El duende de arena

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El duende de arena
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José A. Fernández


Primera edición. Enero 2022

© José A. Fernández

© Editorial Esqueleto Negro

esqueletonegro.es

info@esqueletonegro.es

esqueletonegro@outlook.com

ISBN Digital 978-84-123251-2-6

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

Indice

El Golfo Pérsico. 7

El Pentágono. Washington. 10

Provincia de Málaga. España. 18

La Tercera Guerra Mundial. “El diablo es más inteligente que nosotros.” 73

En el interior. España. 78

Washington DC. 99

Los demonios vuelan de noche 116

Algunos ángeles no tienen alas. 120

Madrid. España. 128

Paz. “El mal triunfará cuando los hombres buenos no hagan nada por impedirlo”. 168

Washington DC, después. 172

Arabia Saudí. Un oasis en el desierto. 181

Una vida en lo profundo. 185

Un mes después. 190

El Golfo Pérsico.

El bufido descendió del cielo cortando el aire como si fuese la hoja de un afilado cuchillo atravesando una melosa mantequilla. La desértica superficie terrestre, bañada por la negra oscuridad de la noche, comenzó a aproximarse a una velocidad supersónica. En milésimas de segundo, el objeto viró en un ángulo de casi noventa grados y tomó una nueva dirección.

En menos de cinco segundos, el pequeño misil tierra-tierra abandonó territorio iraní y comenzó a planear, envuelto en un amenazante silencio, por las tranquilas aguas del Golfo Pérsico que en aquel momento permanecían oscuras reflejando tímidamente la luminosidad de las estrellas y la Luna.

Pronto, el artefacto comenzó a sobrevolar una zona atiborrada de sofisticados buques de guerra americanos puestos allí con un único y claro propósito, intimidar al gobierno de Irán y mostrarle la clara advertencia de un posible ataque militar si continuaba con la idea de persistir en su desafiante carrera nuclear.

El presidente americano había lanzado en los últimos meses continuas amenazas de castigar militarmente posiciones iranís como represalia por supuestos sabotajes causados a buques occidentales y otras acciones belicosas perpetradas por grupos terroristas supuestamente apoyados y financiados por el país de los ayatolás. Finalmente, dichas amenazas no se habían convertido en realidad, evitando de esa manera una no deseada escalada en el conflicto, aunque todos los actores que poblaban la zona ya habían empezado sus movimientos reforzando de manera notable sus efectivos militares.

Dos F-22 Raptor rugieron en el cielo sobrevolando el límite de las aguas jurisdiccionales iraníes a muy pocos kilómetros de los barcos de guerra de la flota militar de Irán. Sus sofisticados radares, al igual que los poderosos sistemas de detección con los que estaban provistos los numerosos buques militares americanos, no detectaron ningún movimiento extraño, ni en el aire ni en el mar.

En la trayectoria del invisible misil se interpuso un enorme portaviones de la flota americana que relucía en la noche como una autentica ciudad flotante, flanqueado por dos imponentes destructores y una fragata, todos ellos poderosamente armados; en pocos segundos y si nadie lo remediaba, el pequeño proyectil haría impacto contra la monstruosa nave de guerra, pero en el último instante, la trayectoria del cohete cambió en un imperceptible y fugaz movimiento y continuó avanzando entre los barcos de combate sin acercarse a ninguno de ellos.

Un nuevo buque, mucho más pequeño y con bandera civil, se recortó en la noche entre las gigantescas naves de guerra. En tan solo tres segundos, el misil hipersónico impactó en su objetivo; un pequeño boquete se dibujó en el lateral del casco de la frágil embarcación y al instante, una bola de fuego y humo se elevó hacia el cielo iluminando la oscuridad de la noche como brillantes fuegos artificiales a los que siguió un sonoro estruendo.

Tras unos pocos segundos más, el barco comenzó a inclinarse por su proa y a ser rápidamente tragado por el mar.

El Pentágono. Washington.

―Es inminente, en los próximos días se producirá un ataque a gran escala contra Irán ―el hombre se encontraba de pie en el pequeño y apartado despacho de los sótanos del Pentágono, era joven y rubio, su rostro suavemente pintado de color moreno, le daba un reconocido atractivo―. Tres de nuestros portaaviones se dirigen a toda leche al golfo acompañados de no sé cuántos destructores y fragatas para unirse a la flota que ya está allí presente.

