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Por sus frutos los conoceréis
Historia de la caridad en la Iglesia
Juan María Laboa
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ISBN: 9788428565325
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Prólogo
Jesús anunció a sus discípulos que serían conocidos por sus frutos y poco a poco fue señalando con precisión la naturaleza de esos frutos: Amaos los unos a los otros; actuad con los demás como queréis que ellos actúen con vosotros; que el último de vosotros sea el primero; perdonad setenta veces siete; amad a vuestros enemigos. De hecho, él fue el primero en mantener y recomendar esta actitud. Nos amó de tal manera que se identificó con nosotros hasta el extremo de dar su vida por nosotros, y en todo momento nos animó a seguir sus huellas.
Al anunciarles que Dios era nuestro Padre les dio a entender que todos éramos hermanos, de forma que, a lo largo de nuestra vida, debíamos manifestarnos y actuar en cuanto tales. Se trataba de comportarnos con una nueva actitud, renacidos y regenerados, ante el Creador, la naturaleza, la sociedad y los seres humanos todos.
La Iglesia que nos propuso no se reducía a un templo, un sacrificio, un mandamiento o una organización, características propias de toda religión, sino que se componía fundamentalmente por un pueblo que se amaba, por una comunidad de creyentes caracterizados por su fraternidad y su solidaridad. En sus palabras nos enseñó que Dios, en el ejercicio de su amor, era Padre, Hijo y Espíritu Santo, que manifestaba su paternidad a través de su ternura por todas sus criaturas y repartiendo sus dones sin distinción.
En la actuación y predicación de nuestra Iglesia, de acuerdo con los textos evangélicos, se habla de amor a todas horas, a tiempo y a destiempo, con rutina o con pasión. Todas las oraciones, las homilías, los documentos oficiales hablan del tema y dan por supuesto su importancia en la vida de la comunidad. Sin embargo, nos queda la duda razonable sobre si la práctica responde siempre a la teoría. De hecho, nunca ha habido tribunales de Inquisición encargados de condenar las faltas de caridad entre los creyentes, nunca se ha afirmado que el pecado contra la caridad no tenga parvedad de materia, nunca se ha promovido un examen eclesial que en su conjunto haya afrontado cuántas veces los cristianos han actuado como si el fin justificase los medios; se habla demasiado poco de amor concreto en los libros de teología y de historia de la Iglesia y, aunque no se olvida su labor asistencial, no parecen preocuparse mucho sobre la presencia de la gracia y del amor mutuo en la marcha diaria del pueblo de Dios y de la institución eclesial. No faltan las definiciones de la gracia y del amor divino en sentido metafísico y neumático, pero resulta mucho más difícil encontrar textos que lo relacionen con el amor de la parturienta por su hijo, tal como hace san Francisco cuando describe familiarmente cómo deben organizarse cuantos le siguen: su amor fraternal debe ser de naturaleza maternal, al hermano León le habla como una madre a un hijo y en sus cartas invoca un ideal familiar en el que los fieles se transforman en esposos, hermanos y madres de Cristo según una ascesis espiritual explicitada con precisión (Epistula ad fideles, 9).
En el transcurso de nuestra vida encontramos toda clase de sufrimientos, pero el más desconcertante es siempre el del inocente. ¿De quién es la culpa?, se preguntaron los discípulos de Jesús cuando se encontraron con el ciego de nacimiento; pero al responderles, Jesús se colocó en otra lógica. No miró al pasado, sino al futuro. Nos invitó a enfrentarnos a los sufrimientos de todo género, atenuando sus consecuencias, eliminándolos si fuera posible, acompañando y amando siempre a quienes sufren, tomando siempre sobre nuestras espaldas sus consecuencias, tal como él lo hizo. La cruz es el lugar de encuentro más apropiado del ser humano, siempre débil, con Cristo, inocente y justo. Es la antesala del encuentro definitivo.
Siempre he pensado que una historia de los cristianos y de la Iglesia que no se centre en su capacidad de amarse entre sí y de amar a los demás seres humanos escamotea el núcleo experiencial, absolutamente esencial en la comunidad creyente y en la institución eclesial. Todavía hoy, esta historia queda por afrontar y desarrollar.
