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El desafío de Josefina consistía en cartografiar los pasos de corte, radicales por su velocidad y extrañeza. En sus postulados, vibran el sinceramiento de cierto hartazgo personal y la búsqueda de una autenticidad renacida y juvenil, como cuando se pregunta si habrá novelas antinacionales en la literatura argentina que no hemos sabido leer, por simple desatención o comodidad. En esa breve biblioteca, podríamos incluir hoy algunos libros disidentes, entre ellos, Oración, de María Moreno, Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, y La dificultad, de Tomás Abraham.

“Hoy vivimos una transformación de la experiencia del tiempo”, escribe al comienzo del libro. En su diario del sabático, en una entrada de noviembre, la descripción de esa nueva textura temporal, cuando “los días se superponen, las mañanas y las noches se fusionan y los órdenes temporales de las ficciones se fracturan en miles de imágenes y palabras en movimiento que entran en conexiones múltiples con otras miles de imágenes en todo tipo de espectáculos y acontecimientos públicos del 2000 en Buenos Aires”. Con los años, no me cabe duda de que Josefina intuyó el paisaje viral; este se desencadenaría con la masificación del smartphone. Por empezar, por primera vez para la humanidad, la ubicuidad se ha materializado, de modo que la palabra aquí, el aquí del título, el que anclaba la palabra, se ha vuelto un dato móvil.

Es por eso también que el libro tuvo lecturas defensivas, bajo el signo de las literaturas nacionales amenazadas –el aquí como ancla de la voz y los relatos–. Reproches particulares despertó el empleo recurrente del prefijo post, para indicar ese tiempo inestable que sigue a la posmodernidad; como en todos los casos, el llamado postismo es empleado como fórmula subsidiaria de su original, para nombrar lo que aún no tiene nombre y está levando mientras se lo describe, tomado en su dimensión histórica pero ocurriendo en tiempo real.

El libro tuvo algunas críticas de tono muy ácido. Entre ellas, Miguel Dalmaroni, en Bazar Americano, objetó que sacara conclusiones generalizadoras a partir de una antología personal, poco representativa de la diversidad de las ficciones latinoamericanas; en otras palabras, por desestimar los respectivos panoramas nacionales, cuando estos son lo que la especulación busca liquidar. En 2010, el libro fue juzgado en algunos casos en el contexto de creciente polarización política. A la fecha de edición, faltaban todavía tres años para que la palabra grieta fuera pronunciada, y ella toma el concepto de “gran división” en buena medida de Andreas Huyssen y en relación con la memoria, incluso ligada al territorio. Pero se le reprochó no valorar positivamente la ola de cambios antiliberales en la región, exigiéndole, en otras palabras, un pronunciamiento político acerca del proceso chavista: lo regional se ha convertido en un asunto partidario. Josefina mantuvo su distancia de reserva, una posición neutra, en el sentido de convivencia que le da Barthes, que no queda anulado por la postautonomía. Nadie está obligado a opinar. Josefina Ludmer no necesitaba ser desenmascarada.

La lectura de Sandra Contreras, por el contrario, valoró aspectos del libro que, entendemos, son su motor: el rechazo visceral a sentir melancolía por una ficción que ya se encaminaba a dar un vuelco. (Cierto, melancólico era una palabra que Josefina empleaba con frecuencia y siempre en sentido peyorativo; al igual que antiguo o adorniano, en el sentido de apegado a la alta cultura, integraba su glosario de adjetivos lapidarios. También en esto hay un gesto de cruzar las generaciones). Otra sugerencia de Contreras fue uno de los aspectos deliciosos de la personalidad chinesca: la curiosidad a toda costa.

