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LA SEDUCCIÓN DE LOS RELATOS
Jorge Panesi
“Cuando la narración retrocede frente a la inenarrable experiencia, los intelectuales proveen relatos y contrarrelatos. Los políticos enarbolan estadísticas y porcentajes, que son la nada misma si no se insertan en una narración que los haga consumibles. Por eso el título La seducción de los relatos, por la seducción que, consciente o inconscientemente, los medios masivos, la cultura y la política en general tienen por el relato literario, pero también la seducción de la literatura y de la crítica por insertar sus narrativas en un contexto de difusión más amplio”. (Del prólogo del libro).
Con una mirada sumamente aguda, producto de una invisible confabulación urdida a lo largo de cincuenta años entre la enseñanza, la escritura y la lectura, Jorge Panesi analiza las polémicas y discusiones ocurridas durante los últimos tiempos en el contexto político y vital del siglo XXI.
La seducción de los relatos es un libro imprescindible para reflexionar sobre los nuevos alcances y significaciones del binomio “literatura y política”, y un aporte fundamental y esperado de uno de los críticos más originales de la Argentina.
JORGE PANESI
La seducción de los relatos
Crítica literaria y política en la Argentina
Índice
Cubierta
Sobre este libro
Portada
Dedicatoria
Prólogo
I. Discusiones 1. Acerca de una frase desdichada y sobre la desdicha de no tener polémicas 2. Polémicas ocultas 3. Los que se van, los que se quedan (apuntes para una historia de la crítica argentina) 4. Discusión con varias voces: instrucciones para escribir una tesis 5. La seducción de los relatos: diez años de crítica argentina (2004-2014)
II. Pasiones de la historia 1. Pasiones de la historia 2. “Rojas, Viñas y yo”: la historia de Martín Prieto 3. Los dos tiempos de la crítica. Celebración de una revista académica: Orbis Tertius
III. Críticas 1. El tiempo de los espejos: Silvina Ocampo 2. Entre la teoría y la nada: Tratado del amor, de José Ingenieros 3. Cámara de vacío: La escuela del dolor humano de Sechuán (Mario Bellatin) 4. Villa, el médico de la memoria (sobre Luis Gusmán) 5. Pintura y representación: Un episodio en la vida del pintor viajero (César Aira)
IV. Estante de poesía 1. Cosa de locas: las lenguas de Néstor Perlongher 2. Arturo Carrera: El vespertillo de las parcas 3. Piedra libre: la crítica terminal de Tamara Kamenszain
V. Retratos 1. El cuerpo de la crítica: David Viñas 2. Ana María Barrenechea: Archivos de la memoria 3. Lo ilegible: Nicolás Rosa en el tiempo de la teoría 4. Verse como otra: Josefina Ludmer 5. Sylvia Molloy: El común olvido 6. Escenas institucionales. Sobre. Modos del ensayo de Alberto Giordano
VI. Borges, da capo 1. Las políticas de Borges
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Créditos
Otros títulos de esta colección
Para Santos
PRÓLOGO
La cuna del hombre la mecen con cuentos.
LEÓN FELIPE
La contracara de [la] decadencia [de la narración] es el surgimiento de la crítica literaria como género, incluso como género absorbente y exclusivo.
CÉSAR AIRA
Este ejercicio de recopilación de artículos dispersos tiene como fondo, o como paisaje, mi vejez, por lo tanto, escribo con cierta extrañeza, pero sin ninguna nostalgia o melancolía. La posible (o esquivada) melancolía podría tener su causa en la sombra del testamento que acecha impertinente la inevitable lucidez de los viejos. Debido a su carácter testamentario, escribir es siempre convocar al futuro, a las sombras engañosas de la esperanza (el lector y la lectura son, con todos sus equívocos, la esperanza de quien escribe).
Pero no se crea que hay aquí un gesto presuntuoso: catalogar un libro como un testamento es suponer a priori que hay algo que legar, algo valioso que se cuida o se preserva mediante la confianza depositada en el anonimato indescifrable de un futuro. Porque no hay nada más incierto que una herencia. Arrojar una moneda o una piedra al aire o al mar: quien escribe apuesta a la esperanza que no tiene rostro y que esquiva toda certeza. El que escribe, paradójicamente, escribe para un porvenir, pero él mismo está ciego a cualquier eventualidad del futuro. Y siempre cuenta, a modo de consuelo, con la gracia irónica y justiciera del olvido.
