Czytaj książkę: «El error de Dios»

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Primera edición: Noviembre de 2020

© Copyright de la obra: José María Pumarino

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

josemaria@pumarino.com

ISBN: 978-84-122606-8-7

ISBN digital: 978-84-122606-9-4

Diseño: Annylú Mercado Fonseca

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

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El error

de Dios

José María Pumarino

Gracias Cora

Entonces dijo Dios: hagamos al Hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza...

(Génesis 1:26)

Un ensordecedor zumbido se quedó inserto en los oídos del padre Facundo después de la detonación, como si un insecto se hubiera atorado en cada uno de ellos y sólo pudiera escuchar su desesperado aleteo. La nariz se le constipó con el olor a pólvora quemada. Su rostro y ropa, salpicados de sangre. No lo vio venir. Cada segundo comenzó a transcurrir ante sus ojos en cámara lenta, sintiéndose ajeno al paisaje. Incluso creyó estar en la pesadilla de otro, mientras escuchaba un eco burlándose de él...

­─Si es usted tan chingón, resucítelo otra vez…

*

En “Las Puertas del Cielo” el ambiente entero era una bolsa de sentimientos calientes a punto de reventar. Las cartas en las manos, el dinero sobre la mesa. Ocho personas reunidas y sólo dos continuaban jugando. Los demás, trémulos, expectantes.

­­─Pago... y va mi resto.

─Va...

─¿Cuántas?

─Una.

─Yo dos.

Los naipes se pasearon entre las manos; la adrenalina por los cuerpos. Cada uno retejó su juego mientras la concurrencia olfateaba la veleidad de la suerte. Facundo, seguro de que la caprichosa fortuna por fin se había dado cuenta que él existía, no podía ocultar su confianza. En su turno, sobre la mesa mostró su póquer de reyes. Para los presentes fue como si recibieran una patada en la entrepierna, demostrándolo sin pudor, mientras un mustio ”¡chingue su madre!” se escuchó en algún lugar del cuarto. Pero don Octaviano no se inmutó; es más, sonrió maliciosamente antes de mostrar su juego. Póquer de ases. Sus compinches, eufóricos, no tuvieron ningún recato al mostrar su alegría mientras Facundo se llevaba ambas manos a la cabeza en señal de absoluta consternación. Había perdido y no tenía con qué pagar. Obviamente, era el único que estaba enterado de ese pequeño detalle, aunque no por mucho tiempo.

En los albores del amanecer, después de dos horas de ardua caminata, Facundo llegó exhausto a San Juan arrastrando su frustración. A unos metros de la parroquia divisó un bulto justo al pie de la puerta, al acercarse, se dio cuenta que el bulto tenía vida y, además, olía a alcohol: era Pascasio.

─Pinche borracho ─masculló Facundo cuando intentó despertarlo después de realizar un escueto e inútil esfuerzo por moverlo. Ahí lo dejó.

Dentro del confesionario, el Padre Facundo pagaba caro su cruda. Mientras le escupían encima cientos de pecados que no le interesaban, repartía bendiciones y penitencias sin fijarse a veces de quién se trataba. Ni uno más, el padre Facundo decidió que por ese día ya no se perdonarían mas pecados. Pero en ese instante, al otro lado de la cabina de madera, ya se encontraba arrodillado Silverio, sólo para recordarle, en sus escasas palabras, la deuda que no había olvidado y que tenía hasta el próximo sábado para liquidarla. Le dijo también, a manera de consejo al percibir su malestar, que a esas alturas ya debería estar consciente de que era más fácil que él resucitara a un cristiano, a que su patrón perdonara una deuda de juego.

Silverio se marchó, el padre Facundo le mentó la madre (mentalmente) quedándose un largo rato recordando la última jugada de la noche anterior. Al salir del confesionario vio a Pepe, aún con su atuendo de monaguillo, de rodillas, concentrado en torturar a una araña a la que le estaba arrancando, de una en una, todas sus patas.

