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Breve historia del siglo XXI
Del 11-S a la toma de Kabul
José Enrique Ruiz-Domènec
Breve historia
del siglo XXI
Del 11-S a la toma de Kabul
Mil maravillas hay; y al hombre encanta
Fábula que de bella se gloría,
Más que verdad cuya rudeza espanta.
Píndaro, Oda 1
No se puede aprender del pasado
si se escribe a conveniencia.
Zadie Smith, Con total libertad (2021).
Índice
Introducción
1. La historia continúa
2. El atentado a las Torres Gemelas
3. Estrategia: lecciones de geopolítica mundial
4. Occidente y el resto del mundo
5. China y la nueva ruta de la seda
6. América Latina en la encrucijada
7. Ecos de la revolución islámica iraní
8. Las megalópolis y el cambio climático
9. La sombra de Lehman Brothers
10. Poética de la rebelión de las masas
11. El acontecimiento digital
12. Robots, drones y cíborgs: el triunfo de la tecnología
13. La larga memoria de la guerra civil europea
14. Ironías del multilateralismo
15. La pausa festiva. Cuando el deporte dicta las reglas
16. Brexit, Grexit y otros ‘exits’
17. El precio del resurgimiento tras el virus de la Covid-19
18. ¿Cambio de era o mutación de la historia?
Coda: la toma de Kabul y la erosión del mundo
Lecturas
Sobre el autor
Sobre el libro
Créditos
Introducción
En junio del 2021, Sergio Vila-Sanjuán me trasmitió la idea de Ana Godó de convertir mi aportación al número 1000 de Cultura/s de La Vanguardia dedicado al siglo XXI en un texto extenso para la colección de Libros de Vanguardia. Lo pensé, busqué los materiales y lo escribí. El resultado final es este pequeño ensayo que he titulado Breve historia del siglo XXI. Se trata de un homenaje a mi profesión de historiador, la cual ha estado muy presente en los debates sobre lo que nos espera tras superar, si es que lo hacemos alguna vez, la covid. Son textos breves, algunos surgidos de mis contribuciones a las páginas de Cultura/s, llenos de sentido del humor, que es el mejor modo de afrontar el ruido ambiental de lo contemporáneo.
Côte-d’Or, Borgoña, agosto del 2021
1. La historia continúa
Este libro abarca veinte años de historia del siglo XXI, desde el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del 2001 hasta la toma de Kabul en manos de los talibanes el 15 de agosto del 2021. Tiene como objetivo que el lector se haga una idea de lo que han supuesto estas dos décadas a escala mundial. Tengamos en cuenta que no se había producido con anterioridad una acumulación de cambios tan trascendentales y en un período de tiempo tan corto. El orden internacional se ha alterado por completo, la crisis de las instituciones es gradual, y la sociedad emite señales de incertidumbre ante lo que le deparará
el futuro.
El ojo del historiador analiza lo sucedido con el fin de predecir lo que puede llegar a suceder en el horizonte 2050, sabiendo que el azar es la noción fundamental del presente. Puede ocurrir cualquier cosa. Lo mejor y lo peor. Por tanto, la Fortuna mueve de nuevo la rueda, la ronda del tiempo. Es la danza de los elementos que sostienen la vida social. La economía va hacia la política, y la política hacía la economía en un vaivén que hace pensar en los poemas de Píndaro. Es después del 2008, o sea, después de la crisis financiera de Lehman Brothers, cuando el mundo reconoce que no ha llegado el fin de la historia, como se había profetizado sin demasiado acierto. Se inicia entonces una larga década de cambios bruscos, hasta el 2019. En esa fecha, llegan noticias de un brote epidémico en Wuhan, China. Hay ahí algo como una venganza ante el orgullo desmedido de Occidente. Para iluminar esos hechos atenderé una sugerencia de la escritora Zadie Smith: “No se puede aprender del pasado si se escribe a conveniencia”.
