Cortarse las manos / Tantos angelitos

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Cortarse las manos / Tantos angelitos
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Juan Carlos Cortázar (Lima, 1964) estudió sociología y gestión pública. Hizo la carrera de escritura narrativa en Casa de Letras, en Buenos Aires, y el Diplomado en escritura creativa de la Universidad Diego Portales, en Santiago de Chile. Ha publicado las novelas Tantos angelitos (Buenos Aires, 2012), Cuando los hijos duermen (Lima, 2016 y Santiago de Chile, 2018) y Como si nos tuvieran miedo (Lima, 2020), así como los libros de cuentos Animales peligrosos (Buenos Aires, 2014), La embriaguez de Noé (Santiago de Chile, 2016) y El inmenso desvío (Lima, 2018 y México, 2020). En la actualidad vive en Santiago de Chile.









Cortarse las manos / Tantos angelitos

Primera edición electrónica: agosto de 2021


© Juan Carlos Cortázar

© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2021

para su sello Narrar

APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

San Martín de Porres, Lima

http://paracaidas-se.com/

editorial@paracaidas-se.com


Composición: Juan Pablo Mejía

Arte de portada: Augusto Carrasco

Retrato del autor: Archivo personal

Grabados interiores: Marisa Battellini


ISBN ePub: 978-612-48358-8-9


Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.


Producido en Perú

Cortarse las manos




Si tu mano te hace pecar, córtatela.

Evangelio de San Marcos, 9:42


I


—In the name of the Father, and of the Son and of the Holy Spirit.

—May the Lord be in your heart and help you to confess your sins with true sorrow —contesta Patrick.

Hacen un breve silencio, incómodo para ambos. Están en la sala, el lugar de descanso y recreo de la casa. Cuando eran muchos más, se llenaba por las noches; whiskies en las manos y las piernas descansando encima de los sillones, conversaciones sobre política y proyectos, los problemas del día, a veces mirar películas o el fútbol. La sala y la casa entera, muy parecida a la de Lince, a la de Pachacámac, a todas las casas que la Congregación ha sembrado por donde ha ido a dar. Sillones y mesas cubiertas con mantas del África o Centroamérica, piezas de artesanía de China o la India colocadas en las esquinas sobre el piso de parquet, o colgadas en las paredes de ladrillo rojo y columnas color manteca; objetos traídos desde los distintos rincones en que han hecho misión. El crucificado, la Virgen, cerámicas sin pátina y de líneas estilizadas que apenas si esbozan las figuras, tan distintas a los cuerpos voluptuosos y sufrientes hasta en el detalle que, rodeados de velas, pueblan las iglesias barrocas que Patrick y Greg han visto en los países donde han servido.

—No, no —dice Greg, la mirada caída sobre sus manos, los dedos trenzados—. Hagámoslo en español. Todo ocurrió en español.

Patrick lo mira con extrañeza.

—Sí —insiste Greg—. Tu español es tan bueno como el mío.

Afuera es de noche y ha terminado de nevar. Los pinos y robles que rodean la casa parroquial de Saint James se van cubriendo levemente de copos, una escena que a Greg siempre le ha gustado observar las mañanas después de una nevada; como si pacientemente alguien hubiera construido delicadas y largas líneas blancas sobre las ramas de esos árboles, tan abundantes en la zona.

—Bueno —accede Patrick, la mirada fija sobre los ojos del amigo—, en español. Que el Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepen... —calla a la mitad de la fórmula, ambos la conocen de sobra, y descansa su espalda sobre la comodidad del sillón—. Ya sabes, tengo toda la noche, todo el tiempo que quieras para escucharte —ofrece Patrick.

Greg vuelve a mirarse las manos y abre las palmas. Las líneas son caminos, confluencias y desvíos que, según dicen, anticipan lo que va a ser la vida de uno. Si alguien, una gitana o una bruja, si cualquiera hubiera podido decirle lo que iba a pasar, las cosas que sus manos iban a hacer a lo largo de estos años, casi veinte. Las examina con curiosidad: hay una línea para el corazón y otra para la cabeza, así le había enseñado una de las chicas del grupo juvenil de Cristo Resucitado, allá en Pachacámac —la arena del sur de Lima y la resolana turbia de las tardes, tan distintas a la nieve de Virginia—, se lo dijo abriéndole la mano y siguiendo con el dedo el trazado de cada línea. ¿Y estas? Las de la vida y el destino, padre, contestó ella muy seria, pero él tenía cosas más importantes en mente, las lecturas del día por comentar o las instrucciones para alguna actividad, y no prestó atención. Tal vez le hubiera servido escucharla: sus manos podrían haberle advertido.