─Deja en paz a ese pobre animal ─le dijo al mismo tiempo que lo levantaba por el brazo. El chamaco hizo caso siguiendo al padre Facundo, quien se sintió confiado y dejó de mortificase por sus deudas de juego. Los festejos para el Santo Patrono estaban a unos días de distancia, en esas fechas, era cuando sus devotos feligreses se portaban más caritativos. No habría problema alguno para pagar. Subían las escaleras rumbo al despacho cuando Pepe se regresó corriendo a donde había dejado al arácnido mutilado, lo aplastó de un pisotón y volvió a toda velocidad con el padre.

Mientras la iglesia se llenaba poco a poco, religiosamente, como cada tercer día a esas horas, el padre Facundo estaba enredado entre las piernas y los brazos de Teresa. Cuando ambos explotaron en un intenso orgasmo, Teresa mordió el hombro del sacerdote para no gritar al sentir que su alma se le desprendía del cuerpo. Facundo apretó los dientes al sentir las uñas de Teresa clavándose en sus nalgas.

El padre Facundo se levantó de prisa, comenzando a vestirse antes de que sus palpitaciones se regularizaran. Como siempre, después de expulsar el deseo del cuerpo, le entraba la urgencia por irse.

─Se me hace tarde, tengo que dar misa ─se excusó antes de salir. Teresa lo miró marcharse, en silencio, extasiada, sintiéndose afortunada de que ese hombre de Dios hubiera logrado, una vez más, apagar el trozo de infierno que le ardía por dentro. Sonreía.

Minutos más tarde, el padre Facundo entraba a la iglesia viendo de reojo a todos los feligreses que se ponían de pie a su llegada. Desde el púlpito observó disimuladamente cuando Teresa entró apurada, sentándose mustiamente al lado de don Piginito, su marido, el Presidente Municipal de San Juan.

─En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… ─todos se persignaron al unísono, inició la misa, comenzó a llover.

Con las nubes rasgadas, la lluvia caía copiosamente sobre San Juan esa noche mientras el padre Facundo trataba inútilmente de concentrarse en un libro, ya que no podía dejar de observar de reojo a Pepe, quien sentado en el piso contemplaba atentamente la lluvia a través de la ventana. El chamaco, callado y de inteligencia precoz, siempre despertaba la curiosidad de Facundo, pues la mayor parte del tiempo se mantenía absorto en su propio mundo. Lo quería como si fuera su propio hijo, prácticamente lo era, pero a veces le intrigaba el darse cuenta que su mente se perdía en lugares muy lejanos. A punto estuvo de preguntarle en qué pensaba cuando escucharon a los perros ladrar desesperadamente, ahuyentando la tranquilidad de las calles. Por la ventana, la fugaz luz de los faros de un automóvil anunció la llegada de alguien. Los dos se hundieron en un mutismo expectante, no tenían idea de quién podría ser. Después de un par de minutos, cuando tocaron a la puerta, la mente del padre Facundo trabajó rápido y de más, mientras su conciencia intranquila comenzó a masticarle el pecho. Tocaron otra vez, más fuerte.

─¿Voy a abrir? ─preguntó vacilante Pepe, asomándose con sigilo por la ventana, alcanzando a distinguir la parte trasera de un vocho amarillo. Escucharon que Gudelia bajaba. No tuvieron que esperar mucho, a los pocos minutos el padre Facundo entreabría la puerta de su oficina.

─Lo buscan, padre ─dijo Gudelia con la voz opacada por el sueño interrumpido

─¿Quién es? ─la adormecida sirvienta solamente le repitió que tenía que bajar, antes de dar media vuelta para perderse en las sombras del pasillo.

Se puso su chamarra, del escritorio tomó un abrecartas guardándolo en una de sus bolsas (por lo que se pudiera ofrecer) y mandó a dormir a Pepe, ordenándole que se encerrara bajo llave. Entonces bajó, nervioso, a la defensiva. Al llegar al recibidor descubrió a un joven con la ropa mojada. Saludó lo más cordialmente que pudo en ese momento, sin poder ocultar su sorpresa al distinguir en él un alzacuellos.

El padre Federico había llegado a San Juan (después de andar perdido medio día) por instrucciones del Arzobispado para poner en orden, durante las fiestas, las magras cuentas económicas que se reportaban cada año. Para eso, se suponía que el padre Facundo ya debería estar enterado, pues le habían enviado un mail explicándole todo. Dijo que sí se acordaba, cuando en realidad lo único que recordó fue que desde hacía varias semanas no revisaba su correo.

Mientras se despedían, después de que Gudelia avisó que el cuarto de huéspedes estaba listo, el padre Facundo pensó unas diez razones para correrlo por la mañana. Gudelia escoltó al padre Federico a su habitación. En cuanto desaparecieron de la estancia, Facundo subió corriendo a su oficina. Tras buscar a conciencia en su computadora encontró en el buzón de “no deseados” un mail por parte de la Arquidiócesis, con fecha de dos semanas atrás. Después de leerlo dos veces se desplomó sobre el sillón.

─Mierda ─musitó

Durante las primeras horas del día todo transcurrió normalmente, hasta que en el desayuno se apareció Federico. El padre Facundo tragaba con dificultad el bocado sin tener la certeza si le había caído del cielo o brotado del infierno, pero con la seguridad de que un auditor santurrón era lo que menos necesitaba en ese momento. Mientras desayunaban, le pidió al recién llegado que le explicara, a detalle, el motivo de su presencia. Arquidiócesis, Prelados, incluso hasta mencionó al Vaticano y al Sumo Pontífice en toda su desleída explicación de por qué se iban a llevar una gran tajada de su pastel. El padre Facundo lo dejó seguir hablando, aunque ya no lo escuchara y sólo lo viera mover los labios; no necesitaba ni quería saber más, ya había entendido lo primordial: tendría muchos problemas.

Como lo ameritaba la situación, los preparativos para las fiestas en honor a San Juan iniciaron antes de lo habitual, lo que a la gente del pueblo no le causaba problema alguno, al contrario, mientras más hicieran por agasajar a su Santo Patrono mejor para ellos. Empero, con el padre Federico encargándose de la contabilidad y reportando cada peso que llegaba a la iglesia, Facundo se veía en serias dificultades. Tres días se le habían ido como agua por las manos sin poder juntar el dinero.

La noche anterior al vencimiento del plazo, se encontraba en la habitación con su amante, acostado bocabajo, con las nalgas al aire, lamentándose por no poder tener una erección. Teresa trató de animarlo inútilmente, durante varios minutos hizo todo lo que se le ocurrió y nada, no logró que el miembro del padre Facundo se enderezara, lo que la llenó de una tremenda ansiedad.

─Debe de ser por las presiones que tengo ─se disculpó Facundo. Mortificada, Teresa preguntó y él le dijo que debía dinero a la arquidiócesis, que se lo había gastado comprándole ropa a los niños de un orfanato en San Pedro, que no podía decirles la verdad porque su acción perdería valor, y si no lo pagaba, lo cambiarían de iglesia. (Eso fue lo primero que se le ocurrió, pues no le diría que más de la mitad de las limosnas y de las recolecciones de los últimos dos años en las fiestas se lo había gastado pagando deudas de juego) De inmediato Teresa le ofreció prestarle el dinero. El padre Facundo sintió que el cielo se le abría. Obviamente aceptó, con la condición de que nadie se enterara, mucho menos su marido. Mientras se vestía, Teresa le juró por todos los Santos que conocía que nadie se enteraría. Se fue entusiasmada, feliz de poder ayudar a quién tanto bien le hacía

Por la tarde, con el dinero sobre su escritorio, Facundo paseaba dubitativo alrededor de los muebles. Con esa cantidad podría pagar, olvidarse de esa bronca, disfrutar las fiestas, esperar a que el padre Federico se marchara y que todo volviera a la normalidad. Pero estaba indeciso, otra idea le hervía en la cabeza. Cuando se cansó de pasear por su oficina sacó una moneda de su pantalón, la jugó entre los dedos, le dio valor a cada cara, la lanzó al aire. Al caer al piso se acercó a ver lo que la suerte había decidido. Guardó el dinero dentro de su chamarra, se quitó el alzacuellos y salió apresurado.

En silencio, tan mustio como oveja entre lobos durmiendo, el padre Facundo llegó a San Juan después de media noche. En vez de pagar fue a exigir la revancha, se la dieron y, en unas horas, además de perder todo lo que llevaba, su deuda aumentó de manera aterradora. Hasta ganas de llorar tenía de puro coraje. Acostado frente a la puerta de la iglesia se encontró por centésima vez a Pascasio, como siempre ahogado de borracho. Primero pensó en hacerlo a un lado; arrepintiéndose, lo arrastró hacia el interior de la iglesia acostándolo en una de las bancas. Se sentó a su lado para reponerse del esfuerzo, le quitó la botella y le dio un trago, que de inmediato escupió al sentir que su garganta se quemaba.

─¡Cómo no te has muerto bebiendo esta porquería ─comentó asqueado.

Ciertamente, nadie sabía la verdadera historia de Pascasio, sólo fragmentos no oficiales enriquecidos con la morbosidad del pueblo. Lo cierto era que un día apareció acostado ante las puertas de la iglesia, completamente borracho y, desde entonces, prácticamente las hizo su hogar. También era cierto que nadie, hasta ese momento, se había preocupado por saber algo más de él, solo de mantener su distancia e insultarlo de vez en cuando.

Facundo se quitó su chamarra cubriendo con ella al teporocho. Antes de subir a dormirse, maldijo su suerte.

Por la mañana, mientras caminaba después de dar misa, el padre Facundo hacía un recuento mental. Ya no existía nada de valor dentro del templo, y de existir, no tendría a quién vendérselo. Por un instante pensó en su anillo, desechando casi de inmediato esa idea, ya que ese pequeño anillo de oro que traía perennemente en el dedo meñique era el único recuerdo que poseía de su madre. Así que se dirigía rumbo a la cantina del pueblo, con la firme intención de jugar una partida con Liborio y el doctor Chaparro, que de seguro se encontraban ahí a esa hora. Tenía la esperanza de ganarles unos cuantos pesos, aunque estaba consciente, que por mucho que los desplumara, sería una miseria comparado con su deuda. Pero necesitaba urgentemente algo de efectivo con qué calmar a don Octaviano y así poder negociar más tiempo para pagar, u otra revancha.

En el trayecto se topó con doña Dolores, pese al intento de volverse invisible al verla acercarse. Para no variar, el padre Facundo escuchó por centésima vez en la semana lo emocionada que estaba de que por fin este año ella iniciaría la peregrinación de San Juan. Cuando las argucias de sacerdote por fin lo dejaron en libertad, reanudó su camino a paso acelerado. No supo si en verdad hacía calor o si se debió a sus nervios, pero estaba sudando al llegar a “La Garganta de Oro”. Entró saludando efusivamente a don Manuel, quien como siempre atendía del otro lado de la barra, al doctor Chaparro y a Liborio, quienes se encontraban desde temprano chacoteando alegremente. El padre Facundo aceptó de buena gana la cerveza que don Manuel le ofreció, bebiéndosela mientras observaba las culebras, tejones, lagartos y armadillos que tenía disecados en por todo el techo del bar. También se percató que don Manuel traía puesta la chamarra que la noche anterior le había dejado a Pascasio.

─¿Y esa chamarra?

─¿Le gusta? Se la cambié a Pascasio en la mañana por una botella de aguardiente.

─Está bonita

─Ni tanto, pero sirve pal frío

Minutos más tarde, como pretextos no faltaban, ya se había organizado una partida de póquer.

Un par de horas después, al padre Facundo se le anudaban las tripas de puro coraje. Ya había perdido lo poco que llevaba. Pensativo, acariciaba su anillo pues estaba apunto de apostarlo en un acto de desesperación. Pero en ese instante entró el profesor Atilano, lo que provocó que las recién adquiridas náuseas del padre se incrementaran. El profesor Atilano saludó cortésmente a Facundo, este devolvió el saludo con el mismo entusiasmo. El profesor Atilano era la piedra en su zapato desde hacía tres años, cuando huyendo de quién sabe qué (según los chismes), el profesor llegó a vivir a San Juan, mostrando inmediatamente su repudio por las Instituciones Eclesiásticas, además de criticar y poner en duda todo lo que hacía o no hacía. Algunos andaban diciendo que era brujo, que en las noches hablaba con Lucifer y jaladas por el estilo. Aunque últimamente andaba tranquilo, gracias a que Chucho ya le había dado un escarmiento por sus manifiestas herejías, no se podía arriesgar, no en la posición que se encontraba en esos momentos, por lo que decidió dejar de jugar, tragarse su coraje y despedirse.

Instalado en la cocina del curato, con cigarro en boca y café en mano, el padre Federico se sumergía en una larga lista de números. Todas las cuentas salían con resultados positivos y, al parecer, se iban a poner mejor. Y es que todos los habitantes de San Juan hacían más de lo posible para que las fiestas fueran un verdadero agasajo a su Santo Patrono. Era un mercado de fe, donde desde estampitas hasta cervezas, si olían a santidad, se comercializaban sin problemas.

El padre Federico veía con gusto que San Juan era un pintoresco pueblo rodeado de verdes montes, a varias horas de la ciudad más cercana, salpicado de modernidad pero aun así a salvo de tanta información basura que en esos días abundaba, ni siquiera tenían buen internet, ni les preocupaba que mejorara, un bello lugar donde la religión católica había tomado su lugar correspondiente, donde la gente sólo se preocupaba por trabajar y servir a Dios. Eso era algo muy bueno.

─Ojalá fuera así en todas partes ─meditaba el padre Federico, al mismo tiempo que se sorprendía de que el padre Facundo hubiera reportado una escasa colaboración de los feligreses.

A cada paso el padre Facundo trataba, sin lograrlo, de deshacerse de la impotencia y la desesperación que sentía. Nunca se imaginó que tantas broncas le echaran montón de repente, menos tener una racha tan desastrosa. Ni siquiera logró sacarle un peso más a don Piginito, aparte de la donación que ya había dado (la cual de antemano el padre Federico ya tenía bien registrada). Facundo sabía que ese panzón era católico sólo cuando le convenía, así que no le sorprendió.

Hacia calor, y de regreso a la parroquia, mientras limpiaba el sudor de su frente, el padre Facundo fue interceptado por el Tlacuache. Un gesto de placer se dibujó el rostro del sicario cuando le recordó al padre que al día siguiente se vencía el plazo para saldar la deuda con su patrón. Su hediondo aliento dejó huella en el aire mientras se alejaba sonriente. Al padre Facundo le comenzó a dar un tic en el párpado izquierdo. Hacía mucho que no le ocurría, pero también hacía mucho tiempo que no sentía tanto miedo. Y es que estaba consciente que el Tlacuache, a diferencia de Silverio y otros tantos, era un verdadero hijodeputa.

Al entrar a su habitación, el padre Facundo percibió aquel fétido olor a soledad con el que ya había aprendido a lidiar; igual que otras veces, lo ignoró como si se tratara de un estorboso mueble viejo. Se quitó el traje, quedándose únicamente en calzoncillos. Su tic en el párpado izquierdo había menguado, pero aún le molestaba. De su ropero sacó una botella de mezcal y una bolsa de papel con hostias para consagrar. Al cerrarlo se dio cuenta que Gudelia le había pegado en la puerta un pequeño papel con algunos recados. Siempre hacía lo mismo cuando se iba a dormir antes de que él llegara. Facundo ya le había agarrado el modo a la mala letra y pésima ortografía de Gudelia, gracias a eso se enteró que Teresa lo fue a buscar en cuatro ocasiones. Una vez más sintió remordimiento por la relación que sostenía con ella, no por andársela cogiendo, sino por aprovecharse de su locura. Por mucho tiempo creyó, por imposición, que la abstinencia era una virtud, hasta que se dio cuenta que esa creencia estaba destinada únicamente para los fieles comunes y corrientes, para el pueblo, no para la casta privilegiada del clero, quienes, en su mayoría, eran una bola de cabrones. Clavó su mirada en el azul pálido de la pared, observando detenidamente el paisaje de su memoria, donde anidaban demasiadas desilusiones, mismas, según él, lo libraban de cualquier absurdo voto a pospelo jurado. Pero quería, necesitaba, seguir creyendo en algo, por lo menos en su suerte, porque sin fe, sin esperanza, cómo podría levantarse cada mañana. Desparramándose en el sofá se rehusó a seguir pensando en eso, en Teresa u otra cosa. Se llenó la boca de hostias, las masticó lentamente pasándoselas con tragos de mezcal. Se durmió poco a poco, arrullado por el monótono canto de los grillos.

El padre Facundo se veía sentado sobre una piedra picuda, cuando de repente un marrano alado aparecía volando, se acercaba a él y de un mordisco le arrancaba los testículos. Entonces salía corriendo tras el inverosímil porcino para recuperarlos, pero antes de alcanzarlo un par de barajas gigantes le cerraban el paso y, a sus espaldas, Octaviano le apuntaba con un arma. En el preciso instante en que este jaló del gatillo, se despertó.

Con un escozor clavado en el pecho se metió al baño. Gracias a la agilidad que le daba la experiencia de todos las mañanas, pudo reducir el artífice de su angustia a un simple y común zurrón, que desechó en la ducha.

Al medio día, Facundo se encontraba en el atrio de la iglesia observando cómo Fedor intentaba atrapar a las palomas, cuando vio acercarse a Silverio. Sabía muy bien el motivo de esa visita, así que mandó a Pepe a pasear a Fedor antes de enfundarse en una protectora actitud socarrona. En su momento, le dio al aprendiz de mafioso un fajo de billetes que sacó de su sotana. Silverio observó incrédulo el dinero en su mano.

─Es todo lo que tengo ─le dijo el padre Facundo sin espeto

─Pe, pero ni siquiera es una cuarta parte padrecito, ¡no la chingue!

─Pues no tengo más, tendrá que esperarme a que pasen las fiestas.

Silverio guardó los billetes en su pantalón, se puso el sombrero que se quitó al entrar y se fue moviendo su cabeza de un lado a otro, desconcertado.

El padre Facundo decidió ir por la base de madera que había hecho Jeremías para el San Juan de la procesión. Un buen pretexto para caminar y despejar su mente. Al salir de la parroquia, mientras se encaminaba rumbo a la casa del carpintero, Facundo pudo divisar aciagas nubes negras que desentonaban con el bochorno que lo rodaba. Si hubiera visto también la camioneta negra que lo seguía a discreción, habría sabido que eran el presagio de sucesos imprevisibles.

El calor era sofocante. Las nubes cargadas se veían tan cerca que tres acalorados niños les lanzaban piedras tratando de romperlas.

Las primeras gotas de lluvia se evaporaron al estrellase contra las calientes calles empedradas, siendo éstas el preludio del aguacero que cayó sobre el pueblo entero.

El padre Facundo se guarecía bajo el techo de lámina de uno de los puestos armados en el zócalo, después sortear el agua por varias calles. Ni siquiera pudo llegar a casa del carpintero, la lluvia lo sorprendió mucho antes de lo imaginado. Transcurrieron un par de minutos cuando, ante él, se detuvo una camioneta negra que abrió una de sus puertas invitándolo a subir. Aceptó sin pensarlo. Una vez arriba, de inmediato se le clavó en el ombligo una copiosa intranquilidad que no pudo disfrazar al reconocer a los achichincles de Octaviano. Intentó abrir la puerta para escapar, pero sólo consiguió un puñetazo en el estómago. El resto del camino el padre Facundo lo realizó con el cañón de una .38 mm. clavado en las costillas. Nunca creyó realmente en las amenazas de Octaviano, ¡pero cómo no creerle en ese momento!, cuando sus cuarenta y siete años de vida pasaron por su mente en un minuto, y en la garganta y el estómago, un hacinamiento de temores le dificultaban respirar. En cuanto salieron del pueblo, el padre Facundo supo que podía esperar lo peor. Por un instante pensó en amenazarlos, espantarlos con el infierno, maldiciones, castigos divinos o algo por el estilo, y si eso no funcionaba... Rogar por su vida.

Se detuvieron en un pequeño llano, bajaron de la camioneta obligando a Facundo a hacer lo mismo. Ya no llovía.

─No lo vamos a matar ─le dijo Silverio, al percatarse del temor que destilaba el sacerdote.

Facundo ni siquiera terminó de asimilar esas palabras, cuando en la nuca sintió tremendo golpe que lo mandó de bruces contra el pasto. El cachazo lo dejó atolondrado, no sentía las piernas ni los brazos, pero sí una caliente punzada en la cabeza. La bota picuda del Tlacuache se posó sobre su mano izquierda, de soslayo se dio cuenta cuando este mismo sacó de su cinturón un cuchillo de caza. Sin preámbulo alguno, de un solo y certero tajo, le cercenó el dedo meñique. Un grito seco, desgarrado, escapó de la garganta del padre Facundo, al mismo instante que el frío metal le arrancaba un pedazo de su cuerpo. La mirada se le nubló, el dolor se amalgamó con el miedo, mientras la endeble conciencia que le quedaba se le esfumó como suspiro.

Formada afuera del confesionario, al final de la fila, Teresa esperaba su turno para confesarse con el padre Federico. Era su cuarto día de lucha contra el Demonio que se refugiaba entre sus piernas, sin que el padre Facundo se dignara a librarla de tan desesperante tortura. Necesitaba, urgentemente, que le extirparan esa bestia que le hacía sentir ese incesante calor por todo el cuerpo y que se ensañaba con ella provocándole los más lascivos y sucios pensamientos. Ya había intentado ahuyentarlo con el palo de la escoba, una botella de refresco y hasta con un pepino. Encaramarse sobre su marido tampoco funcionaba, lo cual era lógico para ella: cómo podría Piginito espantar un Demonio, si era un simple mortal, tan pecador como cualquier otro, desprovisto de cualquier intermediación divina. Pero el padre Federico, al igual que Facundo, era un hombre de Dios, así que de seguro él también podría hacerle tan preciado favor. Cuando Tomasa salió del confesionario, interrumpió los razonamientos de Teresa al decirle, después de percatarse como restregaba una pierna contra la otra, que le podía apartar su lugar para que ella fuera al baño. Teresa se lo agradeció, pero rehusó tajantemente el ofrecimiento.

Cuando por fin llegó su turno y se disponía a entrar al confesionario, Gudelia apareció apresurada, diciéndole al padre Federico que tenía una llamada telefónica, que lo llamaban de la Arquidiócesis. El padre Federico salió. Teresa, al ver que se iba, le dijo que no lo hiciera, que debía de confesarla de inmediato, que tenía que pedirle algo muy importante. Extrañado, casi molesto, el padre Federico le dijo que lo esperara un momento, que tenía que contestar, que no tardaba. Totalmente afligida Teresa lo vio entrar al curato. En un arranque de desesperación, se metió al confesionario y, de propia mano, intentó ahuyentar al salaz Demonio que la atormentaba.

Entrada la noche, Pepe se entretenía con una hormiga a la que le cerraba el paso en todas direcciones. Pensaba que para esos insectos el hombre quizá era una especie de dios todopoderoso que podía controlar a placer el destino de todas las hormigas, pero que ignoraban todas las limitaciones de ese dios. Pensó también que quizá Dios era todopoderoso ante los humanos, pero quizá sí tenia limitaciones a otro nivel, sí cometía errores, quizá no era perfecto, sino que los humanos eran muy inferiores. En eso pensaba cuando los gritos de Gudelia, invocando a cuanto Santo conocía, inundaron toda la casa. El chamaco se fue corriendo a la cocina. Al entrar se topó con la imagen del padre Facundo inclinado en el lavaplatos, lleno de lodo, con un trozo de su propia camisa enrollada en su mano completamente teñida de sangre. En cuanto Gudelia vio al chamaco lo mandó por el doctor, pero el padre Facundo se lo prohibió, por lo que Pepe permaneció adusto mientras la regordeta sirvienta corría de un lugar a otro sin saber qué buscaba.

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