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EL FUEGO Y EL COMBUSTIBLE


JUANJO ÁLVAREZ CARRO

EL FUEGO Y EL COMBUSTIBLE

Un preludio para Antequera Blues

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2019

EL FUEGO Y EL COMBUSTIBLE

© Juanjo Álvarez Carro

© de la imagen de cubiertas: Juanjo Álvarez Carro

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2019.

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ISBN: 978-84-17845-11-7

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

JUANJO ÁLVAREZ CARRO

EL FUEGO Y EL COMBUSTIBLE

Un preludio para Antequera Blues

A Pilar, que lo es en mi vida. A Laura, Pablo y Joaquín.

A quienes creen vivir con un hilo corto.

A Antequera.

Todas las horas, todos los besos,

cada recuerdo que fuimos echando en el fuego

un día tal vez darán calor.

Y más allá del espectro visible, habremos

sido el fuego y el combustible.

Jorge Drexler

La vida es encontrar un deber. Uno personal, que tú te creas y descubras por ti mismo y no el que otro quiera ponerte. Y a ese deber dárselo todo, pase lo que pase: te festejen o te maldigan, ganes o pierdas, cuando te

recompense o sea tu cruz.

Lejos del corazón. Lorenzo Silva

PRÓLOGO

Dicen que un escritor es lo que ha leído más lo que ha vivido junto a lo que ha inventado.

Desde muy crío me ha gustado leer. Pero, a ciertas edades, no siempre se tiene independencia para elegir lo que se lee. Por eso, quien se atreva a recomendar lecturas a un niño ha de tener cuidado con lo que hace.

Recuerdo mis primeras lecturas con Pinocho, de Carlo Collodi. Yo debía de estar en primero de primaria y a mi tío Pepe, profesor de una escuela mercantil, se le ocurrió aconsejarme la versión original, ni más ni menos, que yo disfrutaría con provecho dada mi inclinación a la lectura. Se me hizo largo —muy largo— ese relato.

Igualmente, después vino Edmondo de Amicis con Corazón y De los Apeninos a los Andes, relato en el que se basó la serie japonesa de Marco. De esos conservo una huella profunda: me hicieron consciente de la importancia de la amistad, la nobleza y los valores familiares, pero también me adentraron en las asperezas de la emigración, tan dura en origen como luego en destino. Así que, como ven, lo responsabilizo a él, a mi tío Pepe, tan de derechas él, de que le saliera este sobrino tan de… Pongan ustedes en ese espacio vacío lo que quieran, porque lo anterior seguirá siendo totalmente verdad.

Nacido en plena Guerra Fría, todo aquello que leí vino a sumarse a lo que viví. El cine de entonces tiene una temática casi exclusiva. Fuera el género el que fuera, todo desembocaba siempre en la lucha por la defensa de los valores de la sociedad occidental. Los japoneses y los chinos eran los malos, se los mirara como se los mirara. Qué decir de los nazis y luego los comunistas, entre quienes la fidelidad se imponía por ley y la disidencia conducía al desastre. Pero en nuestras sociedades democráticas, tanto si lo eran de forma sana o solo en apariencia, podían existir los disidentes, a quienes se toleraba un cierto grado de descreimiento, precisamente por lo descrito de los otros sistemas, con tal de que, a la hora de la verdad, no tuvieran dudas. Todos los héroes del momento —excepto los superhéroes de cómic, claro— eran disidentes intelectuales del régimen y, en la hora crítica, los únicos valores por los que se sacrificaban eran la dignidad, la fidelidad a sus principios y la honestidad. Recuerden los memorables papeles de Bogart, Mitchum o Peck interpretando a Marlowe, Sam Spade u otros en las junglas urbanas de la posguerra, con la conciencia todavía rota por sus acciones durante el segundo de los conflictos mundiales.

A eso hay que añadir la parte más moderna de la Guerra Fría, la tecnología. No les voy a hablar de la fascinación que ejercía un personaje como James Bond, nacido para colmo en la cuna de los espías, Gran Bretaña, sobre la mente hambrienta de historias de un crío en una ciudad pequeña del interior de Argentina, ciudad que, por cierto, había sido cuna y refugio de importantes activistas de la subversión guerrillera de los terribles setenta en aquellos lares.