—Ya ni sé cuál fue el principio.

Si no hubiera decidido compartir su tiempo entre Lince y Pachacámac, tal vez todo hubiera sido distinto. Llegó a Lince directo del aeropuerto, un barrio que todos los días se esforzaba por alejarse del escalón de la clase media baja; un lugar adecuado para un gringo recién bajado del avión y que debía aclimatarse sin mayores riesgos a un país que pasaba por momentos complicados. Y aunque él, Michael y Patrick, compañeros del seminario, habían pasado unos meses en una comunidad latina de Filipinas, su español era todavía elemental. Practicar hasta dominarlo casi a la perfección era una de sus tareas en Lince. Greg y Michael siempre creyeron que irían a dar al África, a la China o al sudeste asiático, por eso nunca se preocuparon por el español, pero, al final, un rápido cambio de prioridades de la Congregación y fueron destinados al Perú, mientras el tercero, Patrick, marchó a Guatemala. La idea no era quedarse en Lince, eso solo sería un tiempo, mientras aprendía a moverse en una ciudad difícil como Lima. Conocería Pachacámac y otros asentamientos del sur de la ciudad, iría algunas tardes, pero no dormiría ahí, no todavía. Era un momento de agitación social: protestas contra la tercera reelección del presidente, una inmensa marcha, de los Cuatro Suyos la llamaron (tuvo que preguntar qué era eso de los Suyos), revelaciones de corrupción del presidente y su gobierno, todo perfectamente transmitido por televisión en señal abierta y, al final, el supuesto presidente fugándose del país con maletas de dinero. Greg entendía poco, todo tan impredecible, tan distinto a Texas, donde había nacido, o a la silenciosa serenidad del seminario y las parroquias de Virginia. Y, pese al permanente sobresalto, la novedad de cada día lo entusiasmaba. Cuando la situación en la ciudad estaba muy tensa, no iba a Pachacámac; carecía aún de la destreza que el compañero que residía ahí había logrado para moverse con facilidad entre manifestaciones, gases, policías armados y calles oscuras.

—El basketball, cómo iba a imaginar que eso era lo que me iba a perder —alza los ojos e intenta una mirada directa a los de Patrick, pero no, es incapaz de sostenerla más de medio segundo.

Qué cosa más buena e inocente que jugar basketball. Él lo había hecho desde niño y luego durante todo el highschool. Qué problema podría haber en enseñarles a los muchachos. Las tardes que tenía libre en Lince, sin clases de español o sin poder ir a Pachacámac, daba vueltas por el colegio. Tenía algo del aire de una escuela norteamericana, pero adaptado a un espacio más pequeño y cuya distribución, a ojos de Greg, debía haber sido resultado de una tensa negociación con los gustos locales: en la parte central del patio reinaba la cancha de fútbol, mientras a un lado y frente al edificio de secundaria estaba la de básquet y, finalmente, en los rincones sobrantes se erguían las barras de gimnasia y, acomodada con la justa, la cancha de vóley para las mujeres. Algunas tardes se quedaba mirando a los chicos jugar básquet, impresionado por lo mal que lo hacían. Se enteró de que el colegio no tenía equipo, o que lo había tenido antes, cuando todavía enseñaban ahí padres norteamericanos y un hermano los entrenaba. El párroco y el director del colegio estuvieron de acuerdo, dedicaría las tardes de martes y jueves después de clases para formar un equipo de varones. Un equipo mixto no, eso le pareció muy complicado. Meses después, cuando la Congregación consideró que ya debía mudarse por completo a Pachacámac, Greg se resistió y negoció; quería mantener el equipo esas dos tardes, y para que su servicio fuera más útil, hacerse cargo del curso de literatura inglesa. Martes y jueves en Lince, el resto de la semana en Pachacámac.

—¿Ahí fue que lo conociste, que te fijaste en él? ¿En el básquet?