El rubio pasó una mano por su pelo rizado, sus palabras denotaban una extremada preocupación. Echó una penetrante y expectante mirada al otro hombre que ocupaba el despacho sentado tras la vieja mesa de madera.

―Murieron once personas, Luke, todas ellas estadounidenses y miembros, en mayor o menor medida, de la administración del presidente ―dijo el hombre sentado, de pelo canoso y considerablemente más mayor que el rubio―. Y uno de ellos era primo suyo, primo del presidente, joder.

―¡Y qué coño pintaban en el maldito Golfo Pérsico con la que está cayendo! ―exclamó Luke girando sobre sí mismo y dirigiendo su mirada perdida hacia alguna inexistente ventana.

―Eso a nosotros no nos importa ―contestó el del pelo canoso levantándose de su silla―. Parece ser que todos ellos eran analistas y asesores militares, no sabemos lo que hacían allí, pero lo que nos debe de importar realmente, Luke, es que eran compatriotas, hombres y mujeres americanos, ¿entiendes?

El joven rubio agachó su cabeza y pareció meditar las palabras de su compañero durante unos eternos segundos.

―Y alguien se los ha cargado ―continuó el del pelo blanco―. Alguien que disparó un puto misil desde territorio iraní, eso es lo que nos debe importar, Luke.

―Sí, desde territorio iraní, pero la cuestión es quien dejó el pájaro libre para que comenzase a volar ―Luke volvió a mirar a su jefe, esta vez con una de esas miradas que decían que algo oculto en el fondo del armario había sido escondido sin avisar a nadie, y de una manera explosiva y tendenciosa, ese algo había abandonado el armario.

El hombre de las canas, ya de pie, devolvió una interrogativa mirada a su empleado, colaborador y amigo. Le conocía muy bien y nunca decía nada dejado a la improvisación. Los dos llevaban años formando un equipo perdido en una olvidada oficina del Pentágono, la Agencia de Información Especial, la AIE, prácticamente desconocida por todos, pero cuyo trabajo había sido extremadamente eficiente y primordial en numerosas ocasiones de cara a defender la seguridad nacional, y, sobre todo, la paz, en los Estados Unidos y en el mundo. Siempre en las sombras, despejando caminos llenos de pinchos y excrementos, eliminando cristales rotos para que otros se aprovechasen de su oscura y meritoria labor, pero eso a Robert no le importaba, el adoraba su trabajo y a su país, pero por encima de todo, siempre había perseguido que se conociese la verdad, fuese cual fuese el asunto del que se tratara, con todas sus consecuencias.

―¿Qué quieres decir?

―Ningún radar ―Luke se acercó a su jefe y pareció bajar la voz como si las paredes, de repente, tuviesen odios―, ni siquiera los más modernos aviones de las fuerzas aéreas fueron capaces de detectar el proyectil que abatió el barco del primo del presidente.

―¡Los rusos están llevando sus “pepinos” de última generación a territorio iraní! ―replicó Robert levantando la voz sin importarle las paredes―, misiles supersónicos capaces de hacerse invisibles a los más modernos y sofisticados radares.

―Incluso los misiles rusos más avanzados no hubiesen sido capaces de escapar a todos los radares, y, aun así, un misil supersónico de los que tenemos conocimiento que posee Rusia, hubiese devastado un barco tan pequeño, lo hubiese pulverizado ―Luke hizo un expresivo gesto con sus manos como si estuviese soltando cenizas―. Y la embarcación solo sufrió un selectivo impacto lateral justo donde se encontraba la sala de máquinas que fue lo que provocó la explosión y la muerte de todos sus ocupantes.

 

―¿Y? ―Robert pareció cerrar los ojos como si estuviese meditando.

―Los rusos aun no disponen de esa tecnología en sus misiles hipersónicos ―Luke echó una expresiva mirada a su jefe―. Los juguetes más avanzados que poseen de este tipo son los Zircons, que pueden alcanzar una velocidad Mach 9, es un misil de crucero de gran potencia y no hubiese hundido ese barco tan pequeño, lo hubiese destrozado.

