Czytaj książkę: «Cuentos»
Porras, José Libardo, 1959-
Cuentos: José Libardo Porras / José Libardo Porras. -- Medellín: Editorial
EAFIT, 2019
164 p.; 21 cm. -- (Debajo de las estrellas)
ISBN 978-958-720-589-3
1. Cuento colombiano. I. Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
P838
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
José Libardo Porras
Cuentos
Colección Debajo de las estrellas
a cargo de Juan Diego Mejía
Primera edición: agosto de 2019
© José Libardo Porras
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur-50
Tel. 261 95 23, Medellín
http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-589-3
Dirección editorial: Claudia Ivonne Giraldo G.
Edición: Marcel René Gutiérrez
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes
Imagen de carátula: Yamile con medias moradas, 1991. Flor María Bouhot (Bello, Antioquia, 1949)
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
CONTENIDO
José Libardo Porras, un narrador total
Juan Diego Mejía
CUENTOS
Margarita
Ismael
La antena de televisión
El teléfono
El perdón
Bicicleta-dos
Cruce fatal
Un amigo de papá
Acto de amor
El “pero”
La cita
Lavatorio
En la taberna
Elena
Niña mía
El abuelo
John Lennon en el balcón
Fantasma en una piedra
JOSÉ LIBARDO PORRAS, UN NARRADOR TOTAL
En los años ochenta, el maestro Manuel Mejía Vallejo identificó entre los asistentes a su taller de escritores en la Biblioteca Pública Piloto a José Libardo Porras, que entonces era un muchacho alto y callado que escribía cuentos, poemas y decía tener ánimos para meterse a hacer una novela. Mejía Vallejo tenía muy buen ojo. El muchacho empezó a destacarse entre los talleristas y en los concursos de cuentos que se hacían en Colombia en los años ochenta y noventa. En 1996 ganó el Premio Nacional de Cuento de Colcultura con un conjunto de historias sobre la vida de los presos en la cárcel de Bellavista.
En esos momentos José Libardo ya tenía un nombre en la narrativa colombiana. Había publicado Es tarde en San Bernardo (1984), un libro de cuentos cuyas historias transcurren en un vecindario de obreros y artesanos en el que todavía existían los guapos que desafiaban la noche, y donde se podía sentir el valor de las vidas sencillas, el olor de los graneros, los sonidos de la cotidianidad de la clase media. También había ganado otros concursos y publicado más libros. O sea que el reconocimiento nacional que le daba el premio de Colcultura no lo sorprendió con las manos vacías.
José Libardo también cumplió la promesa de escribir novelas. Hijos de la nieve (2000) mostró un estilo de narración interior que más tarde iba a desarrollar en Happy birthday, Capo (2008), una novela que narra el último día de la vida del narcotraficante Pablo Escobar. Otras novelas suyas son el testimonio de la búsqueda de una voz capaz de narrar historias de mujeres sin los sesgos que suelen delatar a los escritores hombres cuando escriben acerca del corazón femenino. Fuego de amor encendido (2003) y Fugitiva (2009) encarnan esta concepción de la literatura.
Treinta y cinco años después de la aparición de su primer libro de cuentos, José Libardo Porras ha llegado a un punto alto en su obra. Novelas como Adentro, una hiena (2015) y Lucky (2019) exploran el rostro secreto de la muerte. Ahora José Libardo es un autor total que no ha esquivado ningún tema y no ha dejado de experimentar con la palabra. En este conjunto de narraciones y poemas, escritos a través de más de tres décadas de trabajo paciente y constante, hemos escogido una selección de sus cuentos que merecen estar a la altura de los mejores de nuestro tiempo. Es un honor para la colección Debajo de las estrellas presentar esta antología de cuentos de José Libardo Porras.
Juan Diego Mejía
CUENTOS
MARGARITA
—Margarita, ¿por qué no has lavado la ropa?
Margarita, como si nada, sigue organizando los muebles, los cuales han aprendido a reconocer sus sitios: ella los toca y de inmediato se deslizan por la superficie de baldosa hasta donde les corresponde.
—Margarita, ¡quedó mal barrido!
Margarita persiste en lo suyo. Las palabras de doña Tulia se pierden en el aire. ¡Sí, señora!, ¡No, señora!, es todo cuanto dice Margarita mientras va de un lado a otro con un trapo polvicida.