Es el exacto contrario de quien enseña: los rostros y las palabras de aquellos que aprenden se dibujan a diario y dan todas las señales de receptividad y de desdén posibles, y aunque el futuro parece encarnarse en esa certeza presencial, el legado del maestro no es menos volátil. Salvo que el cara a cara le permite una satisfacción inmediata. Con todos sus peligros, porque el engaño podría así acrecentarse. Quien enseña tampoco sabe inequívocamente qué espejismos, identificaciones o resistencias han provocado sus palabras. Se pregunta, en una cultura del provecho y del éxito, para qué han servido sus discursos, sus especulaciones, más allá de los sentimientos de empatía o de rechazo (que son el núcleo que se esconde en una relación intelectual). El consuelo de quien enseña literatura va de la mano con la incertidumbre de su objeto: a alguien, seguramente, sus monólogos o sus diálogos le habrán servido para algo, aunque este servir no esté en el derrotero exacto de sus deseos o pretensiones.
Si leer, más que enseñar o escribir, es el legado de una enseñanza, su actividad propia y también el destino anhelado de quienes escriben, la lectura se ocupará siempre de lo incierto, de lo indeterminado, de las catástrofes y de las felicidades fortuitas, impredecibles. Una lectura solamente puede legar aciertos que quedan acotados por las circunstancias, pues el verdadero provecho de una lectura consiste en los errores en los que las circunstancias también obran. La opinión común dice con apabullante resignación que solo se aprende de los errores y desaciertos. Esta teoría vulgar de la experiencia debería extenderse desde una subjetividad aislada que actúa y se equivoca hacia todos los grupos que pretenden legar algo y al legado mismo.
Sea como fuere, enseñar y escribir construyen el andamiaje material del discurso crítico, son el sostén que rige el entramado institucional de la escritura crítica contemporánea. Esta matriz bifronte hace que sea un mandato conciliar la oralidad fugitiva (que sin embargo también se escribe) con la escritura misma que se autofigura como trascendencia, como una pretensión de apartarse con un empinamiento orgulloso de los negocios de todos los días.
Si hay una ocupación –algo maltrecha y casi extinta– que llamamos “crítica literaria”, esta se refugia y prospera casi únicamente en una institución de enseñanza, en los claustros universitarios. La crítica literaria académica es hoy casi la única en su género, sobreviviente de varios naufragios y suaves cataclismos culturales que le han dado su configuración universal y hegemónica.
Por consiguiente, enseñar y escribir (esta es la fórmula obligada de la investigación en las aulas universitarias) dará como resultado lo que Alberto Giordano llama “un profesor que escribe”. Mi fórmula, lo confieso, sería idéntica, pero con la salvedad o el remordimiento de haber escrito poco.
El profesor que escribe muchas veces cree conciliar lo disímil, opuesto o enfrentado, en una especie de drama donde el tiempo y la energía deben repartirse como si fuese un bígamo que voluntariamente se ata a dos hogares, que en rigor son dos mundos o dos leyes diferentes. Sin embargo, esta aparente contradicción o estas finalidades contrapuestas se concilian en una actividad que es el producto de una alquimia o de un malabarismo, o quizá del resultado de unos avatares biográficos contingentes y a la vez necesarios.
No digo nada nuevo, nada que no haya apuntado en los años de Tel Quel Roland Barthes (gurú, faro, modelo, personaje reverenciado por la crítica argentina). Las diferencias que establece Barthes entre el discurso pedagógico sobre la literatura (el profesor), la investigación (cuyo modelo sería la tesis y el tesista) y la escritura que es el valor más alto en “Écrivains, intellectuels, professeurs” (1971) exhiben lo que acabamos de llamar “un tironeo”, aunque verdaderamente sería un desajuste entre los deseos y las aspiraciones culturales o sociales de cuantos abrazaron por interés o por necesidad el discurso académico y la crítica literaria. Lo que describe Barthes es la condición de posibilidad y de imposibilidad de la crítica, vale decir, las condiciones bajo las cuales actualmente enseñamos y escribimos.