―Está bien ―Robert parpadeó varias veces como si estuviese vencido por el cansancio―, y quien coño tiene esa maldita tecnología si no la tienen los rusos, ¿los chinos?

―No, Robert ―el joven analista miró a su jefe con una intensidad que parecía echar fuego―, la tenemos nosotros.

El viejo agente de pelo blanco abrió los ojos como si hubiese recibido una repentina descarga eléctrica y se encaró con su joven empleado.

―¡Los rusos y los chinos van a la cabeza en tecnología hipersónica para misiles! ―gruñó―. ¡Todos los días tengo sobre mi mesa informes que lo confirman!

―He estado toda la noche… indagando ―Luke no pareció prestar atención a la supuesta alteración de su jefe, el analista rubio, a pesar de su juventud, llevaba varios años investigando con éxito para la pequeña agencia y ya se había convertido en uno de los más sobresalientes cerebros del Pentágono, y eso no pasaba por alto para las altas esferas, por lo que ya se lo rifaban las poderosas agencias de inteligencia del país como la CIA y la ASN.

Pero el joven rubio no quería abandonar su puesto al lado de Robert. Los dos amigos se miraron sin pronunciar palabra durante unos interminables segundos, después, Luke continuó hablando.

―Hace unos cinco años, una pequeña empresa tecnológica perteneciente a quien es ahora nuestro máximo mandatario, desarrolló el prototipo de un misil ultrasónico, a ese pequeño cohete lo llamaron “Knocker”, en referencia al mitológico duende con el mismo nombre.

―El Presidente… ―Robert llevó una mano a su pelo blanco y esta pareció temblar al contacto con la mata canosa.

―Esa empresa dejó de construirlo por lo caro del proyecto y por el escaso interés de la administración anterior en esa tecnología. Ese arma era un misil completamente invisible a cualquier radar, pero demasiado poco potente; ese juguete que se lanzó desde Irán, si en vez de impactar contra el pequeño barco donde se encontraban los asesores militares del presidente lo hubiese hecho contra uno de nuestros destructores, tan solo le hubiese hecho cosquillas ―Luke esbozó una histérica sonrisa―. Era un misil muy selectivo, pensado para objetivos muy pequeños como personas o vehículos no muy grandes, y la anterior administración, mucho menos interesada en la carrera armamentística que la actual, lo descartó completamente.

―¿Quieres decir qué el misil que construía la empresa del presidente y él que mató a nuestros compatriotas son la misma arma? ―Luke no contestó―. Está bien, ¿qué pasó con los malditos misiles después de que se dejasen de fabricar? ¿Cuántos misiles se llegaron a construir?

―Se fabricaron varios misiles “Knocker”, prototipos, no sé, tal vez cinco o seis, la mitad de ellos se quedaron finalmente en el ejército para probarlos y el resto tuvo como destino Arabia Saudí ―la voz del rubio parecía desgastarse segundo a segundo como si sus cuerdas vocales estuviesen realizando un enorme esfuerzo―. Teremos información de que los compró un príncipe muy cercano al rey de aquel país, prácticamente ese príncipe es como si fuese uno de sus hijos.

―¿Y ese príncipe tiene algún cargo importante en la Administración del rey? ―preguntó Robert a sabiendas de que el rey de Arabia Saudí era el máximo mandatario del país, un mandato absoluto y en muchas ocasiones, cruel y tiránico.

―No, ni falta que le hace, nuestro principito ha estado metido en varias ocasiones en listas elaboradas por la CIA como traficante internacional de armas, pero claro, el rey es amigo y protegido nuestro, por eso nunca se ha actuado contra el príncipe traficante.

―Está bien ―Robert levantó sus brazos en un gesto de serenidad―, entonces, sugieres que quien o quienes lanzaron el misil, se lo compraron al príncipe protegido por el rey de Arabia Saudí, uno de los principales amigos y aliados en la zona de nuestro Gobierno.

―Exacto.

―Pudieron ser los propios iraníes quienes se lo compraron al príncipe para perpetrar el atentado ―añadió Robert sin mucha convicción.

―Vamos, sabes de sobra que la CIA controla todo el tráfico de armas en oriente medio, no hubiesen permitido al principito vender esos misiles a uno de nuestros más acérrimos enemigos ―replicó el joven rubio.