—¡Margarita! ¡Una crema de coco! –gritamos desde el exterior de la reja de hierro. Al momento vemos a Margarita emerger en lo profundo de la vivienda y acercarse con un platillo y en él la crema que le hemos pedido, y que recibiremos a cambio de una moneda de diez centavos.
Margarita no sale de casa sino para ir a la tienda de don Pablo a comprar lo del diario y para acompañar a la señora a la iglesia o a visitar un vecino enfermo.
—¡Qué hay, Margarita! –la saludamos.
—¡Qué hay, muchachos! –responde.
Nos gusta su voz como de cristal que se rompe.
Pero ella disfruta más quedándose en casa para atender a los compradores de helados, escuchar el capítulo de Aquí resolvemos su caso o leer vidas de santos en los libros que dejó el difunto.
Al comienzo de su viudez, doña Tulia disponía de medios y podía darse vida de reina: tenía criada y convidaba a reuniones para tomar el algo, consistente en tazas de chocolate espumoso con buñuelos, empanadas de carne o parva recién horneada.
Las invitadas admiraban lo eficiente y querida que era Margarita, lo rico que cocinaba Margarita, lo linda que Margarita mantenía la casa. Pero la herencia se agotó y ya no habría más tazas de chocolate con buñuelos, entonces todas las comensales pusieron pies en polvorosa. Margarita, por el contrario, se ofreció a quedarse sin cobrar salario y, aprovechando que estaba en una de las pocas casas donde había nevera, por propia iniciativa empezó a hacer helados para vender y ayudar en los gastos.
Ahora son almas gemelas: una vive sintiéndose patrona, ama y señora; la otra, criada. Y la casa continúa linda y en ella se come rico aunque ya no vayan visitantes encopetadas que se sorprendan de esa nobleza de Margarita, que no requiere ni luces ni estruendos para manifestarse.
De Es tarde en San Bernardo (1984)
ISMAEL
Mi primer impulso fue echar a correr, esfumarme, cuando Pecoso, en tono de secreto, dio el aviso:
—¡Huy! Ahí viene Ismael.
Todos buscamos los ojos de Pecoso y, en efecto, reflejado en sus pupilas, lo vimos venir. Cada cual recogió su trompo y dejamos en suspenso la partida.
—No se vayan, pelaos –dijo el famoso, el temible.
Tal vez por ignorar si se trataba de una orden o de una invitación, ninguno desobedeció. No nos fuimos. No podíamos: nos habían sembrado en la tierra.
Así conocimos a Ismael, aunque ya lo habíamos visto pelear a cuchillo en la esquina del bar Orión.
—Présteme su trompo, pelao –me dijo.
Ismael, el mito, se había dirigido a mí. Desconcertado, imbuido en una amalgama de pavor y orgullo, antes de pensarlo dos veces, se lo entregué. Él lo enrolló, lo lanzó y lo hizo bailar en la palma de la mano; enseguida repitió su número tirándolo bajo la pierna y por sobre el hombro: destrezas que ya dominábamos, sin embargo, ejecutadas por uno cuyo nombre causaba terror, eran una novedad.
Tiró mi trompo así y asá, disfrutaba exhibiéndose, y solo cuando él mismo se aburrió de su show me devolvió lo mío. Enseguida sacó de la chaqueta una baraja.
—Vean y aprendan –dijo y comenzó a mezclar los naipes, a veces despacio, a veces a una velocidad mayor que la de los ojos. Por momentos nos prestaba el mazo para que ensayáramos la proeza que él acababa de ejecutar, daba instrucciones, corregía. Por último, nos enseñó las reglas del remis: diez cartas para conformar dos ternas y una cuarta, o dos quintas.
Y mientras formaba ternas, cuartas y quintas didácticas iba refiriendo sus peripecias de tahúr en el café Amarillo y otros salones de juego que desconocíamos: no decía “rosa” sin que los rosales de la memoria se llenaran de sangre; no decía “hombre” sin que un niño pudiera enorgullecerse.
Más tarde nos tocó sufrir las recriminaciones de los mayores que, al verlo en círculo con nosotros, no habían podido creer en tanta mansedumbre, pues sabían que su mano, que en fecha de madres cortaba una flor, en tiempo de guerra se hacía de acero y derramaba sangre.