Hemos pretendido en estas páginas cambiar algo la óptica habitual en los estudios de historia eclesial y poner el acento cariñosamente sobre el amor, la solidaridad, la preocupación afectuosa de los cristianos entre sí. «Mirad cómo se aman», señalaban con admiración los paganos, hablando de los primeros cristianos. Probablemente, la única identidad de los cristianos es la de la caridad. ¿En qué consiste este amor, cómo lo manifestamos, de qué manera ha existido este sentimiento y este comportamiento a lo largo de nuestra historia? Estas son algunas de las grandes preguntas a las que intentamos responder.
En este libro realizamos un cierto número de calas en la vida de los cristianos, las consideramos, las relacionamos con otros momentos y ambientes de nuestra historia[1]. El conjunto pretende ser un mosaico de esa vida que, de manera espontánea y sencilla, muestra cómo un torrente de ternura, amor y compasión recorre las arterias del cuerpo cristiano. ¿Siempre y por parte de todos? Evidentemente no. Seguimos siendo vasos de arcilla contenedores de pecado y gracia, de egoísmo y generosidad, de inconsecuencia y de pasión regeneradora. Hemos levantado demasiadas estructuras y seguimos preocupándonos demasiado por ellas y, a veces, como los sacerdotes del Templo, preferimos que caigan algunas personas con tal de que no se complique la marcha de estos andamiajes eclesiales. Es por esta tentación por la que la Iglesia siempre tiene necesidad de repensar y salvaguardar su semejanza profunda con Jesús. No se trata de palabras ni de voluntarismo, sino de generosidad y entrega.
La mayoría de los cristianos no fueron grandes santos, pontífices eminentes, teólogos sapientísimos, sino cristianos de a pie, con poca teología a cuestas, pero que amaron y aman a sus hijos, les enseñan qué representa Cristo en sus vidas y acompañan a sus vecinos ayudándoles en lo que pueden. Esas historias oscuras constituyen las páginas más hermosas del cristianismo y esos cristianos son los auténticos protagonistas de esta historia de amor, porque, aunque nos hayamos quedado en nuestra memoria con los nombres de los fundadores de congregaciones e instituciones eclesiásticas y de algunos grandes emprendedores, los verdaderos héroes son sus continuadores anónimos, los bomberos de tantos fuegos y los consoladores de tanta incertidumbre, los auténticos artífices de una sociedad más compasiva y más fraterna.
Aquellos diez justos del Antiguo Testamento se han convertido con el paso del tiempo en masas anónimas que, tal vez, no entienden el significado de la misa, desconocen el sentido de tanta tramoya barroca de Roma, no leen a los expertos internautas, jamás han tenido entre sus manos una carta pastoral, pero al anochecer, antes de dormir, en sus camas, dan gracias a Dios por los beneficios recibidos y hablan a Cristo, confiadamente, de sus miserias y de sus alegrías. Ellos hacen comunidad, se saludan con afecto en la eucaristía y dan lo poco que tienen para las necesidades de Cáritas: han aprendido a amar y a dar vida a cuantos les rodean. Son aquellos que caminan hacia los demás, que conviven y trabajan con los enfermos, con los marginados y excluidos, con los enfermos de sida, los jóvenes difíciles, los pobres de toda condición, con aquellos que han sido rechazados, con todos los intocables del mundo.
En el texto aparecen algunos nombres personales y nombres de instituciones y congregaciones religiosas. En general, representan actitudes, acciones heroicas, generosas, creativas, nuevas ideas. Por ejemplo: las Siervas de san José han abierto en una barriada de Madrid una lavandería-tintorería en la que se procura la inserción en el mundo laboral de mujeres en riesgo de exclusión social. La misma comunidad acoge a las personas necesitadas de Cáritas parroquial y del aula de la mujer. Podría haber añadido innumerables nombres más, pero los doy como citados al hablar, en general, de los motivos y de las acciones por los que estos cristianos son queridos, admirados y respetados.
El libro mantiene, en cierto sentido, el orden cronológico, pero de manera amplia y poco convencional; leyendo el conjunto, sin embargo, creo que aparece una continuidad de fidelidad y generosidad. De los títulos de libros que se ofrecen, a menudo no se dan páginas concretas porque he considerado que lo importante es el sentido total de la obra.
Seguimos pensando con el profeta que, para quien ama, el tiempo gozoso y lleno de vida y plenitud es la eternidad, pero esa eternidad que acompaña al Reino de los cielos está ya con nosotros[2].