―¿Y si sí lo permitieron?

Los dos agentes de la Agencia de Información Especial se quedaron mirando sin pronunciar palabra.

―Debemos de averiguar quien compró ese pequeño juguete al príncipe traficante ―dijo finalmente Luke en un tono apagado, casi sin voz―, si fueron los iraníes… o no...

Robert comenzó a dar pasos por el pequeño despacho como si desease que alguno de aquellos gruesos muros se abriese de repente para dejarle caminar en libertad y rebajar toda la tensión que estaba acumulando en su interior.

―Se lo comunicamos al presidente que mande a alguien para que lo investigue ―las palabras de Robert, más que una pregunta, parecían una sugerencia hacia su joven y aventajado compañero.

―No, Robert ―la voz de Luke pareció hacerse fría y distante―, hagámoslo nosotros antes de decirle nada al presidente, este asunto no huele nada bien.

―No sé cómo vamos a hacer eso ―protestó el aludido―, Arabia Saudí es un país lleno de agentes de la CIA, de la ASN y quien sabe de cuántas agencias más, nos echarían a patadas nada más pisar allí intentando meter las narices en este asunto.

―Nuestro principito no vive ahora en Arabia Saudí ―contestó el analista rubio que continuaba manteniendo su voz fría como un tempano de hielo, pero al que se le había dibujado una pequeña sonrisa de satisfacción―, tiene su domicilio cerca de la ciudad de Málaga, en España, y precisamente, ahora tenemos a uno de nuestros mejores hombres en suelo europeo.

Provincia de Málaga. España.

I

El autobús de línea procedente de Málaga, se detuvo junto a unas palmeras que intentaban proteger con sus temblorosas sombras un pequeño parque del fatigoso calor del mediodía. Las tres atractivas muchachas bajaron del vehículo mientras una de ellas hacía un simpático gesto de despedida al chofer. A pocos metros, el mar brillaba y se mecía con suavidad acariciando la fina arena de la playa donde se abarrotaban los bañistas.

―¡Mirad, chicas! ―exclamó alegremente una de las jóvenes recién llegadas, la que se había despedido con una sensual sonrisa del conductor del autobús, señalando hacia la atestada playa. Johana era la más pequeña de las tres, acababa de cumplir los diecinueve, y también era la más extrovertida y dicharachera del pequeño grupo.

Pero ninguna de sus dos compañeras pareció hacerla mucho caso y las tres chicas comenzaron a caminar con sus pequeñas bolsas de viaje al hombro recorriendo el paseo marítimo.

A los pocos pasos, Johana volvió a detenerse, sus espectaculares ojos verdes, incrustados en un moreno y atractivo rostro, se iluminaron y miraron nuevamente hacia la playa.

―Podíamos darnos un baño ―insistió la joven morena en un tono jovial y lleno de energía dirigiéndose esta vez y de una forma más concreta a su compañera rubia que encabezaba la caminata, pero esta tan solo se limitó a señalar hacia delante con un severo gesto de su puntiaguda barbilla.

―Aquel edificio es el hospital ―dijo la rubia con cierta sequedad―, lo que quiere decir que nuestra habitación está cerca. Ya tendrás tiempo de bañarte.

Con veintitrés años, Erika era la mayor de las tres. Era colombiana, aunque su aspecto rubio y sus ojos claros, le hacían parecer una hermosa chica del este europeo. Su carácter rudo y autoritario le habían convertido en la líder del pequeño grupo, sus dos compañeras siempre respetaban sus decisiones, fuesen o no fuesen de su agrado.

Johana no volvió a pronunciar palabra y continuó caminando detrás de la colombiana dejando a Susana en la cola del grupo; el alargado y precioso rostro de esta última permanecía impasible ante la reciente conversación de sus dos compañeras, tanto Erika como Johana parecían buenas chicas, sobre todo honestas, pero aún no las terminaba de considerar como sus amigas, las conocía desde hacía tan solo dos escasos meses, desde que comenzase aquella loca aventura veraniega después de decidir abandonar la acomodada y aburrida vida que discurría en casa de sus padres en uno de tantos y tantos pueblos del interior del país.

