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La Necesidad

de Reformar la Iglesia

Juan Calvino


Recomendaciones del libro

La Necesidad de Reformar la Iglesia

“¿Fue la Reforma protestante del siglo XVI un error? ¿Es hoy necesaria una Reforma de las iglesias evangélicas? Sin duda, las palabras del Reformador Juan Calvino al hombre más poderoso de la tierra en aquel momento, el emperador Carlos V, son la mejor respuesta que se pueda dar a estas preguntas. Damos gracias a Dios porque esta obra capital del Reformador Calvino está por fin disponible en una esmerada traducción al español.”

— Jorge Ruiz Ortiz

Doctor en Teología, Pastor de la Iglesia Cristiana Presbiteriana en Miranda de Ebro, España

“Este llamado, tanto apasionado como bien razonado, en favor de una reforma de la Iglesia es tan necesario hoy como lo fue en el tiempo de Calvino. Los mismos problemas siguen plagando la Iglesia Católico romana, y ahora las Iglesias Evangélicas han vuelto a caer en los mismos. Consciente que la labor era difícil, Calvino admite: “Sé cuán difícil es persuadir al mundo que Dios desaprueba toda manera de adoración que Él no ha establecido explícitamente en su Palabra". Pero con el corazón en la mano, Calvino apela al Emperador Carlos V a que promueva una verdadera reforma de la iglesia —para la gloria de Dios y la verdadera salvación de los hombres. Hoy no tenemos un Emperador que nos podría ayudar o nos podría quemar —como en el siglo 16. Los obstáculos, sin embargo, siguen siendo significativos. ¡Es hora de levantar una vez más la bandera de Jesucristo, y junto con todos los verdaderos Reformadores de la historia, emprender nuestra lucha hoy!”

— Guillermo Green, Th.m

Secretario Ejecutivo – CLIR (Confraternidad Latinoamericana de Iglesias Reformadas), San José, Costa Rica

La Necesidad

de Reformar la Iglesia

Juan Calvino


El traductor quiere agradecer al Pastor Valentín Alpuche por su valiosísima asistencia en la redacción del libro, a Edgar Ibarra y al Pastor Jorge Álvarez de México.

El texto es una traducción de la edición de 1995 de Protestant Heritage Press y se usa con permiso. También se cotejó con la edición antigua en latín que aparece en la serie de Corpus Reformatorum y la versión en inglés de 1844.

Pintura de la cubierta: Frans Hogenberg - The Calvinist Iconoclastic Riot of August 20, 1566 Pintura en la espalda: Juan Calvino pintura al óleo desde Bibliothèque de Genève

Traductor: Joel Chairez

ISBN: 978-1-629461-86-1

Contenido

Introducción a la Edición Castellana del 2009

Introducción a la Edición en Inglés de 1995

Introducción

Sección I Los Males que nos Obligan a Buscar Remedios

Sección II Los Remedios Empleados para Corregir los Males

Sección III Reforma Requerida Sin Dilación Alguna

Introducción a la Edición Castellana del 2009

Considerando que el año 2009 marcará 500 años del natalicio de Juan Calvino, queremos ofrecer la siguiente traducción del tratado La Necesidad de Reformar la Iglesia por dicho autor. Re-formar se entiende en el sentido de tomar una masa de arcilla y formar de ella un objeto. La Iglesia cristiana en el siglo XVI se hallaba deshecha por el paganismo y superstición que se infiltró en ella a través de los siglos. Todo esto la de-formó, de tal manera que ya no parecía ser la esposa de Cristo, sino un conglomerado de supersticiones. En la Reforma del siglo XVI, la Iglesia no fue simplemente corregida o remendada aquí y allá, sino que verdaderamente fue Re-formada. Esto significa que fue formada de nuevo partiendo no de invenciones humanas sino de la fuente pura de las Sagradas Escrituras; y de esta gran cantera de revelación bíblica se retomó la verdadera doctrina, adoración, gobierno y disciplina de la iglesia. Hoy en día, la necesidad de re-formar la Iglesia es mucho más apremiante ya que el secularismo ha minado y echado al aire los fundamentos de la Reforma del siglo XVI; fundamentos que sostuvieron por siglos los pilares de la civilización Occidental. Y esto es cierto cuando el ecumenismo ha pervertido el mensaje del Evangelio, infiltrando gran parte de denominaciones y cuestionando la causa por la cual centenares de mártires entregaron sus vidas a la hoguera. A la luz de estos males, este libro los trata de una manera tal que parece que si hubiera sido escrito ayer. Aquí tenemos un programa detallado para confrontar a los males que confrontan la Iglesia cristiana, como también la sociedad moderna.