1. La ternura de la paternidad
El amor constituye el corazón del misterio trinitario y la Trinidad se encuentra en el origen de la encarnación de Cristo, de la creación de la materia, del hombre, de toda vida, de todo cuanto existe y es. El nuevo mandamiento de Jesús no constituye una añadidura a la sabiduría, ni a la doctrina revelada, sino que todo lo comprende y explica.
Podemos iniciar estas páginas afirmando con convicción que tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento son los custodios de la manifestación del amor de Dios por los seres humanos. Para los creyentes, Dios es el autor de la Biblia y su auténtico protagonista. Este género literario recibe el nombre de autobiografía. Es decir, en la Biblia, Dios nos cuenta de muchas maneras sus siempre sorprendentes relaciones con los hombres. Por amor los creó a su imagen y semejanza; por amor los llamó a mantener una inefable relación personal con Él, y por amor se comprometió en nuestra historia, la historia humana, que, en realidad, describe con meticulosidad, de mil maneras, este encuentro permanente. Dios ha mantenido siempre la iniciativa y nosotros nos hemos encontrado inefablemente envueltos por su ternura. El Deuteronomio lo dice con rotundidad: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos… sino… por puro amor a vosotros» (Dt 7,7s).
Este amor es gratuito, no depende de nuestros méritos ni de nuestra insistencia ni de nuestras peticiones. La iniciativa ha sido siempre completamente suya. Él nos amó primero, tanto que nos hizo a su imagen y semejanza. Jesús nos recordó que Dios hace llover sobre buenos y malos, comprende nuestras debilidades y nos ayuda en nuestras necesidades, y el profeta Isaías nos indica cómo el Señor está siempre pendiente de nuestras limitaciones: «Voy a derramar agua sobre el sequedal y torrentes en el páramo; voy a derramar mi aliento sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos» (Is 44,3). Este amor divino se derrama sobre las criaturas como espíritu que hace revivir y renacer, reconstruir, plantar y purificar (cf Ez 35; 36).
Sabemos bien cómo el pueblo de Israel se sintió amado, protegido y defendido por su Dios en todo momento. En la Escritura, al describir qué y quién es el hombre, leemos que es alguien «de quien Dios se acuerda», «a quien Dios ama», es el «hombre de Dios». El mismo Dios lo dice: «Yo seré vuestro Dios». A ese Dios capaz de amar y darse, la criatura debe corresponderle porque solo en esa correspondencia encontrará su plenitud, su sentido y su felicidad.
Por parte de las criaturas, la comprensión del amor de Dios les viene de amarle y de donarse al amado. «El mismo amor es conocimiento», dice san Gregorio, y san Juan de la Cruz escribe que «solo el amor es el que une y junta al alma con Dios». Los puros, los generosos, los que han sabido nacer de nuevo, le han amado y han conocido y experimentado su amor, de forma que pueden repetir con el Cantar de los Cantares: «Encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré» (Cant 3,4). «El que no ama», resume el evangelista, «no conoce a Dios, porque Dios es amor» (Jn 4,8). Y la Carta a los efesios pide para los fieles: «Que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así podréis comprender… cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo: un amor que supera todo conocimiento» (3,18). Por esta razón el primer mandamiento, como respuesta nuestra agradecida, consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, «con todo nuestro corazón, con toda el alma y con toda nuestra mente» (Mt 22,37).
A lo largo de estos dos mil años, los cristianos se han sentido amados por Dios en la sencillez de sus vidas, en la alegría familiar, en las aldeas perdidas, en la soledad de los conventos, en la enfermedad, en la persecución, en la alegría y en la serenidad. «Él es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,9).
No existe iglesia sin cruz ni sin conmemoración diaria del sacramento de Cristo. «Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su hijo» (Jn 3,16). Esta entrega constituye el meollo del cristianismo, su doctrina más importante, la prenda del interés y del amor de Dios por sus hijos. Curiosa doctrina la del cristianismo que centra su mensaje en la debilidad de Dios a causa de su amor, en el sacrificio del Hijo en la cruz a causa de este amor inefable y misterioso. Quienes vivimos en la debilidad, en la incertidumbre, en la inseguridad, somos capaces de comprender el poder purificador y reconfortante del amor divino. Para el que ama, el tiempo es la eternidad; para el niño, el amor por sus padres es su orientación y su fortaleza, y para el adulto es su sostén y equilibrio. Para el ser humano, el amor de Dios es su auténtico punto de referencia, el sentido profundo de su vida, el horizonte vital de su existencia.
