Czytaj książkę: «Las videntes», strona 2

Czcionka:

La IA registra el mundo en símbolos y después los manipula usando su propia lógica para explicar el mundo. En 1977, las sondas Voyager 1 y Voyager 2 llevaron consigo al espacio exterior discos con sonidos e imágenes grabadas a fin de explicar la civilización humana a algún extraterrestre. Parece lógico que sean imágenes las que describan la humanidad a alguien que no conoce nuestro lenguaje. Al fin y al cabo, cuando nos encontramos con una persona cuyo idioma no hablamos, bien nos expresamos con gestos, bien con mímica, lo que está en relación con una representación. Tradicionalmente hemos pensado las imágenes como un medio para expresarnos entre los humanos, para contarnos y revelar cosas. Por ejemplo, las fotos las hemos hecho con unas máquinas para ilustrar una idea o un concepto, para que la abuela las guarde en el álbum y construya un relato de la familia, para presumir ante alguien de haber estado en la Gran Muralla china, o para indicarle a un colega médico el aspecto de un tumor. Pero ¿qué pasa cuando las fotos están hechas para que las máquinas –o los extraterrestres– puedan hablar entre ellas, sin contar con nosotros, con el fin de que nos analicen y pronostiquen? ¿Qué sucede cuando la función y el valor de las imágenes son determinados por lenguajes inhumanos, sin contar con nosotros? ¿Dónde quedan los ojos que no son máquinas? Lo dicho: ¿qué competencias nos asignan aquellos nuevos saberes inteligentes? Imaginemos a las sondas de regreso con un montón gigantesco de imágenes procesadas por algún marciano a partir de las 116 fotos que la NASA envió hace más de cuarenta años con la sana intención de interpretar lo que es la humanidad. ¿Cómo sería leído ese conjunto de nuevas imágenes? ¿Qué valor tendría entre nosotros esa aparente visión imparcial de nuestro mundo? ¿Qué lugar ocuparía en nuestra escala de verdades? ¿Y qué lugar sería el nuestro?

De esto va este libro. Para comprender cómo hemos llegado hasta aquí propongo tomar ciertos vericuetos que iluminen los nudos históricos con los que, a saltitos, fue atándose la verdad predictiva, una única forma de describir el mundo que no deja opciones a muchas alternativas. Vamos a intentar trazar una genealogía de la función de las imágenes en las ciencias dedicadas al pronóstico y la predicción, y el efecto que su implementación tiene hoy en nuestras vidas. Aunque en la psique humana encontramos la raíz del amor por el pronóstico, fue en el cientifismo visual y en el afán productivista de la imagen en donde ese impulso derivó hacia una ideología de lo objetivo, obsesionada por saberlo todo y por cancelar toda forma de incertidumbre. En el fondo, ese proceso ha acabado siendo una carrera para suspender el futuro, para prescribirlo bajo el dictado de vaticinios y terapias. Aquí, nos gustaría re-abrirlo un poco, nos gustaría «des-inventarlo» de modo que el porvenir no sea una mera celebración de los aciertos predictivos conseguidos en el ayer o un luto cínico e hipócrita por los descartes decididos en su día. Se trataría de proponer un horizonte en el que, no solo poder, sino querer equivocarnos.

1. Fragmento de código del proyecto Estrafet. Elocuencia y polifonía para redes neuronales, realizado por el Colectivo Estampa en 2019. Lo que hace este fragmento de código es pedirle a la red neuronal (la IA) cuáles son las palabras que tienen más probabilidades de ser las siguientes en un texto y le insta a escoger una en función de la «temperatura». La temperatura es el grado de semejanza de los términos que los programadores le indican a la máquina en relación con los textos de entrenamiento (en una escala de 1 a 9). Agradezco a los miembros del colectivo (Roc Albalat, Pau Artigas, Marc Padró, Marcel Pié, Daniel Pitarch) la cesión del material y el permiso de reproducción. https://tallerestampa.com/estampa/estrafet/