La covid ha hecho que la sociedad tome conciencia de la quiebra de la continuidad de la historia mundial. Mientras la vacuna se difunde, con notables resistencias, se llega a la conclusión de que la vida humana no se entiende solamente desde el horizonte de esperanza en un futuro prometedor; se entiende también desde la asimilación de lo desconcertante, ese rasgo de la realidad que la novela de Bretaña del siglo XII identificó con lo maravilloso. A partir de esa asimilación, más resignada que entusiasta, resulta fácil comprobar que la historia continúa.
El desafío del presente es la necesidad de recuperar el momento de contacto humano para hablar, sentir o razonar los conocimientos almacenados en las bases de datos de los modernos ordenadores como también la necesidad de abordar sus efectos en la educación y en la cultura. Nos apremia liberarnos del peso de la identidad y valorar la levedad, siguiendo el ejemplo del mito de Perseo, a la hora de promover soluciones que eviten la Medusa, encarnada hoy en la propaganda política.
No es la primera vez que se percibe un hecho así. Recuerdo la que Italo Calvino formuló en Seis propuestas para el próximo milenio (ese próximo milenio del que hablaba en Harvard en 1984 es el actual), cuando aconsejó que “con los mitos no hay que andar con prisa; es mejor dejar que se depositen en la memoria; detenerse a meditar los detalles, razonar sobre lo que dicen sin salir de su lenguaje de imágenes”. Y eso es lo que quiero hacer aquí para fijar el diseño de una historia del siglo XXI.
La historia del siglo XXI se ha desarrollado primero por el efecto traumático del 11 de septiembre del 2001, luego por las dudas ante el proceso de civilización suscitadas por la guerra preventiva contra el terrorismo que redimía viejos esquemas de conflictos religiosos; en paralelo al ajuste de la revolución digital y al poder del algoritmo; más tarde por los efectos de una ceñuda crisis financiera que en el 2008 dio una lección (gélidamente pragmática) sobre la fragilidad del sistema económico mundial; luego por el culto al populismo en las formas de gobierno; a lo que siguió la inclinación por el soft power del que habla Joseph Nye y por el utilitarismo proyectado en el ocio vacacional; por la geopolítica forjada alrededor de la expansión de China; y, finalmente, por el miedo a la epidemia y por la explosión emotiva ante el retorno a la normalidad. Así, durante veinte años, una sucesión de acontecimientos se trabó en la vida de la gente hasta el punto de que hoy, entrados en los años veinte, se puede decir que la historia está más viva que nunca.
Vayamos ahora al principio, al punto de partida del brusco giro en el curso de los acontecimientos que dio lugar al siglo XXI, a ese lugar donde un día cualquiera se convirtió en ese momento de no retorno donde tantas veces el azar ha conducido a la humanidad.
Es una propuesta. Una guía de perplejos.
2. El atentado a
las Torres Gemelas
El 11 de septiembre del 2001 se produjo un atentado a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York por parte de una célula de Al Qaeda que seguía las directrices de Osama bin Laden. Este acontecimiento marcó el curso de la historia mundial para las siguientes dos décadas; por eso la lectura del ataque es una invitación al debate. Escribió al respecto Rafael L. Bardají: “La visión de un mundo rico, democrático y liberal, a salvo de la violencia e inestabilidades que sacudían a los países pobres y dictatoriales, se quebró a medida que se hacían pedazos los edificios emblemáticos del poder financiero y militar del mundo occidental. El mundo se adentraba en una nueva era de la vulnerabilidad y el terror”.
La convicción de estar ante una brecha en la historia mundial consolidó el argumento de que se abría una nueva época, al menos en las relaciones internacionales. El terrorismo, que hasta ese momento se había considerado un inconveniente irritante y ocasional, se convirtió en un argumento clave en la agenda política de los gobiernos de todo el mundo. Las severas medidas de control en los aeropuertos cambiaron el concepto del viaje aéreo; lo hicieron incómodo, desagradable. Los expertos en geopolítica interpretaron las reacciones emotivas ante el atentado para salir al paso de extravagantes conjeturas, incluidas las del complot de los servicios secretos estadounidenses. Poco a poco se forjaron las condiciones para justificar una guerra en nombre de la justicia.