La imagen que nos hacemos de Dios marca y determina el estilo, la doctrina y los ritos de las religiones. El cristianismo, al identificar a Dios con el amor, se presenta como la religión de la fraternidad, de la entrega generosa, de la esperanza y la alegría compartida. «Dios de mi alegría» (Sal 41,3), «Dios de mi vida» (Sal 41,9), «Dios de mi alabanza» (Sal 108,1), «Dios de mi esperanza» (Sal 39,8), «la roca de mi corazón» (Sal 72,26) son algunas de las definiciones presentes en el Antiguo Testamento, y, en el Nuevo, Cristo aparece como el amigo, el compasivo, el cercano, el misericordioso, el benigno. Jesús llama amigos a sus discípulos, con un sentido de implicación personal, de predilección y de afecto. Estas relaciones entre Dios y sus criaturas encuentran su explicación definitiva en el anuncio de Jesús de que Dios es nuestro Padre y nos ama y trata como tal, con la consecuencia de que todos nosotros somos hermanos. La creación tiene su origen y su causa en el amor de su creador y este hecho tiene un sentido tan definitorio y constitutivo que nuestra existencia y nuestras relaciones quedan intrínsecamente marcadas por ello. Nada puede ser explicado sin tener en cuenta este amor creador y expansivo.
El pecado es no conocer el amor y no ser capaz de amar. El amor es la ley y la justicia es la expresión del amor. Si amamos somos justos como Cristo ha sido justo. La mujer adúltera, condenada por la ley, fue salvada por el amor. Los fariseos quisieron aplicar la ley sin que ellos la vivieran, es decir, sin amar. Cristo resuelve el caso perdonando, reconciliando. En realidad, la solidaridad, como la caridad, antes de ser un deber es una constatación. Significa sentirse ligados a alguien, compartir su suerte, ponerse en su lugar.
En su bellísima carta sobre el amor, el apóstol Juan escribe que quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor. Toda la historia humana se reduce al amor y al desamor, al pecado y la gracia, a la capacidad de sentirse hijos del Padre y a quien ha sido incapaz de encontrar compañía y anda errante y vagando por el mundo cual nuevo Caín. «Todas las posibilidades del error», escribió el poeta Valéry, «están con el que odia». Si en la Iglesia nos hubiéramos tomado con seriedad la consideración del apóstol, nuestra historia sería distinta, nuestras comunidades serían distintas, nuestras relaciones tendrían otras características, aunque, al mismo tiempo, resulta grato y justo considerar que la historia de la caridad ocupa un capítulo importante de nuestra vida creyente y fraterna. En efecto, resulta gozosamente revelador considerar cuántos cristianos han considerado que no había mejor medio de transmitir el amor de Cristo que con cataplasmas y emplastos, linimentos y apósitos, limpieza y bienestar. ¿Qué ministerio ha sido preferible al de la curación a lo largo de la historia? Misericordia y protección, pedimos a Dios. Misericordia, amor y cercanía, pedimos a nuestros hermanos.
«Bendito seas, Padre, porque has descubierto estas cosas a la gente sencilla» (Mt 11,25), reconoció Jesús, porque todos podemos comprender y querer a un Dios que nos habla de familia y fraternidad, de amor, generosidad y servicio, un Dios que se hace hombre y sufre con nosotros; un Dios que se nos presenta en nuestra vida diaria, en nuestra experiencia humana y familiar. La historia de los hombres no siempre transcurre según el proyecto del Dios de la vida, pero Él es el Señor de la historia y al final de los tiempos todo se consumará en su amor. Mientras tanto, nosotros somos los protagonistas y de nosotros depende el desarrollo de la creación y de las formas de vida del género humano, de nosotros depende el que seamos capaces de transmitir a los demás el misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas. Esta ha sido la historia de la gracia a lo largo de los siglos, presente en el corazón de tantos cristianos que con su vida han iluminado la existencia de tantos otros seres humanos[3].
Enorme y gozosa responsabilidad la de los cristianos, la de ser cauces y testigos de este amor creador y salvador; enorme fracaso cuando, por el contrario, se convierten en obstáculo y causa de alejamiento. «Aquel día, muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Yo entonces les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados”» (Mt 7,23-24).