No es extraño, como comprenderán, que todos los héroes que han andado por este ordenador sean militares, es decir, humanos hasta lo más elemental pero conscientes de que, por eso precisamente, hemos de vivir con valores mínimos autoimpuestos si no queremos que brote el mamífero cabrón que llevamos dentro. Amistad, fidelidad, la palabra dada como obligación moral.

Hablando de tecnología, recuerden quienes puedan a mi adorado Capitán Escarlata, serie británica de muñecos movidos por hilos. Les juro que sigo viendo los capítulos de los años sesenta por internet con el mismo deleite que tenía a los nueve años. Captain Scarlet vivía atado a unos hilos muy cortos. Literalmente.

Hoy en día me dedico a la enseñanza, así que soy consciente —como imaginan— de la responsabilidad con que manejo esos viejos valores. Por eso, algunos me dicen que escriba sobre cosas más próximas a la educación. Les pido siempre disculpas porque la narrativa tiene para mí ese componente de aventura, riesgo y lucha irrenunciable contra enemigos, de los reales y de los que lo son menos, pero presentes y necesarios. Si no, imagínense al primero que contó una historia al público junto al fuego en la caverna. Seguro que eran historias de osos o leones, o de la tribu del otro lado del río. De ahí la palabra rival.

Y ocurrió. En esta historia hay mucho de docencia.

En cualquier caso, les quiero contar de antemano que esta vez sí que me ha salido una historia bastante más cercana a nuestro mundo, el de la ciudad que me verá morir, y también cercana a lo que hago como profesor desde hace ya tres décadas.

Como niño recibí el empujón, la mano guiadora de alguien que quiso ser causa y efecto. El problema radica en entender que primero somos efecto y luego nos volvemos la causa para producir efecto en el siguiente. Somos de pequeños la llama hermosa del fuego, para ir aprendiendo poco a poco que luego, inevitablemente, tendremos que ser el combustible. Que siempre será así. Que, como canta Jorge Drexler, más allá del espectro visible, a lo largo de nuestra vida habremos sido tanto el fuego como el combustible.

El combustible del que está hecha esta historia se llama Emily Brontë, William Faulkner, García Márquez, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Julio Verne, Emilio Salgari, Sven Hassel, Julio Cortázar, Joseph Conrad, Rodolfo Walsh, Hergé, Stan Lee, Hugo Pratt, las hermanas Giussani y, por supuesto, Arturo Pérez-Reverte y Lorenzo Silva, junto a sus colegas británicos John Le Carré y Frederick Forsyth.

Pero también mis abuelos, principio de movimientos de aquí para allá del océano durante cinco generaciones ya. En ambos árboles genealógicos.

Y el hecho, para mí ya indiscutible, de que debe ser uno quien elija dónde y cuándo colocar el arbolito de navidad. No lo que figura en la partida de nacimiento.

Alguien dijo, no recuerdo quién, que un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido. Posiblemente Pilar, mi mujer. Nuestros chicos en el cole son hoy el efecto de esto. Trabajamos para que entiendan lo antes posible que el mundo desde siempre ha sido una historia imparable de idas y venidas. Que la historia se vive, no se cambia. Y que si conseguimos que lleguen a sentirse como la llamita hermosa que nos ilumina todos los meses de junio en el patio de las columnas de nuestro colegio, como en cualquier colegio del mundo; si conseguimos que entiendan que son el efecto de nuestro trabajo, se vayan preparando con resignación, es decir, con responsabilidad, para ser en el futuro el combustible que yo ya soy ahora. Y no queda mucho.

Ojalá les guste este relato y me lo puedan decir.

Juanjo Álvarez Carro

1

El Ejido, Málaga

Viernes, 18 de julio de 2003 9:35 h.

—Ahí viene —avisó por la radio a su jefe.

—Vamos allá. Graba lo más cerca que puedas —deseó el teniente Azpilcueta.