Introducción a la Edición en Inglés de 1995

En 1544, el emperador Carlos V presidió de principio a fin una dieta imperial en Espira. Teodoro Beza describe los acontecimientos que precedieron a la dieta.

En el año anterior, Carlos V... con miras a dirigir todas sus fuerzas contra los franceses, prometió a los alemanes que por un período breve, hasta que un concilio general se llevase a cabo, el cual él se comprometió supervisar, ningún partido sufriría daño alguno por motivo de diferencias religiosas, sino que ambos disfrutarían de las leyes por igual. El Pontífice romano, Pablo III, se sintió sumamente ofendido y dirigió al emperador una protesta muy severa porque, ciertamente con tal acción, el emperador había puesto a los herejes en un mismo plano con los católico-romanos y como si hubiese metido su hoz en el trigal de otro hombre. El César dio la respuesta que parecía apropiada; pero Calvino, por razón de que la verdad del Evangelio y la inocencia de los creyentes fueron heridas profundamente por esa carta, reprimió la audacia del Pontífice. Una dieta del imperio se llevó a cabo por este tiempo en Espira, y Calvino, aprovechándose de la ocasión, publicó un tratado breve titulado La Necesidad de Reformar la Iglesia. Desconozco si alguna obra sobre el tema, se ha publicado en nuestro tiempo que sea más conmovedora o sólida como ésta.1

El valor principal de este tratado es que de una manera concisa manifiesta las disputas principales de la Reforma protestante. ¿Cuáles fueron los principales motivos para quejarse y que causaron que los protestantes demandaran la Reforma? ¿Qué asuntos fueron necesarios para separarse completamente de Roma? ¿Qué medidas fueron esenciales para lograr una reforma genuina? Calvino trata estas preguntas, declarando al principio, «Yo sólo deseo mostrar cuán justas y necesarias fueron las causas que nos forzaron a los cambios por los cuales somos acusados».

Por supuesto, las diferencias entre los papistas y los protestantes produjeron una lucha colosal sobre la doctrina de la justificación. La respuesta de Calvino a Sadoleto ilustra este conflicto hasta cierto punto recalcada,2 así como en las porciones más importantes de La Necesidad de Reformar la Iglesia. No obstante, la batalla sobre la doctrina de la justificación no fue la única lucha entre los Reformadores y Roma. Calvino declara el alcance más amplio de la Reforma: la necesidad de restaurar la doctrina y la práctica bíblica con respecto a los medios apropiados de adoración, la correcta administración de los sacramentos y el gobierno de la iglesia. Él escribe:

Si se pregunta, entonces, por qué cosas principalmente la religión cristiana tiene una existencia firme entre nosotros y mantiene su verdad, se verá que las siguientes dos no sólo ocupan el lugar principal, sino que encierran bajo ellas todas las demás partes, y consecuentemente la sustancia entera del cristianismo: a saber, un conocimiento, primero, del modo en el que Dios debe ser adorado apropiadamente; y, en segundo lugar, el origen de dónde se obtiene nuestra salvación. Cuando estas cosas no se consideran, aunque nos gloriemos con el nombre de cristianos, nuestra profesión es vacía y vana.

El reformador ginebrino menciona luego los sacramentos y el gobierno de la iglesia que fueron instituidos para la conservación de la doctrina.

Desafortunadamente, en muchas iglesias hoy en día, la fe reformada se identifica únicamente con los «cinco puntos del calvinismo», o con alguna otra representación mutilada de la teología del reformador. En este tratado de Calvino obtenemos una perspectiva más amplia.

Al exponer la necesidad de reforma, Calvino defiende a los protestantes contra la acusación de dividir la iglesia. Cada vez que los hombres alzan la voz para reformar, líderes religiosos corruptos difaman a los reformadores como cismáticos, y congregaciones corruptas se apropian para sí mismas el nombre de Iglesia. Calvino responde: «No basta, por lo tanto, tomar simplemente el nombre de Iglesia, sino que se debe usar discernimiento para cerciorarse de cuál es la verdadera iglesia y cuál es la naturaleza de su unidad.» Además, «cualquier hombre, que, por su conducta, muestra que él es un enemigo de la sana doctrina, cualquiera que sea el título del cual pueda mientras tanto vanagloriarse, ha perdido todo título de autoridad en la iglesia».