Josefina

Ludmer ejerció la perspectiva de género no solo en ensayos como “Las tretas del débil”, sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Al mismo tiempo, apreciaba sin reserva a sus maestros de la universidad, a Tulio Halperín Donghi y a Ramón Alcalde (con quien se casó y tuvo a su hijo). A veces reivindicaba haberlo aprendido todo de David Viñas, quizá el último caudillo intelectual argentino, a quien el feminismo hoy podría plantear severos pies de página. En sus memorias, La comedia literaria, el catedrático peruano Julio Ortega, quien tan cerca estuvo en sus años en Yale, la evocó “entrecerrando los ojos, con una sonrisa china, de distancia dramática y complicidad irónica. Desconfiaba de las mitologías de origen”.

Josefina portó ese apodo desde la infancia por su peculiar manera de achinar los ojos al reírse –y se reía muy a menudo y con malicia–. China, esa identidad ambigua, de doble faz, vernácula y global, ese orientalismo telúrico, a la vez tradicional y siempre en armas. Trabajó y maniobró en el interior de los complejos relatos patrióticos con un gesto de olímpica autarquía y, aun así, no sin cierto sesgo de sobreviviente, propio de una generación que llegó a inmolarse.

Me tienta evocarla en los años en que volvió a vivir en Buenos Aires, recordar el gesto chinesco, una mueca de los ojos, y releer al calor de su biografía las astucias de su imaginación crítica, que tomaba los riesgos y las aventuras interpretativas como la mejor razón para ejercerlas. Ante cada prefijo post, no puedo dejar de leer ese doble antes y después que significó su emigración a la detestada New Haven, “la ciudad más racista”, a su criterio, “con una de las tasas más altas de criminalidad en los Estados Unidos”, en eco de esos tonos antipatrióticos aplicado a la ciudad de acogida. Emigración condicionada y parcial, la suya, de la que volvía cada verano, hasta su regreso definitivo al país y a los afectos, que cultivaba con dedicación pero que nunca la gobernaban de manera incondicional.

El obsesivo postismo finalmente se revela como género de la despedida. En estos años de ausencia, la imagino sonriendo así ante esta intervención directa –tirando a táctica blitzkrieg– en las lecturas y debates, en el campo de batalla ampliado a la región, anticipándose a las condiciones de lectura que se impondrían por circuitos aún más serpenteantes.

Los deleites de la patria, a los que no era insensible, rara vez se le presentaban de un modo simple o directo. Prefirió el albedrío que le entregaba una idea de la globalización desde un ángulo emancipador. A las extorsiones y malversaciones del discurso nacional –me consta que la Guerra de Malvinas no la hizo vacilar ni por un minuto–, respondió con El género gauchesco, que tuve la fortuna de reseñar, y El cuerpo del delito, por el que tengo gran admiración. Distancia dramática y complicidad irónica.

China habría cumplido 80 años el 3 de mayo del año pasado. Ahora pienso en ella, no solo en este libro sino en el tiempo al que me llevan algunas imágenes compartidas en él. Este es el testimonio de un trabajo para quienes asistimos a sus grupos de estudio, durante la dictadura, y de una amistad decisiva para mí, de cuánto voy a seguir extrañando su conversación para siempre.

Observa sobre Letargo que le encanta también porque en la novela de Perla Suez encuentra la prehistoria familiar en Entre Ríos, en las colonias judías (“el pasado de mi madre y mi familia materna, los Nemirovsky”). Josefina no dejó manuscritos. Todo indica que eliminó sus apuntes para un proyecto de memorias, del que sobreviven solo un par de páginas con nombres y fechas, más destinadas a su hijo, Fernando Alcalde. El nacimiento del padre, Natalio, en Moisés Ville, el de su madre, Bertha Nemirovsky, nacida en Manchester y criada en Basavilbaso, y una instantánea de la infancia en su San Francisco natal, en Córdoba. Dicen esas notas: “Para mí San Francisco era una ciudad dividida por las vías, que eran un espacio grande que separaba los bulevares 25 de Mayo de un lado y 9 de Julio del otro. No sé si las vías que cortaban la ciudad eran también sociales. Para mí los dos escenarios de San Francisco eran esas vías del ferrocarril y la biblioteca, que decidió mi futuro”. Leo esto y la veo, como a tantos chicos, en esas ciudades de provincia tan parecidas entre sí, fuera del tiempo o, mejor, perpetuamente ancladas en el tiempo del Centenario, caminando por grandes avenidas despobladas que llevan nombres de fechas patrias y próceres, con los rituales y el culto a una nación que festejará para siempre la independencia, cuando la literatura estaba del lado de los relatos compartidos.