—No sé. Esto está muy oscuro, Jabo —se quejó el sargento Amaya.

El garaje del edificio era amplio aunque mal iluminado, pero se veía con claridad que el abuelo se había hecho una coleta con las canas. Allí tenía una plaza de aparcamiento y había sido él quien había elegido el sitio. Vestido con elegancia —un polo verde claro y unos vaqueros nuevos—, estaba allí de pie junto a su BMW clásico. Abrió el maletero de su coche cuando aparecieron los del Audi A8 y se detuvieron junto a él. El abuelo los invitó a aparcar, pero se negaron.

—Tiene matrícula española. Bien. Comprueba, Lucía —pidió el teniente Azpilcueta por teléfono cuando Amaya le recitó el número desde dentro del garaje, cabreado por la falta de luz—. Ocho, tres, siete, ocho. Charlie, Delta, Víctor.

—No se ve bien, Jabo. El del Audi ha metido la cabeza en su maletero, pero poco más. El que está dentro del coche no se ve bien.

—No te preocupes. Yo les sigo de todas formas. Tú inténtalo.

Solo se había bajado del Audi el que conducía, que parecía muy joven. De traje, sin corbata. El otro no levantó la cabeza de algo que tenía en su regazo, un teléfono móvil quizá. Entonces el abuelo sacó un bulto largo, envuelto en cartón, y lo pasó al recién llegado. Una vez en el maletero del Audi negro, sin mayor intercambio ni saludos, se subió al coche, rodearon la calleja del garaje y enfilaron la salida a toda prisa. El abuelo se quedó apoyado en su coche, mirando cómo salían de aquel oscuro lugar. Era quizá una forma de despedirse y desear que su aportación llegara a buen puerto.

—Bien, manos a la obra —despejó dudas Azpilcueta por si quedaba alguna.

Durante el rato que había estado aparcado en la calle, Azpilcueta se relamía ante la expectación que aquel coche le mandaba a las tripas. El entorno que le ceñía los riñones, bien ajustado como un baquet de carreras, y el tacto áspero del volante le prometían dulces expectativas. Aunque la persecución que estaba a punto de empezar planteaba ahora pocas ilusiones lúdicas sobre el Clio V6. La tremenda responsabilidad de terminar con éxito un operativo un tanto raro era mayor que el rato que iba a pasar con aquel juguete, esa maquinita que habían decidido prestarle desde la comandancia. Ajustó la distancia del asiento por última vez. Lo que venía era un acto de compra, uno de venta, alguien que paga y alguien que entrega, solo que con más artistas invitados de los previstos. Pero esas habían sido las instrucciones del abuelo. Y el abuelo mandaba. El encuentro se iba a producir en algún lugar del norte de la provincia, donde el mediador esperaba. El transporte, sin embargo, había sido elección del vendedor. Y habían elegido a alguien joven, en Audi A8 alquilado, según se veía en lo datos que Lucía le volcaba desde el otro lado del teléfono a la eficiente carpeta de Amaya. En proceso todavía lo de averiguar la identidad del propietario y del cliente.

Al salir del garaje, el Audi negro tomó a toda velocidad la única dirección posible calle abajo. Azpilcueta casi los pierde nada más empezar. De cualquier modo, la autovía hacia Córdoba-Granada no ofrecía muchas dificultades. Al bajar desde el conservatorio superior, el Audi enfiló hacia Fuente Olletas. Allí tuvieron que parar en un semáforo. Cuando la luz se puso verde, el coche negro arrancó con un chirrido de neumáticos y fue serpenteando de forma agresiva entre los otros vehículos. Todo menos discreto, se quejó Azpilcueta en voz alta y nerviosa.

Mientras esperaban en otro semáforo junto a la fuente, Azpilcueta preguntó a Emilio Amaya si se sabía algo del lugar de intercambio. Al arrancar, el Audi adelantó en unos segundos a los tres coches que lo precedían, en línea continua. El Clio V6 era un juguete con casi trescientos caballos que empujaban con un vigor magnífico, pero aquellos dos no se lo iban a poner nada fácil. A juzgar por las direcciones en las señales, ninguna indicando lo que esperaba, Azpilcueta dedujo que habían decidido ir por el camino largo, pero sumamente más discreto. Maldijo no haber traído consigo a Amaya. Como consuelo, cuando Azpilcueta le describió a su compañero el camino que llevaban, este le anticipó algo que no iba a estar mal del todo.