Las tres habían viajado aquella mañana desde Málaga hasta Marbella después de que el agente de publicidad para el que trabajaban las hubiese telefoneado la noche anterior, más concretamente a Erika, y le hubiese comunicado que su nuevo trabajo consistiría en asistir a una discoteca marbellí, un local exclusivo donde era imposible pasar sin invitación o, como ellas, ser relaciones públicas acreditadas. El agente, después de informar que tenían una habitación alquilada para una noche en Marbella y que por supuesto, descontaría el importe de sus pagas, advirtió en el oído de la joven colombiana a través de su móvil que mantenía pegado a su oreja, con voz clara y amenazante, que no le fallasen, que aquel encargo era uno de los más selectos con los que contaba la agencia de publicidad y relaciones públicas para la que las tres chicas trabajaban y que él representaba.

Por eso, Erika, la más comprometida con la agencia, no quería ningún tipo de sobresalto hasta que no hubiesen terminado con el trabajo y lo hubiesen realizado en plenitud de condiciones. La playa podía esperar, había muchas en aquella costa y nadie se las iba a llevar. Recorrieron varias calles marbellís escoltadas por el sofocante calor hasta llegar a su destino, un cuartucho endosado en unos viejos bloques de pisos que rodeaban el colorido casco antiguo de la ciudad. La habitación no comprendía ni tan siquiera la cuarta parte del pequeño apartamento que las tres compartían en Málaga. Tan solo estaba amueblada por dos camas y un reducido armario empotrado, con aseo fuera del cuarto y compartido con el resto de habitaciones de la planta, situado en un extremo del pasillo.

Las tres chicas se acomodaron en el pequeño cuchitril y pidieron por teléfono una pizza y unos refrescos para comer, después intentaron dormir algo, misión prácticamente imposible por el calor reinante dentro de la habitación que rayaba lo insoportable y con un aparato de aire que apenas enfriaba y que producía un constante y molesto zumbido.

Susana fue la primera en levantarse de la sofocante siesta, por supuesto, después de no haber pegado ojo. Tenían que presentarse en la discoteca minutos antes de las once de la noche, por lo que disponían de tiempo más que suficiente para asearse y arreglarse en condiciones. Cogió una toalla y con ella envolvió su cuerpo desnudo y empapado de sudor, se asomó discretamente y corrió los metros del pasillo que la separaban del pequeño aseo. Cerró la puerta y tiró la toalla al suelo con rabia, aun hacía más calor dentro del pequeño lavabo que en la habitación. Intentó serenarse mirándose al espejo. Su cuerpo fino y fibroso media algo más de metro setentaicinco, sus piernas eran largas y perfectamente moldeadas, sus senos generosos, pero en absoluto desproporcionados, todo lo contrario, la dotaban de una silueta espectacular. Susana tenía veinte años y era una preciosidad, al menos, eso era lo que había oído una y otra vez en cientos y cientos de bocas desde que era una niña, ¿y para que le servía ser una preciosidad? Para acabar trabajando como una de tantas relaciones publicas veraniegas en discotecas de moda y espectáculos estivales donde el mayor número de asistentes eran varones juerguistas, borrachos y mujeriegos.

La joven volvió a respirar hondo haciendo que sus pechos se hinchasen de una sensual manera, colgó el escueto vestido que se iba a poner para pasar la noche trabajando en la discoteca en un torcido clavo que sobresalía de la pared de azulejos y se metió en la ducha.

II

Tras comprobar en los mapas virtuales de internet que la discoteca Fórum se encontraba a más de un kilómetro de la habitación, las tres compañeras decidieron llamar a un taxi, no estaban en condiciones para caminar muchos metros con los zapatos de tacones y vestidos cortos y ajustados que llevaban puestos.

 

El taxi las dejó en un callejón poco alumbrado, por lo que enseguida dedujeron que la dirección que les había dado el encargado de la agencia era de la parte trasera de la discoteca. Erika golpeó una puerta de hierro con sus nudillos sin demasiada convicción, casi al instante, les abrió un enorme individuo con aspecto de gigantesco gorila cabreado que las hizo un escueto gesto para que le siguiesen dentro del edificio después de hacerlas una minuciosa inspección ocular.