Calvino reprende el espíritu de tolerancia que se disfraza como «moderación». El reformador declara:

En una corrupción tan extrema de sana doctrina, en una corrupción de los sacramentos tan infame, en una condición de la Iglesia tan deplorable, aquellos que mantienen que no deberíamos haber actuado tan enérgicamente, quedarían satisfechos con nada menos que una tolerancia perversa por la cual deberíamos haber traicionado la adoración de Dios, la gloria de Cristo, la salvación de los hombres, la administración completa de los sacramentos y el gobierno de la Iglesia. Hay algo engañoso en el nombre de moderación, y la tolerancia es una cualidad que tiene una apariencia justa, y parece digna de elogio; pero la regla que debemos observar en todo lo que está en juego es ésta: nunca soportar con paciencia que el nombre sagrado de Dios sea atacado con blasfemias impías; que su verdad eterna sea suprimida por las mentiras del Diablo; que Cristo sea insultado, sus misterios sacrosantos contaminados, las infelices almas cruelmente destruidas y la Iglesia se retuerza en agonía bajo los efectos de una herida mortal. Esto sería no mansedumbre, sino indiferencia sobre cosas a las cuales todas las demás deberían posponerse.

El lector perceptivo verá muchas comparaciones entre el clima espiritual de los días de Calvino y el caos religioso en nuestra propia sociedad. Si las corrupciones religiosas demandaron reforma en ese tiempo, corrupciones semejantes demandan una reforma seria hoy en día. Presenciamos el espectáculo triste de iglesias protestantes fascinadas con ritos e innovaciones litúrgicas en la adoración. Líderes «evangélicos» prominentes han aprobado un pacto de paz con Roma.3 Muchas denominaciones «reformadas» toleran métodos evangelísticos, artimañas y manipulaciones sicológicas construidas sobre presuposiciones pelagianas. Si este tratado de Calvino demuestra algo, es cuán lejos los protestantes modernos se han alejado de las doctrinas y prácticas de la Reforma. La Necesidad de Reformar la Iglesia es más que un simple monumento histórico a la Reforma. Es un manifiesto que nos llama al arrepentimiento en una era de crasa corrupción religiosa.

Kevin Reed, EditorProtestant Heritage Press

Introducción

Al Potentísimo Emperador, Carlos V, y a los Príncipes más Ilustres y Otras Órdenes, Ahora Reunidos en una Dieta del Imperio en Spires,

Una Exhortación Humilde

Para Emprender Seriamente

la Tarea de

Restaurar la Iglesia

Presentado en el Nombre de Todos los

Que Desean que Cristo Reine

Augusto Emperador:

Ha convocado esta dieta, para que, en unanimidad con los Príncipes más ilustres y otras órdenes del Imperio, puedan determinar ampliamente y decidir sobre los medios para mejorar la condición presente de la Iglesia, que todos vemos que se halla en un estado tan miserable y desmoralizado. Ahora, por lo tanto, mientras que os halláis sentados en esta reunión, ruego humildemente y suplico, primero a vuestra Cesárea Majestad, y al mismo tiempo también a vosotros, ilustrísimos Príncipes y personajes distintivos, que no rehuséis leer, y que reflexionéis diligentemente lo que os presento. La magnitud y el peso de la causa pueden infundir deseo en vosotros para oír. Por tanto, pondré el asunto de la manera más sencilla ante vuestra consideración, de modo que no tengáis dificultad para determinar qué curso tomar.