2. Las parábolas de Jesús
En su charla con Nicodemo, ese judío inquieto capaz de descubrir en Cristo al maestro que da respuesta a tantas preguntas que le desasosiegan, Jesús le reclama, ante su estupor, un corazón nuevo, nacer de nuevo por el espíritu (Jn 3,3). En realidad, le está exigiendo permanecer abierto al Señor y no mantenerse en la actitud cerrada y obstinada de sus antepasados: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de la prueba del desierto» (Sal 94,8). Con esta misma seguridad, el profeta Samuel dijo al joven Saúl: «Te invadirá el espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre» (1Sam 10,6) y el salmista había suplicado a Dios: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). Todos los discípulos eran conscientes de que, gracias al Espíritu, el amor salvador y regenerador de Cristo transforma nuestras existencias, dominadas por el egoísmo y el pecado.
Las parábolas de Jesús, esas narraciones ágiles e impactantes, dirigidas al corazón de quienes le escuchaban, nos presentan personajes impulsados por esa generosidad, amor y misericordia tan propios de un corazón purificado y desprendido. Es así como debemos comprender la conversación de Jesús con Nicodemo, conversación que constituye una auténtica parábola: no se pueden comprender las palabras de Jesús ni poner en práctica sus enseñanzas, no se puede acoger a Cristo ni creer en el Padre, si no se transforman nuestros corazones de piedra en corazones de carne, si no se transforman nuestras intenciones, si no se purifican nuestros deseos. En una palabra, si no nos esforzamos por cambiar y convertirnos, por renacer de nuevo con un espíritu generoso, acogedor y limpio, resultará imposible captar el verdadero sentido del mensaje y de las exigencias de Cristo.
Tal vez, la parábola que nos ilumina mejor lo que Jesús nos propone, la que nos acerca más a su intención, es la que nos habla de un samaritano, pueblo considerado por los judíos como impuro y de raza inferior, quien, mientras iba de camino, se encontró con un desconocido a quien habían asaltado unos bandidos, abandonándole herido y maltrecho en la cuneta, tras robarle. En ese encuentro con el sufrimiento y el abandono, el samaritano se mostró como una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro, «le echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándole en su cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al posadero y le encargó: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta» (Lc 10,33-35). En esta preciosa parábola, Jesús nos señala que todo prójimo nos ofrece a cada uno de nosotros la posibilidad de actuar como debemos, encaminándonos en la dirección de Dios.
El «buen samaritano» ha quedado en la historia del cristianismo como ejemplo a seguir, como expresión del amor cristiano por el prójimo, un prójimo desconocido y, sin embargo, hermano. En realidad, el primer buen samaritano fue Cristo, quien «pasó haciendo el bien» (He 10,38), enseñando la buena nueva al tiempo que curaba los corazones y los cuerpos de cuantos encontraba. Sus discípulos, siguiendo su ejemplo y sus recomendaciones, ya desde la primera ocasión en la que fueron enviados a proclamar el reino de Dios, «anunciaron el Evangelio y curaron en todas partes» (Lc 9,6). La parábola enseñó a los cristianos que para el Maestro todos los hombres eran hermanos y a todos les debían su ayuda, su afecto y su protección.
La historia posterior ha sido siempre una historia de generosidad y egoísmo, de pecado y gracia, pero creo no exagerar si afirmo que buena parte de los cristianos se han convertido a lo largo de los siglos en samaritanos preocupados por sus hermanos sufrientes y dolientes. Son creyentes que, siguiendo la recomendación divina, han puesto la plenitud de la ley en el amor a Dios y al prójimo. ¡Cuántos nombres sonoros han marcado los tiempos por sus actos de amor y de entrega en favor de sus hermanos desvalidos! Cuánta pobreza e injusticia presente en la tierra ha sido enjugada y humanizada por la creatividad, la bondad y el sacrificio de tantas personas sin nombre conocido, cuya memoria perdura solo en la bondad de Dios. La historia que leemos y conocemos corresponde, generalmente, a la de los personajes famosos, políticos, intelectuales, papas y santos. Pero el mundo se ha movido, sobre todo, gracias a los innumerables desconocidos, a los ciudadanos sin nombre, que con su trabajo modesto y silencioso han logrado que la, a menudo, laboriosa e ingrata vida de los pueblos haya progresado. Es entre ellos donde podríamos descubrir a tantos samaritanos que han hecho más llevadera la existencia difícil y miserable de la inmensa humanidad sin voz que ha habitado en las aldeas, pueblos y caseríos de la tierra. Esa ilimitada bondad oculta que no puede ser historiada, pero que puebla el cielo de los santos, es la fuerza regeneradora y renovadora del género humano.