Uno de los quince chicos que postularon al equipo, eso había sido al principio. Gracias a sus visitas al patio durante los recreos, la pinta del muchacho le era conocida: cabeza grande y redonda, cejas profusas y pestañas rectas, de piel morena, acholado, —aprendió que así se decía en Lima—, el cabello negro grueso y algo ensortijado —de negro tendrá también, le explicaron alguna vez—, una sonrisa que apenas torcía las comisuras sin dejar ver abiertamente los dientes. El nombre, eso sí se le perdía entre los de tantos chicos que se le acercaban. La tarde del juego de prueba el número de muchachos alcanzaba para formar tres equipos; en cada partido un equipo jugaría con el polo blanco de educación física, el otro con unos chalecos verdes y amarillo sobre el polo —los colores del colegio— que Greg había mandado hacer. Los organizó y dio las instrucciones, pero al acercarse a la oficina de deportes para traer las cosas, no encontró la llave en su bolsillo y, aunque lo pensó, descartó la idea de ir hasta la casa parroquial a buscarla. La solución, si se le ocurrió a él o la sugirió alguno de los muchachos: un equipo jugaría con el polo blanco y el otro en short nomás. Greg se dedicó a observar el juego: cinco torsos al aire en cada partido, las costillas y los abrazos, las axilas en cada lanzamiento o defensa —él había jugado en el equipo de su highschool en Texas, y esos fogonazos, manos en alto, las suyas y las de los demás, ese algo eléctrico que sentía ante tanto vello y sudor y esfuerzo—, hasta que en el tercer partido, Julián, así se llamaba, el de torso más oscuro del grupo, con el triángulo de la espalda comenzando a asomar y el pecho lampiño, vello apenas en ese caminito que nacía en el ombligo y se perdía en el short celeste. Sí, fue casualidad dar con la mirada del muchacho, sus huidizos ojos negros varias veces sobre los suyos, desconcentrándose del juego. Él, por supuesto, no lo tenía previsto; era un simple juego para seleccionar a los mejores, evaluar habilidades con la pelota, dribbling, destreza con los pies, elevación en el salto, aunque en realidad poco de eso le importó en Julián. Tal vez hizo algún buen lanzamiento o defendió bien. Todo por culpa de unas llaves.

 

—¿Hubo más veces?

Greg se rastrilla el cabello con los dedos, arruga las cejas y las líneas de la frente, los ojos grises observan las cuadrículas del parquet. Esa vez. Otras veces. Con el tiempo, dejar las llaves en su cuarto algunas tardes de entrenamiento se convirtió en algo recurrente. Manejó el equipo varios años, los tres que estuvo Julián —en aquella primera prueba lo seleccionó, ¿podría haber sido de otro modo?—, uno o dos años más, con muchos entrando y saliendo del equipo. Los entrenó hasta que se fue por completo a Pachacámac. Hasta que lo hicieron irse.

—Greg, ¿ahí fue que lo tocaste?