I
DE VISIONES
CUANDO LA VIDA ES MAGIA
LAS HUELLAS

La luz llegó y fue como imprimir una enorme fotografía. Al amanecer, estiró el brazo, cinco dedos. Se acercó la hoja a los ojos y vio las nervaduras, que eran como las líneas de la palma de su mano. Después, la concha de mar, que guardó consigo sin saber muy bien por qué, acaso por el placer de ver los surcos ordenados que convergían todos en un punto, el mismo del que parten los rayos del sol cuando se filtran entre las copas de los árboles. Un día arrojó la piedra al agua y vio las ondas. Aprendió a leer las cosas cuando estas no estaban: el humo, que hablaba del fuego; la huella, que hablaba del animal. Cuando lo conseguía, le surgía el impulso de juntar las dos manos y entrelazar los dedos de manera que no quedara aire entre ambas. Era como si las cosas ausentes hubieran quedado «atrapadas», como si no tuvieran huecos. Eso sucedía, sobre todo, con las huellas. Siempre se agachaba y pasaba el dedo índice por el perfil de la pisada. Su huella favorita era la del ciervo en la orilla arenosa del río, honda y clara, que además le permitía saber si la había dejado un ejemplar grande o pequeño. Cuando quería explicar esos signos a los demás, siempre juntaba las manos y entrelazaba los dedos con fuerza. Pronto todos supieron leer esas líneas. No eran las cosas, sino la escritura que las cosas dejaban a su paso. Descifrar esas imágenes les permitía discriminar los esfuerzos, lo mismo que las panteras solo perseguían a las gacelas más débiles o más pequeñas. Por eso las panteras se pasaban un buen rato agazapadas, mirando, antes de hacer nada, se dijo. Intuyó que las cosas son predecibles, porque se presentan antes de que realmente ocurran.

A menudo, cuando el clan entero se enfrascaba en despiojarse, se metía en el bosque y se escondía tras alguna mata para ver a los animales. «¿Por qué me escondo?», se preguntaba. Los monos le fascinaban, porque se hacían trampas entre ellos, riéndose los unos de los otros, imitándose los gestos, los andares. Se quedaba embobada observando a los insectos cambiar de color sobre las hojas hasta hacerse invisibles, o se tapaba la boca con aire de asombro cuando algunos pájaros se erguían y ya no sabías dónde tenían los ojos. Eran seres que sabían mucho, que conocían algún secreto: reconocer cómo funcionan las cosas para adelantarse a ellas. Una vez vio a un pájaro que era capaz de imitar la voz de otros pájaros, incluso la de otros animales que no volaban. Cuando lo hacía, era divertido ver el desconcierto de todos los seres del bosque: unos se escondían, otros corrían; algunos salían de sus madrigueras pensando que habría algo que comer. Pero era todo magia, y, al rato, todo el mundo volvía a sus quehaceres sin, al parecer, haber entendido nada.

Un día, junto a un compañero, comenzaron a rascarse frenéticamente las piernas tras pisar un hormiguero. Se miraron y empezaron a rascarse más y más rápido, y se pusieron a reír sin apartarse la mirada, ensimismados de ver sus muecas reflejadas en el rostro del otro. Se sentía feliz simplemente mirando los rostros, y moviendo sus facciones para imitar las de los demás. Se quedaba embobada con las caras. Era una actividad que empezó a realizar sin mucho esfuerzo. Podía percibir quién era amigo y quién no simplemente mirando. El ojo era maravilloso porque dejaba recordar, como con los olores y los sonidos. Comenzó a distinguir las diferencias de los gestos, los rictus, los ademanes, cuándo se levantaban las cejas, cuándo se enseñaban los dientes, cuándo se arrugaba la frente. Así, averiguó que era fácil decir que fulano estaba contento, que mengano estaba enfadado o que zutano estaba enfermo. Daba igual que la persona fuera distinta; siempre que estaban enfadados ponían la misma cara y entonaban la misma voz. Encontró que este descubrimiento era muy beneficioso, porque, como les pasaba a los monos, le advertía de cómo podían ir las cosas de antemano. Así, dos de sus pasatiempos preferidos eran hacer muecas de picor cuando en realidad no le picaba nada, y hacer pasar a otros por el hormiguero. En el primer caso, disfrutaba viendo los rostros asustados de sus compañeros mientras saltaban sobre hormigueros inexistentes. En el segundo, se las apañaba para pasar con cuidado sobre el hormiguero evitando a sus huéspedes y después sentarse y reírse a placer del frenesí rascador del clan. Aprendió que, cuando veía que alguien andaba lentamente con los puños cerrados y moviendo rápidamente los ojos de un lado a otro, debía ocultarse si no quería que la montasen allí mismo, lo que no siempre le gustaba. También aprendió que engañar era muy práctico. Por ejemplo, cuando alguna vez tocaba ir al risco a vigilar si venían mamuts, una de esas cosas que odiaba hacer, se hacía la coja y ponía mala cara, de modo que así no la elegían porque no podría correr cuesta abajo para avisar.

