Czytaj książkę: «Padre Pío»

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Fray Josep María Segarra

Padre Pío

Testigo de la misericordia


Al Grupo de Oración del Padre Pío

«La Inmaculada Concepción»

del convento de franciscanos capuchinos

de Palma de Mallorca, y en especial,

a Esperanza Vaquer Vidal, quien ha traducido

este trabajo del catalán al castellano. Gracias

por vuestra fidelidad al Padre Pío.

Presentación

Estimado lector:

Cuando el peregrino llega a la Iglesia de San Pío (San Giovanni Rotondo) para venerar el cuerpo del Padre Pío, recorre un amplio y largo pasillo, un pasillo de luz, construido con materiales nobles, en el que, en ambos lados, se representa la vida, obra y espiritualidad de san Francisco de Asís (a la izquierda) y de Padre Pío (a la derecha). En este libro encontrarás la misma semblanza que en San Giovanni se expresa a través de unos grandes y bonitos mosaicos, porque te mostrará la vida y obra de nuestro querido Padre Pío, a la luz de san Francisco de Asís.

El padre Josep Maria Segarra traza con unas íntimas pinceladas la historia y biografía de Padre Pío, desde su infancia en Pietrelcina y su llamada a la vocación religiosa, hasta la culminación de sus grandes obras como la Casa Sollievo della Sofferenza y los Grupos de Oración.

La historia de Padre Pío, su Eucaristía redentora, la transverberación, la estigmatización, el discernimiento de conciencias de los penitentes, la ciega obediencia a su querida madre Iglesia, a pesar de su incomprensión durante largos años, son dibujados por el padre Josep Maria, con un lenguaje sencillo, profundo y didáctico.

Tienes en tus manos un libro escrito con amor, en el que el autor, vuelca su corazón franciscano para dar a conocer la vida del santo más importante del siglo XX y probablemente, uno de los más relevantes de la historia de la Iglesia.

Antonio Coll, Grupo de oración del Padre Pío

«La Inmaculada Concepción»

de Palma de Mallorca.

Prólogo

El Jubileo de la misericordia

Con la convocatoria del Jubileo extraordinario de la Misericordia, el papa Francisco ha querido invitarnos a entrar en el misterio mismo del Amor de Dios, a experimentar este Amor y abrir las puertas de la Iglesia y de nuestro corazón a los marcados por el sufrimiento y el dolor. El Año de la Misericordia,coincide con el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II. Ya en el discurso de apertura, Juan XXIII, el papa franciscano, proponía a los padres conciliares, y con ellos a toda la Iglesia, emplear la medicina de la misericordia, y Pablo VI resumía el mensaje conciliar con la parábola del buen samaritano. Creo que en la intención del papa Francisco, esta convocatoria pretende transformar la imagen de Dios, que, incomprensiblemente, todavía perdura entre muchos creyentes, y descubrir el rostro misericordioso de un Padre que es la Misericordia misma. La Misericordia es lo que mejor expresa su esencia divina.

El año jubilar se inauguró solemnemente el 8 de diciembre de 2015, fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y se cerrará, Dios mediante, el 21 de noviembre de 2016, Domingo de Cristo Rey. Y como referentes de misericordia, el papa Francisco ha propuesto a la Iglesia dos hijos de san Francisco, dos frailes capuchinos que consagraron su vida al ministerio de la reconciliación, dos artífices de misericordia: san Leopoldo de Castelnuovo y san Pío de Pietrelcina. El primero nació en Montenegro (antigua Yugoslavia) el año 1866, y falleció en Padua, donde había pasado prácticamente toda su vida, en 1942. Fue conocido como «El mártir del confesionario». Se dice de él que incluso se le llegó a prohibir confesar durante un tiempo, porque era demasiado comprensivo y tolerante.

El Padre Pío nació en Pietrelcina, pueblecito del sur de Italia, en 1887, y falleció en San Giovanni Rotondo en 1968. Hermanos de Orden y contemporáneos, los confesionarios de los dos capuchinos fueron espacios privilegiados de encuentro con el Dios de la misericordia, donde miles de cristianos sintieron la experiencia de sentirse acogidos y amados.

La primera noticia sobre el P. Pío de Pietrelcina aparece en el periódico romano «Il giornale d’Italia», el 9 de mayo de 1919, en un breve artículo titulado: «Los milagros de un capuchino en San Giovanni Rotondo». El autor anónimo presenta «al humilde capuchino» como un «santo», venerado y amado por mucha gente a causa de su extraordinario celo sacerdotal, manifestado especialmente en la Celebración Eucarística y en el Sacramento de la Reconciliación, pero sobre todo, por sus estigmas. La sensacional noticia fue recogida por otros periódicos y revistas, y pronto se difundió por el resto de Italia y por el mundo entero. El pueblo creyente lo acogió con entusiasmo, y a partir del mes de mayo de 1919, el pequeño convento de San Giovanni Rotondo se vio invadido por una multitud de peregrinos y curiosos que fue aumentando día a día.

Desde aquel lejano 1919 hasta la muerte del fraile, acaecida el 23 de septiembre de 1968, el Padre Pío se convirtió en uno de los religiosos más populares de nuestro siglo, hasta llegar a ser, para muchos estudiosos de la espiritualidad, el exponente más significativo de la mística sacerdotal de nuestro tiempo.

El «fenómeno» del P. Pío muy pronto dio lugar a contradicción y escándalo. Por una parte, fue venerado como santo por las multitudes que acudían a escuchar su palabra y por otra, perseguido por la Iglesia y la Ciencia, que lo consideraban un farsante. Mientras que cardenales, obispos y sacerdotes se disputaban el honor de ayudarle en sus misas, altos prelados de la Curia Vaticana y otros de su propia Diócesis lo trataban como un enfermo mental. Incluso hubo algún papa que miró al pobre P. Pío con cierto recelo. Mientras el buen fraile exhortaba a las multitudes a mantenerse fieles a Jesús, gente sin escrúpulos manipulaba a los peregrinos en beneficio propio, casi siempre por interés económico. Se le retiraron las licencias para presidir el sacramento del Matrimonio. Más tarde y durante un período de dos años, se le prohibió celebrar la Eucaristía. Incluso, llegaron a colocar micrófonos ocultos en el confesionario. Muchas veces se sintió incomprendido por los mismos hermanos de la Orden, sin embargo, el P. Pío lo aceptó todo contemplando con Amor la Cruz del Señor.

A los funerales del P. Pío asistieron más de cien mil personas. En la Plaza de San Pedro no hubo espacio suficiente para acoger a todos los peregrinos que llegaron desde todas partes del mundo para asistir a su beatificación, el dos de mayo de 1999, y a la misa celebrada al día siguiente. Y lo mismo sucedió en su canonización, el 16 de junio del 2002, cuando los peregrinos pudieron seguir la ceremonia, además de en la Plaza de San Pedro, desde los espacios más amplios de la Ciudad Eterna.

Una beatificación y una canonización esperadas, por miles y miles de personas, con impaciencia y esperanza. Un proceso largo y conflictivo, interrumpido, con frecuencia, por las más altas esferas vaticanas. Aun así, el Sepulcro del buen hijo de san Francisco, el humilde capuchino, se ha convertido en el centro de espiritualidad más visitado de Europa, y el segundo del mundo cristiano, después de Nuestra Señora de Guadalupe, en México.

Esbozo biográfico. Así empezó todo...

El padre, Orazio Forgione, conocido en Pietrelcina como «Grazio, el campesino», provenía, al igual que su esposa, Maria Giuseppa di Nunzio, de una de las familias más humildes del país. Como solía pasar con la mayoría de los campesinos italianos de la época, ninguno de los dos sabía leer ni escribir. En el pueblecito de Pietrelcina, provincia de Benevento, la gente era muy pobre y tenía que sobrevivir con pocos recursos. La familia Forgione hacía todo cuanto estaba en sus manos para salir adelante, pero no había forma, una pequeña porción de tierra, la Pianna Romana, era su única garantía de su subsistencia. Cuando Francesco llegó al mundo, el 25 de mayo de 1887, ya le precedían siete hermanos. Sus padres, agradecidos, dan gracias a Dios, pero no pueden dejar de pensar que una boca más a alimentar empeorará la precaria economía familiar.

La modestísima casa de los Forgione (3 por 3 metros), donde nació el P. Pío se ha convertido en un santuario popular que aún hoy se puede visitar. Se conserva, como entrañable reliquia, la cuna, usada también por sus hermanos y posiblemente, por sus padres y abuelos, como era costumbre entre los campesinos de la época.

El emigrante decepcionado

El pobre Grazio no sabe qué hacer para sacar adelante a su familia. Un día recibe una carta de un amigo, que había emigrado a los Estados Unidos, en la que le recomienda que se reúna con él. «Aquí ganarás más dólares –le dice el amigo– que patatas recogerás en Pietrelcina». Grazio, confiando en las palabras de su amigo, parte hacia América y, al llegar a Brooklyn se encuentra con una realidad muy diferente a la que había soñado. No tarda en darse cuenta de que un italiano analfabeto en América únicamente puede conseguir un trabajo sucio, a la vez que experimentar una gran añoranza por su familia y su tierra. Por esta razón, solo permanece allí el tiempo suficiente para recaudar el dinero que necesita para comprar el billete de vuelta. Decepcionado, regresa a Pietrelcina. Pero, nuevamente, cruzó el Atlántico, esta vez con destino a Argentina, en donde trabajó como barrendero, agricultor, conductor de tranvías, y conserje de casas suntuosas. Padre Pío gustaba decir: «Mi Papá cruzó dos veces el océano para que yo pudiera ser fraile».

El pastorcillo piadoso

Francesco es bautizado en la antigua iglesia de Santa María de los Ángeles. De pequeño era muy llorón y puso a prueba los nervios de toda la familia, especialmente de Grazio, que ya no sabía qué hacer con el niño. A los seis años se dedica a hacer de pastorcito junto con su amigo Baldino, cuidando de las pocas cabras de que dispone su padre, y ya entonces su amigo cuenta cómo Francesco se pasa el día rezando, elaborando pequeñas cruces de madera y siempre con el rosario entre las manos. ¿Se trata de los primeros inicios de su vocación? Su madre piensa que sí y ya se lo imagina celebrando la santa Misa.

Un escolar con… ¿problemas de aprendizaje?

Los padres de Francesco están muy preocupados. En la escuela no aprende. Su primer maestro, Mandato Sagittario, se desespera. Más tarde, su maestro Domenico Tizzani –sacerdote secularizado– habla con su padre y le recomienda que envíe a Francesco a trabajar en el campo, porque no sirve para estudiar. No obstante, Francesco Forgione, no «era un burro», como le dijo Tizzani a Giuseppa, sino que no estudiaba porque quería salir de aquella casa. Tizzani, estaba secularizado y convivía con una mujer. Así lo relata en su vejez Libera Venturelli, amiga de los Forgione. Prueba de ello es que el niño continúa en la escuela, y finalmente con el maestro Angelo Caccavo, quien dijo de Francesco que era inteligente y tenía fuerza de voluntad, consigue el certificado de estudios elementales. Parece que las cosas cambian, y ya en el instituto de Morcone supera los exámenes de los dos cursos de escuela secundaria. Francesco aprende a tener más confianza en sí mismo.

El novicio capuchino

El 22 de agosto de 1903, a los quince años, viste el hábito de san Francisco en el convento noviciado de Morcone. Toma por nombre fray Pío de Pietrelcina.

Pero la salud le juega malas pasadas. Siempre ha sido un chico con una salud débil, atormentado por toda clase de enfermedades. Recibe la visita de infinidad de médicos y finalmente parecen ponerse de acuerdo con el diagnóstico: el joven religioso es tísico. Fray Pío apenas come, continuamente se ve aquejado por fuertes crisis con fiebres altísimas que le provocan sudores y temblores hasta la extenuación. Su extremada delgadez y la palidez de su rostro impresionan. El médico de la comunidad, Andrea Cardone, piensa que esta extraña enfermedad no es una tuberculosis y decide acompañar al joven a Nápoles, donde el célebre especialista, el profesor Castellino, le da la razón: «Cuando en 1903 visité por primera vez a Fray Pío, le realicé las pruebas sobre una posible tuberculosis y salieron todas negativas». Aunque es cierto que todos los síntomas que presentaba se correspondían con esta enfermedad: sudores nocturnos, tos seca y rostro pálido. Estaban desconcertados.

El convento de Morcone, donde la austeridad capuchina de entonces era observada fielmente, no parecía el lugar más adecuado para la curación de fray Pío, pero nunca se quejó de ello. Algún tiempo después, él mismo escribió: «Era necesaria una auténtica vocación para resistir todo aquello. La verdad es que yo nunca he dudado de mi vocación, pero, a veces, cuando la prueba era más dura, intentaba acordarme de mi madre y enseguida recobraba el coraje. Todavía recuerdo la primera visita de mis padres al noviciado. Me encaminé junto con el P. Maestro hacia el locutorio. En aquella época, los novicios tenían prohibición de hablar y alzar la mirada sin el permiso del Maestro». Cuando mis padres me vieron mirando fijamente al suelo y sin poder decir palabra, se asustaron y pensaron que me había vuelto loco. Y es que aún no había recibido el permiso...».

El estudiante enfermizo

Una vez transcurrido el año de noviciado, fray Pío profesa la regla de los frailes menores y es trasladado al convento de Santa Elia a Pianissi, donde permanece hasta 1906. Durante este curso estudiará primero de filosofía en San Marco La Catola. Regresa a Santa Elia a Pianissi, donde profesa solemnemente el 27 de enero de 1907. De allí es trasladado a San Marco in Lamis para estudiar teología. En diciembre de 1908 recibe las órdenes menores en la catedral de Benevento y es ordenado diácono por el obispo Paolo Schinosi. Pero las enfermedades persisten, hasta tal punto, que sus superiores deciden –hecho insólito entre los capuchinos de principios de siglo– otorgarle un permiso para que pase una temporada de reposo con su familia, en Pietrelcina. Finalmente, el 10 de agosto de 1910, en la catedral de Benevento, recibe la ordenación sacerdotal.

Un fraile «diferente»

En Pietrelcina, el P. Pío celebra unas misas larguísimas, pueden llegar a durar hasta cuatro horas. Los campesinos, por sus obligaciones con la tierra, no pueden asistir a sus misas y son las mujeres viejecitas las que comienzan a hablar del religioso como un fraile «diferente»: Se lo encuentran desmayado, a los pies del Altar, se comenta que entra en éxtasis frecuentes, que se pasa el día orando... Sin embargo, él no presta atención a estos comentarios.

Sus superiores confían en que, estando cerca de su familia, su salud mejorará, pero los días van pasando y las enfermedades se suceden sin tregua. No hay forma de encontrar solución. Finalmente, la temida tuberculosis se manifiesta y sorprendentemente desaparece al cabo de unos años. Sin embargo, él continúa enfermo. Sus superiores y compañeros se impacientan. Son incapaces de entender lo que está pasando. Cada vez que el fraile intenta reintegrarse a la vida fraterna, su salud empeora, hasta tal punto, que parece que su muerte es inminente. Vuelve a Pietrelcina y mejora. Esta situación, inconcebible en la vida de un religioso, da mucho que pensar a los superiores. Tal vez, no está llamado a la vida capuchina... Tal vez, sería mejor que pasara a sacerdote diocesano. Incluso llegaron a aconsejarle que solicitara la secularización. Pero el P. Pío quiere ser capuchino. Se dirige a san Francisco diciéndole: Padre mío, ¿no me quieres en tu familia?

El mes de abril de 1914 se somete a una revisión médica militar en el hospital de Nápoles, ¡la fiebre llega a los 48 grados! Los termómetros convencionales son incapaces de medirla. El 6 de diciembre de 1915 es destinado a cumplir el servicio militar en el personal sanitario del hospital militar de Nápoles, pero al encontrarse tan enfermo, le conceden un permiso de doce meses. Más tarde recibe la licencia definitiva. Su vida de soldado, en aquellos años de guerra, ha sido breve y dolorosa. Incluso llegan a tratarle de desertor, pues a causa de sus altísimas fiebres, un día llegó tarde a una de las revisiones periódicas: «¡Vete a morir a tu casa!» le dijeron.

San Giovanni Rotondo

El 16 de febrero de 1916 el padre Agostino de San Marco in Lamis fue a buscar al P. Pío a Pietrelcina. Después de permanecer unos meses en el convento de Foggia, el 22 de julio del mismo año lo destinan a San Giovanni Rotondo. San Giovanni sería la montaña elegida por Dios, el Calvario donde el capuchino estigmatizado se transfiguraría plenamente en «su» amado Jesús.

El pueblo se halla situado en la pequeña península del Gargano, célebre por el Santuario de San Miguel en el Monte Sant´Angelo. Cuando el P. Pío llega, San Giovanni Rotondo cuenta con unos mil habitantes, gente trabajadora y fuerte, pero sobre todo, humilde y capaz de luchar. El pueblo vive aislado del mundo, sin agua corriente ni electricidad, como tantos otros pueblos del sur de Italia. Cuando alguien enferma gravemente, es necesario trasladarlo al hospital de Foggia. El viaje es largo, interminable, por unos caminos que ni tan solo son carreteras secundarias. A dos kilómetros de la población, se levanta el pequeño convento de los capuchinos, a una altitud de 600 metros sobre el nivel del mar. El cenobio –uno de los primeros de la reforma franciscana de los capuchinos– es solitario y muy pobre, situado en un auténtico desierto. Solo, de vez en cuando, se escuchan los cencerros de las ovejas paciendo. La campana de la iglesia rompe el silencio del entorno, invitando a orar a los frailes y a los escasos pastores. Los pocos religiosos que componen la comunidad viven del triste huerto conventual y de algunos servicios ministeriales a las parroquias de los alrededores. En un ambiente como este, cuando todos se necesitan mutuamente, la gente no se dispersa ni se automargina. Este lugar le gusta mucho al P. Pío porque aquí encuentra soledad y ambiente idóneo para rezar. El pequeño convento se fundó en 1527. En los primeros tiempos de los capuchinos acogía a los frailes más apegados a la observancia estricta de la regla de los frailes menores.

Los frailes, en tiempos de Napoleón (1810), se vieron obligados a abandonar el convento. Poco después fue recuperado, pero en 1886 fueron, de nuevo, expulsados. No fue hasta 1906 cuando los capuchinos lo recuperan definitivamente. En este convento había vivido el célebre san Camilo de Lellis, fundador de los Ministros de los Enfermos.

La pequeña iglesia conventual, dedicada a Santa María de las Gracias, atrae al joven capuchino debido a su gran amor por la Virgen Santísima, madre de Dios.

Dos años después de la llegada del P. Pío, todo había cambiado. Gente de toda condición acudía a San Giovanni atraída por el «fraile estigmatizado». Con el paso del tiempo llegará a convertirse en uno de los santuarios más frecuentados del mundo cristiano.

La transverberación

Ocurrió el 5 de agosto de 1918, y duró todo el día siguiente. Estaba Padre Pío confesando a un seminarista, cuando de pronto vio delante de él un personaje celestial, que tenía en la mano una lanza con una punta muy afilada de la que surgía una llama de fuego. El personaje celestial arrojó con gran fuerza sobre su costado derecho dicha lanza, y Padre Pío se sintió morir de dolor. Aquel dardo de fuego le hirió de muerte: parecía –decía– que le arrancaban las entrañas. «Desde aquel día –decía Padre Pío– estoy herido de muerte». Así, aproximadamente un mes antes de recibir los estigmas, Padre Pío recibió esta llaga de amor, que ya nunca más le abandonaría.

Los estigmas

«Permaneced tranquilos, esto no es obra del demonio». Este ha sido el único comentario público del P. Pío en relación a sus estigmas «visibles». La historia de los estigmas visibles empieza el 20 de septiembre de 1918, porque ocho años antes, Padre Pío, había recibido ya los estigmas en su Pianna Romana, pero, turbado y desconcertado, fue corriendo a contárselo al párroco, Salvatore Panullo, con quien imploró a Jesús que desaparecieran, al menos de modo visible, y así le fue concedido aunque ya nunca más se separaría del dolor de los estigmas, no se mostraban a los ojos de los demás.

El mejor testimonio lo constituye la carta del fraile a su confesor, fray Benedetto de San Marco in Lamis: «¿Qué os puedo contar sobre mi crucifixión? ¡Dios mío! ¡Cuánta confusión y cuánta humillación experimento! Era la mañana del día 20 del mes pasado. Después de la misa, mientras me hallaba en el coro rezando, sentí un gran reposo, parecido a un sueño muy dulce... Un silencio absoluto me envolvía y sentía una paz inmensa... Todo sucedió en un instante. Me encontré delante de un Personaje Misterioso, parecido al del 5 de agosto, con la única diferencia de que tenía las manos, los pies y el costado ensangrentados. Su visión me aterraba. Lo que en estos momentos sentí, no lo podría explicar. Habría muerto si el Señor no me hubiera sostenido, pues notaba cómo el corazón me salía del pecho. La visión del Personaje desapareció y me dejó con las manos, los pies y el costado perforados y llenos de sangre. Podéis imaginar mi estado en aquellos momentos; cada día, sobre todo de jueves a domingo de todas las semanas, la herida del costado sangra más que de costumbre».

La escena tiene lugar en el Coro de la Iglesia de Santa María de las Gracias. Padre Pío, se la relata del siguiente modo a don José Orlando, vecino de Pietrelcina: «Me encontraba en el coro dando gracias después de la misa y sentí que poco a poco era llevado a una suavidad siempre creciente que me hacía gozar mientras oraba; aún más, cuanto más oraba mayor era el gozo. En un determinado momento me hirió la vista una gran luz y en medio de tanta luz se me apareció Cristo llagado. No me dijo nada, desapareció. Cuando me di cuenta, me encontré en el suelo, llagado. Las manos, los pies y el costado sangraban y me causaban un dolor tal que no tenía fuerzas para levantarme. A rastras me trasladé del coro a la celda, recorriendo un largo corredor. Los padres estaban todos fuera del convento, me metí en la cama y recé para volver a ver a Jesús; pero después entré dentro de mí mismo, miré mis llagas y lloré, derritiéndome en himnos de acción de gracias y de petición».

La noticia corre de boca en boca, a pesar de que se intenta mantener en secreto. Muy pronto, San Giovanni Rotondo se convierte en el centro de grandes manifestaciones religiosas, donde la fe, la esperanza y la devoción se mezclan con curiosos y oportunistas. La leyenda del P. Pío acaba de comenzar. La Iglesia se muestra cautelosa, empiezan las investigaciones.

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