Reputados teóricos como Robert D. Kaplan llegaron a la conclusión de que la civilización occidental se podía diluir en caso de una respuesta suave o desacertada. Los análisis del ataque no se reducían a verlo como un atentado al orden jurídico internacional, sino como un desafío a Occidente, en particular a su sentido de la justicia y de la democracia. Así se expresó el presidente George W. Bush en el discurso ante el Congreso de Estados Unidos, que buscaba emular al Discurso de la infamia pronunciado por el presidente Franklin D. Roosevelt el 8 de diciembre de 1941 tras el ataque de la flota japonesa a Pearl Harbor, el mayor acontecimiento de la cultura americana contemporánea por su perdurable memoria sobre el sufrimiento de un pueblo.
El ataque a las Torres Gemelas se vio como una brecha en la continuidad de la civilización que es (o era) la nuestra. La pregunta ¿qué había pasado para que un hecho así pudiera producirse? halló respuesta, pues se consideró que Osama bin Laden tenía como primer objetivo la destrucción del orden democrático liberal, y abundaron las respuestas que postulaban la profecía sobre el choque de civilizaciones, promovida entre otros por el profesor Samuel P. Huntington, para confirmarla o sencillamente para negarla.
Desde ese momento germinal, en septiembre del 2001, la historia del siglo XXI se parafrasea con facilidad como un juego de estrategia entre diversas concepciones del mundo, rivales entre sí.
Estados Unidos tiene un objetivo rural y suburbano a la vez, el de hallar una identidad nacional en la inmensa diversidad de razas, lenguas, estilos de vida y valores que forman su inquebrantable unión, según quedó fijado en la elección de Donald Trump en el 2016.
Rusia busca la conexión con su pasado inmediato, cuando era la URSS, a través de la idea de un imperio, que explica la invasión de Georgia en el 2008, de Ucrania en el 2013 y de Crimea en el 2014.
China, con su presidente Xi Jinping, plantea la recuperación de la ruta de la seda para ajustar el mapa geoestratégico de Asia Central; al fin y al cabo, ya ha empezado a hacerlo pues las compañías chinas son propietarias de una cuarta parte de la producción petrolera de Kazajistán y más de la mitad de las exportaciones de gas de Turkmenistán.
La UE, por su parte, desea y sueña con muchas cosas, algunas posibles, como el control del gasto por el Banco Central, otras imposibles, como atajar el nacionalismo y el populismo que crece sin parar en sus países miembros. En todo caso, la UE no tiene en cuenta las fronteras exteriores, ni lo que ocurre en los conflictivos bordes sudoccidental y sudoriental, donde se erigen grandes pasillos para los procesos migratorios en medio de guerras más o menos declaradas. Así se parece cada vez más al Sacro Imperio Romano Germánico, es decir, a una estructura de poder ingobernable.
La visión misteriosa y contenida que ofrece Irán de un desafío no consumado tiene que ver con la naturaleza cauta de la riqueza del subsuelo en el golfo Pérsico. No es que los iraníes, espoleados aún por la revolución islámica de 1979, no aspiren a forjar una gran potencia en su territorio como en tiempos de la dinastía safávida. Es más bien que, a diferencia de sus vecinos, rusos, turcos o sirios, no están dispuestos a renunciar fácilmente al chiismo a cambio del sueño imperial persa. Son reacios a desechar la memoria de Fátima, la hija del Profeta, por un lugar en el dominio de Oriente Próximo, por mucha presión que reciban de Hizbulah desde el Líbano. No renunciarán a la realidad de su revolución por el sueño de limitar la expansión suní de hachemíes y saudíes.
Un habitante de lo que ha quedado reducida Bagdad en el siglo XXI calificaría la situación de altamente tensa respecto al futuro del gas natural y los hidrocarburos de la región. La guerra de Irak ofreció una hipótesis distinta: la posibilidad de mantener desestabilizada la región como garantía de sostener la extracción de materias primas sin necesidad del capital chino. Mantener el caos para que el nuevo orden mundial se parezca al antiguo. Como deseo para el futuro, nada podría ser peor. Esta es la parte de la historia del siglo XXI que aparece en las primeras páginas de los periódicos, la historia que se ve; pero hay también una importante historia que no se ve.
