Silvia

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Silvia

D.R. © Libros del Marqués, 2019.

D.R. © José Memún Zaga, 2019.

D.R. © Diseño interiores y forros, Textofilia S.C., 2019.

Libros deL Marqués

Limas No. 8, Int. 301

Col. Tlacoquemecatl del Valle,

Del. Benito Juárez, Ciudad de México. C.P. 03200

Tel. (52 55) 55 75 89 64

librosdelmarques@gmail.com

D.R. © Fotografía de portada: Ben de Biel, 2019. Sin título, 2011.

Primera edición.

ISBN Edición impresa: 978-607-8409-91-4

ISBN Edición digital: 978-607-8713-19-6

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores o el autor.

¿Cómo puedo saber de ti?

Sé que estás, pero no sé cómo.

Sé qué haces, pero no sé qué.

Sé que vives, pero no sé cómo.

Sé que sales, pero no sé a dónde.

Sé que ríes, pero no sé de qué.

Sé que sueñas, por no sé con qué.

Sé que lloras, pero no sé por qué.

Sé que sientes, pero no sé cómo.

Sé que amas, pero no sé a quién.

Sé que odias, pero no sé por qué.

Sé que hablas, pero no sé con quién.

Sé que vives, sientes, amas, lloras, ríes, sueñas, pero no conmigo.

¿Cómo puedo saber de ti? ¡Muero por saber!

ÍNDICE

Prólogo

Roma, 1999

PRIMERA PARTE

Tiempo

Niños

Manuel

Alex

Tres

Silvia

Invitación

Cita

Aventura

Verano, 1993

Volver

Adiós

Letras

Volando

Cómo irme sin mirar atrás

Cambio

Papá

Boda

Apuestas

Una caja de chocolates y un sobre blanco

Abre bien los ojos, no te dejes impresionar

SEGUNDA PARTE

Milenio

Verano, 2000

Yo soy la misma

Ahora vivo aquí

Ultimátum

Muerte

Sapienza

Una gran oportunidad

Roma, 2005

Sky is the limit

Sin palabras

Destino

Nosotros

Ya no te conozco

Tequila y perfume

Cena

Solos

El vacío de su departamento

Avión a Berlín

TERCERA PARTE

Promesa

España

Historias

Regreso, 2007

Despedida

Suerte

Decidió llamarla Alexis

Por ser feliz

Lo único perdurable

Las cartas sobre la mesa

CUARTA PARTE

Rutina

Revelación

Jorge

Alexis

PRÓLOGO

No llevaba ni tres horas allí. Traté de sacar el boleto de tren que, según yo, estaba en el bolsillo derecho de mi chamarra. Temblé cuando no lo encontré. Exploré un poco más; ahí estaba el maldito, burlándose de mí, al igual que el destino. Quise romperlo, pero me contuve; poco me faltó. Quería irme cuanto antes. Seguí corriendo y sentí como si el fuego persiguiera mi paso, impidiéndome volver la vista hacia ese destino que me había arrebatado el individuo que estaba con ella. Manuel no me había dicho nada sobre él… ¿Sabría algo?

Caminé por esas mugrosas calles empedradas. “Cualquiera tiene un día malo”, pensé. La neblina cubría el paisaje, corría un viento helado y una lluvia seca me molestaba la vista mientras me movía a toda velocidad de regreso a la estación. No quería que me viera. ¿Cómo explicarle que había atravesado medio planeta para verla? Me sentía solo y muy lejos de mi casa; traté de pasar por la garganta ese trago amargo. Pero, ¿cómo? Tantas ilusiones y planes. Es lo malo de los viajes largos; mucho tiempo para pensar, imaginar y revivir.

De verdad, mi mamá y sus malas ideas. ¿Qué necesidad había de exponerme a romper mi corazón? ¿Cómo no había imaginado que algo así podría suceder? Qué inocencia la mía. Debía olvidarme de una vez y para siempre de ella, dejarla ir.