Quienquiera que yo sea, he aquí imploro la defensa a favor de la sana doctrina y de la Iglesia. Con esta designación (sin importar los resultados) espero que no me negaréis audiencia hasta que el tiempo compruebe si usurpo falsamente, o si cumplo fielmente los deberes de lo que profeso. Pero aunque yo me sienta insuficiente para tan gran tarea, no me siento atemorizado en absoluto en que (después de que hayáis oído la naturaleza de mi oficio) seré acusado ya sea de locura o presunción por haberme aventurado en presentarme así ante vosotros. Hay dos circunstancias por las cuales los hombres por costumbre son recomendados, o por lo menos para justificar su conducta. Si una cosa es hecha honestamente y con un celo piadoso, lo tenemos digno de elogio; si se hace bajo la urgencia de una necesidad pública, por lo menos lo tenemos digno de disculpa. Ya que estas dos cosas se aplican aquí, confío en vuestra equidad, que obtendré fácilmente vuestra aprobación de mi objetivo. Pues ¿en dónde puedo yo ocuparme a mejor propósito (o más honestamente, dónde, también, en un asunto en este momento tan muy necesario) que procurar, según mi habilidad, socorrer la Iglesia de Cristo, cuyos reclamos es ilegítimo en cualquier caso negar, y que ahora se halla en amargas penas y en los más grandes peligros?

Pero no hay necesidad para una introducción larga con respecto a mí mismo. Recibid lo que digo como lo haríais si fuese pronunciado por la voz unida de todos los que, o ya han tomado el cuidado de restaurar la Iglesia, o que desean que sea restaurada a un orden verdadero. En esta situación hay varios príncipes de la clase no más humilde, y no unas pocas comunidades distintivas. A favor de todos estos hablo, aunque como un individuo—y sin embargo ellos con una boca hablan por mí más sincera que directamente. A éstos añado la innumerable multitud de hombres piadosos, que dispersos sobre las varias regiones del mundo cristiano, aun están de acuerdo unánimemente conmigo en estas súplicas. En resumen, considerad esto como la petición común de todos los que así lamentan con gran seriedad la corrupción presente de la Iglesia, que no pueden soportarlo más, y que están determinados en no descansar hasta que vean alguna enmienda. Estoy consciente de los nombres odiosos con que somos señalados; pero, entre tanto, cualquiera que sea el nombre por el que se considere apropiado designarnos, atended a nuestra causa, y después de que hayáis oído, juzgad del lugar que nos corresponde tener.

Primero, entonces, la pregunta no es si la Iglesia trabaja bajo enfermedades graves y numerosas (esto es admitido aún por cualquier juez moderado), sino si las enfermedades son de un tipo de curación que ya no admite ser más demorada, y en cuanto a que, por consiguiente, no es útil ni apropiado aguardar resultados de remedios lentos. Se nos acusa de innovaciones precipitadas e impías, por habernos aventurado a proponer por lo menos algún cambio en el estado anterior de la Iglesia. ¡Qué! ¿Incluso si no haya sido hecho sin causa o imperfectamente? Oigo que hay personas que, aún en este caso, no vacilan en condenarnos; su opinión es que ciertamente teníamos razón en desear cambios, pero no razón en procurarlos. De tales personas, todo lo que les preguntaría por ahora es, que por un momento suspendan su juicio hasta que yo haya mostrado de los hechos que en nada nos hemos precipitado—no hemos procurado nada temerariamente, nada ajeno a nuestro deber—de hecho, nada hemos emprendido hasta vernos obligados por la más suprema necesidad. Para demostrar esto, es necesario atender a los asuntos en debate.

Mantenemos, entonces, que en el principio—cuando Dios levantó a Lutero y a otros, quienes nos extendieron una antorcha para alumbrarnos en el camino de la salvación, y quienes, por su ministerio, fundaron y levantaron nuestras iglesias—aquellos puntos principales de doctrina en que la verdad de nuestra religión (puntos en que la adoración pura y legítima de Dios, y puntos en que la salvación de hombres se resumen) habían sido casi destruidos. Mantenemos que el uso de los sacramentos fue en muchos sentidos pervertido y contaminado. Y mantenemos que el gobierno de la Iglesia fue convertido en una especie de la más asquerosa e insufrible tiranía. Pero, quizás estas afirmaciones no tienen fuerza suficiente para mover a ciertos individuos hasta que les sean mejor explicados. Esto, por tanto, haré, no como el asunto lo requiere, pero sí en cuanto mi habilidad me lo permita. Aquí, sin embargo, mi intención no es repasar ni discutir todas nuestras controversias. Eso demandaría un discurso largo, y este no es el lugar para ello. Deseo sólo mostrar cuán justas y necesarias fueron las causas que nos forzaron a los cambios por los que se nos acusa. Para lograr esto, debo abordar los tres puntos siguientes.