La historia que no describe lo sucedido, sino que añade algo a la sociedad al estudiar un evento traumático como el 11 de septiembre en Nueva York. La misión del historiador consiste en ponerse ante el presente para enseñarnos lo que no aparece a simple vista, superando así la lectura up to the date. Así conseguimos iluminar el debate que se creó a partir de la guerra emprendida contra el terrorismo internacional en el contexto de una cadena de hechos que venían de muy atrás, y vemos así que los argumentos ofrecidos por la administración Bush a la hora de enviar tropas a Afganistán crearon una atmósfera próxima a las guerras de religión del siglo XVII que precedieron el nacimiento del Leviatán de Thomas Hobbes y la creación del Estado moderno.
Quien se contenta con acumular datos sobre lo sucedido tras el ataque a las Torres Gemelas jamás podrá hacer una idea del efecto en el curso de la historia. A lo más aceptará o rechazará la tesis de Samuel P. Huntington sobre el choque de civilizaciones con el que comenzó el siglo XXI. Pues no se trata de conocer al detalle todo lo sucedido sino de ver lo que está oculto en los acontecimientos, es decir, la trama con la que se inauguró un nuevo período de la historia. Esa tierra olvidada a menudo en los reportajes de televisión.
La historia no había terminado en 1991 con el colapso de la Unión Soviética, al contrario, se intensificó en los días sucesivos al ataque del 11 de septiembre. Los problemas de injusticia social o de desgaste institucional se agravaron a medida que la democracia liberal afrontaba medio atónita una seria crisis de legitimidad. Estábamos a las puertas de un desafío para explicar un acontecimiento inconcebible. Y así empezó la hegemonía de la sociedad del espectáculo. Todo el mundo pudo ver en las pantallas de la televisión lo que durante muchos siglos había sido invisible, que a lo más había sido objeto de comentarios por los testigos de hechos terribles en las campañas militares de la Europa moderna: los efectos de la guerra.
En ese momento comienza históricamente el siglo XXI, que, visto hoy en retrospectiva, se articula en tres períodos: primero hasta la crisis financiera del 2008; a continuación, la larga década de los ajustes de las economías mundiales; y, por fin, la llegada de la covid y el efecto de la epidemia en la vida social y cultural.
3. Estrategia: lecciones
de geopolítica mundial
En el lenguaje corriente, la noción de estrategia designa una lectura del mundo desde la perspectiva de los estados mayores de los ejércitos. Es una definición bastante parcial, por supuesto. A finales del siglo VI, el emperador bizantino Mauricio, autor del Strategikon, un libro publicado por el Ministerio de Defensa español, consideró la estrategia como el esfuerzo por examinar un acontecimiento fijando su tiempo, espacio y escala. Hoy, siguiendo esa tesis, la estrategia se ha vuelto la noción clave para abordar cómo en el siglo XXI se reaccionó ante el desafío del terrorismo ya que permitió conectar con los hechos de la actualidad evitando interpretarlos de forma simple.
El emperador Mauricio, de haber vivido en septiembre del 2001 en Nueva York, hubiera recomendado una respuesta sensata ante el ataque, basada en un conocimiento preciso de la historia de Asia Central y de Oriente Medio; nunca hubiera recurrido a la guerra preventiva ideada por el vicepresidente Dick Cheney por consejo de la industria armamentística estadounidense.
La cordura del estratega tiene un trasfondo melancólico. Al detectar el peligro para la paz mundial de una acción de castigo contra un enemigo difuso comprueba que el único valor seguro es la comparación con otros momentos de la historia a la hora de fijar el tiempo de la respuesta, el espacio que aborda y la escala, local o mundial. Veamos uno de esos momentos que hubiera sido útil observar antes de la decisión tomada a comienzos del siglo XXI, que se produjo en las décadas iniciales del siglo XVIII.
Ese momento arrancó a la política de las brumas de las guerras de religión, forjando una actitud ante la historia que llamamos ilustrada y que emana de los textos del barón de Montesquieu y de los estudios de Voltaire sobre la moral y las costumbres. Por eso el malogrado historiador Tony Judt lo convierte en referente para entender las líneas estratégicas del siglo XXI.