Alguna vez China me había contado que en su familia hubo una tía abuela novelista, muerta en Auschwitz. Mucho tiempo después, indagando en páginas de genealogías y árboles familiares, encontré que el padre de Irène Nemirovsky, León –cuya figura inspira al gran financista de David Golder, su primera novela publicada– era el hermano de Isaac, padre de Bertha Nemirovsky y abuelo materno de Josefina. En esa novela de iniciación, muy apreciada en la Francia de entreguerras, el padre es retratado como precursor y partero del capital financiero, el que se adelanta a los cataclismos europeos forzando la circulación de inversiones anónimas; hay allí una referencia a la parte de la familia que se ha ido a probar fortuna en unas colonias judías de Sudamérica. Al publicarse Suite francesa, cuando se conoció la historia completa de Irène Nemirovsky, llegué a mencionárselo. La respuesta de Josefina fue tajante y desdeñosa: “Sí, es esa misma; una escritora realista”. Josefina quería debérselo todo a sí misma y apenas un poco a la tradición judía y el culto argentino de las bibliotecas. En cualquier caso, solo a ese fragmento de las mitologías de origen.

MATILDE SÁNCHEZ

Buenos Aires, agosto de 2020

INTRODUCCIÓN

El nuevo mundo

Supongamos que el mundo ha cambiado y que estamos en otra etapa de la nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como testimonio, documental, memoria y ficción), necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que se lo dividía y diferenciaba. Esas formas nos ordenaban la realidad: definían identidades y fundaban políticas y guerras.

Este libro busca palabras y formas para ver y oír algo del nuevo mundo. Para especular, porque ¿cómo se podría pensar si no desde aquí, América latina?

Especular

Literalmente y en todos los sentidos. Como adjetivo (del latín speculãris) con el espejo y sus imágenes, dobles, simetrías, transparencias y reflejos.

Y especular como verbo (del latín speculãri): pensar y teorizar (con y sin base real, todo podría ser una pura especulación). Y a la vez maquinar y calcular ganancias. Tiene un sentido moral ambivalente.

En este libro especular sería pensar con imágenes y perseguir un fin secreto.

La ficción especulativa

La especulación es también un género literario. La ficción especulativa (un género moderno global, y en este momento latinoamericano, que hoy parece ser más fantasy que ciencia ficción) inventa un universo diferente del conocido y lo funda desde cero. También propone otro modo de conocimiento. No pretende ser verdadera ni falsa; se mueve en el como si, el imaginemos y el supongamos: en la concepción de una pura posibilidad. La especulación es utópica y despropiadora porque no solo concibe otro mundo y otro modo de conocimiento, sino que lo postula sin dinero ni propiedad (como en la Utopia primera de Tomás Moro, 1516). Por eso toma ideas de todas partes y se apropia de lo que le sirve. A esta expropiación la llama “extrapolación”, según las tradiciones del género.

El arte de la especulación consiste en dar una sintaxis a las ideas de otros y postular un aquí y ahora desde donde se usan.

Aquí América latina

Especular desde aquí América latina es tomar una posición específica y como prefijada, como un destino. Somos los que llegan tarde al banquete de la civilización (Alfonso Reyes, “Notas sobre la inteligencia americana”) y esta secundariedad implica necesariamente una posición estratégica crítica. No se puede no imaginar desde aquí algún tipo de resistencia y de negatividad; no se puede siempre perder.