El tironeo o el desacuerdo entre enseñanza y escritura se produce por una especie de recurrente sueño de libertad que suele esperanzar a los críticos académicos (es decir, a casi todos). Más que un sueño, la apetecida libertad depende, sin embargo, del cumplimiento de los propios logros de un discurso que, independientemente de ciertas florituras o apetencias estéticas, se declara inmerso en propósitos relacionados con el saber. La crítica es iluminista; la literatura, no necesariamente.
Algunos hijos pródigos de la crítica académica, pesarosos por lo que consideran un lastre que parece humillarlos, se quejan del legado universitario, lo disimulan o lo travisten según los repartos de dones con que la competencia y la destreza los han favorecido. Es un lugar común de los críticos universitarios lamentarse por las condiciones o por las prácticas claustrales que condicionan el trabajo, la investigación o la escritura misma. Como si a la crítica académica le fuera connatural renegar de cualquier academicismo. Al cumplir con un conjunto de normas y leyes no siempre explícitas, pero igualmente inflexibles, lo quieran o no, deben pagar tributo a la institución que les permite existir. Porque la vida fuera del vivero académico les resulta difícil y tortuosa. El rótulo de profesor o de escritor (o de ambos simultáneamente) equivale en los medios de difusión al de “experto” que opina sobre temas más vastos a los que su expertise lo destina. Así, por ejemplo, el profesor o el escritor cuyo métier es la cátedra universitaria o la escritura literaria se ocupará del discurso político o de la política misma. Una especie de corrimiento funcional hacia otros territorios, pero si se mira bien, nada que no esté de alguna manera previsto en la misión histórica que la crítica argentina –académica o no– ha pensado o imaginado siempre como una de sus tareas, como tal vez su principal tarea: la intervención en las políticas de la cultura y en los entramados políticos a los que no se resigna a analizar solamente desde el encapsulamiento intelectual, sino que se concibe a sí misma como un actor de esas políticas. Contorno y David Viñas son eso, y también lo son Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer y muchos otros.
En los últimos años, el deslizamiento hacia el análisis político que han tenido algunos académicos y escritores parece responder a una demanda mediática: inscribir en las especulaciones politológicas ciertos matices literarios e intelectuales que la descripción y la explicación periodística no podrían alcanzar. Sin paradojas, la crítica, o una parte muy acotada de ella, regresa hacia las instituciones que la vieron nacer: el periodismo, los medios masivos, la discusión pública. Porque la crítica literaria siempre se conjuga en tiempo presente, y las fluidas peripecias del ahora le son históricamente consubstanciales a su razón de ser. ¿Y en qué consiste esta demanda? Cuando la narración retrocede frente a la inenarrable experiencia (Walter Benjamin), los intelectuales proveen relatos y contrarrelatos. Los políticos enarbolan estadísticas y porcentajes, que son la nada misma si no se insertan en una narración que los haga consumibles. Por eso, este libro se llama La seducción de los relatos: la seducción que, consciente o inconscientemente, los medios masivos, la cultura y la política en general tienen por el relato literario, pero también la seducción de la literatura y de la crítica por insertar sus narrativas en un contexto de difusión más amplio.1
La expansión, o el deseo de expandir el alcance y el influjo del discurso crítico en la vida social, no solamente se ata al análisis o la discusión política para lograr sus fines: cree encontrar en el territorio del ineludible objeto del que se ocupa, la literatura, las armas que habrían de sacarla de su confinamiento, o de su destino minoritario y hasta elitista. Intenta, para ir más allá de sí misma, fundirse con una parte privilegiada de ella misma. Actualmente hay tanteos o ensayos en los que la crítica argentina se identifica con la literatura y quiere ser enteramente literaria, borrando las ataduras institucionales que han formado su historia. Lo intenta ya sea asumiendo en su discurso procedimientos abiertamente literarios, o bien, tiñendo su proceder con inscripciones autobiográficas (el diario, la crónica) que sustituyen los sesudos protocolos académicos que fueron los reservorios privilegiados de su verosimilitud.