Comparto su observación, pero añado (en razón de los últimos acontecimientos) que la estrategia actual no radica solo en un análisis de la situación internacional, sino también en un estudio del efecto de la propaganda. Por eso considero la nueva Rusia un ejemplo a tener en cuenta. Hoy quiere ser un imperio euroasiático, no la potencia europea que desearon Pedro el Grande y Catalina la Grande. La forma autoritaria, no obstante, acerca a Vladímir Putin al zar y a la zarina, porque no es solamente un modo de gobernar, también es un modo de comunicar la disensión sobre el largo muro creado por Polonia, Ucrania, Bielorrusia y Bulgaria. En la nueva Rusia, donde nada es verdad y todo es posible, dice Peter Pomerantsev, el interés económico choca con la estrategia militar. La clase dirigente tiene dudas si es mejor vender gas a Alemania y blanquear el dinero a través del mercado inmobiliario de Londres o la Riviera francesa, o bien entrar en un conflicto militar para hacerse con Crimea y Ucrania. Estamos por tanto ante una Rusia que se interesa por igual en el sonido de la demolición de edificios viejos que marca la hora en los solares de Moscú como en el de los vueltos rasantes de sus Mig-35 preparándose para un ataque contra la OTAN. En todo caso, escribe Edward N. Luttwak, es una Rusia que adopta la estrategia de los años en que estaba en el trono el emperador bizantino Mauricio y su propuesta de hacer viable una paz perpetua.
Otro ejemplo.
La estrategia seguida en el siglo XVIII respecto a Turquía por las cinco potencias europeas de entonces (Inglaterra, Francia, Austria, Prusia y Rusia) no fue un simple modo de alejarla de los asuntos mundiales al tiempo que se la apreciaba como la cultura del serrallo (Mozart contribuyó a esta idea con una ópera): es un modo elocuente en sí mismo que nos informa también sobre el carácter medroso de los actuales europeos por lo que respecta a integrar a Turquía en la UE. En esa actitud, en la que todo cuenta, el arma más utilizada y a la vez más letal es la propaganda. El espíritu imperial turco se detecta a la hora de concebir el territorio como lugar de paso de la riqueza de Asia Central a Europa, que asienta la economía de Estambul de ayer y de hoy. Nada en la situación actual se aleja de lo vivido en el siglo XVIII con fatales consecuencias: Turquía se convirtió en aquel momento en “el enfermo de Europa”, y su decadencia originó las guerras en los Balcanes.
A comienzos del siglo XVIII, el mundo se encontraba como lo está a comienzos del siglo XXI, en el interior de un círculo de intereses donde las razones del conflicto mundial no estaban en el sentimiento nacional, pues poco les importó la pobreza o el sufrimiento de sus compatriotas campesinos o aparceros, sino en los sofisticados principios sobre el uso de la razón en el orden estético, como ahora no lo están en el sentimiento de solidaridad hacia los pueblos oprimidos sino en la actitud de los líderes, patriotas de día, fulleros de noche. Así, la guerra de Sucesión española en el siglo XVIII debe ser el referente de la guerra contra el terrorismo que ocupó Afganistán durante veinte años en el siglo XXI. Si en la primera, los tratados de Utrecht y Darmstadt fijaron el mapa de Occidente; en la segunda, la paz de Moscú, según los parámetros acordados en Doha en septiembre del 2020, ha fijado no solo la retirada del ejército estadounidense de Afganistán y en consecuencia la aceptación diplomática del dominio de los talibanes sobre la recolección de la amapola, y con ella del control del opio y de la heroína, sino también el fracaso de Occidente, la civilización donde rigen normas sin fuerza. Si en 1715, tras la muerte de Luis XIV, Francia supo que debía cambiar la estrategia y dejar de actuar como un Estado reflejo del rey, en el 2021 los Estados Unidos del presidente John Biden son conscientes de la necesidad de una estrategia nueva ante el islam si quieren hacer frente a los cambios geopolíticos de la región debido a la presencia de China en el gran juego por el control de Asia Central.
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