Pero ahí estaba, en Oxford, persiguiendo a alguien que, por lo visto, se había olvidado de mí. Me fui con la firme idea de huir de ella y de todos. No quería saber de nadie.

Al regresar a Londres no me quedaría más alternativa que llamar a mi padre y confesarle lo que me había pasado. Me tragaría el orgullo y soportaría el “te lo dije” que perforaría mis oídos y quemaría mi alma. Aun así, sabía que sin su apoyo no podría llegar a ningún lado más que a su casa, con la cola entre las patas.

Venía el fin del milenio. En uno de esos días se acabaría el mundo y con él, mi sufrimiento. Esa idea me perturbó aún más; me vinieron a la cabeza varias reflexiones: la primera, y más grave, fue que no viviría ni treinta años. La segunda, que no tendría un hijo. La tercera, y más dolorosa, que ya nunca más estaría con ella. Luego se me ocurrió una última y trágica posibilidad perdida: no escribiría un libro. Ahora sí le daría gusto a la gente que nunca había creído que lo haría, y el que encabezaba ese grupo era precisamente al primero y al único que tenía que llamar.

Deambulé como fantasma, esperando que mi tren saliera. En mi cabeza, las ideas flotaban tratando de cobrar sentido todas al mismo tiempo para convertirse en una sola: fracaso. Así, los minutos eran horas y las horas, días. Miré hacia todos los lados; no había nadie. Me estremecí.

Llegué a Londres y salí huyendo de la estación con un único destino: el aeropuerto. De ahí llamaría.

Estuve parado frente al teléfono más de una hora sin el valor de hacerlo, golpeado, melancólico, con mucho miedo y, sobre todas las cosas, sin ganas de oír su voz autoritaria y tajante.

Ya lo había escuchado antes en ocasiones similares; y, en ese momento de melancolía, estaba seguro de que yo no sería muy receptivo. Además, un rompimiento con mi padre sería catastrófico; perdería esa base sólida llamada hogar.

 

Mi vida había sufrido un giro completo: lo que en casa me motivaba a vivir estaba en Oxford, pero ahora, estando allí, temía perder lo que tenía en casa. Algo bueno tendría que sacar de la estaca clavada en mi pecho.

Por primera vez en mi vida experimenté la verdadera indecisión, y esta vez no se trataba de trivialidades. ¿Qué camino tomaría? ¿Derecha o izquierda? Uno era la seguridad, mi casa y el cobijo familiar… pero el otro podría ser del doble de la apuesta que acababa de perder. Recuperar o seguir perdiendo. Todo aquello que por un lado me pesaba, por el otro era sumamente ligero. No llevaba bagaje, pesas o compromisos. Nada me detenía. Esa resortera inmensa que me jalaba de regreso se desvaneció; las cadenas resguardadas con candados se abrieron. Y así, súbitamente, el agua que me ahogaba se absorbió.

Era libre.

Aún conservaba el dinero y mi boleto de regreso; cambié mi destino. Empezaría de cero, lejos de ella y de todos.

ROMA, 1999

A mí.


Seguramente cuando esta carta llegue a su destino, el sentimiento de hastío que me impulsa a escribirla sea un recuerdo muy lejano y pequeño. Quiero pensar que todo pasará. Cabe la esperanza de que, al recibirla y leerla, yo haya adquirido forma y figura, un rostro claro y decidido. Que haya logrado encontrar mi mirada perdida y la dirección de mis pasos. Quiero ser muy claro: por si ya no lo recuerdas, estoy perdido y muy solo.

Tengo la ilusión de que no lo estaré siempre. Espero no defraudarte. Eres lo único que tengo… Espero también que la madurez te permita ser más estable, no tener tantas dudas y, por encima de todo, saber algunas de las respuestas a lo que ahora me pregunto. ¡No son muchas dudas! Pocas y muy puntuales, espero que las recuerdes.

Por favor no te desesperes si llegado el tiempo aún no lo logramos. Sigue adelante, y si esta te sirve, no dudes en escribir otra igual.