La vida universitaria en relación con la literatura forma parte de una narración irónica, autoirónica o llanamente satírica. Es así porque desde hace cierto tiempo (digamos: desde hace medio siglo) hay un crecimiento encapsulado de una especie subcultural bastante pretenciosa, la cultura académica, que muchas veces quiere explicar el ancho campo de la sociedad e intervenir en los cambios y las disputas contemporáneas. La visibilidad o la notoriedad de esta cultura (particularmente en Estados Unidos) la han convertido en un tópico literario, y en un género, desde el fundador de las “aventuras académicas de un exiliado”, Vladimir Nabokov (en Pnin, 1957), hasta Jorge Luis Borges (“El soborno”, 1975) o Ricardo Piglia en la Argentina (Viaje de ida, 2013), sin olvidar el suceso del inglés David Lodge, que es novelista (Small World, 1984), profesor y divulgador de teorías literarias (Twentieth Century Literary Criticism, 1972).
En el caso argentino, a una primera camada o generación que enseñó regularmente en Estados Unidos (María Rosa Lida, Raimundo Lida, Ana María Barrenechea, Enrique Anderson Imbert), luego, cuando se intensifica el fenómeno de intercambio generalizado de las profesiones universitarias, o si se quiere, de la mundialización, al cual la cultura académica no es ajena, se agregan Sylvia Molloy, María Luisa Bastos y, más adelante todavía, Josefina Ludmer y Ricardo Piglia (entre otros). En la actualidad, los que enseñan y escriben en el extranjero, en una especie de diáspora que, sin embargo, no anula su pertenencia al campo cultural argentino (o tal vez a una pertenencia dual o bicéfala), se han multiplicado. Es así como David Viñas debe agregar un nuevo tipo de viaje a los que tipifican la historia de la literatura argentina, el viaje académico, del que él mismo como exiliado ha formado parte. Por supuesto, a lo largo del tiempo, las catástrofes nacionales han incentivado esta diáspora: me refiero a las hecatombes políticas, militares y económicas de la Argentina trenzadas e intensificadas en la década de los setenta. Un episodio de la literatura nacional (irse o quedarse ante un contexto despiadado) parece repetirse como si fuera una matriz histórica.
Sin embargo, las contrariedades y las desventuras colectivas, en vez de quebrar la continuidad reflexiva de la crítica argentina, la han fortalecido otorgándole no solamente mayor coherencia, sino también contribuyendo a hacer patente un reconocimiento de su historia, de los problemas característicos que la mueven e incentivan y, sobre todo, le han provocado una conciencia de sí que dibuja los contornos de una cierta o incierta identidad.
Tengo la pretensión desmedida de que el lector, a modo de juez (una antigua figura de la crítica literaria), inscriba La seducción de los relatos en esa cadena que se nutre de las actividades de la enseñanza, en las ceremonias no exentas de teatralidad que llamamos enseñanza universitaria, y de la concentración aislada de la escritura. No sé si es conveniente separar ambas actividades, no sé tampoco si conviene fundirlas, o si los eventuales vasos comunicantes son los que le darán a lo disperso un vestido de unidad.
1 Insistir en los “relatos”, como lo hago desde el título y en uno de los trabajos recopilados, quizá necesite de una justificación adicional, que encontramos en un uso reciente otorgado o añadido a la significación habitual. Desde hace poco tiempo, periodísticamente hablando, el “relato” en cuestión es de patrimonio exclusivo del kirchnerismo y equivale a “mentira”, una construcción políticamente mentirosa. El contexto inmediato de cualquier trabajo literario incide indirectamente, me parece, en cuanto se escribe. Asumo esta correspondencia como un valor irónico, pero no juzgo sobre el acierto de la caracterización semántica, a pesar de ser un convencido antikirchnerista.
