordando, nuevas experiencias sustituyen a los viejos recuerdos con una rapidez directamente proporcional a la cantidad de aprendizajes asimilados; aquello a lo que mayor importancia le asignamos es lo que mejor recordamos. El cerebro activa mecanismos para separar los recuerdos de la realidad, aunque no siempre lo consigue. La máxima virtud de la memoria es conferir un sentido de continuidad a nuestras vidas. Al mismo tiempo que descarta las experiencias prescindibles para nuestra sobrevivencia, junta en una sola narrativa las reminiscencias de nuestros días y noches, define quiénes somos: memoria y olvido.

John Berger estaba convencido de que uno de los mayores rasgos definitorios de lo humano es nuestra capacidad para recordar a los muertos, para convivir con ellos: “Yo creo que los muertos están entre nosotros. Los muertos no son abandonados. Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te encuentras”. A Patrick Deville le adeudamos el hallazgo de una potencial vacuna literaria contra el olvido: consintamos que unos ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han poblado la Tierra. Si cada uno de nosotros se ocupara de escribir la vida de diez de esas personas, entonces “nadie será olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia”. Y es que la memoria colectiva también es uno de los componentes básicos de nuestra educación sentimental. Según Javier Ordóñez

el estudio de la historia de unos conocimientos tan importantes para nuestro presente, como lo son la ciencia y la tecnología, permite entender mejor nuestro presente, nuestro contexto, nuestra cultura y nuestras escalas de valores. La sensación de que es necesario estudiar la historia para entender el presente es alentadora porque es ese el sentido fundamental de estudiar la historia de cualquier cultura, incluyendo, por supuesto, la de la ciencia. Estudiar la memoria, el pasado, nos sirve para desbrozar y entender el presente, sobre todo si éste, aparentemente, no tiene memoria.

George Steiner aportó una evidencia de ello comparando las diferentes maneras de concebir el mundo en Europa y Estados Unidos, según cómo eligen los nombres de sus calles. Mientras que nuestros vecinos —en sus ciudades pensadas para recorrerlas necesariamente en automóvil— apuestan por una nomenclatura pragmática: 5ª, 3ª, Pino, Arce, Roble, Norte, Oeste, los europeos se decantan por recordar a sus ilustres antecesores en los nombres de sus caminos —pensados para recorrerlos inevitablemente a pie—: Victor Hugo, Descartes, Marie Curie, Galvani, y muchas veces acompañan los rótulos de las calles con una pequeña referencia a la persona en cuestión, lo que en palabras de Steiner provoca que “los hombres y mujeres urbanos habiten literalmente en cámaras de resonancia de sus logros históricos, intelectuales, artísticos y científicos”.

Rescatar a nuestros muertos del olvido, recuperar la memoria de personajes destacados por su capacidad para imaginar otras realidades poniendo en práctica el ingenio y la ciencia, innovadores de la técnica y la tecnología, podría contribuir a contagiar el virus de la creatividad entre nosotros. Porque la historia, las historias, constituyen nuestra raíz vital. Yuval Noah Harari defiende que una de las principales razones por las que el Homo sapiens aprendió a organizarse en grupos de cientos o miles de individuos, y cooperar para alcanzar objetivos comunes, fue su capacidad para imaginar historias y creer en ellas. Esas “ficciones compartidas” son la cualidad que le permitió al Homo sapiens gobernar el mundo, asegura Harari. Nos organizamos de acuerdo con las historias que nos contamos, como lo sabe Errol Morris: “La gente piensa en narrativas, en función de historias sencillas y tramas inteligibles. Los buenos y los malos, los héroes y los villanos, los pobres y los ricos”.