—Suben a los Montes. Ese es un tramo de los que a ti te gustan, mi teniente. Por ahí van varias carreras de coches.

—Me pongo el cinturón de seguridad, entonces. La madre que lo parió. ¡Cómo va este tío! Esto no es normal.

—Pues si tienes que emplearte, ten cuidado, que hay dos túneles en medio de curvas muy cerradas. Hay dos partes distintas. Al principio es ancho. Luego, arriba se vuelve más estrecho y ahí llevas ventaja, creo.

—Veo que te he instruido bien, mi sargento.

—De adónde van, nada todavía, Jabo. El abuelo dice que todavía no le han dicho nada del lugar del encuentro. Lo siento, mi teniente.

—Id viniendo hacia Antequera, que yo os informo en cuanto pueda.

—Nosotros vamos por la autovía, Jabo. Nos vemos allí.

A solas ya, a toda pastilla detrás del coche negro, Jabo alcanzó a ver en el Audi el rótulo Quattro. Una versión para guerrear. La soltura con que aquel mozalbete trajeado movía el carro de combate que llevaba sólo podía obedecer a un más que generoso caballaje. Y a una técnica bien depurada. Pero kilo a kilo, él tampoco llevaba una máquina mala. El vértigo le venía por la posibilidad de encontrar a alguien de frente si la carretera, como le habían anticipado, se volvía más estrecha. Iba a tener que correr y empezó a repasar las posibilidades. Cuando le entregaron el coche, se fijó en que las ruedas traseras ya acusaban la potencia groseramente emocionante que tenía.

El primer susto se lo llevó al entrar en la curva a izquierda del primer túnel, donde había un grupo de ciclistas medio revuelto, imaginó que a causa del coche negro que perseguía. Le increparon también a él en buen cristiano. Pronto comprendió que aquel seguimiento había enloquecido de manera dramática.

A pesar de la marcha que llevaban, mantuvo a sus perseguidos siempre a la vista. Llegados a una población, Azpilcueta comprobó que el Audi se había detenido en la plaza principal, ante una estatua. Por precaución, él decidió pasar de largo por delante de ellos y se paró un centenar de metros más adelante para consultar un mapa en la guía Repsol. Mientras, intentaba no perder comba mirando por el retrovisor. Así pudo ver que el acompañante se había bajado para ceder su sitio a otro hombre salido de algún lugar de la plazoleta y que ambos se pusieron a hablar por sus respectivos teléfonos móviles. Vio que abrieron muy llamativamente el capó del coche y manipularon dentro durante un minuto, mientras otro sostenía un rollo de cinta americana. Al cerrarlo, el conductor trajeado señaló, temía y sospechaba Azpilcueta, hacia el Clio. Lo habían descubierto. Arrancaron de inmediato y, al llegar a su altura, los del Audi lo miraron y lo invitaron abiertamente a continuar la carrera. Jabo encontró en ellos dos rostros insultantemente jóvenes. Los más de quinientos caballos de aquel monstruo alemán se alejaron del coche de su perseguidor como una exhalación. Azpilcueta entendió que iba a tener que quemar gasolina. Cuando llegaron al cruce, siguieron hacia lo que el teniente vasco había visto en el mapa como Villanueva de Cauche. Por alguna razón, buscaban la carretera de montaña en lugar de la autovía. Seguían por el camino largo, así que tuvo que emplearse.