Te dejo por ahora; tengo que salir a buscar, estoy en un lugar nuevo. ¿Qué me espera? No lo sé. Pero tú ya lo sabrás.

Por siempre, yo.

Jorge.




PRIMERA PARTE

TIEMPO

—Detente un momento, tengo que recuperar el aliento, un poco de aire. Vamos a sentarnos; sí, aquí en la banqueta, no me importa. No puedo dar un paso más. Estoy agotado. Su entierro se llevó parte de mí. Tómame del brazo.

»Sólo era una pequeña molestia esporádica, qué rápido pasó a ser mortal. ¿Qué voy a hacer sin ella después de todos estos años? ¿Sabías que no toda su vida estuvo conmigo? Creo que nunca te lo he contado. Fue hace tanto... Entonces éramos unos niños, teníamos apenas 15 años. Joven e intrépido aguantaba lo que fuera, nunca me cansaba. Tenía una sensación de libertad en las venas, directa e intensa.

»¿Qué voy hacer solo y a mi edad? Aprovecha tu vida, ama intensamente y por ninguna circunstancia dejes ir lo que más quieres, aférrate como si de ello pendieras para no caer a un precipicio.

—Si quieres vamos a otro lugar, ahí me platicas.

—No, aquí estamos bien… Hay algo con las banquetas que me hace hablar. Además, no me recupero tan rápido.

—Hay tiempo.

—Espero que el mío sea suficiente.

NIÑOS

Tenía la vida por delante y muchos amigos, entre ellos Manuel y Alejandro. La vida nos había unido y nos había hecho inseparables. Recorríamos las calles, salíamos en nuestras bicicletas, platicábamos, nos reíamos todo el tiempo y jamás nos aburríamos.

Vivíamos en la misma colonia y nos reuníamos después de clases, siempre a la misma hora. Recuerdo que bajábamos por la avenida principal hasta llegar a la miscelánea, comprábamos todo lo que veíamos, por lo general pura basura. Hicimos millonaria a la señora que vendía los helicópteros que, al tirar de una cuerda, dizque volaban. Luego pasábamos horas sentados en la banqueta, platicando, soñando. Era una época en la que no avisábamos a dónde íbamos, sino que tan sólo gritábamos un “adiós”. Jugábamos en la calle sin que nadie nos cuidara. Éramos libres. Nos pasábamos las tardes viendo videos musicales en la televisión, añorando la ropa y los zapatos que los artistas usaban. No llegaban ni la moda ni las películas tan rápido; tardaban meses, y tener un dulce americano significaba tanto, que era más para guardarlo que para comérselo.

¡Qué año! Terminaba la década en la que habíamos crecido. Empezábamos a darnos cuenta de lo que pasaba en el mundo y entendimos palabras nuevas como “crisis”, “devaluación” y “quiebra”. Vimos dormir tranquilos a nuestros padres para amanecer y darse cuenta de que lo habían perdido todo. Bolsas de valores sucumbían y la moneda perdía su valor. Mi casa fue una de las afectadas, allí también cambió mi vida. Vi el semblante de mi papá esa mañana, cuando el noticiero vespertino mostraba un sinfín de números que desfilaban velozmente por la parte de abajo en la pantalla de la televisión.

Nos urgía ser mayores de edad o al menos parecerlo. No como ahora, que los mayores pretenden ser niños. Cuando era pequeño me prohibían tomar café porque me decían que me saldrían bigotes, y eso precisamente hizo que nos hiciéramos adictos al café, que en esa época era diferente; sólo había café americano, café con azúcar y café con crema. Y bueno, el bigote finalmente salió.

Nosotros sólo queríamos salir de noche, aunque la hora de llegada a casa fuera a las once, de modo que el cine de ocho a diez era la opción más intrépida. Obvio, no había tantos cines, así que íbamos al Plaza; una sala enorme que proyectaba sólo una película durante semanas. Junto al Plaza había una zona de videojuegos, que era el lugar en donde todo pasaba. Allí armábamos planes para ir a trasnochar a las discotecas, aunque nunca nos dieran permiso.