I. DISCUSIONES
1. ACERCA DE UNA FRASE DESDICHADA Y SOBRE LA DESDICHA DE NO TENER POLÉMICAS2
Me doy cuenta de que el título que he elegido, además de falsamente enigmático, resulta a todas luces confuso. La desdicha a la que alude sería, entonces, solamente la mía: mi desdicha retórica. O quizá, si la retórica, si los retóricos se encaminan siempre hacia la guerra en el ágora, hacia el polemos o el litigio, debo confesar que he practicado muy poco algo que parece producir una dicha, un goce, un placer belicoso de lo dicho: el entredicho de la polémica. La desdicha de no haber sido polémico, de haber practicado muy poco un arte que hoy se considera –y por eso la desdicha, la incomodidad y el vacío– perdido.
La frase desdichada o la desdicha que está detrás de la frase les resonará con una familiaridad casi inapelable, puesto que la hemos oído, o la hemos dicho con un acuerdo de tranquilidad que dicta sentencia acerca de los tiempos que nos han tocado vivir, a nosotros, los críticos, precisamente a nosotros, que vivimos, que nos alimentamos de polémicas. Tiempos a-críticos, poco propicios para la crítica y la labor de los críticos, porque serían tiempos sin polémica. Este es el murmullo, el rumor, lo que se oye aquí y allí, en las tertulias, lo que aceptamos sin confirmación, resignados al tiempo y a la doxa que busca el irreflexivo acuerdo abroquelado en una frase abrumadora por su patético sonsonete unánime: “En la Argentina ya no hay polémicas”. Esta parece ser una frase firmada anónimamente, una firma que nos atornilla a un tiempo sin esperanzas, sin relieves intelectuales que motiven la polémica. La frase “Ya no hay polémicas” remite a un pasado pletórico en el que sí las había, y en el que reinaban sin desplazarse del centro de la escena los intelectuales críticos, serios en su función de polemizar, atravesados por la luz de una misión que los hacía combatir entre sí para iluminar a aquellos espectadores que fuera de la batalla dieran, como en la arena romana, el veredicto de triunfo o de derrota, o eventualmente se sumaran a uno de los bandos. La otra dimensión de la frase, la del presente decepcionado, sitúa a los intelectuales fuera de la escena: o bien ya no hay polémicas, porque las polémicas no tienen lugar en el escenario social (absurdo que se parecería a la rigidez tranquila de la muerte), o bien porque los intelectuales han perdido el gusto por la polémica y se han aburguesado resignadamente claudicando en su misión o pasión beligerante, o bien porque la guerra ha desplazado sus trincheras y dejado en retaguardia a los críticos que solo pueden clamar nostálgicos por una edad de oro en la que cada cual se sentía partícipe implícito de una polémica generalizada.
En esta descripción, en el meollo de lo que pretende ilustrar, hay un mito intelectual, una ilusión de los intelectuales, una creencia indemostrable, que no solamente no es una opinión sobre el tiempo que les ha tocado vivir, sino apenas un compadecido autoexamen de su imagen, su papel, su acción, sus posibilidades y funciones. Si se trata de imágenes o de imágenes de uno mismo, seguramente se trata también de un problema de ilusiones o de ilusiones perdidas. Porque basta con hojear las revistas culturales y académicas que consumimos o prestar atención a las ponencias que oímos para cerciorarnos de un interés por indagar casi obsesivamente en el pasado, en el presente y en la posibilidad de un futuro inimaginable las funciones, los papeles, las misiones de los intelectuales y de los proyectos que encarnan o encarnaron. En semejante interés no hay solo la contemplación narcisista de quien se proyecta en otros para indagarse a sí mismo, sino también el vacilante atisbo de una pregunta que difícilmente sea respondida más allá de esa búsqueda. Porque buscar es la divisa de los intelectuales, fracturar lo dado mediante las preguntas y no aceptar la comodidad de las respuestas.
De modo que por alguna razón (comodidad, pereza, autocomplacencia, resignación, resentimiento) parecemos aceptar como una evidencia silogística la frase “Ya no hay polémicas”. Pero si una breve investigación empírica, si una lectura apenas distraída de revistas literarias haría vacilar el masivo convencimiento (en efecto: hay tantas polémicas en el aire como hubo siempre, y tal vez más que siempre, y con una velocidad reproductiva y expansiva como no hubo nunca), ¿por qué, entonces, la aceptación gregaria de la frase? ¿Qué polémicas se espera que haya? ¿En qué otras polémicas definitivamente pasadas piensan los intelectuales cuando dicen “Ya no hay polémicas”?