El tacto, palpar. Las manos que conectan las pieles, lo hacen aunque uno no se lo proponga, o tal vez son ellas por sí mismas las que se lo proponen. Él no pensaba entrar, no se lo había planteado, no así, como quien dice voy a entrar sabiendo que está ahí, voy a ir a mirarlo, a tocarlo. El equipo había perdido muy mal contra el del Recoleta, Greg quería animar a los jugadores mientras se duchaban y cambiaban antes de regresar a Lince. Que Julián se demora, padre, es el último en bañarse siempre, un demorón es, apúrelo, padre, y él de pie en el umbral que separaba el vestidor de las duchas: el último en ducharse, quedarse atrás, si esa sería una artimaña universal, porque fue la suya también cuando jugaba básquet en el highschool, una para evitar ponerse duro, «al palo», como dicen los chiquillos en Lima, para evitar que lo vieran, que se dieran cuenta y, sí, para evitar darse cuenta él mismo. Greg sabía hacer eso, pero hacía tanto que no lo necesitaba, desde que entró al seminario, todos hombres, pero sin deporte, sin duchas compartidas, concentrado en la Teología y la Filosofía, en la realidad de los países del tercer mundo, en la pobreza y la fe de esos lugares donde iría a hacer misión, en su futuro de servicio a los demás; y no, ninguna de esas preocupaciones lo condujo a encarar ese ser arisco que era su cuerpo. En el seminario solo tenía actividades que le hacían sentirse libre por fin. Y estar ahí en el camerino, rodeado de muchachos a medio vestir, las toallas y camisetas húmedas volando como proyectiles, algún insulto por lo bajo que él se encarga de reprimir —hay que saber perder, chicos—, buzos ajustados sobre cuerpos que comienzan a tomar forma y, sobre todo, el murmullo del agua, esa ducha solitaria que se abre allá dentro y el agua que rebota sobre mayólicas blancas —apúrelo, padre—, el rumor vertical que de pronto se desordena cuando un cuerpo se interpone, el agua que chorrea sobre Julián desde la cabeza y los hombros confluye en un arroyo pequeñito en el surco del pecho y baja hacia el vello que, adivina, debe arremolinarse sobre su sexo. Oye, vamos ya, grita con poca convicción mientras el jolgorio de los chicos arrecia y él les presta menos y menos atención: Julián ahí adentro, solo, el agua resbalando sobre él, debería entrar y decirle que ya, que termine de bañarse en su casa si quiere, que no podemos estar esperando por su mañita de quedarse al final, y entonces comienza a entrar, dos pasos, traga saliva y regresa al vestidor haciéndose el interesado en alguna cosa que pasa ahí, un grito, un chillido, vuelve a pararse en el umbral y el agua que sigue rebotando desordenada, salpicando, y nuevamente dos pasos dentro, uno más —no, por qué sería algo raro, el entrenador que apura a uno de los jugadores, nada más—, y así, despacio, sin ruido, acercarse al muro de mayólica que contiene el desparrame de agua, no hay cortinas en las duchas, no hay puertas, y encontrarse con Julián desnudo, bien desnudo y bien mojado, la mirada de pregunta del chico, de alarma, ¿padre?, y él que no responde, tieso, el agua acariciando los muslos, el agua enredándose en la mata creciente entre las piernas, el glande cubierto —¿no estaba circuncidado?—, el pecho que comienza a batirse rápido, ¿padre?, la joven mandíbula tiembla y chorrea agua, y su mano, la de Greg, es raro cómo manos y pies y ojos y boca parecen tener voluntad propia, pero él sigue paralizado mientras su mano, esa que parece querer —¿ahí fue que lo tocaste, Greg?—, esa que anticipa sentir lo que nunca y que parece tan decidida pero que, al final, no hace nada y se queda sin tocar, pero los ojos, la mirada que de arriba abajo derrapó tres veces sobre el cuerpo mojado, y el muchacho ahí, sorprendido justo como no quería que lo vieran, o tal vez sí —¿padre?—, tal vez le pasaba igual que a él, que a su mano y sus ojos. Si el cuerpo de Julián tendría también voluntad propia.

—En su declaración allá en Lima, supongo la has leído bien, Greg, aquí la hemos revisado detenidamente, el muchacho dijo a la Fiscal que fue en la sacristía, que ahí lo tocaste por primera vez, no en la ducha, o no esa vez en la ducha —las cejas en alto unos segundos—. Y afirma que lo hiciste adrede.

—Hacíamos la misa de siete de la mañana, martes y jueves. Me dijo que la elegía porque ningún otro acólito quería ayudar tan temprano, que le gustaba cómo celebraba yo misa —gira la cabeza en círculos, destensa la nuca—. ¿Qué de interesante podía tener una misa para diez o quince viejas del barrio? —en su cara una sonrisa contenida—, ¿qué muchacho va a querer levantarse tan temprano para eso? Dime.

—Eso no importa. La cuestión es que lo tocaste. Y que él dice que fue adrede.

Adrede. Qué cosas se hacen adrede y cuáles no. Cómo saberlo. Da lo mismo, Julián se confundió o miente, porque igual que en el partido de prueba, lo de la sacristía no fue a propósito, ocurrió nomás, un accidente; cosas que pasan porque sí, porque las condiciones se dan. Al muchacho se le había atascado la sotana al momento de quitársela, qué otra cosa podría haber hecho él sino ayudarlo. A la distancia y según el estrecho entendimiento de abogados y fiscales, él lo tocó, se propuso tocarlo con absoluto control de sus actos y pensamientos, como si ellos pudieran discernir qué hace uno adrede y qué no. Se acercó a ayudarlo y Julián se puso nervioso, es verdad, pero no había forma de ayudarlo sin que sus dedos le rozaran la piel.