Primero, debo enumerar brevemente los males que nos obligaron a buscar remedios.

Segundo, debo demostrar que los remedios particulares que nuestros reformadores emplearon fueron apropiados y provechosos.

Tercero , debo aclarar que ya no podíamos demorar para poner manos a la obra, puesto que el asunto demandaba cambios inmediatos.

Sección I
Los Males que nos Obligan a Buscar Remedios

En el primer punto—lo menciono solamente para abrir el camino a los otros dos—intentaré en pocas palabras quitar la grave acusación de sedición audaz y sacrílega, fundada en las alegaciones que con precipitación desconsiderada hemos usurpado un oficio que no nos corresponde. A esto le dedicaré mayor atención.

Si se pregunta, entonces, por qué cosas principalmente la religión cristiana tiene una existencia firme entre nosotros, y mantiene su verdad, se verá que las siguientes dos no sólo ocupan el lugar principal, sino que encierran bajo ellas todas las demás partes, y consecuentemente la sustancia entera del cristianismo: a saber, un conocimiento, primero, del modo en el que Dios debe ser adorado apropiadamente; y, en segundo lugar, el origen de dónde se obtiene nuestra salvación. Cuando estas cosas no se consideran, aunque nos gloriemos con el nombre de cristianos, nuestra profesión es hueca y vana. Después de esto vienen los sacramentos y el gobierno de la Iglesia, siendo instituidos para conservar estas ramas de doctrina, los cuales no deberían ser empleados para cualquier otro propósito; y, verdaderamente, los únicos medios para averiguar si son o no administrados rectamente y en la debida forma, es traerlos a esta prueba. Si alguno desea una ilustración más clara y sencilla, yo diría, que el gobierno en la Iglesia, en el oficio pastoral, y en todos los demás asuntos de orden [administración], se asemejan al cuerpo humano, mientras que la doctrina que prescribe la adoración apropiada de Dios y que señala el fundamento en que las conciencias de los hombres deben basar su esperanza de salvación, es el alma que da impulso al cuerpo, le imparte vida y movimiento, y en resumen, no lo hace un cadáver muerto e inútil.

En cuanto a lo que he dicho, no hay controversia entre los piadosos ni entre hombres de un entendimiento recto y sano.

La Verdadera Adoración

Veamos ahora a qué nos referimos por el culto legítimo de Dios. Su fundamento principal es reconocerlo como Él es: la única fuente de toda virtud, justicia, santidad, sabiduría, verdad, poder, bondad, misericordia, vida y salvación; de acuerdo con esto, el atribuirle y rendirle la gloria de todo lo que es bueno, buscar todas las cosas sólo en Él, y en cada necesidad recurrir a Él solamente. De aquí nace la oración, de aquí la alabanza y la acción de gracias, que son las pruebas de la gloria que le atribuimos. Esto es aquella santificación genuina de Su nombre que Él requiere de nosotros por encima de todas las cosas. A esto se le une la adoración, por la cual le manifestamos la reverencia debida a su grandeza y excelencia; y a esta adoración las ceremonias le están subordinadas, como ayudas o instrumentos, para que, en el desempeño del culto divino, el cuerpo pueda ejercitarse al mismo tiempo con el alma. Después de esto viene la renuncia propia de uno mismo, cuando (renunciando al mundo y la carne) somos transformados por medio de la renovación de nuestro entendimiento: y ya no vivimos más para nosotros mismos, sino que nos sometemos para ser gobernados y movidos por Él. Por esta renuncia propia de uno mismo se nos instruye a la obediencia y lealtad a Su voluntad, para que Su temor reine en nuestros corazones y regule todas las acciones de nuestras vidas.

Que en estas cosas consiste la adoración verdadera y sincera que Dios solo aprueba y en la que Él sólo se agrada, lo enseña el Espíritu Santo a través de las Escrituras, y es además—antes de comenzar cualquier discusión—el fundamento más indicado de la piedad. Tampoco ha existido desde del principio otra manera de adorar a Dios; la única diferencia es que esta verdad espiritual (que con nosotros es manifiesta y sencilla) estuvo bajo el Antiguo Pacto envuelta en figuras. Y este es el significado de las palabras de nuestro Salvador, «Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad,» (Juan 4:23). Porque con estas palabras Él no estaba negando que la adoración de los patriarcas era espiritual, sino sólo quería indicar una distinción en la forma externa: quiere decir, que mientras lo que el Espíritu anunciaba de antemano por medio de muchas figuras, nosotros lo tenemos en una manera clara. Pero siempre se ha reconocido, que Dios, que es Espíritu, debe ser adorado en espíritu y en verdad.