Jesús anunció el reino de Dios y las parábolas que contó servían para que el pueblo comprendiese y gustase con sencillez el sentido y la alegría de este Reino. La gente las escuchaba como una buena noticia, como algo que iluminaba sus vidas y las llenaba de esperanza: «Mirad los cuervos; no siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, ¡y Dios los alimenta! ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! Mirad los lirios, cómo crecen: no trabajan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana es arrojada al fuego, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?» (Lc 12,24-28). «¿No se venden dos gorriones por pocas monedas? Sin embargo ni uno de ellos cae a tierra sin permiso de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo, que vosotros valéis más que muchos gorriones» (Mt 10,29-31). Estas imágenes tan expresivas, sugestivas y concretas expresaban de modo sencillo y directo la ternura y el cuidado de Dios por los seres humanos, una ternura del amor y de la vida frente a una altura de la violencia, del egoísmo y de la muerte.
El pueblo cristiano ha confiado con alegría y sentido filial en el Dios bueno y cercano. A través de la liturgia diaria ha comprendido la paternidad divina, su presencia en las variaciones climáticas de las estaciones, su ayuda en las calamidades, su preocupación en las enfermedades. Le ha pedido lluvias en tiempo de sequía, protección en las epidemias, cercanía en las calamidades. Por encima de las experiencias cotidianas, los creyentes han confiado que un día Dios les otorgaría la desaparición del mal, de la injusticia y de la muerte. Mientras tanto, los fieles cristianos han sido conscientes de que vivían del perdón y de la misericordia de Dios y, mientras recitaban diariamente el Padrenuestro, se comprometían, a su vez, a perdonar y a ser misericordiosos con sus prójimos, y a mantener su voluntad de ayudar a todos a construir su propia dignidad.
Las parábolas de Jesús ayudaban a sus oyentes a confiar y familiarizarse con el sentido del reino de Dios ya próximo. El Dios de Jesús es cercano, amable, auxiliador, compasivo, olvida nuestras pequeñeces e inconsecuencias y nos ama sin límites: «¿Hay acaso alguno entre vosotros que, cuando su hijo le pide pan, le dé una piedra, o si le pide un pez le dé una culebra? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan?» (Lc 11,11-13).
Este proceso de acercamiento de Dios a sus hijos y de los hijos entre sí consigue su clímax en la parábola que conforma, más que ninguna otra, las señas de identidad del cristianismo: la parábola del hijo pródigo o, más bien, del padre misericordioso. Está claro que Jesús se refiere a Dios cuando presenta a este padre que espera siempre, que no cesa de amar, que no condena aunque tenga motivos, que es feliz cuando el hijo vuelve arrepentido a su regazo. El cristianismo es la religión de una Trinidad de amor, que ama desinteresadamente a unos hijos creados a su imagen y semejanza, que conoce las limitaciones de sus hijos y los ama tal como son y que exige que se amen como hermanos, como hijos de un padre común. «Mirad cómo se aman», observaban sorprendidos los romanos ante las relaciones mutuas de los cristianos. Para estos, no solo se trataba de un mandamiento del Maestro, sino de un movimiento espontáneo del corazón. El anuncio de la Buena Nueva era que Dios era su Padre común, su roca y su salvación.
En una carta a su hermana Marcelina, comentando los pensamientos del fariseo Simón con relación a la pecadora que ungió los pies de Jesús y las palabras que Jesús dirigió a Simón, san Ambrosio escribe: «Se considera que los cabellos resultan superfluos en el cuerpo, pero si se les unge, desprenden un buen olor y ornamentan la cabeza; sin embargo, si no son ungidos, pesan. Lo mismo sucede con las riquezas, pesan si no sabemos usarlas, si no desprenden el olor de Cristo. Pero si sustentamos a los pobres, si lavamos sus heridas y las purificamos de su inmundicia, entonces secamos los pies de Cristo». En otro momento, contestando al emperador Valentiniano II a propósito de los sacerdotes del culto pagano, Ambrosio señala: «El sustento de los pobres constituye el patrimonio de la Iglesia. Que nos digan nuestros adversarios cuántos prisioneros han rescatado con las rentas de sus templos, cuántos alimentos han distribuido entre los hambrientos, cuántos socorros han enviado a los proscritos». En este texto encontramos algunas de las obras de asistencia desarrolladas por la Iglesia, fundamentadas siempre en las recomendaciones del Maestro[4].