—Un roce apenas, Patrick, nada más. Algo casual, inocente. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Dejarlo ahí, manoteando como un muñeco?

—Él no lo vivió como algo casual y eso es lo que importa, ¿no crees?

Qué importa que fue o no. Si todo lo que pasó, la manera como se hizo amigo de Julián, todo puede ser visto como algo hecho a propósito, como que él planificó las cosas sabiendo lo que hacía, lo que buscaba. Cómo podía él saber, tantas bromas y saludos y abrazos con los chicos, casualidades, situaciones imprevisibles como aquella actuación, cuando le chocó verlo caer muerto en la representación de Julius Caesar. Que planificó la actuación para verlo así, podrían decir eso también, ¿no? El mismo Julián podría decirlo, o ese novio que tiene ahora y que lo asesora en todo este lío, podrían decir que él tenía todo previsto, que propuso la actuación y que le dio el papel para verlo así. Los chicos decidieron presentar esa obra, podrían haber hecho cualquier otra cosa, le pidieron que los dirigiera. No fue él quien le dio el papel de Bruto, Julián mismo lo eligió porque le dio la gana, porque, a fin de cuentas, es el personaje central de la obra. ¿Debería habérselo negado? 30 de agosto, actuación del día del colegio con profesores, padres y alumnos, el acto de tercero B, Julio César, de Shakespeare, preparado bajo la dirección de nuestro querido padre Gregory, dice la profesora que hace de maestra de ceremonias. Aplausos. César y los idus de marzo, César asesinado por Bruto y los demás conspiradores y, al final, cuando Bruto-Julián corre hacia la espada, cuando se la clava en el vientre suicidándose y cae agonizante, la túnica se le resbala y deja ver el hombro moreno, el puente maravilloso de la clavícula, el pecho, ese que jamás ha visto (entonces fue antes del partido de básquet, antes de la ducha), y él ante la hermosa agonía del muchacho, cerrar los ojos y abrirlos después de una eternidad y con los aplausos mirar a los lados por si alguien, si el director, si las profesoras, si alguien habría notado su vibración, su conexión, su ponerse todo duro.

—Entonces, ¿todo fue pura casualidad? —Patrick alza las cejas y abre las manos.

—Y tú crees que a propósito me ponía nervioso mientras le hacía clase, treinta muchachos y como si estuviera solo él. No sabes lo que cuesta concentrarse así, pasear la mirada de manera neutral sobre todas esas cabezas y ojos, temblar cuando alza la mano para intervenir, su voz cada año más grave, su mirada, sus movimientos en los entrenamientos, su sonrisa cuando hacía algo bien. Felicitarlo controlando mi efusividad. Sentirme bajo su mirada, imaginar qué le pasaba dentro y tener cuidado para que nadie notara nada.

Greg baja la cara, se mira las zapatillas. Todo el mundo habla como si lo que se lleva dentro fuera controlable, cuestión de fuerza de voluntad nada más. Y no: las fantasías, esa neblina que ataca en silencio, cómo dominarlas. Intentó escapar de las suyas, se propuso distraerse con más trabajo, más lectura, pero las clases y entrenamientos, las misas de martes y jueves. La situación se puso más difícil todavía cuando comenzó a llevar a Julián a Pachacámac; la idea era que el muchacho conociera esa pobreza que jamás había visto de cerca, que saliera de su cómoda burbuja de Lince y lo ayudara con las actividades para niños y adolescentes. Y tenerlo cerca ahí también, las fantasías acechándolo como fantasmas —el griego y latín del seminario, la misma raíz en ambas palabras: aparición—, si hay manera de espantarlas y evitar que se le tiren a uno al cuello: Julián en la ducha, mojado, viene hacia él con el pene duro —padre—, se abrazan, la piel mojada del muchacho es gruesa y suave, él muerde las tetillas jóvenes y la garganta del chico se echa hacia atrás, y gime y gime hasta que él se viene ahí, en la cama de su pequeño cuarto de Lince, o en el de Pachacámac, las mañanas siempre el momento más vulnerable. Fantasear con jugar juntos, desnudos, ese cuerpo maravilloso saltando y abriéndose para encestar, un regalo para él. Las volátiles apariciones de Julián en sus mañanas, durante el día, el dolor sordo de cada visita. Había vencido eso antes, en Virginia, había logrado meterlo en algún desván interior, sin dolores, alejándose de esa angustia hueca. Todo estaba olvidado, controlado, hasta que Julián entreabrió la puerta. Y lo peor, lo que más le angustiaba, no eran sus propias fantasías sino saber de las que el muchacho padecía.