De cualquier forma, ninguno tenía coche. Imaginábamos cuál sería el primero que compraríamos y también a quién subiríamos en él para dar un paseo; quién sería nuestra novia. Soñábamos con escoger a la afortunada entre el repertorio de amigas de la escuela. Desde la más hasta la menos popular, todas tenían la posibilidad de ser la primera afortunada. Con las ventanas abajo y la música a todo volumen, presumiríamos ambas cosas pasando por la calle de moda, tal vez nos bajaríamos y seríamos admirados.

A falta de transporte, rentábamos películas. Caminábamos por los pasillos del centro de rentas y nos tardábamos más en decidir que lo que duraba la cinta. Lo más intrépido que hacíamos era ver la portada de alguna Playboy en el puesto de revistas: nunca me atreví a hojearlas y, además, las envolvían con un plástico tan grueso que, en caso de contingencia nuclear, estoy seguro de que serían lo único que se mantendría intacto. De todas maneras, engañar al puestero para abrirlas a escondidas era mucho riesgo.

Vivíamos en un mundo menos comunicado, pero hablábamos más. Entre señales, recados y correo; el teléfono era de uso exclusivo de madres y hermanas. Había sólo una línea por casa, lo que hacía imposible para nosotros usarla.

MANUEL

Manuel era mi mejor amigo. Un gran tipo de tez morena, pelo negro y ojos verdes. Un verdadero galán con encanto de príncipe europeo. Siempre pensé que él estaba en el lugar equivocado, como si en lugar de haber nacido en la cuna de una familia de clase media, hubiera sido arrebatado de alguna monarquía. Así era él: donde se paraba se hacía amar. Hablaba y la gente lo escuchaba. Dejaba huella con las mujeres; sólo le bastaba extender la mano y sacaba a bailar a la que quisiera, lo que era bueno para Alejandro, mi otro mejor amigo, y para mí, porque siempre estaban allí las amigas; ahí es donde entrábamos al quite.

Manuel era el más alto de los tres, lo que lo dejaba en una mejor posición para engañar al cadenero de la discoteca de moda con su verbo y seguridad, haciendo que nos dejara entrar. Muchas veces Manuel nos dejaba y atravesaba la puerta sin mirar atrás; al día siguiente nos lo contaba todo sobre ese mundo nocturno que para nosotros era místico; donde sucedían eventos de categoría suprema, de esos que cambian la vida de las personas; donde conocías a la mujer de tu vida o solamente tenías una aventura.

Alex y yo nos conformábamos con las tardeadas; las discotecas que sí abrían en la tarde y en donde dejaban entrar chaparros de quince años, no desarrollados, sin labia y sin una identificación falsa. De hecho, nunca falsificamos una, recuerdo las palabras de mi padre citando la ley: “la falsificación de documentos ofíciales se castiga con cinco años de cárcel”. “¡En la madre!”, pensaba yo, “perderme de mis quince a mis veinte en el bote, ni pensarlo”. Sabíamos que esos iban a ser nuestros mejores años, así que, entre tardeadas con refresco, siendo pubertos en vía de desarrollo, hicimos lo mejor que pudimos y nos dedicamos a conquistar a todas las que se dejaran. El que lograba sacar a bailar una chica era el gallo de esa noche, y ni hablar del que le plantara un beso; ese se convertía en el rey del fin de semana.

Manuel tenía grandes ambiciones. Su casa y cuna le quedaban chicas y quería conquistar el mundo. Era muy bueno para los números y era el que nos ayudaba en los exámenes de matemáticas. Manuel lo tenía todo desde niño. Su vida era una receta donde los ingredientes se habían combinado en su medida exacta; ni más ni menos. Fue un ser humano completo en todos los sentidos; el orgullo de sus padres y de sus cinco hermanas, el rey de su casa y de la mía.