Este no es lugar para la ciencia

En México no olvidamos tan fácilmente a nuestros artistas: cualquiera de nosotros puede repetir el nombre de algún escritor, una pintora, un actor; de tararear una canción tradicional o corear algunas estrofas del Himno Nacional Mexicano del potosino Francisco González Bocanegra y el catalán Jaime Nunó i Roca, ejemplo de nuestra cultura. Pero de la ciencia y la tecnología entre nosotros no se habla, como si éstas no formaran parte de la cultura. Marchitos y ajenos, como si entre nosotros no hubiera germinado la imaginación científica, ni siquiera contamos con alguna coartada gloriosa que nos sirva de alivio, del tipo de aquella afamada cavilación del español Miguel de Unamuno: “Inventen, pues, ellos, y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero que estés convencido, como yo, que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”. Pero desde el mismísimo parto —lacerante y prolongado— de nuestra nación se asomaba el ingenio y la innovación en un escenario propicio, cierta manera de ver el mundo que, aunque no prosperó en grandes proyectos, dio origen a sujetos prodigiosos.

Apenas iniciado el siglo XIX, el barón Alexander von Humboldt pasó por nuestro territorio y se maravilló:

El vasto reino de Nueva España, bien cultivado, produciría por sí solo todo lo que el comercio va a buscar en el resto del globo: el azúcar, la cochinilla, el cacao, el algodón, el café, el trigo, el cáñamo, el lino, la seda, los aceites y el vino […] sus excelentes maderas de construcción y la abundancia de hierro y cobre favorecerían los progresos de la navegación mexicana.

Humboldt aprovechó su viaje para reunirse con un viejo amigo, Andrés Manuel del Río, pionero de la investigación científica en lengua castellana, venido de España a este lugar del mundo hacia 1794 para cumplir una labor en principio monótona: poner en orden las colecciones del Colegio de Minas. Así, Del Río había llegado hasta la mina de Purísima del Cardonal, en el municipio de Zimapán, donde dirigió su atención hacia un material al que habían dado el mote de plomo pardo; lo trató con ácidos, sulfatos, amoniaco, puso en práctica varios experimentos, observó los níveos cristales que se formaban en su base y producían una “aurora roja”. Del Río, en fin, se asombra por el inesperado comportamiento químico de este material, hasta caer en cuenta de que se trata de un elemento que no había sido reportado anteriormente. Un descubrimiento científico mundial. Y así lo da a conocer casi de inmediato, en septiembre de 1802, bautizando este elemento como eritronio. Cuando se entera del viaje de Alexander von Humboldt a nuestro territorio —ese ingeniero de minas alemán de alta alcurnia, que había abandonado la función pública para cambiar drásticamente su vida: “Todo lo que deseo es prepararme para una larga expedición científica” había escrito en su renuncia— planea un urgente encuentro. De manera que, cuando lo cree pertinente, Andrés Manuel del Río confiesa el secreto que tanto ansía compartir con su ilustre amigo naturalista: ha hecho un descubrimiento científico de primer orden en esta zona del mundo, un nuevo metal localizado en Zimapán, y le sería muy valioso que Humboldt lo lleve a Europa para que verifiquen su autenticidad, junto con el documento elaborado por el científico mexicano donde explica sus características básicas. Al principio, Humboldt se muestra poco convencido de la novedad de aquel “plomo pardo”, dudando si acaso se trata de cromo, de uranio o de algún otro material ya conocido en Europa. Así que de vuelta en París, Humboldt cumple su promesa: entrega unas muestras del eritronio al reconocido especialista Hippolyte-Victor Collet-Descoltis, quien, casi con indiferencia —probablemente prejuiciado por la creencia de Humboldt de que el supuesto descubrimiento de su amigo Del Río no es otra cosa que cromo— lo somete a ciertas pruebas de laboratorio hasta encontrar una combinación formada mayoritariamente por, cómo no, ¡cromo!, más algo que “podría ser oxígeno” y un poco de ácido muriático, así que concluye en 1805: “los experimentos aquí descritos, para mí ofrecen suficiente información como para afirmar que esta muestra no contiene ningún nuevo metal”. Esta historia del desdén europeo hacia la ciencia americana tendrá un nuevo capítulo en 1831, cuando cierto químico sueco de nombre Nils Gabriel Sefström localice un extraño material de color pardo en una mina de Taberg, en la ciudad de Småland, al que nombra vanadio para honrar la memoria de Vanadis, la diosa escandinava del amor y la belleza. El vanadio, entonces, se convierte en el elemento número 23 de la tabla periódica de los elementos. Sin embargo, por aquellas mismas fechas el alemán Friedrich Whöler, codescubridor del berilio y del método para sintetizar la urea, se ocupa de revisar nuevamente las mismas muestras de eritronio que Andrés Manuel del Río había entregado a Alexander von Humboldt y, con la colaboración de Jöns Jacob vons Berzelius —científico de origen sueco, considerado uno de los padres de la química moderna— reconoce pública y categóricamente que a ese material, el eritronio, le corresponde el número 23 de la tabla periódica de los elementos. Whöler nunca negará que Del Río fue el primero en reportar la existencia del nuevo elemento, pero tampoco duda en apoyar que Selfström conserve el crédito por su descubrimiento y que, por lo tanto, se le nombre vanadio en vez de eritronio.