Cuando oía truenos solía mojarse. A cubierto y a la luz de una hoguera, dibujaba garabatos sobre las rocas. Le encantaba hacerlo cuando el viento se colaba entre las rocas y movía mucho las llamas provocando el baile de los trazos. Durante las largas excursiones advirtió que otra gente hacía lo mismo en otras cuevas: formas geométricas, perfiles, espirales, animales, en color rojo, para que llamen la atención. ¿Se podía parar el tiempo simplemente dibujando las cosas? ¿Podrían ocurrir las cosas si se dibujaban sus huellas? Años más tarde, se encaprichó de un joven que era muy dado a apuntarse a las partidas de caza. Cada vez que este se marchaba, la muchacha quedaba nerviosa y aturdida, porque era habitual que muchos de los cazadores perdieran la vida a manos de las presas o de otros cazadores rivales. La noche previa a una de sus cacerías, y por temor a no verlo más, la chica tuvo la idea de fijar el retrato de su querido, para lo cual trazó con un pedazo de carbón el perfil de su cara sobre una roca, a la luz de la hoguera. Cuando el joven se marchó de caza a primera hora de la mañana, la chica se quedó horas observando aquella imagen. Y pensó en la magia de conservar la figura de aquello que ya no está, o de trazar la figura de aquello que aún no es, pero mañana podría ser.

También aprendió pronto a ver que las cosas aparentemente sin relación entre ellas tendían a configurarse como imágenes, como era el caso de las estrellas, que juntas tenían el perfil de algunos animales, revelando que hasta las cosas más insospechadas tienen relaciones ocultas. Así, el parecido de los cuernos de las vacas y la forma de la luna durante ciertos días se le antojaba demasiado embriagador como para dejarlo pasar sin más. El poder de la vaca era tan grande, su fuente blanca de vida saciaba tanto, que debía de haber alguna íntima conexión con la luna cuando esta se mostraba como una vaca. Fue en busca de viejas osamentas en la pradera y escogió unos cuernos que le parecieron especialmente simétricos, especialmente equilibrados. Los llevó junto a los suyos y se los puso sobre su propia cabeza, precisamente aquella noche en que la luna tenía dos cuernos, y entonces mugió. El clan se volvió como loco y empezó a bailar a su alrededor, todos mugiendo. Para recordar el momento en que la luna se convertía en vaca, empezaron a mover grandes piedras y a colocarlas en ciertos sitios. También hacían con palitos pequeñas marcas en bloques de arcilla que dejaban secar al sol. Los ojos les contaban el mundo y las manos lo copiaban.

Un día apareció un enorme monolito, verdaderamente grande, de color negro y de piel suave pero fría, con contornos perfectamente regulares. El clan se alteró sobremanera. Al principio, todos mostraron temor; algunos se escondieron, otros caminaban a su alrededor ansiosos, sin atreverse a tocarlo. Poco a poco, al comprobar el gélido tacto de su superficie pulida, comenzaron a reír mientras iban perdiendo el miedo. Cada vez que alguien lo tocaba con su mano grasienta, quedaba una tenue huella marcada en él. Con el paso de los días la base del monolito comenzó a llenarse de aquellas marcas, todas diferentes si una se acercaba mucho a mirarlas. El efecto de ver todas aquellas huellas de manos, las unas junto a las otras, era sorprendente. Primero, la gente jugaba a adivinar de quién era cada marca. Reconocían la de aquel que había perdido el pulgar en una pelea, las manoplas de los grandullones o las más pequeñas de las mujeres. Después, jugaban a compararlas y descubrían que las marcas que tenían el pulgar torcido eran casi siempre de los que cosían las pieles. Así, los que eran más reticentes ante la presencia de aquella cosa, siempre gruñones y apartando a manotazos a quienes se querían acercar a dejar su huella, también acabaron con la mano puesta ahí y con la sonrisa en la cara. Alguien puso una corteza de coco llena de sebo de jabalí junto al monolito para que la gente se untara la palma de la mano y quedara una marca más clara. Otro mejoró el sistema al poner otro coco, esta vez relleno del líquido blanco que sale del árbol que llora y que si se pone al sol se vuelve gomoso. La huella quedaba muy bien fijada, y no se borraba cuando llovía. Porque la lluvia era un problema y obligaba a todos a repasar su huella o a dejar una nueva cuando esta se iba diluyendo. Pasaron las semanas y ya no quedaron huecos donde poner la mano en la parte baja de aquella masa tan perfecta, porque la gente respetaba las marcas de los demás, para evitar broncas, aunque siempre había algún bromista, como ella, que se dedicaba a taparlas con las suyas cuando el clan dormía. Una noche, incluso llegó a cortar la mano de un muerto, la untó en el líquido y la imprimió en un espacio libre.