Mis papás también lo amaban y se sentían tranquilos cuando yo estaba con él. Manuel siempre aparentaba ser un adulto lleno de madurez. Su integridad rebasó todas las fronteras posibles; fue muy amado y querido por todos. En especial por mí, porque además de mi amigo era mi guía; sabía qué pasaba por mi mente y anticipaba cualquier locura que yo estaba a punto de cometer. Si alguien me conocía en este mundo, ese era él. No habíamos nacido de la misma madre ni nos unían lazos de sangre, pero nos dolía lo mismo.

Su casa solía ser un verdadero circo; con cinco hermanas entre la adultez y la adolescencia, era un deleite ver el desfile de pretendientes. Parte de nuestra diversión era molestarlos, burlarnos de ellos haciéndolos sentir incómodos. Los primerizos eran el blanco perfecto; aprovechábamos su vergüenza para hacerlos sentir miserables. Manuel provocaba que derramaran el agua de jamaica en la mesa o que se mancharan de comida en las piernas… cosas así, y sólo por divertirnos, sin imaginar que algún día podríamos estar en una situación similar. Aun así, no nos importaba y lo hacíamos cuantas veces podíamos. Pasé casi toda mi adolescencia en esa casa, ya fuera a la hora de la comida o de la cena; me tomaban en cuenta como parte de ella.

Sobre todos los atributos que Manuel me presentaba, había uno mucho más importante: su hermana Silvia.

ALEX

Alejandro, a diferencia de Manuel, sufría mucho en la escuela; simplemente no se le daba, y con la presión de su mamá para que sacara buenas calificaciones, el pobre la pasaba mal. Por lo mismo terminaba tomando malas decisiones que lo metían en más problemas.

Una vez se le olvidó estudiar para un examen y sabía cómo le iba a ir si reprobaba, así que optó por tratar de conseguir una copia y, obvio, fue así como se ganó una expulsión. Nos dolió mucho que lo expulsaran, pero ni con todos los superpoderes de Manuel, que era el presidente del consejo estudiantil y el amor platónico de la directora, se pudo salvar.

Alejandro era el hijo único de un matrimonio que se había interrumpido con la muerte del papá; la vida se le había acabado tras un accidente en una desafortunada noche en la que un borracho a toda velocidad se había estampado contra él. Su muerte había sido instantánea, cuando Alex aún no había nacido. Según María, la mamá de Alejandro, era todo un caballero y tenía un futuro brillante. Quince años después, ella lo seguía queriendo y no lo olvidaba. Nos podía entretener toda la tarde mostrándonos fotos de Ezequiel, que así se llamaba, y siempre decía que Alejandro tenía su mirada. Por ende, ella veía a diario a su marido en los ojos de su hijo.

No me imagino lo que fue la infancia de Alex sin su padre, pero María hizo un buen trabajo: se encargó de que a Alejandro no le faltara nada para su buen desarrollo, ni sentimental ni económico, y se convirtió en un hombre íntegro en todos los aspectos gracias a su mamá.

 

Y aunque en la escuela fuera un burrazo, esa expulsión afortunada le cambió la vida. El cambio de escuela lo enfocó y lo plantó en el piso.

Porque a Alex le encantaba soñar; decía siempre que quería ser astronauta cuando creciera, y no era como todos los demás, que soñábamos con ir a la luna cuando teníamos cinco años; él lo seguía deseando hasta los 18. Luego se dio cuenta de que, para empezar, el álgebra no se le daba y de que si salía de la órbita terrestre, jamás lograría descifrar su regreso; entonces desistió de la idea.

Alejandro tenía la receta perfecta para hacerte reír. El azul brillante de sus ojos entonaba con su peinado siempre relamido y lleno de goma. Su carisma se veía a kilómetros. Era un valemadrista, como decían, no le importaba nada. Para cualquier problema que enfrentaba, él tenía el comentario perfecto. Sabía tomar lo mejor de cada persona y procesarlo en su carácter, ¿será que el crecer sin papá hace eso? En su casa era en la que más tiempo pasábamos; su mamá nos trataba muy bien y, entre el café y las botanas, era un lugar muy agradable.

TRES

Siempre estuve en medio de Manuel y de Alejandro: creo que si los hubieran fusionado habría salido yo. Tenía mucha imaginación; yo era el que contaba las anécdotas mientras los demás guardaban silencio, y rara vez me interrumpían. Al parecer, esa imaginación sumada a la realidad me hacía contar las cosas de tal manera que se convertían en aventuras épicas; dejaba huella en la gente. No eran sucesos del otro mundo, simplemente la manera en que los contaba los hacía grandes.

El cine era mi pasión y soñaba con tener algo que ver con eso. No sabía si convertirme en director, en escritor o en actor –aunque el look no me ayudaba mucho para ese último– pero tenía claro que quería hacer algo relacionado con el cine. Veía la vida como si estuviera en una pantalla y siempre le metía guion, música de fondo y muchos actores, y esa visión me inspiraba para contar mis relatos de una manera entretenida.

Éramos ambiciosos; nos gustaba salir y gastar, y como en nuestras casas estaban en crisis, no había otra opción más que tratar de ganar dinero por fuera. Manuel, con su inteligencia y gran manejo de los números, pronto se encargó de conseguir mercancías de moda que salíamos a vender. Formábamos una gran empresa: Manuel aportaba su cerebro; Alejandro, los medios de trasporte, es decir, el coche de su madre; y yo, el verbo para vender lo que fuera. Lo hacíamos bien, pues ninguna mercancía nos duraba más de dos días sin ser colocada. Así conseguíamos el dinero para salir, comprar cosas y vestir con los jeans adecuados y los tenis correctos. Para ese momento la señora de los helicópteros ya no era nuestra beneficiaria… ¡habíamos crecido!

Como resultado de nuestra intrépida empresa tuvimos poder económico y ya nada nos detenía. Al salir hasta invitábamos a los demás amigos. De verdad que fue una época muy agradable: éramos inocentes y las amistades eran buenas. Pero no todo es para siempre, y al crecer las cosas cambiaron.

La empresa nos duró poco, ya que por ningún motivo podíamos descuidar la escuela, y aunque logramos la independencia económica, seguíamos viviendo en casa de nuestros padres y ellos mandaban en nuestras vidas. Por más adultos-de-quince-años-sofisticados-bebedores-de-café-con-azúcar-y-crema que nos sintiéramos, debíamos respetar un horario y traer una boleta del colegio con calificaciones decentes. Mis padres eran muy estrictos en ese sentido y, tanto a mí como a mis hermanas, nos tenían bajo la lupa para que sacáramos buenas calificaciones. Nuestra única responsabilidad era como estudiantes y mientras ellos nos mantuvieran, a cambio les tendríamos que pagar con esa moneda.

Cómo me pudría ver la cara de mi papá diciendo que podríamos ser mejores, nunca sentí que valorara el que yo hubiera tenido la intención de trabajar y mucho menos que hubiera ganado algo de dinero. “No es tu momento”, me decía, “para correr primero hay que caminar” y a mí esas palabras me caían como un cubo de agua fría, porque de verdad ansiábamos ya ser adultos. Nos revisábamos a diario para ver si ya nos salía barba y así vernos como mayores de edad y poder disfrutar lo que esa membresía ofrecería. Claro, entonces sólo veíamos los derechos, nunca nos imaginábamos las obligaciones que tal estatus traería y, aunque de alguna manera nos las repetían, tanto en el colegio como en casa, no se aprenden hasta que las vives.

Un día llegó Manuel con una de sus brillantes ideas. Como era obvio, se dirigió más a Alejandro, que era el de la movilidad, ¿y quién mejor que Alejandro?, que, si bien para la escuela nada más no servía, cuando de medios de transporte se trataba era un campeón para conseguirlos.