Andrés Manuel del Río alzará la voz lo más posible para criticar el trato que, ya desde entonces, se le dispensa a los científicos que no están en Europa “donde quieren mantener el monopolio de los descubrimientos”. En 1835 y desde La Revista Mexicana. Periódico Científico y Literario —la misma trinchera desde la que Jacobo de Villaurrutia propondrá el uso de una ortografía castellana distinta a la reglamentada por España, anticipándose a los ortográfikos řasionales— lanza un reclamo que seguirá vigente por décadas: “Mientras que en Europa se afanan los sabios y estudiosos por descubrir alguna cosa nueva, y las más veces infructuosamente, aquí tropezamos a cada paso con ellas; y aun las que parecen más comunes, del más ligero examen resultan ser enteramente nuevas”. Sin olvidar la afrenta, sin perdonar a sus rivales, pero eludiendo la trampa de la amargura, Andrés Manuel del Río continúa su labor científica, publica trabajos de química y metalurgia en cuatro idiomas, desarrolla una carrera política en la novísima nación mexicana. Ya más tarde, con 82 años de edad, cercano a la muerte, escribe: “llamé yo eritronio a mi nuevo metal… pero la lengua, que es el tirano de todas las lenguas, ha querido que se llame vanadio, por no sé qué divinidad escandinava; más derecho tenía seguramente otra mexicana, que en sus años se halló treinta años antes”.

Si antes que Del Río ya habían nacido entre nosotros Carlos Sigüenza y Góngora, astrónomo y matemático, cartógrafo, geógrafo y expedicionario, arqueólogo periodista; sor Juana Inés de la Cruz, seria aficionada a la astronomía y la meteorología, lectora fiel de Galeno y Arquímedes; José Antonio Alzate, sacerdote, físico, matemático, creador de las publicaciones iniciales del periodismo científico en nuestro territorio, no debe sorprendernos que aquel primer gran triunfo de la ciencia mexicana en el siglo XIX haya encontrado una caja de resonancia en los esfuerzos educativos y de divulgación de personajes prodigiosos como el ingeniero poblano José Joaquín Arriaga, quien a los 40 años de edad se inventó un desafío original: interesar a la población en general en la ciencia, especialmente a los obreros y los niños, mediante la palabra escrita. En la primavera de 1871, Arriaga se aventura en un proyecto insólito: crear una publicación mexicana para enamorar a lectores con relatos científicos. Así nació La ciencia recreativa, publicación dedicada a los niños y las clases trabajadoras, al mismo tiempo que arroja una arenga para un país que no ha terminado de nacer:

En medio de ese movimiento tumultuoso que parece constituir el principal carácter de nuestro siglo, a través de esas luchas mil veces sangrientas, que casi en todas las naciones del mundo ha sostenido y aún sostiene la humanidad, una obra grandiosa se realiza con el noble fin de llamar a los hombres a la paz, y hacerles sentir los beneficios de la verdadera ilustración. En nuestro siglo, es cierto, serias y terribles convulsiones han agitado a muchos pueblos de la tierra; mas apenas se han vislumbrado los primeros síntomas de calma, cuando la voz de la ciencia se ha dejado oír, y ha infundido en los corazones un nuevo esfuerzo para edificar lo destruido y embellecer lo que antes causaba tristeza y desaliento. Por ese mágico influjo de la ciencia, las inteligencias como que despiertan de un profundo letargo y perciben embelesadas más extensos y risueños horizontes, los corazones laten bajo el impulso de halagadoras esperanzas, y todos marchan entusiasmados por el sendero del verdadero progreso, ya excitados por la gloria de nuevos descubrimientos, ya animados con el laudable sentimiento de ascender en la escala social por medio de la instrucción adquirida y provechosamente empleada. La ciencia, cuando se difunde entre las masas, no sólo produce ese renombre que tantos ambicionan; ella es en sí el principal elemento de bienestar particular y el origen de esa prosperidad siempre creciente de que gozan muchos pueblos, y la que envidian otros que desgraciadamente no han dejado desarrollar en su seno ese germen fecundo de vida y de grandeza […] ¿Acaso al pueblo mexicano le está prohibida tomar el lugar que le corresponde entre las falanges de las naciones civilizadas? ¿Acaso fallan entre los hijos de nuestro país la inteligencia y la buena voluntad para marchar por la senda del progreso?

Aunque los hemos olvidado, aquellos son los años en que Justo Sierra elabora sus pioneras traducciones de los libros de Julio Verne, mientras su hermano Santiago —espírita consumado, astrónomo amateur— traduce El origen del hombre de Charles Darwin, pero habrá de morir antes de publicarlo, vencido en duelo a muerte por Ireneo Paz; cuando Manuel Gutiérrez Nájera firma sus fantásticas crónicas de química culinaria o del comportamiento de los cometas. Son los años en que detectamos la urgencia de construir los mecanismos para la innovación, como se le escucha decir a Gilberto Crespo y Martínez —ingeniero, educador y diplomático veracruzano, quien no sólo escribió acerca de los ferrocarriles, la minería y las industrias mexicanas, junto a novedades fulgurantes del siglo XIX, como los rayos X, sino que también habría cultivado cierta relación amistosa con Sigmund Freud y Henri Poincaré— en su discurso durante el Concurso Científico Nacional de 1895, organizado bajo invitación de la Academia de Jurisprudencia “para formar un concurso que dé prueba pública e inequívoca de la vitalidad de sus institutos y de los avances de la cultura científica en esta nuestra metrópoli política”.

En su intervención, Gilberto Crespo y Martínez se ocupa de las patentes de invención en México, revisando las leyes de fomento, comercio y producción, de manera estimulante, moderna, propositiva:

¡Cuán grandes y merecedores de la gratitud universal aparecen ante nosotros cuando se hace la más ligera enumeración de sus trabajos, esos hombres dotados de la facultad de la invención, del poder de crear lo nuevo, lo útil, lo conveniente, para que la humanidad satisfaga sus necesidades cada vez con menos costo, cada día con menos esfuerzo, y desarrolle su inteligencia, adquiera mayor suma de felicidad y eleve, sobre todo, su nivel moral! Y tanto más dignos al respeto, de la admiración y del agradecimiento, cuanto que si bien es verdad que los anima en sus trabajos el estímulo de la fortuna, y con estricta justicia, porque todo esfuerzo benéfico debe ser recompensado, no es exacto que sea ese el único móvil de su consagración al estudio. ¿Es acaso posible creer que el genio del hombre, que sólo puede nacer al calor de la libertad, que no se desarrolla sino entre las verdades científicas, tenga por único móvil en sus hermosos trabajos el espíritu de avaricia y no el bien de la humanidad? Los sabios y los inventores son verdaderos entusiastas y grandes filántropos de su tiempo. Apodérase de ellos la pasión de crear, de descubrir, de perfeccionar, y absorbiéndolos por completo, concentra sus facultades de genio sobre un punto determinado, e impulsándolas constantemente, por modo excepcional, no los abandona, sino cuando a la luz indeficiente de aquella poderosa intelectualidad ha surgido el objeto nuevo, útil e importante para el adelanto y el bienestar de la especie humana. Y aunque así no fuera, aun dado que el espíritu egoísta fuese el secreto motor de sus acciones, es un hecho constante, comprobado por la experiencia, es ley ineludible del progreso humano, que cada descubrimiento, cada invención, al beneficiar a su autor, como es perfectamente justo, produzca mucho mayores beneficios para la humanidad en general. Es evidente que al enriquecer a sus autores las invenciones de este siglo, han tocado con sus dedos de hada las condiciones todas de la vida material, mejorándola y haciéndola menos costosa; y si una de ellas, el ferrocarril, permite ahora a cualquier persona de mediana posición trasladarse de un punto a otro, con gran velocidad y con todas las comodidades del carro Pullman, lo que no podían ni soñar cien años hace los más poderosos reyes de la Tierra; el conjunto de esos descubrimientos ha producido en las gentes civilizadas, con las mayores facilidades de la vida, alcanzadas con menos ansiedad y labor menos dura, un grado más elevado de inteligencia, la dicha posible y mayor moralidad. ¿Hasta qué punto está ligado el progreso económico producido por los descubrimientos científicos y los inventos industriales, con el adelanto material, intelectual y moral de las clases obreras? ¿Cuál es la influencia que el bienestar de las masas ejerce sobre el desarrollo de la potencia económica de una nación? ¿Existen entre nosotros esas facultades inventivas? ¿No se ha dicho muchas veces, y con elogio, que si nuestros obreros no crean, poseen en cambio una gran facilidad de imitación? ¿Se quiere dar con ello la idea de que no habiendo existido en México circunstancias apropiadas para el desarrollo de las facultades inventivas de sus hijos, éstos se han reducido hasta ahora a la imitación de lo mejor? En realidad no ha habido en México, y sólo comienzan a iniciarse ahora, las condiciones propicias para el desenvolvimiento del espíritu de la invención, y en tal caso podemos declararnos satisfechos, porque los pueblos, estimulados por la noble ambición de imitar siempre lo mejor, no retroceden, no se estancan, sino que dan cada día un paso más hacia el perfeccionamiento de su civilización. Por otra parte, diariamente observamos en nuestro pueblo ciertas aptitudes para las artes industriales, que a pesar de su falta de conocimientos y de la carencia de modelos, han ido poco a poco desarrollándose hasta llamar justamente la atención de propios y extraños, revelándonos así que existe en nuestras clases trabajadoras el germen de las facultades del descubrimiento y la invención. Para estimular las facultades inventivas de los nacionales, dada la última y evidente conexión que existe entre el descubrimiento científico y la invención industrial, es también indispensable proveer a la educación del criterio científico de los que han de ser jefes de las fábricas e ingenieros industriales.

Y establece algunas rutas de un plan de trabajo posible, deseable:

Nos hacen falta un Museo industrial, un Museo mercantil y un Museo de arte industrial, y un Instituto que no tendría relaciones directas con la enseñanza, sino que se ocuparía exclusiva y esencialmente de la investigación científica, base del descubrimiento y de la invención, para sistematizar las investigaciones; utilizar para ello la cooperación; crear una gran asociación de los pensadores que trabajan ahora aislados en todos los países y asentar sobre bases científicas los esfuerzos de los inventores y el arte de los descubrimientos, tal será el grandioso trabajo de las generaciones futuras, a cuyo mayor éxito, puesto que las especulaciones científicas facilitan sus trabajos, han de contribuir los inventores prácticos, los industriales y los gobiernos.