La discoteca Fórum habría las puertas después de medianoche, por lo que tuvieron tiempo para que el gorila les mostrase las distintas partes de la enorme sala de fiestas y explicarlas un poco qué clase de clientes eran asiduos a aquel exclusivo local.

Enseguida se dieron cuenta de que por supuesto, no eran las únicas relaciones públicas que trabajarían aquella noche en el lujoso recinto, había unas cuantas, todas ellas chicas jóvenes de entre dieciocho -o tal vez menos- y veintipocos años: para la noche marbellí, cualquier mujer que tuviese esa edad, fuese atractiva y estuviese apuntada en una agencia de publicidad, ya se podía considerar una cualificada relaciones públicas.

Pocos minutos después de abrir sus puertas, la discoteca comenzó a estar repleta de clientes, sobre todo hombres, y más concretamente varones árabes, multimillonarios solteros, y también casados, que pasaban el verano en Marbella.

El jeque, o el príncipe, se fijó en ellas nada más llegar a la sala, probablemente tuvieron suerte, porque había un buen número de grupos de chicas jóvenes y bonitas, todas ellas vestidas de manera sexy y atractiva para resplandecer en la noche marbellí y conseguir el mayor trofeo. Era muy guapo e iba vestido con la tradicional túnica besht y un pañuelo a cuadros rojos sobre su cabeza denominado en la nobleza del mundo árabe como ghutra an iqal; por supuesto, acompañaban al príncipe cuatro enormes individuos de aspecto nada amistoso que con toda seguridad se trataban de sus guardaespaldas personales.

Después de hablar durante algo más de una hora y de que él pagase todas las copas que tomaron, las invitó a su casa, piscina, jacuzzi, bebidas y diversión.

Según dijo el príncipe, buscaba compañía femenina para los días estivales que iba a permanecer en España.

Mil euros. Para cada una. Por una sola noche.

Susana no se consideraba una prostituta. Por supuesto que no, pero desde el primer segundo en el que comenzó la entrevista telefónica con el señor antipático y con voz de cacatúa que representaba a la agencia mantenida poco antes de comenzar el verano, le quedó perfectamente claro que el irse con hombres a cambio de su dinero era una posibilidad muy tangible con la que le iba a tocar lidiar más de una vez en aquel verano si es que terminaba aceptando el trabajo. Por supuesto que el dinero era muy importante para ella, ¿cómo se iba a sustentar, si no, en la nueva etapa de su vida lejos del manto protector de su familia y amigos? Debía de ganarlo, y a poder ser en buena cantidad, para no pasar ninguna necesidad, y el trabajar como relaciones públicas le ofrecía esa posibilidad, no la exigían gran cosa, solo una entrevista y una muy buena presencia. Y ella la tenía, tal vez su imagen de modelo de televisión era su única alternativa para ganarse la vida lejos de su casa, de sus padres, no poseía ningún título universitario, ni una sólida formación académica, tan solo dominaba de una suficiente manera el idioma inglés, pero lo que Susana sí tenía meridianamente claro, era que no había tomado la decisión de alejarse de los suyos y emprender una nueva vida para ponerse a fregar suelos y malvivir en una habitación.

El verano no había comenzado envolviéndolas en la abundancia económica que ella y sus compañeras tanto esperaban y anhelaban, por lo que aquel millonario árabe representaba una magnífica oportunidad.

Tomaron una nueva copa y cuando la discoteca estaba a punto de cerrar sus puertas, las tres jóvenes salieron a la calle detrás del príncipe rodeadas del ejército de guardaespaldas. Un reluciente todoterreno de color negro más grande que un camión, les esperaba en la puerta del local.

Cuando llegaron al imponente chalet del aristócrata árabe después de abandonar la ciudad de Marbella por su parte norte, se acomodaron en una exótica sala de estar donde predominaban los intensos colores y los complementos textiles por todos los lados, un sugerente aroma, acompañado de una refrescante corriente de aire, llenaba el ambiente de la lujosa estancia.

Un joven enormemente atractivo e inconfundiblemente de rasgos asiáticos, les sirvió unas copas en una reluciente cacharrería islámica y unas cajitas cargadas de marihuana. Todos los guardaespaldas y el joven camarero asiático desaparecieron como por arte de magia dejando al príncipe a solas con las tres chicas.