La especulación en América latina, en la posición estratégica que le corresponde, parte de lo que nos toca a todos, de algo común que nos iguala en tanto seres humanos. Parte de principios generales, de articuladores, de nociones que recorren todas las divisiones: la creatividad del lenguaje, la imaginación, el tiempo y el espacio.

La imaginación pública

La especulación inventa un mundo diferente del conocido: un universo sin afueras, real virtual (la virtualidad es el elemento tecnológico), de imágenes y palabras, discursos y narraciones, que fluye en un movimiento perpetuo y efímero. Y en ese movimiento traza formas. Lo llama imaginación pública o fábrica de realidad: es todo lo que circula, el aire que se respira, la telaraña y el destino. La imaginación pública sería un trabajo social, anónimo y colectivo de construcción de realidad. Todos somos capaces de imaginar, todos somos creadores (como en el lenguaje igualitario y creativo de Chomsky) y ningún dueño. Así especula la especulación desde América latina.

En el lugar de lo público se borra la separación entre el imaginario individual y el social; la imaginación pública, en su movimiento, desprivatiza y cambia la experiencia privada. Lo público es lo que está afuera y adentro, como intimopúblico. En la especulación nada queda solo adentro: el secreto, la intimidad y la memoria se hacen públicas.

La imaginación pública fabrica realidad pero no tiene índice de realidad, ella misma no diferencia entre realidad y ficción. Su régimen es la realidadficción, su lógica el movimiento, la conectividad y la superposición, sobreimpresión y fusión de todo lo visto y oído. Esa fuerza creadora de realidad, la materia de la especulación, funciona según muchísimos regímenes de sentido y es ambivalente: puede darse vuelta o usarse en cualquier dirección.

Entrar por la literatura

La especulación entra en la fábrica de realidad por la literatura, por algunas narraciones de los últimos años aquí en América latina. La literatura misma es uno de los hilos de la imaginación pública y por lo tanto tiene su mismo régimen de realidad: la realidadficción.

Usar la literatura como lente, máquina, pantalla, mazo de tarot, vehículo y estaciones para poder ver algo de la fábrica de realidad, implica leer sin autores ni obras: la especulación es expropiadora. No lee literariamente (con categorías literarias como obra, autor, texto, estilo, escritura y sentido) sino a través de la literatura, en realidadficción y en ambivalencia. Usa la literatura para entrar en la fábrica de realidad.

Temporalidades y territorios

La especulación entra en la imaginación pública por los regímenes temporales y territoriales de las ficciones literarias latinoamericanas de los últimos años. Esas temporalidades y territorios son como los esqueletos de la fábrica de realidad.

Los tiempos y los espacios: palabras o instrumentos articuladores abstractosconcretos y afectivos que nos tocan a todos (que todos compartimos y que nos unen), que son íntimos y públicos y que recorren todas las divisiones, nos llevarían a la fábrica de realidad de la especulación. Por eso el viaje desde Aquí al mundo de la imaginación pública a través de la literatura latinoamericana se divide en dos partes, que son dos modos de la crítica y las dos partes de este libro: las temporalidades y los territorios.

El fin secreto de la especulación

El sentido de la especulación es la busca de algunas palabras y formas, modos de significar y regímenes de sentido, que nos dejen ver cómo funciona la fábrica de realidad para poder darla vuelta. ¡El fin secreto, la ganancia y el beneficio perseguidos por la especulación es dar la vuelta al mundo!

Porque la imaginación pública es un universo ambivalente sin afueras, el trabajo colectivo de fabricación de realidad podría ser al mismo tiempo su instrumento crítico.

I TEMPORALIDADES

IMAGINAR EL MUNDO COMO TIEMPO

¿Cómo especular desde “aquí, América latina”? ¿Qué palabras y formas usar para pensar o imaginar el nuevo mundo?