Esta vez Manuel había escuchado a un amigo de su papá decir que tenía un lote de mil suéteres que había importado y no sabía qué hacer con ellos. Manuel lo vio todo claro: no requería de un plan de negocio para saber cómo vendería ese lote. Logró que su papá lo avalara y en menos de dos días las cajas estaban en su garaje. La familia de Manuel vivía en una casa muy bonita en las Lomas, muy cerca de la zona comercial donde nos solíamos reunir. Tomás, su papá, apenas se reponía del quebranto de la bolsa de valores del 87 y con mucho sacrificio había conservado su casa. Pero seguía pagando las deudas que había adquirido por el afán de ganar más dinero. “La ambición mata”, nos decía cada vez que nos reuníamos a planear cómo íbamos a hacer para convertirnos en millonarios. Era un gran consejero para los negocios; y aunque perdió todo su patrimonio, años después se convirtió en asesor de negocios, lo que lo llevó a tener una vejez tranquila. Pero en ese momento era el 91 y teníamos 16 años. Tomás nos apoyó en el inicio de ese negocio.

La idea, según Manuel, era sencilla: llevar las muestras de los suéteres a mercados, bazares y a conocidos, ir a cada puesto e insistir hasta que se nos acabaran. Así que nos pusimos manos a la obra. Alex se encargó de diseñar el plan de transporte. “¿Cómo le hacemos, brother?”, le pregunté con muchas dudas; una cosa era irnos de fiesta y otra era transportar mil suéteres. “Ustedes tranquilos, que yo me encargo de todo”, nos dijo, y se le ocurrió la idea de llevar únicamente unas muestras y con eso levantar los pedidos. A mí me tocó organizar todas las ventas en una pequeña libreta; Manuel se encargó de la lana, y manos a la obra. Recuerdo que me sentía muy nervioso, pues no quería quedar mal con Tomás, y debíamos pagarle toda la mercancía, pero Manuel me aventó la frase que escucharía en muchas ocasiones.

—¡Tú tranquilo, yo me encargo de todo!

¡Qué alivio era escucharlo!, porque siempre nos demostró que cuando lo decía, realmente podías estar tranquilo. Para Alex era más fácil, su confianza en Manuel era ciega. Para mí, no tanto; aún me cuesta trabajo ponerme en manos de los demás.

Para nuestro asombro, el sábado en la mañana pasó Alex por nosotros en un Renault 18 viejo con cajuela tipo guayín, ideal para llevar las muestras. Además, Alex manejaba muy bien, mientras que yo a duras penas alcanzaba los pedales, pero él sabía conducir desde hacía un año. María le prestaba el coche de cuando en cuando y esta sería su graduación como conductor.

Tomamos las muestras. Yo agarré mi libreta de pedidos y nos lanzamos al famoso bazar que sólo abría sábados y domingos. Llegamos rápido, no hicimos más de quince minutos hasta allá. Era otra ciudad en esa época, no había tráfico. Nos estacionamos y, acorde al plan, cada uno se puso dos suéteres en el hombro, y a vender. Rodeamos todos los puestos, nos acercamos a los tenderos, pero poco interés encontramos; fue un inicio complicado. Sin desanimarnos, decidimos dar una vuelta más, y otra y otra, hasta que el primer tendero se interesó. La condición era clara: confiar en él dejándole 30 piezas en consignación. “¿En qué?”, le contestamos los tres al mismo tiempo, sin entender que el trato consistía en que nos pagaría únicamente los que lograra vender. Dejamos la mercancía, preocupados de que nos robara. Para nuestra sorpresa, regresamos por la tarde y de las 30 piezas no le quedaba ni una. Logramos lo mismo dos veces más en distintos bazares.

No vendimos todo, pero según mi libretita casi terminamos con toda la mercancía. Manuel había calculado bien, porque nos costaba algo así como 18 mil pesos cada suéter y los vendíamos, dependiendo, entre 45 mil y 50 mil pesos cada uno. Hicimos una fortuna que rebasaba por mucho lo que nuestros padres nos daban para gastar a la semana. Éramos los príncipes de la colonia y ni qué decir de la escuela. Con esa lana logramos ahorrar y adquirimos mucha experiencia, además de la movilidad que cualquier jovencito quiere.