Después, al coincidir con él en la calle, no nos saludaba, quizá ni siquiera nos veía, no obstante en la escuela faroleábamos diciendo que éramos amigos de Ismael, que él nos había enseñado a barajar las cartas y a jugar remis, y eso nos ayudaba a ganar respeto.
San Bernardo era el reino de Ismael y ningún pillo alteraba su orden; él mismo daba ejemplo realizando sus trabajos en los barrios de los ricos: en las noches, como un gato, iba de expedición a Laureles o a El Poblado a buscar “el tesoro de Morgan”, según decía, y regresaba a gastarse el botín en el Amarillo o en el Orión.
Un día, tras bailar la danza más humana y homicida, la danza del hombre y el cuchillo, y salir perdedor, se marchó al país más habitado.
Desde luego, parientes, conocidos, amigos y hasta enemigos lo velaron con todos los honores: con lágrimas, historias y aguardiente, como se velaba a un hombre en San Bernardo.
En algún momento de ensueño deseé ser un Ismael. Cuando una llama se resiste al viento, su nombre tiembla en mi boca.
De Es tarde en San Bernardo (1984)
LA ANTENA DE TELEVISIÓN
Los Restrepo eran de los más vaciados de San Bernardo, que no es decir poco, pero al cruzarse con ellos uno creía estar ante alguien de otro barrio, un habitante de Laureles o de El Poblado, o algún extranjero que por accidente había caído en nuestro bullicio.
Eran cuatro rubios de ojos verdes. El primero se mantenía bronceado y le encantaba pavonearse en pantaloneta y sin camisa por la calle; la segunda parecía un cromo del álbum de artistas donde salían Violeta Rivas y Gigliola Cinquetti y, como su hermano, usaba bluyines Lee y tenis americanos, y nunca saludaba.
Según las lenguas voraces, con tal de comprar las prendas que vestían se resignaban a no probar carne y a comer huevo solo los domingos.
En la mayoría de nuestras casas, por supuesto, padecíamos restricciones iguales o peores, mas, merced a su actitud, en ellos constituía motivo de burla esa circunstancia común.
Los otros dos, Felipe y Luisa, que sí eran amigos nuestros, decían con orgullo ingenuo que su hermano mayor tenía una novia de plata.
Un domingo estábamos en casa de doña Mira pugnando por ver a Tarzán a través de la ventana, pues la vieja solo dejaba entrar a ver televisión a quienes compraban sus helados de agua azucarada y anilina, cuando el papá de los rubios nos sorprendió discutiendo cómo Tarzán lograría salir de esas arenas movedizas y llegar a tiempo para salvar al jefe negro. Venía de la tienda de don Pablo con dos bolsas de parva en las manos; se detuvo a contemplar el tumulto como incrédulo de que sus descendientes estuvieran allí, entre la guacherna, y se les aproximó sin que ellos lo advirtieran. Los demás guardamos silencio intercambiando miradas de curiosidad. Felipe seguía hablando.
El hombre entregó los paquetes a la niña, agarró al otro hijo de una oreja, retorciéndosela, y lo arrastró hacia su casa. El arrastrado no se quejó, no dijo ni mu, pero Luisa no pudo soportar el dolor de su hermano y se fue tras ellos sin importarle que en la carrera se le cayeran algunos panecillos.
Aunque eran las vacaciones, por varios días ninguno de los dos salió a jugar pelota envenenada o los interminables partidos de bate. Nosotros nos preguntábamos qué cosa horrible habrían hecho Felipe y Luisa para que los hubieran castigado con esa severidad. Debían haber cometido el pecado más mortal.
Al finalizar la semana aparecieron con su padre, quien traía una escalera por la que él mismo subió al tejado a instalar una antena de varillas de aluminio, de varios cuerpos, más grande que cualquiera de las que habíamos visto en las casas de los ricos cuando íbamos a ver los entrenamientos del Atlético Nacional y el DIM.
Viendo esa antena, ninguno era capaz de concebir cómo sería el televisor. Los rubios decían que el papá se los había mostrado en una revista, que se veía inmenso, como dos veces el de doña Mira, que las imágenes aparecían en colores como en el cine, y aseguraban que tan pronto lo trajeran y lo instalaran podríamos ir a ver en él los programas que nos gustaban.
Mientras llegaba ese día, continuamos arremolinándonos en la ventana de la casa de doña Mira para ver a Tarzán y a Batman, a Hechizada y a Lassie. Felipe y Luisa, en cambio, pasaban encerrados esperando que retornáramos a nuestros juegos para salir e integrarse con nosotros a la vida de la calle.
A ese televisor fabuloso quizá lo habríamos visto si no es porque una mañana llegan a la casa de los Restrepo unos señores acompañados de policías y, después de leer papeles y teclear actas, la desocupan.
En la acera quedaron apilados muebles con el paño roto y los resortes partidos, colchones manchados, cajas de ropa entre las cuales se veía algún bluyín marca Lee, ollas sucias de tizne, un juego de pesas…
Los cuatro hermanos y la mamá permanecieron allí, de pie junto a sus pertenencias, llorando un llanto hecho más de vergüenza que de dolor, aguardando que el hombre de la casa contratara un camión que los alejara por siempre de esa calle donde escasamente había un televisor en blanco y negro, donde los niños tenían el cabello pasudo y la piel casposa y las señoras eran tan amigas de la invención y el chisme.
La antena siguió erguida en el tejado como para testimoniar que en ese sitio la vida les había dado caramelo a unos niños, hasta que el nuevo inquilino bajó lo que de ella quedaba y en su lugar puso una antena más pequeña, de las que sí nos eran familiares.
De Es tarde en San Bernardo (1984)
EL TELÉFONO
1
¡Mostrame los calzones!
El grito de Jeyson, libre, baja por las calles del barrio La Camila, atraviesa el río, atraviesa el viaducto del metro que imita a una serpiente blanca entumecida –su cabeza es la estación Cacique Niquía–, llega al parque de Bello y trata de ascender a San Pedro de los Milagros: las montañas de occidente, azulosas, se lo impiden y lo hacen regresar medio muerto, fantasmal, en forma de eco: ones… nes… es… Antes que Catalina, lo escuchan los obreros municipales que reparan un andén y un grupo de estudiantes del liceo Fontidueño; unos y otros ríen y, vivos los ojos, aguardan la respuesta.
Catalina se alza la falda hasta la cintura como si fuera a quitársela, levanta los brazos y gira, lenta, en una danza cuya música parece estar a todo volumen en su sexo adolescente. Da tres, quizá cuatro vueltas, baila, baila; empieza a alejarse caminando hacia atrás sin perder de vista a Jeyson, o al bulto que a la distancia es Jeyson, y sin dejar de decirle adiós con las manos. Sonríe. ¡Qué dientes! Aunque él ya no la ve, aún lleva la falda arriba, ignorante del mundo.
Jeyson permanece con el rostro pegado a los barrotes. A lo lejos, los autobuses y camiones cargados ruedan raudos, vuelan sobre la autopista reluciente por el sol de las cuatro y media de la tarde. Cuándo será mañana, se dice, todavía con la rebelde imagen de las piernas de Cata color canela, lisas y duras, fija en sus pupilas, borracho en el recuerdo de su bravo olor a hembra. Oye su voz dentro de él, gritándole desde allá abajo: Mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…
Hace cuentas: faltan veinticuatro horas para verla de nuevo y cinco días para la visita, para besarle los pechos niños y aspirar y beber el alucinógeno aire de su sexo, para acariciarle las piernas. Usted, mamacita, con esas piernas podría saltar de astro en astro, suele decirle. Respira con fuerza.
2
—¡Hora de contarnos, señores! –repite el parlante de pie en la puerta del pasillo. La mayoría ya bajó al patio; Jeyson, con el rostro arrimado a los barrotes de la ventana, mira a la nada que es ese todo de la calle. El parlante espera unos segundos antes de insistir–: Hey, Jeyson, hora de contarnos.
Al oír su nombre vuelve en sí, en su condición de preso en el segundo pabellón de la cárcel Bellavista. Con agilidad de fantasma salta del andamio que allí denominan teléfono, cruza el pasillo e inicia el descenso por los escalones de los cuatro pisos. Canturrea: Martes, miércoles, jueves, viernes y sábado: cinco; martes, miércoles, jueves, viernes y sábado: cinco; martes, miércoles…
—Huy, este man está loco –murmura el parlante, quien le sigue los pasos para asegurarse de que el conteo y el encierro no se retrasen: ese es otro deber suyo, para eso le paga el comité de disciplina.
En el patio, el runrún de las conversaciones, semejante a una mosca inmensa, a un taladro neumático en la casa contigua, amortigua el coro de los dos guardias: Doscientos cincuenta y siete, doscientos cincuenta y ocho, doscientos cincuenta y nueve… Jeyson, último en la fila, será el número mil cuarenta y cinco. Al llegar su turno, los guardias lo tocarán en los hombros y dirán, mirándolo a los ojos: Mil cuarenta y cinco; dará un paso largo adelante, luego escuchará el chocar de las rejas y el tintineo ronco de los pasadores y los candados, y se irá a dormir, a tratar de dormir, a su cubículo en el tercer piso, en el pasillo La Setenta, en la celda número ocho. Así ha sido desde hace ocho meses y trece días; de seguro así será hasta cumplir sus sesenta y seis años de condena, hasta el final de su vida.
3
La idea de una vida en encierro lo hizo llorar los primeros dos meses, le produjo diarreas, le escamoteó el sueño los tres o cuatro meses siguientes y lo volvió un hombre serio y tristón dispuesto a hablar solo lo imprescindible con algunos de sus compañeros de pasillo y de celda. Ese es un señor, opinan de él ahora. Calcula: sesenta y seis años sumados a sus veintisiete, dan noventa y tres… Descontando por buen comportamiento y trabajo diario, su condena se reducirá a cuarenta y tantos años… Saldrá de allí a los setenta… ¡Setenta! La palabra le pasa como un erizo por la garganta. Su padre tiene setenta años: casi no puede caminar, cuanto come lo indigesta, no puede emborracharse ni hacer el amor, oye y ve mal, el asma lo atormenta durante el invierno. ¡Para qué hacerme ilusiones con la boleta de libertad!, ¡a los setenta ya uno está muerto! Cumplidos los setenta, ¿no sería mejor quedarse allí, en su encierro, en vez de salir a rodar en las calles, a vagar como un perro sin amo, a mendigar, solo y desamparado? Asuntos tales dan vueltas en su cabeza día y noche, no lo sueltan.
La luz de la tarde le despierta deseos de estar en el jardín botánico, en el zoológico o en un parque del centro de la ciudad, bajo un árbol, ojalá en compañía de Catalina, mas, qué se va a hacer, se lamenta, soy un preso de Bellavista y lo único que tengo es esto. Llama “esto” al partido de microfútbol que los internos disputan en la cancha de asfalto.
Jáder se sienta a su lado en el muro de concreto, a la sombra, contra la pared. Con dos o tres años menos que Jeyson, goza de una viveza que lo hace superior a este: sus ojos parecen no detenerse jamás, negros y pequeños, de ratón, y aunque sus labios estén pronunciando la sentencia más grave ellos miran como si todo fuera una broma, lo cual asusta. Pero Jáder lo acogió desde su llegada, le brindó espacio y cobijas para dormir y lo introdujo en el mundo de la cárcel.
—¿Cómo van?
—No sé. Creo que empatados –levanta los hombros para reafirmar su indiferencia hacia el fútbol.
—¿Qué le pasa?
—Nada.
—¿Está encausado?
No responde; piensa: Estoy encausado. Repite en su mente la palabra, así forma una cortina que lo separa de los gritos de futbolistas y espectadores. La única voz que le interesa es la del parlante: en cualquier momento puede llamarlo para que acuda al teléfono. Cierra los ojos. Encausado, encausado, encausado…
—Le tengo un trato.
Mira a ese rostro cetrino, quiere verle la mirada antes de responder o de formular cualquier pregunta; el otro continúa pendiente del partido como si lo dicho no lo hubiera dicho él sino un extraño sin importancia.
—¿Qué clase de trato? –suelta, sin embargo.
Jáder le explica. Le pagarán veinte millones de pesos si despacha a un hombre del quinto patio ingresado la semana anterior. Él, con sus sesenta y seis años de condena es lo que en la cárcel llaman un copado, y treinta años más por su nuevo homicidio en muy poco variará su condición. Preso, son lo mismo sesenta y seis años que noventa, cien o mil. Ya su destino está decidido. Y un nombre más para su lista de víctimas no es nada.
Si acepta le entregarán diez millones, una pistola cargada y le dirán qué hacer: con el pretexto de que lo busca el abogado, harán salir al hombre a la reja de la oficina de notificación donde estará Jeyson esperándolo, armado, y allí le disparará hasta asegurarse de su muerte; luego se rendirá a la guardia y entregará el arma; después le pagarán los diez millones restantes.
Se encamina a los orinales. Mientras vacía la tripa y contempla la espuma que su chorro forma en la taza, sigue oyendo, en fragmentos, la propuesta, las razones de su amigo: Usted es un copado; encanado son lo mismo sesenta años que noventa; son veinte millones… Sale. El partido aún no termina pero Jáder ya no se encuentra entre los mirones. Lo alegra, o lo tranquiliza, poder estar solo. ¡Fulano, al teléfono!, grita el parlante. Fulano, con el rostro embellecido de improviso porque ha finalizado su espera, corre hacia las escalas que lo llevarán al andamio en el cuarto piso. Jeyson ve correr a Fulano y lo envidia. ¿Por qué no habrá venido Cata?, ¿qué le sucedería?
Las horas han pasado. Catalina no apareció. ¿Por qué no vendría Cata?, ¿se habrá enamorado de otro entre ayer y hoy? Usted es un copado; son veinte millones… Con veinte millones podría comprar algunos enseres para su camarote y para su casa; además poner un pequeño negocio para ayudarse y ayudar a su madre. Muchas veces recibió dinero en abundancia por sus trabajos, nunca tamaña cantidad: veinte millones juntos, en rama, lo harían sentirse empresario, un hombre de verdad. Piensa: Uno, con veinte millones en el bolsillo, es un rey. El sueño tarda.
Sabe que de cumplir esa comisión deberá acostumbrarse a una nueva vida lejos de la ciudad que lo vio nacer y crecer, en la cárcel de Picaleña, en la de Acacías o en la del Barne, o si acaso en la Guayana, la cárcel de la cárcel, o en el pabellón de seguridad, casi sin ver el sol, rodeado de los pillos más pillos, los desterrados de los otros pabellones por sus conductas. Revuelve pensamientos y en su cabeza se hace un enredo de ideas como hilos sin puntas, ideas locas. El sueño cojea.
Usted es un copado; son veinte millones… Veinte millones equivalen a un televisor de color y un equipo de sonido para su camarote, para no estar tan solo, y a un televisor de color y un juego de muebles de sala para su casa, para que su madre atienda orgullosa a las visitas y a los pastores evangélicos. Podría comprar un ventorrillo dentro del patio para ocuparse todo el tiempo y ayudarse en sus gastos: sabe de uno por el cual piden cuatro millones, y él le invertiría dos en muebles y surtido; también compraría, por unos tres millones, tres o cuatro camarotes para alquilarlos y obtener una renta: cada uno por treinta mil pesos semanales, sin contar los domingos cuando también se alquilan por diez mil a los presidiarios carentes de un espacio privado para acostarse con sus mujeres; a Cata le regalaría una Auteco Plus para ir al colegio y venir a visitarlo, y le daría un vestido, el mejor, el que ella quisiera, y le diría: Cata, mi amor, te doy este vestido pero después te lo quito, y ella respondería, sonriendo con malicia: Dar y quitar, campanas de hierro derecho al infierno… ¿Y si Cata se enamoró de otro entre ayer y hoy? A más de uno, la mujer lo ha abandonado de un día para otro. Los veinte millones se vuelven insuficientes para sus proyectos, la cifra se empequeñece. Podría cobrar más, reflexiona; ¿Cuánto ganará Jáder por hacer el contacto? ¡Que me dé tres millones más; si no, que coma mierda! El sueño no llegó.
4
Cuatrocientos veintiocho, cuatrocientos veintinueve… Las voces de los guardias se oyen más como piedras cuando caen a un pozo vacío que como voces; a los internos les retumban dentro y les determinan el ritmo de sus conversaciones. Sin advertirlo, mientras van en la fila para el conteo de la mañana, hablan en versos de tres o cuatro tonadas marcadas por la pronunciación de los números por parte de los guardias. Cuatrocientos sesenta y cuatro, cuatrocientos sesenta y cinco…
—Jeyson, ¿qué decidió?
Jeyson deduce que el otro, como él, trasnochó pensando en el asunto, y tal vez tampoco ha dormido. ¿Se me notará el desvelo? Prefiere ocultar su interés.