Además, la regla que distingue entre una adoración pura y una adoración corrupta se aplica universalmente, a fin de que no adoptemos ningún artificio o invención que nos parezca apropiada, sino atender a los mandatos de Aquel que solo tiene derecho en prescribir. Por lo tanto, si queremos que Él apruebe nuestra adoración, esta regla (que Él impone por todas partes con una máxima seriedad) debe guardarse con gran diligencia. Porque hay dos razones por las que el Señor—al condenar y prohibir toda adoración falsa—requiere de nosotros al prestar obediencia a Su propia voz solamente. Primero, esto establece en gran manera Su autoridad para que no sigamos nuestro propio gusto, sino que dependamos enteramente de Su soberanía; y, en segundo lugar, tal es nuestra necedad, que cuando se nos deja en libertad, todo lo que podemos hacer es extraviarnos. Luego, una vez que nos hemos apartado del sendero correcto, no hay fin a nuestros desvaríos y enredos, hasta que nos hallamos sepultados bajo una multitud de supersticiones. Por lo tanto, el Señor de una manera justa para afirmar Su derecho total de dominio, impone estrictamente lo que Él quiere que hagamos, y rechacemos inmediatamente todo artificio o invención humana que están en desacuerdo con Su mandato. También, de una manera justa, Él, en términos claros, define nuestros límites para que no—al fabricar maneras perversas de adoración—no provoquemos Su ira contra nosotros.

Sé cuán difícil es persuadir al mundo que Dios desaprueba toda manera de adoración que Él no ha establecido explícitamente en Su Palabra. Antes bien, la posición contraria que se apega a invenciones humanas (que están arraigadas, como si fuese, en sus mismos huesos y médula) es que cualquier cosa que ellos hacen, tienen ellos en sí mismos autoridad suficiente, siempre y cuando exhiban algún tipo de celo a favor del honor de Dios. Pero como Dios no sólo considera como inútil, sino que también abomina abiertamente cualquier cosa que se hace por un celo a Su adoración si está en desacuerdo con su mandato, ¿qué ganamos haciendo lo contrario? Las palabras de Dios son claras y manifiestas, «Obedecer es mejor que sacrificios». «Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres.» (1 Sam. 15:22; Mat. 15:9). Cada añadidura a Su Palabra, especialmente en este asunto, es una mentira. Un simple «culto voluntario» (εθελοθρησκεια4) (Col. 2:18) es vanidad. Tal es la decisión que el Juez Divino ha pronunciado, y una vez que lo ha determinado, ya no queda lugar para debatir.

¿Se inclinará ahora vuestra Cesárea Majestad a reconocer, y vosotros ilustrísimos Príncipes me concederéis vuestra atención, mientras muestro cuán en total desacuerdo con este principio están todas las prácticas que a través del mundo cristiano hoy en día se tienen como culto divino? En palabras, ciertamente, ellos le conceden a Dios la gloria de todo lo que es bueno; pero, en los hechos le despojan la mitad, o más de la mitad de Sus perfecciones [atributos] al dividirlas entre los santos. No importa qué clase de maquinaciones nuestros adversarios empleen, y no importa cuánto nos difamen por exagerar lo que ellos alegan que son simple errores triviales, yo indicaré simplemente el hecho como todo hombre lo apercibe. Los oficios divinos son distribuidos entre los santos como si éstos hubieran sido designados los colegas del Dios supremo, y, en una multitud de casos, ellos son puestos para hacer Su trabajo, mientras que Él es arrinconado. De lo que yo me quejo es simplemente lo que todo el mundo tiene como común refrán. Porque ¿qué significa decir, «el Señor no puede ser conocido antes que los apóstoles» sino que por la distancia a la cual los apóstoles son elevados, la dignidad de Cristo es rebajada, o es oscurecida por lo menos? El resultado de esta perversidad es que el hombre, abandonando la fuente de aguas vivas, ha aprendido, como Jeremías nos dice, a cavar «cisternas, cisternas rotas, que no retienen agua» (Jer. 2:13). Porque, ¿en dónde buscan ellos la salvación y todo otro bien? ¿Sólo en Dios? El curso entero de su vidas proclama abiertamente lo contrario. Ellos afirman, ciertamente, que buscan la salvación y todo otro bien en Dios; pero es un falso pretexto ya que lo buscan en otra parte.

De este hecho tenemos pruebas claras en las corrupciones por las cuales la oración fue corrompida al principio, y después en gran medida pervertida y extinguida. Hemos observado que la oración proporciona una prueba de si el que ora rinde o no la gloria debida a Dios. De igual manera, esto nos permitirá descubrir si, después de arrebatarle de Su gloria, la transfieren a las criaturas. En la oración genuina, se requiere algo más que un simple ruego. El que ora debe tener la certeza que Dios es el único a quien él puede acudir, tanto porque sólo Él puede ayudarlo en su necesidad como también porque Él ha prometido hacerlo. Pero ningún hombre puede tener esta convicción a menos que se apegue al mandato por el que Dios nos llama a Él mismo, y a la promesa (que está unida al mandato) de que Él escucha nuestras oraciones. El mandato no fue así considerado cuando los hombres invocaban a los ángeles y a los muertos juntamente con Dios. Y los más sabios—si no los invocaban en el lugar de Dios—por lo menos los consideraban como mediadores, en cuya intercesión Dios les otorgaba sus peticiones.

¿Dónde estaba, pues, la promesa que se fundamenta enteramente en la intercesión de Cristo? Ignorando a Cristo, el único Mediador, cada uno se volvió a su santo patrón que le había despertado su extravío; o si en algún tiempo se le dio un lugar a Cristo, fue uno en que Él permaneció desapercibido como algún individuo ordinario entre una multitud. Entonces, aunque no hay nada más repugnante a la naturaleza de la oración genuina que la duda y la desconfianza, así estas cosas prevalecieron, tanto que casi eran consideradas como necesarias para orar bien. Y ¿por qué fue esto? Simplemente porque el mundo no entendió las declaraciones en las que Dios nos invita a hablar con Él, y en las que se compromete hacer todo lo que pidamos en una dependencia de Su mandato y promesa, y nos presenta a Cristo como el Abogado en cuyo nombre nuestras oraciones son oídas. Además, examínense las oraciones públicas que se hacen comúnmente en las iglesias. Se hallará que están manchadas con impurezas innumerables. De ellas, por consiguiente, tenemos el poder para juzgar cuánto de esta parte del culto divino ha sido contaminado. Tampoco había menos corrupción en las expresiones de la acción de gracias. Este hecho es confirmado por los cantos públicos, en los cuales los santos son alabados por cada bendición, como si ellos fuesen compañeros de Dios.

Y ahora, ¿qué diré de la adoración? ¿Acaso los hombres no rinden a las imágenes y estatuas la mismísima reverencia que le rinden a Dios? Es un error suponer que hay alguna diferencia entre esta locura y la de los paganos. Pues Dios nos prohíbe no sólo adorar imágenes, sino también el considerarlas como habitación de Su divinidad y adorarlas pensando que habita en ellas. Los mismísimos pretextos que los patrocinadores de esta abominación emplean hoy en día, fueron empleados anteriormente por los paganos para encubrir su impiedad. Además, no se puede negar que los santos—aún hasta sus mismos huesos, prendas de vestir, zapatos, e imágenes—son adorados incluso hasta en el lugar mismo de Dios.

Pero algún disputador sutil se opondrá diciendo que hay varios tipos de adoración—que el honor de dulia [veneración], como la llaman, se le da a los santos, a sus imágenes, y a sus huesos; y que latria [adoración] se reserva para Dios como a Él sólo se le debe, a menos que hagamos una excepción al término hyperdulia [alta veneración], algo que conforme al entontecimiento aumentaba, fue inventado para elevar a la virgen María por encima de los demás. Como si estas distinciones sutiles fuesen conocidas o estuviesen presentes en las mentes de los que se postran a sí mismos ante imágenes. Mientras tanto, el mundo está repleto de idolatría no menos enorme, y si se me permite afirmar, no menos capaz de ser sentida de lo que fue la idolatría antigua de los egipcios, la cual todos los profetas por doquiera condenan severamente.

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