Una vez en Villanueva de Cauche, volvieron a rechazar la autovía y pasaron por debajo, camino a la otra Villanueva, la de la Concepción. Después de pasada esta población, y durante varios kilómetros, los calores y el peso de los coches habían pulido el asfalto de forma que la subida a la sierra era muy resbaladiza, comprometiendo seriamente la permanencia sobre la carretera, sobre todo si se lleva potencia. Una vez pasada la cresta, la persecución se convertía en algo distinto. Ahora las bruscas frenadas del Audi eran más problemáticas por la bajada y se veía claramente que pasaba más apuros para detener su tonelaje. Después de un par de zonas muy reviradas, en un tramo recto y largo por la falda de la sierra, el Audi iba como un tren de mercancías. En ese momento, desaparecieron unos segundos de su vista por detrás de un cambio de rasante. Fue en ese instante cuando Azpilcueta vio una nube de polvo y fragmentos de coche esparciéndose por el aire.

Apenas un par de segundos después, al asomar por la cresta de la rasante, Azpilcueta iba intentando frenar su coche, que obedecía con más nobleza que el Audi. Lo que encontró fue un accidente de una violencia espeluznante. El Audi había impactado de frente contra otro turismo, del cual solamente se adivinaba que era blanco. Y, catastróficamente, no en todas partes. Para adelantar a un ciclista, aquel pobre diablo se había apartado a su izquierda justo al encontrarse fatalmente con el misil que venía de frente.

Azpilcueta se detuvo, sobrecogido, y apartó su coche de la carretera. Avisó de inmediato a los servicios de la comandancia, pero advirtió primero a Amaya de lo que había ocurrido, pues aquello trastocaba los planes de forma drástica. ETA no admitiría más dilaciones ni accidentes; ellos mismos no querían más dilaciones. El comprador tampoco las quería.

No había sido buena idea seguir a los transportistas. El asunto se podría haber llevado a cabo sin aquella intervención, pero la amistad que tenía con el abuelo y su responsabilidad en el negocio lo habían presionado más de lo que su inteligencia le recomendaba. En apenas siete minutos aparecieron por allí dos unidades, una de Tráfico de Antequera —no debían de andar muy lejos— y otra de Seguridad Ciudadana; poco después, las ambulancias. Mientras Azpilcueta comentaba —no quiso presentarse todavía— con la sargento que comandaba el grupo sobre lo que había pasado, los equipos sanitarios se hacían cargo de los dos del Audi, de los cuales el conductor había llevado la peor parte. Aparecieron entonces otros guardias en la furgoneta de Atestados e Informes para hacer una exploración adecuada del asunto.

Fue entonces cuando uno de los guardias jóvenes, posiblemente en prácticas —notó Azpilcueta—, comentó a la superior que el pasajero del Audi había procedido de forma extraña instantes después de que llegasen los servicios sanitarios. Se había acercado a la parte frontal de su siniestrado coche negro y había hecho algo raro. Había despegado algo y lo había colocado en el otro coche, horriblemente destrozado por aquel brutal impacto. La sargento dispuso a sus compañeros y en la furgoneta comprobaron de inmediato que aquello había sido, antes del impacto, un paquete de cocaína.

Fue en ese instante cuando lo inusual del Renault Clio V6 azul, colocado en los mismos metros cuadrados del atestado, cobró repentino interés en parte de los miembros de Tráfico. Cocaína y un Audi A8 negro. En fila, un carísimo deportivo francés.

—Venga por aquí, caballero, si es tan amable.

Subió al vehículo de Atestados y lo sentaron en la silla de clientes. No hubo más remedio que pedir la presencia de la sargento del grupo. Una vez que se hubo sentado ella, cerraron la puerta principal de la unidad móvil y Azpilcueta mostró su identificación. Hecha la presentación, rogó que se comunicara con la comandancia. Necesitaba marcharse de allí a la mayor brevedad, pero antes tendría que sacar algo del maletero del Audi siniestrado y, a ser posible, con toda la discreción que el asunto requería.

La sargento sacudía la cabeza. Por solidaridad con ella, Azpilcueta prometió una explicación. De las que a él rara vez le habían dado. Pero la suboficial había recibido instrucciones desde Málaga de que facilitara al teniente Xabier Aingeru Azpilcueta Yrigoyen cuanto apoyo le solicitara.

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291 str. 2 иллюстрации
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9788417845117
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