Comenzaron todos a subirse a los hombros de los demás para llegar más alto. Pronto se apoyaron árboles caídos en el monolito para acceder a los lugares más elevados, y se dispusieron grandes hojas de bananos en la parte superior para evitar el agua de la lluvia. La sensación general en aquellos días era que la vida era más fácil con aquella cosa llena de cada una de las huellas voluntarias del clan. Todo era más cómodo. Además, se produjo un cambio general de actitud. Aquellos que no se animaban a dejar su rastro, comenzaron a ser maltratados, les hacían pasar siempre por los hormigueros menos conocidos, y un buen número de ellos tuvieron que marcharse. Un joven propuso un día que cada uno debía tatuarse el perfil de su mano en el pecho; de ese modo, el monolito podría saber quién era quién a distancia, y también el clan podría saber quién había dejado la marca y quién no. La idea fue rápidamente adoptada. Para poder establecer que la huella dejada sobre la cosa era la misma que la tatuada en el pecho, se escogió a una mujer, que debía quedarse sentada todo el día junto a la grandiosa piedra fría, y que se hizo acompañar con tres grandes perros que todos temían. Como el clan cada vez era más grande –quizá a causa de la presencia del monolito–, la mujer elegía al azar a alguien de los muchos que pasaban por allí, y con un gesto le pedía ver de cerca el tatuaje y que le indicara dónde había puesto la mano sobre la piedra. Con el tiempo, la señora llegó a aprenderse todos los perfiles de las manos y su disposición en el monolito, dejando de molestar a la gente para dedicarse casi en exclusiva a ayudar a los nuevos a encontrar espacios vacíos en la superficie. Los perros dejaron de ser útiles, porque ya no había nadie que no quisiera hacer las cosas bien.

Surgieron, sin embargo, algunos problemas. A menudo, los dedos de la mano o la mano entera de alguien desaparecían en las fauces de algún tigre, o se la machucaba al caerle una gran piedra encima, quedando el perfil del todo irreconocible. La señora junto al monolito propuso que, cuando eso sucedía, había que borrar tanto el tatuaje como la marca en la piedra y volver a ponerlas. Otra cuestión espinosa era cuando alguien se moría, que pasaba día sí, día también. La señora admitió que no sabía muy bien qué hacer. Si se dejaban las huellas de los muertos, habría un momento en que ya no quedaría ningún hueco disponible. Se produjo un vivo debate. Algunos se preguntaban para qué servían las huellas de las manos de los muertos si ya no podían contrastarse con las de los tatuajes. Otros, en cambio, sostenían que era bueno que se mantuvieran las marcas para recordarlos. La señora finalmente adoptó la decisión de mantener las huellas en la gran losa, porque encontraba que había similitudes entre las formas de las manos de los padres y las de los hijos, por lo que así se respetaban las dos opiniones: permitía el recuerdo de los muertos pero también ayudaba a «visualizar» (esa fue la palabra que empleó, que casi nadie entendió) el parecido de las marcas de los que ya no estaban con los tatuajes que llevaban inscritos sus descendientes. Dijo que esa comparación podría ser muy útil para contar historias que todos pudieran recordar. Que lo más importante era recordar.

Y nada, el tiempo pasó. Después llegaron los dioses y prescribieron lo siguiente a sus fieles: «Volved vuestros ojos a las flores de la tierra como si fueran todas caracteres inteligibles en los que se puede leer la suma y divina Providencia hacia los hombres».

LA PITIA

Las ceremonias oraculares se celebraban una vez al mes, excepto durante las vacaciones de invierno de tres meses, cuando Delfos estaba a menudo cubierto de nieve. Supongamos que eres una teópata, una suplicante. Llegas en barco al puerto de Cirra, en el golfo de Corinto, y luego haces el viaje hacia las montañas, llegando a Delfos al caer la noche.

Llevas contigo dos cosas: una pregunta escrita y, por razones que serán obvias, una cabra joven que compraste a un pastor fuera de la ciudad. Pasas la noche en una posada llena de gente, y te levantas temprano a la mañana siguiente para unirte a la larga cola que espera fuera del templo. En tu mente está la pregunta que te ha llevado hasta aquí. Tal vez está relacionada con un matrimonio, o con el tratamiento de una enfermedad, o con una preocupación comercial.

Tu creciente ansiedad no mejora cuando notas que algunas personas quieren saltarse la cola, después de ofrecer extravagantes sobornos a los sacerdotes. Pero llega finalmente tu turno. Un sacerdote te hace señas para que subas los escalones del templo. En tus brazos está la pequeña y cálida cabra. La sientes temblar de miedo. Se la entregas al oficiante, que la lleva hacia un altar manchado de sangre. Otro sacerdote tiene preparada una larga hoja de bronce. En las paredes, como ves, hay inscritos mensajes motivadores bastante sosos. «Conócete a ti mismo», «Evita el exceso». Mientras los dos primeros curas se ocupan del pobre animal, otro te lleva al manantial cerca del templo. Tienes que ducharte antes de que te dejen entrar en la piscina. Mientras te lavas, tratas de cerrar tus oídos a los balidos quejumbrosos de la cabra, que pronto son seguidos por el silencio. Esperas que Apolo esté satisfecho con el humilde sacrificio.

Una vez purificada, otro religioso te lleva al santuario interior. Y ahí está: la Pitia, la pitonisa, el oráculo. Se sienta en un taburete de bronce de tres patas, el trípode. Notas enseguida que la estancia tiene un peculiar olor dulzón, un extraño vapor que parece emanar de la propia tierra. La Pitia es una mujer de mediana edad. Su pelo es fino y gris, sus ojos parecen vidriosos. No parece notar que entras. De repente, sientes mucho miedo de esta persona.

El sumo sacerdote lee tu pregunta en voz alta. De nuevo, la Pitia no reacciona. Se balancea lentamente en su trípode. Te preguntas si ha oído algo. Pero entonces empieza a hacer un ruido. No es exactamente un discurso o un canto, sino una tontería. Escuchas, pero es imposible entender lo que dice, es un sonido entre el llamado de los pájaros y el crujido de las hojas en una tormenta. Al cabo de un rato, no estás segura de cuánto tiempo, la Pitia se queda en silencio. Es como si un interruptor en su cabeza se hubiera apagado. La ves como agotada. El religioso da un paso adelante. Sea cual sea el idioma que ella hablaba, él ha debido entenderlo porque lee una respuesta clara en verso hexamétrico. Estás tratando de entender lo que significa mientras ya te llevan por los escalones del templo hacia el exterior. Y todavía tratas de averiguarlo días después, cuando finalmente llegas a casa. Pero cuando anuncias tu decisión a la familia que te espera, parece que la hubieras sabido siempre.1

Pero hay que tener cuidado en Delfos. Una buena predicción no siempre lleva al éxito. El rey Creso de Lidia barruntaba si atacar al Imperio Persa. Como no confiaba en ningún oráculo en particular, decidió ponerlos todos a prueba. El rey envió mensajeros a cada uno de ellos para que les preguntaran, exactamente pasadas cien jornadas desde su partida, qué estaba haciendo él aquel día. El oráculo que más se acercó a la realidad fue el de Delfos, por lo que el rey se decidió a hacerle la consulta bélica personalmente. La Pitia respondió que un gran imperio sería destruido si atacaba. Envalentonado, Creso atacó Persia, pero, para su sorpresa, fue su imperio el que acabó destruido. La predicción, no obstante, había sido técnicamente impecable.

51,17 zł