La frase ha dejado de residir en los cafés o las conversaciones casuales para alojarse en la letra escrita, y desde allí repetirse como una ley que nos gobierna. Por lo menos así la transcriben desde el diálogo con intelectuales los periodistas que, también como los críticos, se alimentan con la sangre cotidiana que destilan las disputas. Es lo que ocurre con un reportaje a una crítica prestigiosa, una académica de Yale, que se aburre, según nos dice la reportera María Moreno.3 Con lo que inesperadamente abre un interrogante menor: ¿la principal diversión de los intelectuales es la disputa?, o también ¿con quién disputa Josefina Ludmer, la académica de Yale? Todo el texto del reportaje tiene una fuerte dicotomía espacial, académica y cultural: son los “aquí” y “allá” que lo escanden. ¿Dónde se aburre o se divierte Josefina Ludmer? ¿Allá, en Yale, o aquí en la Argentina, donde ya no hay polémicas? ¿Cuáles son esas polémicas que divierten en un “allá” brumoso pero previsible? Porque Ludmer pronuncia al pasar la frase del consenso, “acá no hay polémicas”. La frase completa, entre prescriptiva y admonitoria dice así:
Yo creo que hoy hay que escribir La gran aldea o sea, escribir el Buenos Aires del antes del neoliberalismo y el de ahora. Y dejar de pensar tanto en Foucault, Derrida, Lacan. Otra cosa que no hay acá es polémica.4
¿Las razones? Según Ludmer, la ausencia se debe, en primer lugar, a una interpretación errónea que confunde violencia allí donde solo hay diferencia, y en segundo lugar, porque “se han reducido los espacios”. Miedo a ser violentos con el otro, el otro en tanto enemigo intelectual, como individuo particular, y no como sujeto productor de ideas. Se me ocurre que, de ser esto cierto (pero no lo es, como se verá), la historia argentina justificaría sobradamente la renuencia a entablar combates mortales, aunque solo sea porque la última máquina de guerra dictatorial no respetó al otro como otro, ni siquiera como cuerpo muerto o cadáver. Y sí hubo y hay polémicas en torno a este difícil recuerdo u olvido.
En cuanto a la reducción de los espacios de la polémica, creo que Ludmer tiene razón. Pero el reducido alcance de las polémicas, su fragmentación o interiorización en pequeños espacios no significa la extinción, sino un desplazamiento significativo, un nuevo estatuto de la polémica. Local, localizado. Nadie podría decidir de antemano qué disputa tocará, a pesar de los muros, qué otra fibra cultural más honda y de mayor alcance. No podríamos confundir el gesto provocador, la provocación, con el desatarse de una polémica. Una provocación es el ensayo azaroso que busca el combate, que tantea al enemigo para que responda en la pelea. Un gesto de compadrito intelectual que Borges, ese gran compadrito literario, tipificó con sus reglas retóricas desde “El arte de injuriar”. ¿Cómo decretar que súbitamente una cultura de compadritos literarios, o de teólogos académicos, haya dejado de lado las disputas? Las disputas son, en su expansión o en su espacio reducido, el flagrante costado político de la literatura que no se borra o se disuelve en el espontáneo acuerdo racional ni en la condescendencia piadosa. En materia de políticas de la literatura siempre habrá polémicas, aunque los participantes crean gozar de una paz que los une por sobre las diferencias y supongan un acuerdo amistoso de capillas; habrá polémicas más allá de los sujetos que no quieren tenerlas o se imaginan un estado de apolítico desinterés.