—¿De qué?
—De la propuesta. Y recuerde que aquí hay más de un copado.
Teme. Alguien puede adelantársele a aceptar la oferta y él no lo había previsto. Por su cabeza pasan los rostros de los posibles candidatos: muchos desahuciados podrían asesinar nuevamente atraídos por el dinero.
—Yo cobro veintitrés millones.
—¡Eso vale veinte!
Se va adelante de la fila sin darle tiempo de mirarle sus ojitos saltones, entonces Jeyson se conforma con observarlo por detrás, flaco y de caminar atigrado, y piensa: Sí, vale veinte.
5
Soy un copado. Desde cuando estaba en la fila para el primer recuento del día se lo ha recalcado, y lo ha hecho con tanta insistencia que por momentos olvidó a Catalina y no la odió por faltar al teléfono. Soy un copado, soy un copado. A esta hora de la noche, ya en su camastro, mirando al techo y en medio del ruido de los radios y televisores de presos vecinos, esa frase llega a sus sentidos llena de sabor y encanto: por fin sabe qué es él. Soy un copado, se repite, y hasta desea salir a gritarlo en todos los rincones de la cárcel: subir al cuarto piso y por la ventana del teléfono por donde le dice a Cata Te amo –o le decía cuando ella aún lo amaba y no lo había cambiado por otro, y por cuyo motivo, según cree él, no ha vuelto durante los dos días anteriores–, declarar ante el mundo libre quién es, luego recorrer uno a uno los pasillos, bajar al tercer piso, al segundo y al primero, y salir a los otros pabellones y decir a los presos, guardias y empleados de Bellavista que él, Jeyson, es un copado, que está orgulloso y jamás dejará de serlo.
6
Es jueves. Como la mayoría de internos, los que no pertenecen al comité de disciplina o no tienen con qué pagar a este el privilegio de emperezarse en el camarote hasta más tarde, se ha levantado a las cinco de la mañana, se ha bañado, ha bajado para el primer recuento, ha ido al restaurante para el desayuno, ha jugado una partida de ajedrez y la ha perdido, ha echado un sueñito, ha regresado al restaurante para el almuerzo y ha renegado de esas lentejas tan simples, de ese arroz tan salado, ha echado otro sueñito, ha visto un partido de microfútbol, ha jugado otra partida de ajedrez y también la ha perdido. ¡Mierda, si soy bien bruto!, se dijo. Ha comido, se ha tirado en su camastro, ha reiniciado el libro prestado en la biblioteca pero es incapaz de pasar de la primera página porque se lo impide la voz de Cata diciéndole: Te amo, mi amor, eres el único; se lo impide el recuerdo del canela de sus piernas, del olor de su sexo y del sabor de sus pechos de colegiala, y también la idea de que ella se ha enamorado de otro y jamás regresará a visitarlo ni a hablarle por el teléfono, a gritarle: Jeyson, mi amor, te amo, te pienso, eres el único; manéjese bien, mi amor…
Coloca el libro en la pequeña mesa a su izquierda entre los retratos de Cata y de su madre. Recuerda cuando conoció a Cata: él iba por el barrio en un Renault 9 de último modelo con el cojín aún manchado de sangre. Vuelve a ver al propietario con la cabeza echada hacia atrás, empapada de sangre por el costado izquierdo, la boca medio abierta. Piensa: Por no querer entregarlo. Cata salió de la tienda de don Pablo, él la vio y le dijo a Zurdo: ¡Qué belleza! Es una prima de Miryam recién llegada de un pueblo, le informó Zurdo, ya he charlado con ella y es una muchacha seria. De inmediato la llamó y se la presentó: Mucho gusto, Jeyson. Ella se quedó mirando el borde del espaldar, ¿Qué es eso? Zurdo contestó: A Jeyson se le vino la sangre. Ella sonrió, le dio la mano suave, Mucho gusto, Catalina. Ni él ni ella supieron qué más decir, pero Zurdo improvisó un chiste, se apeó del carro y la invitó a subir para dar una vuelta con su amigo antes de ir a entregárselo al comprador. Mientras tanto se tomaría una gaseosa; consultó su reloj y esbozó un gesto como para aclararles que disponían de todo el tiempo. Piensa: ¡Qué vivo era Zurdo!, ¡era un bacán!
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