Provincia rectora del espíritu mexicano

En el relato oficial de la historia de México se valoran notablemente las aportaciones de Jalisco a la cultura nacional; en territorio jalisciense nació el mariachi, el charro cantor y el tequila, algunos artistas imprescindibles: el Dr. Atl, Luis Barragán, Pablo Moncayo, Consuelito Velázquez, Juan Rulfo.

Agustín Yáñez se refería a cierto clima espiritual de Jalisco: “Provincia rectora del espíritu mexicano es Jalisco, según consenso unánime, fuera de discusión”, descargando en sus “propicias circunstancias rigurosamente naturales” ese “desarrollo de las más finas facultades humanas”, porque “Jalisco expone y hunde su costado en las aguas del gran océano, quien retribuye la entrega con opulenta refracción de luces y colores en el cielo de la comarca, con la tibieza y resonancia del aire; vértebra de Jalisco es la gran sierra occidental, que lo eleva sin vértigos y lo recrea con altos vientos y perfumes, equilibrando la temperie y dando variedad al territorio. Los valles van sucediéndose sin monstruosas dilataciones; y abrigados. No es país lujurioso ni de ilimitadas riquezas. Predomina el agro, que da para vivir cómodamente; pero con esfuerzo, y éste no desmedido. La constancia de los fenómenos físicos inspira seguridades. Tierras de temporal, ofrecen sobrios paisajes, tirando hacia lo árido en las postrimerías del otoño, en el invierno y hasta el principio de las aguas; pero nunca falta la verdura de árboles como puntos de referencia y acotación. Ignoramos el desierto. Florecen los ojos de agua y hay corrientes inexhaustas a lo largo del territorio, en verano y en invierno. La excitante luminosidad afina y da relieve a los trazos topográficos, cuyos detalles se hacen sensibles a gran distancia”. Y el carácter del jalisciense, dado por ese temple de la naturaleza: “ni tropical, ni frío. Es el jalisciense hombre de síntesis, que conjuga la introspección y la extraversión, el ímpetu y el sentimiento y la rienda de la inteligencia” además de que “Los estímulos de la naturaleza son pródigos para suscitar el gozo y la melancolía; estímulos principalmente de orden visual y musical, que predisponen al impulso estético de creación y de gozo plástico y sinfónico. Aquella luz. Aquella resonante atmósfera en que vibran los más débiles murmullos y se hacen música los pasos, las voces, las risas, los ruidos vulgares de la calle, de los campos, de los caminos; los ruidos del agua —fuentes, arroyos, ríos, lluvias, tormentas— y del viento”.

Pero de la innovación jalisciense nada se dice.

Nos hemos olvidado del ingenioso sacerdote José María Mansilla y Bermúdez, por ejemplo, uno de los primeros universitarios entre nosotros. Doctor en Teología y párroco de San Juan de los Lagos, se ocupó de las matemáticas con auténtico desenfreno: su obra impresa es abundante, pero el material que dejó inédito es más cuantioso. En las primeras décadas del siglo XIX publicó Primera carta y Segunda carta del Dr. Mansilla sobre la quadratura del círculo, Definición del diámetro o Rectificación de la curva circular por un cálculo numérico, entre más textos.

Otro singular personaje de estas tierras, el polímata Agustín Rivera, nos legó esta memoria de Mansilla: “No confesaba, no predicaba, no entendía de bautismos, matrimonios, ni entierros (ocupaciones que dejaba a sus ministros), ni aun decía Misa; sino que todo el día y parte de la noche estaba ocupado en la resolución de problemas de matemática”.

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