Indudablemente los espacios de repercusión polémica se han fragmentado e interiorizado, replegado incluso. Este repliegue se produjo en consonancia con profundas mutaciones económicas y culturales de las que se suele culpar al neoliberalismo reinante (se habla o se discute ahora acerca de un sujeto globalizado). Si Josefina Ludmer denuncia la falta de polémicas en el medio intelectual argentino, su intervención pública en el reportaje que comentamos exhibe sin equívocos un gesto provocativo, elusivo y general, pero reconocible como “parada” polémica que se enfrenta a un “aquí” tomado como una totalidad y enfrentado a un “allá” del que nada se dice. Aquí no hay polémicas, vivimos en la repetición alienada del canon teórico: Michel Foucault, Jacques Derrida… Pero si cambiamos la escena, o si cambiamos de universidad y de sujeto (y viajamos a Berkeley), Francine Masiello desde el aquí y el allá de su último libro, El arte de la transición, implícitamente cree otra cosa: no solo releva las polémicas que en Chile y Argentina se dieron y se dan en la etapa de la posdictadura, sino que afirma su carácter central para la construcción de una cultura emancipadora basada en la diferencia y el disenso. Lo notable de la narración crítica que traza Masiello es que el “aquí” y el “allí” (lo que ella llama el eje o el tráfico norte-sur, esto es Estados Unidos y América Latina) se hallan problematizados, en tensión y contradicción polémicas.
Lo que se perfila en el libro de Masiello es, sobre todo, la desorientación de los intelectuales argentinos y chilenos ante un nuevo estado cultural, social y económico que exige otro modo de construcción polémica, otro modo de acción intelectual y política. La violencia en nuestra cultura, parece decir Masiello, se oye como en sordina, pero su disonancia abre brechas en las melodías monocordes que cantan al reinado de la mercancía. Y así la profesora estadounidense, un poco estupefacta, consigna y discute la modalidad de los “escraches” con que la agrupación HIJOS sacude la memoria “y en ese proceso –señala Masiello–, sobrepasan los esfuerzos insuficientes de los políticos para rectificar las violaciones a los derechos humanos provistas por la ley”.5 El texto cultural abre una brecha contra el sentido común siempre conciliatorio, aliado por inercia del neoliberalismo.
En el recorrido intelectual que Masiello traza de Beatriz Sarlo encontramos varias de las encrucijadas a las que se han enfrentado los intelectuales en la posdictadura y en el contexto de la nueva situación económica:
Quienes más han padecido sus efectos son los intelectuales, pues los hábitos de la vida posmoderna y la supresión del análisis y el debate los han hecho poco menos que inservibles.6
La polémica no es ya para o por el sujeto popular a quien los intelectuales han creído liberar, porque ese sujeto está cada día más distante, en un diálogo imposible que ni siquiera puede ser imaginado o recreado (“como si se encontrara fuera del campo de influencia de los intelectuales”, dice Masiello). Y este análisis descubre y consigna un miedo en Sarlo, a pesar del relieve exitoso de su figura pública, un miedo que –agrego yo– es el mismo que tenemos todos los intelectuales cuando decimos (pero Sarlo no lo dice jamás) “Ya no hay polémicas”. Se trata del miedo a la marginalidad intelectual, es decir, a las voces que discuten entre sí, condenadas a no ser oídas fuera de los muros en que han sido encerradas, mientras perciben las hipérboles de su propio reverbero.
Entonces es la desilusión, el desengaño, el escepticismo, la desdicha. Una nota que El arte de la transición sigue desde Néstor García Canclini hasta Tomás Abraham. Unos afirman las posibilidades de la micropolítica, otros parecen desdeñarlas, pero el balance intelectual es el mismo y no se evitan los tonos de la melancolía. Tonos justificadamente tangueros que nos asaltan sorpresivos pero inequívocos en la frase con que Beatriz Sarlo, en el número 70 (agosto de 2001) de su Punto de Vista, titula un comentario de actualidad. El título nos dice “Ya nada será igual”, y sintetiza el compartido sentimiento de la débacle argentina, sobre todo en su dimensión política. “Ya nada será igual”, en efecto, y el tono melancólico de la frase contrasta con una noticia de la primera página de este número, que queda opacada en lo que debería ser una perspectiva gozosa, o al menos nueva en el derrotero de la revista: Sarlo nos anuncia también que Punto de Vista ha inaugurado su página web. ¿Para qué? Para abrir un espacio de polémica, sobre todo. Un deslizamiento, una transformación del espacio de disputas, agregaría intencionalmente yo. Una apuesta casi loca, azarosa, tal como ella la pinta, un juego del todo o nada, coqueteo con la suerte, y la posibilidad del ruido total, un afuera poliédrico o rizomático de la polémica. Dice Sarlo: