Czytaj książkę: «Relatos desde el purgatorio»

Czcionka:

Relatos desde el purgatorio

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Edición eBook: enero, 2022

© José Luis Cámara Pineda

© Éride ediciones, 2022

Espronceda, 5

28003 Madrid

Éride ediciones

ISBN: 978-84-18848-31-5

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen-to de esta obra.

José Luis Cámara Pineda

Nació en Córdoba en 1977. Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla, trabajó en medios como El Correo de Andalucía, ABC, El Mundo, Cadena SER, Onda Cero y el Diario de Avisos de Tenerife. Tras una amplia etapa en el periodismo deportivo, se centró luego en la política y los temas sociales, con especial atención al fenómeno de la inmigración. Actualmente es responsable del Departamento de Comunicación de Cáritas Diocesana de Tenerife. Después de publicar el cuaderno de viaje Rumbo a un sueño (2012) y la novela La noche más larga en la isla esmeralda (2015), en este tercer libro repasa parte de su trayectoria periodística con una selección de artículos, reportajes y entrevistas en un formato ágil y desenfadado.


Para María, el ‘tsunami’ que agitó mi vida

«De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Solo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria»

Jorge Luis Borges

Prólogo

Hasta hace unos años, el único papel que caía en mis manos, además del higiénico, era el de un periódico deportivo, que devoraba con el mismo ansia con el que me sentaba frente al televisor fuera cual fuese el deporte que era retransmitido. Para mí, los libros eran aquellos seres inanimados que cada día paseaba hasta el colegio con el único fin de aprobar los exámenes. Ni siquiera la obligación de leer a los clásicos consiguió engancharme a un hábito desconocido y hasta entonces aburrido, que siempre sustituía por la lectura compulsiva de ese diario deportivo que, paradójicamente, terminé aborreciendo, quizá porque contaba las hazañas del equipo de fútbol al que yo tenía animadversión.

La universidad, además de amigos y borracheras, también contribuyó a que la lectura dejara de ser un estorbo y se convirtiera en fiel compañera, aunque los primeros libros que ocuparon mi estantería fueron de Sociología y Estética; asignatura que, sin venir a cuento, hizo que me topara de bruces con el cine de Jean Cocteau y Peter Greenaway, dos ascetas incomprendidos que décadas después todavía nadie ha alcanzado a definir. La literatura, como tal, no se presentó hasta que una señora de voz tímida y aspecto neoclásico nos conminó a resumir en un solo cuatrimestre obras como La Regenta, El Quijote y La Odisea, tres tostones que leí por partes durante largas travesías insomnes.

Fue entonces cuando empecé a darme cuenta del efecto sedante que ejercían en mí aquellas páginas que hablaban del pasado, de héroes, de realidad y ficción. De tragedias y místicos, de sentimientos y sueños. Quizá ahí, además de calmar mi ansiedad, los libros se tornaron imprescindibles en mi maleta y compartieron asiento conmigo durante el resto de viajes. Reconozco que no fui nada original, ni lo sigo siendo, y me dejo guiar por lo excesivamente comercial y las recomendaciones más convencionales. Pero eso, aunque seguramente sea un error, me permitió entretenerme con García Márquez, Vargas Llosa, Ruiz Zafón, Pérez Reverte o Dominique Lapierre, a los que nadie podrá negar que de literatura entienden un rato. Podría presumir de haber leído a Baudelaire, Engels o Kafka, pero cualquier erudito de medio pelo se daría cuenta de que miento, porque ni Francia, ni la economía, ni los insectos son mi fuerte.

Sí podría debatir sobre los cuadros de vida que describe Luis Sepúlveda en cada una de sus novelas; o de la bucólica simpleza que se desprende de las obras de Isabel Allende; o del frenético ritmo que imponen las ciudades en las que residió el periodista Enric González. De los tres, con la lógica distancia que impone la preparación y capacidad intelectual, intenté copiar aquello que me llamó la atención, que me envolvió y me incitó a escribir. El resultado fue un montón de historias contadas desde el periódico donde trabajé una década, el Diario de Avisos, donde además de pasar por distintas secciones también tuve una columna de opinión quincenal (bajo el título «El Purgatorio») en el suplemento cultural DTrulenque. Así, entre entrevistas, reportajes y artículos nació este libro, el tercero de mi más que modesta trayectoria.

Un libro que no habla de dragones ni princesas; que no emplea giros complejos ni sorprende con un final apoteósico; tampoco será un ejemplo para generaciones venideras, ni pretendo que gane premios ni distinciones. Solo demuestra que las historias, convertidas en literatura, en papel o en soporte electrónico, nos permiten escapar de lo cotidiano y nos animan a cumplir sueños. Nos transportan a donde nosotros queramos sin necesidad de salir de casa. Nos dejan claro que ni la crisis ni todos los problemas del mundo pueden impedir que sigamos soñando... y también leyendo.

Parte I
I. Marco (octubre de 2013)

«Querido Marco, aunque todavía te quedan algo más de tres meses para venir al mundo, quería avisarte de algunas de las cosas que te tocará vivir en nuestro singular planeta. No todas serán malas, ni mucho menos, porque por encima de todo hay algo intangible llamada “ley natural”, que con el tiempo va poniendo cada cosa y a cada persona en su lugar. Es verdad que no será fácil, pero si te empeñas y tienes la suerte de hallar el camino, nada ni nadie podrá interponerse. Para empezar, porque tu madre te alumbrará en el mal llamado Primer Mundo, donde la crisis se mide en euros y en el número de objetos electrónicos a los que puedes acceder.

Aquí no es como en muchas otras partes, donde la recesión es algo con lo que se nace y se calibra por las veces al día en que te llevas algo caliente a la boca. O por el número de vacunas que te pueden poner, algunas de las cuales ni siquiera son necesarias en un país como el tuyo, donde confortables hospitales dan respuesta a las necesidades sanitarias de la gente. Y algo parecido ocurrirá con tu educación, que aunque modesta y condicionada por los politicuchos de turno, será gratuita y obligatoria, porque así lo dicta un libro grande llamado Constitución, un conjunto de derechos y deberes con los que sueñan muchos niños y mayores de otras partes de la Tierra. Es lo que se ha dado en llamar democracia, un término que te intentarán explicar en el colegio, un lugar al que te llevarán tus padres en coche o en guagua, para que vayas descansado y puedas rendir; para que te hagas un hombre de provecho y no tengas necesidad de pedir favores que luego te pasen factura.

En ese colegio, además, tendrás la oportunidad de escoger hasta religión, porque aunque muchos se empeñen en negarlo, España es un país libre donde la gente puede decir lo que piensa sin miedo a que te metan en la cárcel. Seguro que un día te preguntarás qué es la cárcel, y ni tu madre ni yo sabremos responderte, porque hoy en día hay en la calle casi tantos chorizos como convictos en los centros penitenciarios. Pero tú tranquilo, con calma, porque lo bueno de la vida es que te va enseñando sin necesidad de libros ni cuadernos. Bastará con que escuches y pongas atención a lo básico, de que seas bueno y justo con los demás y des oportunidades a las personas, en la misma medida en la que te las darán a ti. Tendrás que ser fuerte y superar adversidades porque, como dijo una vez un señor mucho más inteligente que tu padre, “la muerte está tan segura de ganar que te da toda una vida de ventaja”».

Posdata:

Ya estoy deseando que llegues, porque para ti, como para nosotros, será una experiencia apasionante.

II. Un sueño convertido en palabras (diciembre de 2008)

Hay historias que merecen ser contadas. La de Frederick Cissé es una de ellas. Comienza en el verano de 2006, cuando, como otros muchos inmigrantes africanos, decide embarcarse en un cayuco rumbo a las Islas Canarias. Nacido en un pequeño barrio a las afueras de Dakar (Senegal) en una familia modesta de 11 hijos, sus padres se divorciaron cuando él tenía 17 años. La separación obligó a su madre a ponerse a trabajar como vendedora ambulante. Pathé, como le conocen cariñosamente, tuvo que dejar sus estudios porque no podía pagar el material ni la matrícula, ni tampoco los suyos podían permitirse una boca que alimentar sin producir. La búsqueda de un plato de arroz sustituyó entonces una brillante carrera escolar y un futuro prometedor como técnico en informática. «Escuché que había gente que llevaban a otros a Europa. Pregunté, decidí que tenía que hacerlo y lo hice. No teníamos dinero, así que mi madre hipotecó la casa y nos dieron 1.000 euros para el viaje y la manutención de mis hermanos pequeños», explica.

Pese a los consejos de su progenitora, que le insistió durante días que no se jugara la vida en el mar, Pathé tenía claro que debía salir rumbo a El Dorado europeo. «Era el único que sabía que podía llegar a algo», agrega el inmigrante senegalés, quien junto a otras 98 personas partió una noche de agosto hacia el Archipiélago en una barcaza clandestina. La travesía hasta Tenerife, que se suponía breve, se prolongó durante 11 angustiosos días. «Lo pasamos muy mal por el frío. La gente estaba nerviosa, se peleaba. Viajar en cayuco es otra cosa. No sé cómo explicar lo que se siente. Es imposible explicar ese miedo. Nada da más pavor que viajar en cayuco», relata Frederick, quien pese a todo reconoce que no pensó mucho en la muerte, porque «también podía morir en mi casa». «Tenía miedo a dejar a la familia con deudas, a no saber cuándo iba a llegar, si iba a salir vivo de la travesía…», agrega nuestro protagonista.

Cuando la mayoría se temía lo peor después de que una ola partiese su cayuco, la Guardia Civil interceptó la barquilla a dos kilómetros de la Isla y los llevó al puerto de Los Cristianos. Allí, además de miembros de la Cruz Roja, los esperaban agentes de la Policía Nacional. Aquel año, las llegadas de sin papeles se sucedían con frecuencia, y el puerto tinerfeño era un caos. «No entendía nada. Pensaba que la jefa era una chica de la Cruz Roja, porque le dio órdenes a un guardia civil, que me cogió en brazos. Me sentí tranquilo, porque me tomó como a su hijo. Ella me dijo que me tranquilizase y se puso a llorar, como si sintiese mis sentimientos», denota.

A partir de ahí empezó otra odisea para el joven senegalés. Primero fue trasladado a la comisaría de Los Cristianos. Luego, al improvisado centro de internamiento habilitado en aquellas fechas en Las Raíces.

Y de ahí pasó a otro CIE en Las Palmas, donde estuvo 17 días antes de ser trasladado a Málaga una vez se cumplió su periodo de retención, los 40 días que establece la Ley.

PAPEL Y BOLÍGRAFO

«Solo comía y dormía; tenía mucho tiempo para pensar», arguye Pathé Cissé. Por eso, dos días antes de su cumpleaños, el 17 de agosto, se le ocurrió una idea que marcó su vida. Decidió relatar su historia. «Le pedí un bolígrafo a un policía y una persona de la Cruz Roja me dio algunos folios; empecé el libro justo el día que cumplía 23 años». «Al principio solo quería contar quién era, pero luego decidí continuar. Una psicóloga que hablaba francés —Isabel Cardenal— me dijo que eso era bueno, que en España solamente se contaban los inmigrantes por números. No se sabe mucho de sus vidas», recalca Frederick.

Siempre había sido un buen estudiante, aunque desde que su padre los abandonó para irse con otra mujer, los libros habían dejado de ser para él una prioridad. Sin embargo, las palabras fueron saliendo precipitadamente de su cabeza, para ser plasmadas sobre el papel. Así, en apenas 20 días dio forma a La Tierra Prometida, diario de un emigrante, un libro que el pasado día 15 fue presentado en la Diputación de Cádiz, editora de la obra en francés y castellano. «Fue como ver una película y escribirla después; solo se trataba de contar lo que había sufrido», expone el inmigrante dakarí.

La publicación del libro, no obstante, no ha cambiado demasiado la vida de Pathé Cissé, al menos de momento. Sigue trabajando como vendedor ambulante para salir adelante. Está a la espera de lograr su permiso de residencia por arraigo, y colabora como traductor en la Cruz Roja de San Fernando, donde reside. «No tengo problemas con la gente ni con la Policía. Hago todo lo que puedo para integrarme. En cuanto llegué me puse a estudiar español, y ahora hablo mejor que muchos que llevan más años».

Ni siquiera sabe dónde se puede adquirir su obra, pero espera que le permita obtener el dinero suficiente para evitar que sus hermanos tengan que pasar por lo que él pasó. De momento, ya ha logrado que varios de ellos puedan estudiar y no piensen en subirse a un cayuco. «Con lo poco que he conseguido en España he arreglado muchas cosas en mi familia. Han podido pagar la luz, comida, médicos,.. No puedo decirles a otros como yo que no vengan a Europa, porque si les digo eso, me insultarían».

Y es que, en su opinión, «los gobiernos como el de España le dan dinero a países como Senegal, pero eso no hace nada, porque algunas personas se quedan con todo. Podrían crear empresas para dar trabajo a la gente». «Nadie se mete en un cayuco porque sí. Le aseguro que los 98 que íbamos allí dentro aquel día amábamos la vida, y todos pensábamos en nuestra familia. Si yo ahora les digo que no vengan aquí me dirían gilipollas, porque yo llegué y conseguí muchas cosas», arguye.

En su novela, Pathé Cissé reconoce que África sigue estando en su cabeza, «porque es difícil vivir lejos de mi gente, de mis costumbres; pero aquí he aprendido a vivir, a quererme a mí mismo», asegura.

«Creía que aquí todo se regalaba, que te daban el dinero, pero luego me di cuenta de que no es así. A los que vienen les diría que trabajen duro y se comporten bien, que algún día llegarán a algo».

UN DESEO PARA ESTA NAVIDAD

Para Pathé Cissé la Navidad no es una fecha tan especial como para la mayoría de nosotros. De hecho, reconoce entre risas que la pasará «como todos los negros: vendiendo cosas por ahí para sacar algo».

También seguirá colaborando en Cruz Roja, donde intenta convencer a sus compatriotas para que hablen castellano. «Hago fichas de los que llegan y de traductor con los abogados», explica el joven senegalés.

«Espero que me toque el Gordo de la Lotería algún día. Tendría muchos proyectos», dice irónicamente. En su horizonte más inmediato está legalizarse y proseguir sus estudios como técnico informático. «Me gustaría poder ganar lo suficiente para construir una casa para mi madre», recalca. Más lejos para él queda el sueño de ver una África diferente. «Los gobiernos allí nunca harán las cosas a la europea. Seguirán los mismos presidentes, y los siguientes serán los hijos de los que están, y los ministros serán los hijos de los ministros de ahora. Los pobres serán aún más pobres y los ricos, más ricos», concluye.

III. Vivir para contar lo que dejaron atrás (noviembre de 2008)

En ocasiones, la realidad supera a la ficción. Y ésta es una de ellas. Las historias de Malik, Mahyub y Héctor tienen en común que la realidad que padecieron es, con diferencia, peor de lo que pueda escribirse o contarse. Ahora, tratan de olvidar el pasado y empezar de nuevo como refugiados, víctimas de conflictos en los que no habían participado y que les obligaron a dejar atrás toda una vida. Tuve la oportunidad de hablar con ellos merced a la colaboración de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que se ha convertido para los tres y para muchos otros en tabla de salvación a la que agarrarse después de nadar en la desesperación sin encontrar nunca la orilla.

La primera de las historias es la de Malik, el más joven. Con solo 17 años llegó en cayuco a Los Cristianos a mediodía del 17 de agosto de 2006. Su relato, la base sobre la que se sustenta su petición de asilo, está marcado por los detalles, como recordar con exactitud esa fecha, imposibles de inventar si no se ha sufrido en carne propia. Malik vivía con su familia en Bouake (Costa de Marfil), un país marcado desde hace un lustro por la guerra civil que enfrenta a las fuerzas rebeldes, las Forces Nouvelles (FN), y el gobierno. El resultado, cientos de muertos y miles de desplazados. Malik, sin embargo, era ajeno a una situación que explotó cuando uno de los jóvenes de su barrio fue nombrado jefe de la guerrilla local.

«Cuando llegó la guerra, mi hermano era militar y fue a la guerra. Mi padre es de Mali, pero llevaba muchos años en Costa de Marfil, y mi madre es costamarfileña», relata el joven, que todavía recuerda cómo aquel guerrillero y otras siete personas irrumpieron una mañana en su casa mientras él desayunaba antes de ir al colegio.

«Decía que si mi familia no llevaba 200 años en el país no podía considerarse costamarfileña. Y eso que mi hermano era un militar que trabajaba para defender al país», añade Malik, quien tuvo que asistir al asesinato de su madre y a la brutal agresión sufrida por su padre, dueño de una pequeña tienda de comestibles en Bouake. «Entraron primero en la tienda, robaron el dinero y destrozaron todo. Este chico le pegó con la culata de la pistola a mi padre en la cabeza y mató a mi madre con un cuchillo cuando intentaba defender a mi padre. Yo estaba delante. Se murió antes de llegar al hospital», explica el costamarfileño, que aún hoy sigue sin saber nada de su padre ni de su hermano, ambos desaparecidos durante el conflicto.

Tras el incidente, la guerrilla los amenazó de muerte a él y a su padre, lo que obligó a Malik a marcharse a Mali. «Dijo que la próxima vez que volviera nos mataría a todos. Por eso, mi padre me llevó con un amigo que tenía en Mali, donde le esperaría hasta que él recogiera todo y volviera para empezar los dos una nueva vida en otro país», recalca en un notable español. Pero su padre no pudo cumplir la promesa, y su amigo maliense, un marabú (un brujo que se dedica a cuidar de los cayucos, que pide a Alá para que lleguen bien a puerto) sin apenas ingresos económicos, obligó a Malik partir hacia Canarias en una barquilla, porque no podía mantenerlo por más tiempo. «Yo no quería ir, porque no quería perder a mi padre y mi tierra en Costa de Marfil; además, el mar es muy peligroso», asevera el joven, quien finalmente tuvo que aceptar y viajar a Senegal para partir luego rumbo a las Islas. «Como yo no iba a pagar billete tenía que hacer de todo en el taller. Cada día caminaba 4 kilómetros para traer agua desde donde se hacía el cayuco a la casa, y volver», recuerda Malik, quien meses después zarpaba definitivamente hacia el Archipiélago. «Salimos de Ziguinchor 102 personas y estuvimos 9 días en el mar». «Cuando llegamos dije que era menor y me llevaron a El Mojón para hacerme las pruebas óseas, que salieron 17 años y medio», expone Malik, al que un educador le dijo tras contar su historia que podía ser refugiado. «Cuando salí del centro de menores de La Esperanza me llevaron a otra residencia. Hablé con el director y le dije que quería pedir el asilo político. Él me dijo que eso no podía ser; que si quería hacerlo me tenía que ir de ahí». Dicho y hecho. Cuando el responsable del centro se enteró de que Malik había solicitado el asilo, lo dejó en la calle, algo ilegal, según explica Rocío Cuéllar, abogada de CEAR, quien recuerda que «no se puede entorpecer una solicitud de asilo».

Merced a la ayuda de un educador, el joven costamarfileño encontró un nuevo hogar en Guaza (Tenerife), donde reside actualmente junto a una familia senegalesa que lleva años afincada en la Isla. Su futuro, según explica la abogada de CEAR, pasa por la decisión de la Comisión Interministerial que decide el estatus de refugiado. Mientras, Malik trabaja como albañil, y también tiene pensado estudiar para poder regresar algún día a un país del que tuvo que salir sin equipaje ni familia. «Creo que por mucho que se haga en los países africanos habrá gente que seguirá viniendo, porque allí no se sabe realmente lo que se sufre cuando llegas aquí», reconoce el joven, que tras cumplir los 18 años logró un permiso de trabajo provisional, porque su solicitud de asilo se admitió a trámite hace ya más de 6 meses.

MAHYUB

Un mes más, siete, es el tiempo que lleva en Tenerife el saharaui Mahyub Chtioui, cuya identidad se puede desvelar ya sin problemas porque acaba de recibir el estatus de refugiado. Nacido en la antigua colonia española de El Aaiún hace 28 años, sufre desde pequeño los rigores de la ocupación marroquí del Sáhara Occidental. En 2005, la ciudad fue escenario de graves protestas en contra de la ocupación y en apoyo de la independencia y del Frente Polisario, unas protestas en las que intervino Mahyub. Fue arrestado y encarcelado durante dos años, en los que sufrió torturas de todo tipo y donde se le vulneraron todos sus derechos. «Hicimos una huelga de hambre porque nos tenían en una habitación muy pequeña a muchas personas. La única arma era nuestro cuerpo», explica el joven saharaui, que ni siquiera podía recibir visitas regulares de su familia.

Su caso y el de otros muchos en su misma situación llegó a oídos de Inés Miranda, la abogada canaria especialista en el conflicto del Sáhara y premio a los Derechos Humanos del Consejo General de la Abogacía Española. Miranda lo puso en contacto con CEAR, que desde hace 7 meses lleva su caso. Antes, y tras salir de la cárcel, tuvo que dejar sus estudios de Geografía e Historia para trabajar, ya que la persecución marroquí empezó a ahogar la economía familiar. Mahyub, al que todavía le cuesta expresarse en español, pero habla inglés y francés, realizó un curso de mecánico naval y se enroló en un pesquero gallego merced al acuerdo de pesca entre España y Marruecos. «Recibía amenazas, y todas las puertas se me cerraban; por eso salí de allí, porque no estábamos seguros ni yo ni mi familia», añade el saharaui, cuyo relato y las pruebas presentadas por CEAR han sido tan evidentes que su proceso se ha agilizado enormemente. «Hay que trabajar mucho, porque cuantas más pruebas se aporten, mejor», expone Rocío Cuéllar, quien no obstante deja claro que «lo realmente clave es que la historia sea real, porque la Comisión comprueba en el país de origen si lo que se está diciendo es cierto o no». «La mentira pinta rasgos generales, mientras que la verdad aporta detalles que son reales porque los has vivido. Y la Comisión se fija en esos detalles a la hora de valorar cada solicitud», denota la abogada de CEAR.

A la espera de recibir su permiso de trabajo, Mahyub vive en San Isidro con unos amigos y recibe clases de español. «Quiero continuar mis estudios aquí. Lo importante es que ya tengo todos los derechos y no voy a ser expulsado», dice el joven saharaui, que recalca que, pese a su nacionalidad marroquí, «realmente no lo soy». «Por eso me metieron en la cárcel, por querer recuperar mi patria». «Me gustaría quedarme aquí a vivir y trabajar, aunque cualquier lugar es mejor para mí que Marruecos».

HÉCTOR

La tercera historia es igual de dramática, fruto de la sinrazón política de un gobierno como el del presidente Chávez en Venezuela. Pese a que querría dar su nombre y apellidos, la abogada de CEAR le recuerda que no debe hacerlo por las represalias que pudiera sufrir tanto él como su familia, así como el proceso de reexamen en el que está inmersa su solicitud de asilo. Por eso, le llamaremos Héctor.

Su relato, sesgado para evitar que se le reconozca, está marcado por las fechas, los nombres y, como el de sus compañeros, los detalles. Tras el fugaz golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002, nuestro protagonista fue acusado en su país de hasta ocho delitos que no había cometido. Tenía entonces 33 años, y su único pecado fue obedecer órdenes de un superior. Sin embargo, ni siquiera su dedicación a la patria le evitó sufrir vejaciones de todo tipo («tuve que beberme mi propio orín», recuerda) y torturas que casi acaban con su vida; desesperado, se refugió en la embajada de Uruguay, país en el que le concedieron el asilo en virtud de la Convención Interamericana de Caracas sobre Asilo Diplomático de 1954. «Pero en Uruguay empezó todo de nuevo. Me encontré con la misma situación de presión, pero en otro país. Esta vez no había torturas físicas, pero sí psicológicas, que son peores. Estaba presionado y amenazado. De hecho, todavía hoy no puedo dormir bien. Me despierto con pesadillas y creo que me siguen persiguiendo», sostiene Héctor, quien tuvo que marcharse a Perú cuando se vio cercado por los grupos chavistas.

En el país andino entró en contacto con un representante de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas con los Refugiados, que le recomendó que se trasladara a España, donde sería más fácil seguir su caso y poder lograr el asilo. «Me vine al sur de Tenerife, donde tenía un amigo. Empecé a trabajar en un supermercado. A los dos años me llamaron para decirme que me habían rechazado el asilo porque ya lo tenía en otro país», explica el venezolano. En este punto, la abogada de CEAR difiere de la Justicia española, porque «cuando un refugiado sale del país sin permiso o porque lo están persiguiendo, renuncia a ese estatus». Desde ACNUR derivaron su caso a CEAR y a Rocío Cuéllar, quien tras examinar las pruebas aportadas por Héctor solicitó un reexamen de la solicitud, que aún hoy espera dictamen. «Es un caso de los que tienen que salir, ya que no podría regularizarse porque está imputado con delitos falsos, y necesitaría un certificado de penales. Ha sufrido persecución y tortura, por lo que es un caso de libro y confío en que se lo concedan», expone la letrada de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado.

En la actualidad, Héctor ha podido rehacer su vida, aunque recuerda con amargura lo vivido y, sobre todo, a la familia que dejó atrás. «Tengo una niña de 7 años en Venezuela a la que hace cinco que no veo».

«Mi familia está amenazada y presionada psicológicamente, y ni siquiera aquí en España puedo estar del todo seguro, porque mi foto y mi caso están en Internet» incide el venezolano. «Chávez ha conseguido engañar a todo el mundo con su discurso, y a las personas que no piensan como él no les dan trabajo ni las dejan respirar». «Tampoco pueden salir de allí, a menos que viajen hacia Miami pagando una cantidad importante de dinero. Yo llevo años enviando todos los meses 100 o 200 euros, pero ahora no puedo hasta que consiga trabajo», asevera un Héctor que está preparándose unas oposiciones a la Policía Nacional.

Su testimonio, como los de Malik y Mahyub, es un ejemplo del horror que aquí solo vemos en la pantalla del televisor. Ellos pueden contarlo en primera persona y despiertan tras la pesadilla vivida. Otros, en cambio, no tuvieron tanta suerte.

21,25 zł