—¿Julián te confesó sus fantasías? —los ojos de Patrick parpadean con rapidez—. Debiste enviarlo con otro de los padres.

—¿Por qué enviarlo con otro? Él me tenía confianza, lo dijo, y yo tenía la obligación. Él requería acompañamiento, consejo.

 

—Debiste decir que no, explicarle.

—Explicar qué —alza la cabeza, aprieta la mandíbula y los puños—, decirle oye, Julián, no te puedo confesar porque tú me... ¿Qué mierda decirle?

Padre, necesito confesarme, lo abordó Julián en medio del patio. Él tembló; no podía negarse, no es que fuera su tutor o guía espiritual, pero casi, el más cercano de todos los padres, eso le había dicho el chico. Era su deber confesarlo. En el nombre del Padre y del Hijo. Hizo la señal de la cruz sobre Julián sentado frente a él; dime tus pecados. Padre —Julián hizo silencio, el cuerpo tenso y las manos inquietas, miró varias veces a los lados, al piso—, es que, a mí, padre, creo que me gustan los hombres, eso creo. Con la boca seca, Greg no movió un músculo de la cara ante el muchacho. Respiró profundo: ¿es solo un gusto, una tendencia, o has hecho algo? Fantasías con hombres, mucha masturbación, casi todas las mañanas y noches (si lo haría boca abajo, como él de joven, o boca arriba como la mayoría, si sería de pie en la ducha, el cuerpo arqueándose tenso, el semen corriendo, los gemidos). ¿Nada más? Hubo una fiesta, cumpleaños de una de las chicas del salón, un grupo salió a comprar chelas, padre, fui con ellos y terminamos tomando aquí en el parque, frente al colegio, cuando me quise ir a casa uno de ellos me siguió, insistió, yo estaba muy zampado, no recuerdo bien cómo, pero acabamos besándonos en algún lado oscuro del parque. Greg buscó una voz lo más neutra posible. ¿Cuándo? El año pasado. ¿Quién? El muchacho dudó, manos retorciéndose: Castro, usted lo conoce. Ya. Qué decirle, si lo que él creía de verdad o mejor aferrarse a su rol, decirle lo que establecía la doctrina. Mira, Julián, si acaso tuvieras una tendencia homosexual, porque eso no lo sabes bien, y aun si la tuvieras, eso no es pecado, pero los actos sí. Las cejas del chico se arrugaron: no entiendo, padre. Greg suspiró. Tu inclinación (tuya, nuestra), ella en sí no es pecado, es una debilidad, una prueba que debes afrontar. ¿Cómo? La Iglesia dice que mediante una vida de castidad. Julián lo miró a la cara, Greg no supo dónde meter la suya. Hay algo más, padre. Las miradas se cruzaron. Me gusta un hombre ahora. ¿Un hombre? Sí, un hombre grande, digo, de aquí, del colegio. Imagino que hacemos cosas juntos, agregó. Greg tosió, la garganta seca. Su cara, sabía que estaba roja, ardiendo. Averiguar más, preguntar, no, de ninguna manera. Debía terminar, salir de ahí. La regla es clara, Julián, no debes hacer nada. Y sin dejar hablar más al chico, lo absolvió y fijó la penitencia. Esa tarde canceló el entrenamiento, se metió en su cuarto. Una pastilla para dormir hasta el día siguiente.

—En su declaración Julián menciona a ese muchacho, Castro. ¿Es el mismo con el que...? —Patrick hace silencio, suspira profundo—. Ese Castro, es el mismo con el que estuviste después, ¿no?

—Sí, claro que es el mismo. Julián estaba muy ansioso, quería que yo dejara todo, irnos no sé dónde, imagínate. Tenía que cortar con eso, y este otro chico, Castro, en fin.