El punto de partida podría ser una palabra que sirva para todo, que nos afecte a todos y que atraviese todas las diferencias y divisiones nacionales, de clase, de raza, de sexo. Una palabra-idea que sea a la vez abstracta y concreta, individual y pública, subjetiva y social, epistemológica y afectiva. Por ejemplo, el tiempo.

El tiempo parece ser uno de esos universos simbólicos que niegan la separación entre lo social y lo individual y se mueven en la historia. Porque tiene la particularidad de que sus manifestaciones no solamente existen afuera, en el mundo exterior, sino que son a la vez rasgos estructurales del sujeto. El tiempo es un articulador que está en todas partes, recorre divisiones, pasa fronteras y hasta se aloja dentro de los cuerpos en forma de reloj biológico. Y nunca se detiene.

En realidad o en la realidad el tiempo no existe: es una forma imaginaria para pensar el movimiento. El movimiento intensivo del alma (todos los procesos de subjetivación y de intensificación son temporales), y también el movimiento del poder (el ritmo con que se miden y se ordenan las acciones constitutivas del poder). El tiempo sirve para establecer relaciones entre posiciones que se mueven constantemente. Y él mismo es el movimiento.

Imaginar el mundo como tiempo “aquí en América latina” para poder pensar las políticas del tiempo. Porque con el tiempo puedo diferenciar sociedades, culturas, historias, poderes, sujetos. Las culturas del tiempo o temporalidades son tiempo habitado e imaginado, diferentes en cada lugar: son diagramas y al mismo tiempo afectos. Cada una tiene su tiempo y por lo tanto su régimen histórico. Como cada cultura es una determinada experiencia del tiempo no es posible una nueva (un nuevo mundo) sin una transformación de esa experiencia.

El tiempo podría ser una de las palabras que estoy buscando para pensar (o hacer imagen: especular) este mundo. Y la razón es que hoy vivimos una transformación de la experiencia del tiempo. Y las nuevas experiencias históricas producen nuevos mundos.

Una nueva experiencia temporal e histórica

El tiempo cero

En los últimos años vivimos con Internet una nueva experiencia histórica global: el tiempo cero, la travesía del espacio en no tiempo, lo que se llama tiempo real. El resultado de la aniquilación temporal es la simultaneidad global, clave para los mercados financieros, que cambió la experiencia de la vida y la naturaleza del trabajo convirtiéndolo en trabajo inmaterial.

El tiempo cero reorganiza el mundo y la sociedad y produce todo tipo de fusiones y divisiones. Borra la diferencia entre “lejos” y “aquí”, y libera el tiempo de la subordinación a la idea de espacio. Por un lado fusiona los opuestos y hace porosas las fronteras entre tiempo privado y público, entre presente y futuro, y también entre ficción y realidad. Y por otro lado divide la sociedad, la raya en mil bandas y zonas de tiempo que se mueven en todas las direcciones. Cuanta más velocidad más desdiferenciación; cuanta más velocidad más división social; cuanta más velocidad más grande es la intensidad de la fragmentación. El tiempo cero divide la sociedad de otro modo porque el acceso a la instantaneidad es crucial en las nuevas divisiones sociales. Las diferentes tasas de aceleración engendran diferentes temporalidades que implican un nuevo tipo de desigualdad que aparece en todas las escalas (mundo, nación, ciudad). Las instituciones se sitúan en diferentes zonas del tiempo histórico, y hasta los componentes de una institución pueden estar en diferentes zonas temporales.

El tiempo cero, ese producto tecnológico, incluye experiencias instantáneas como el estallido, el accidente y el atentado: todos puntos sin tiempo o que cortan el tiempo. Y que son hoy universalmente buscados, tanto por los terroristas como por los artistas y los activistas contemporáneos.

El tiempo cero no solo implica una nueva experiencia histórica sino también otra división del poder y por lo tanto podría ser crucial para nuestro destino latinoamericano, definido por el tiempo según una historia del capitalismo.

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