Después de dar una larga calada y apurar el porro, Erika se levantó, y con un devastador y arrebatador gesto en su hermoso rostro, desabrochó su vestido y se lo quitó, sus pequeños y erguidos senos se presentaron ante el príncipe que los observó con una sensual sonrisa, después, la colombiana se sentó sobre las piernas del noble asiático y rodeó su cuello con los brazos; mientras tanto, Johana intentaba desabrochar de alguna manera las prendas del atractivo príncipe.

Susana permanecía sentada muy cerca de ellos sin saber muy bien que hacer hasta que los profundos y oscuros ojos del árabe se clavaron en ella.

El príncipe apartó con exquisita suavidad a Erika y se levantó.

―Por favor, seguidme ―dijo con una voz serena y penetrante.

Recorrieron parte del interminable chalet hasta llegar a un cuarto de baño más grande que el apartamento malacitano de las chicas, entonces, el príncipe comenzó a quitarse su ropa. Las chicas le imitaron y se desprendieron de las prendas que aun mantenían puestas hasta quedarse totalmente desnudas y los cuatro se metieron en el gigantesco jacuzzi que presidia la estancia. Jugaron en el agua durante unos minutos y la propia Erika fue la más efusiva y complaciente con el hombre, la que más se pegaba a él y la que más caricias le hacía. Pero en un momento dado, el aristócrata árabe invitó de una manera exquisitamente educada a Erika y a Johana a divertirse solas, y a Susana, a que le acompañase. El semblante de las dos chicas se convirtió en un auténtico cuadro de perplejidad y humillación, mientras que, por su parte, Susana temblaba de nervios y desconcierto.

La joven se puso un suave albornoz de seda que el propio príncipe le entregó y abandonó el baño tras el hombre que fue mostrándola todo el impresionante caserón, informando educadamente de los más pequeños detalles, con una voz dulce que acariciaba el rostro de la joven a cada palabra, después, la condujo al gran dormitorio, la desnudó mientras le susurraba que era la mujer más hermosa que nunca había visto, la miró como pidiéndola permiso y comenzó a besarla, cada rincón, cada recoveco de su cuerpo, sin dejar de acariciarla con las manos y la boca con una inusitada ternura; Susana se dejó llevar por el príncipe, disfrutando de cada segundo, mirando el hermoso rostro masculino y los suaves y marcados músculos mientras iba haciéndola suya poco a poco.

Fueron momentos de una intensa pasión que ella nunca olvidaría y que tampoco había pensado que fueran a suceder en aquel verano, en aquella noche, hacer el amor con un apuestísimo y tierno príncipe árabe multimillonario no sucedía cada día.

Cuando terminaron se quedaron dormidos y abrazados como si fuesen amantes que se conocían de muchos siglos atrás.

III

Un radiante Sol de primeros de agosto se colaba a raudales a través de los cristales dotando a los lujosos y modernos muebles de un brillo intenso y llamativo. El sistema de aire acondicionado soltaba un casi imperceptible silbido llenando la enorme habitación de una penetrante sensación de bienestar.

Susana rodó por el camastro hasta detenerse en una orilla, abrió los ojos y, por un momento, su hermoso rostro se dibujó asustado, su intranquilo corazón perdió la noción del tiempo y de la ubicación. Se incorporó en un nervioso movimiento sentándose en el colchón, estaba desnuda, sus senos se movían agitados al inquieto ritmo del movimiento de su pecho que intentaba serenar la respiración y los latidos de su corazón. No era la primera vez que esa sensación de sentirse horriblemente perdida la invadía en aquel verano.

Afortunadamente, su joven y despierta mente siempre hacía volver al redil a su preocupado corazón y enseguida se volvía a centrar en la realidad, por mucha dificultad que esta entrañase. La joven se levantó de la cama y miró la hora que proyectaba un sofisticado reloj de mesilla, eran poco más de las doce del mediodía. Por el gran ventanal, a tan solo unos metros, resplandecía el reluciente verde del cuidado jardín y el intenso azul de la piscina en la que ya alguien revoloteaba alegremente entre el agua; más allá, ya fuera del perímetro del chalet, se divisiva el tejado negro del majestuoso palacio perteneciente a la realeza saudí.