Patrick retuerce con los dedos su labio inferior, luego su mano baja y le cubre la barbilla entera.

—Te metiste con otro muchacho para sacarte a Julián de encima.

Greg se pone de pie de un salto, mira alrededor hasta que en una esquina ve la mesita con las botellas. Se acerca, dos hielos tirados con fuerza contra el vaso, un chorro largo de whisky, con dos dedos revuelve todo, los chupa y seca contra el pantalón. Camina hacia una ventana, en medio de la oscuridad el viento desmorona lentamente la tranquilidad perfecta de la nieve sobre las ramas. ¿Quieres?, pregunta alzando el vaso, pero sin voltear a mirar a su amigo. Patrick niega con la cabeza y se pone de pie también. Propone parar un rato, estirar las piernas afuera, pero Greg no acepta, quiere seguir, terminar de botar todo de una vez; se supone que es lo que, en conciencia, debe hacer alguien como él. Pero mejor vamos en orden, dice, lo de Castro fue tiempo después.

Sabe lo que Patrick debe estar pensando. A la distancia las cosas se ven claras, fáciles: no debiste confesarlo, debiste sacarlo del equipo, evitar cruzarte con él. Debiste irte de Lince y quedarte solo en Pachacámac. Y sí, tendría que haberse ido. No lo hizo por no abandonar a Julián de esa manera, se dijo a sí mismo varias veces, por no dejarlo confundido en ese punto incierto y doloroso donde él también había estado más o menos a la misma edad —me gustan los hombres—. Si fue generosidad o solo cumplir con su deber, no dejarlo tirado, si no fue por eso, principalmente al menos. Y desde ese momento, invitarlo a tomar un helado, varias veces, nada grave ni que se pudiera ver mal, al cine, varias veces también. Para conversar, saber de él, ayudarlo con sus cosas. Así conoció el departamento pequeño de la calle Tello, supo de su familia, la madre enfermera y el padre ingeniero de la construcción, las peleas por dinero, las discusiones porque el padre idolatraba al presidente —al Chino— y la madre, sindicalista, lo detestaba; el poco tiempo que los veía y hablaba con ellos, su gusto creciente por la lectura y la actuación —quería convencerlo de organizar un club de teatro en el colegio o en la parroquia—, la manera en que prefería tener un perfil bajo en el colegio, los pocos compañeros a los que consideraba amigos, la casi completa ausencia de amigas. Las invitaciones se convirtieron en una costumbre las tardes en que estaba en Lince, pero solo a él, a Julián. Y la oscuridad del cine, repitiéndose también, la mano incapaz de negarse a reptar sobre ese muslo firme, a tantear entre medio, y una de esas tardes de cine, la mano de Julián que aprendió también a buscarle las piernas.

—Y después, lo mismo hiciste con Castro; el cine —Patrick hunde la frente sobre la palma de una mano.

—Dale con Castro. Hablemos solo de Julián, ¿sí?

—Pero es que hubo otros. En la Fiscalía peruana y en el Arzobispado hay más nombres, bastantes.

En silencio Greg se distrae dejando que su vista se pasee por la sala. Patrick toma unos papeles que desde el principio dejó sobre la mesa de centro. Busca uno, es un listado de página y media.

—Eduardo Castro, 18, pero dice que lo buscaste desde los 16, Lince. Javier Pereira, 17, Lince también —sus ojos saltan unas cuantas líneas—, Saúl Mendieta, 15, Pachacámac. Ulises Pariona, 15, de Pachacámac. Edilberto Huanca, 16, Pachacá...

—Voy a hablar solo de Julián, ¿está claro? —la voz de Greg es cortante, la mirada que recae sobre su amigo, áspera.

Patrick adelanta las palmas abiertas y acepta con la cabeza.

Los nombres, escucharlos así en tropel, lanzados contra él como esos huaycos que ha visto en la sierra, el lodo hecho un animal descontrolado que arrastra rocas, árboles, personas. Si algo lo hubiera arrastrado lejos antes, a tiempo, cuando todavía. Observa a Patrick, está revisando más papeles. Escritos, testimonios, denuncias; todo lo que se vive termina en un papel, o al menos es así en esos países leguleyos, todo el mundo dispuesto a discutir, a pelear.

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