Czytaj książkę: «Historias del hecho religioso en Colombia», strona 11

Czcionka:

Frente a acusaciones y hechos tan diversos, el derecho canónico estipulaba que existía sacrilegio “cuando un lugar sagrado es violado con la efusión del semen y la iglesia es profanada […] o cuando una persona dedicada a Dios por el voto de castidad o por las sagradas órdenes comete un pecado carnal”43, siendo el castigo para el clérigo que corrompe una monja el de despojarlo de su beneficio, deponerlo de su orden religiosa y verse “compelido a recluirse en un monasterio para hacer penitencia”44; por su parte, la religiosa acusada de consentir la relación carnal debía ser “excluida en un monasterio más estricto, con sus cosas, o en cárcel perpetua”45; en el caso de haber laicos implicados se estipulaba la excomunión, mientras el derecho civil establecía la condena a muerte. Las penas dadas por el juez Zorrilla respondían entonces a lo estipulado por los cuerpos de derecho; no obstante, la conmutación de la mayoría de las sentencias por apelación en la Audiencia de Quito puede responder a la necesidad de evitar que la tensión en Popayán llevara al estallido de la violencia entre corporaciones y vecinos.

¿Cuál es el lugar de la clausura frente al sacrilegio del convento? El derecho canónico define el claustro, máxima expresión material y espacial de la clausura, como “todo aquel lugar sean las celdas, el huerto, o el espacio, en donde están las monjas y a donde suelen entrar”46, el cual está vedado a todo tipo de extraños, más si estos son hombres. La clausura, además, iba añadida al voto de castidad absoluta y perpetua con la que monjas, clérigos y sacerdotes debían hacer una renuncia total de las necesidades sexuales, dado que “el uso de la cópula carnal distrae el ánimo de la entrega completa al servicio de Dios”47. A su vez, el III Concilio Provincial Limeño dispuso que solo el obispo podía brindar la licencia para que seglares y familiares de religiosas visitaran los locutorios; no obstante, debía limitarse cualquier tipo de contacto con el mundo exterior, definiéndose incluso un ceremonial estricto en la visita que los obispos y visitadores hacían a los conventos femeninos48.

¿Qué fue de las ocho religiosas que quedaron en el convento en Popayán? Merecieron el desprecio obispal, no precisamente por haber participado del sacrilegio, sino por ser “inútiles”, viejas y enfermas para dirigir el coro y el claustro. Esta incapacidad femenina la determinaba González de Mendoza por la vejez, “cortos entendimientos y menos habilidad”49, condiciones que según el obispo las libró de haber caído en conductas disolutas. Estos encasillamientos muestran cómo la funcionalidad de una religiosa estaba determinada por su edad y agudeza, elementos que permitían que una monja fuera hábil o tenida por inútil para las labores que se le encomendaban; sin mayores talentos, estas mujeres eran entonces una carga inicialmente para sus familias y luego para los conventos. Frente a esta situación, el obispo propuso a la Audiencia de Quito y al rey trasladar también a dichas monjas a otros conventos del arzobispado de Santa Fe o, en caso contrario, que se fundara un convento de carmelitas descalzas que debería contar con la presencia de tres o cuatro religiosas reformadoras que se encargarían de darles alivio espiritual a las inútiles religiosas payanesas50. Con esto queda claro que el interés de González de Mendoza era la extinción del convento.

Cuerpo, perjurio y tormento: testimonios del proceso

Resulta de particular interés la imagen que los testigos brindan del comportamiento sexual y de las contravenciones existentes en la época con referencia a los placeres prohibidos del cuerpo; es así como una charla en la puerta seglar, un saludo mutuo o una cercanía cotidiana se convierten, con las presiones adecuadas, en crímenes y sacrilegios religiosos. En el caso de los testimonios dados por las criadas indias y negras, puede asomar una sombra de duda frente a las acusaciones que lanzan contra sus antiguas amas, pues provienen de ellas los señalamientos de acto carnal y preñez de las religiosas, dado que acompañaban y servían a las monjas en los claustros. No se puede olvidar, frente a la lectura de estos testimonios, un hecho determinante: la amenaza de tormento, cuya aplicación termina siendo la más efectiva argucia del obispo para recopilar pruebas en contra de las y los culpables.

La devoción, mayor acusación contra las monjas, se entiende como las “visitas de hombres a las rejas y locutorios conventuales para hablar con las monjas de su elección y entablar amistades espurias o algún tipo de cortejo”51. Un beso en la portada de la iglesia, la toma sensual de manos frente al confesionario, los saltos nocturnos de los muros del convento, los pequeños orificios hechos en las paredes para el susurro de las palabras de amor eran manifestaciones factuales que simbólicamente se convertían en las exteriorizaciones de las pasiones femeninas conventuales, en la esperanza vital que iluminaba la lúgubre y rígida vida de la clausura, en la intrepidez mujeril capaz de sobrepasar obstáculos, fueros y sanciones para vivir la dicha sexual y emocional. Así que cualquier tipo de cercanía cotidiana con cualquier hombre podía jugar en contra de la reputación de religiosas de intachable conducta por la generación de habladurías y escándalos.

Veamos algunas de las acusaciones “devocionales” referidas en los expedientes del proceso. Don Cristóbal de Mosquera fue visto “infinitas veces en la puerta seglar abrazándose y besando a la dicha doña Ana de los Reyes”52; doña Isabel de Jesús había sido sacada de su clausura por don Domingo de Aguinaga, “llevándola al locutorio […], donde la había tenido más de dos horas […], y se habían estado todo aquel tiempo encerrados y que es fácil de colegir lo que hacían a solas y encerrados”53; ya en otra ocasión habían sido vistos por Gabriel de Morales, vecino de la ciudad, quien por la puerta entreabierta del convento había visto a la dicha religiosa que “tenía alzadas las faldas” y Aguinaga “la estaba besando y él pegado con ella un cuerpo con otro de suerte que le parece a este testigo que estaba en acto carnal con ella”54. Respecto a estos dos se informó también que estando Aguinaga enfermo, la religiosa salió del convento a verle y fueron más de tres las veces que vieron al mencionado amante entrar y salir del claustro. También fue vista consumando acto carnal en el gallinero del convento a la monja donada, Ana de Santa Lucía, con Francisco Gutiérrez, “mala vida” y sirviente que era del escribano Francisco de Vega55. Otras implicadas en este tipo de señalamientos fueron doña Blanca de Maldonado, doña Elvira de Vargas y Juana de Ávila.

Un asunto más vino a colación: los embarazos furtivos y la presencia de criaturas nacidas de estas relaciones carnales, de quienes muy poco dicen los documentos respecto de su destino. Uno de los testigos del proceso, Álvaro Botello, cura beneficiado de Popayán, a quien el deán Montaño definió como “clérigo díscolo y desecho del obispado”56, señaló a Brígida de la Concepción de tener “devoción muy apretada” con Martín de Verganzo, del cual había quedado preñada; la india Juana, testigo también, al respecto afirmó que la dicha religiosa estaba muy gorda “siendo ella muy flaca”57 y que su parto fue asistido por su madre, Ana de Alegría, quien fue señalada en otros testimonios como la partera de las monjas y la encargada de cuidar de los recién nacidos. Isabel de San Jacinto también fue relacionada por la testigo de tener relaciones ilícitas con el padre Juan de Castro, de salir del convento en repetidas ocasiones y de quedar embarazada y parir en el convento, pues le constó a la dicha india Juana el escuchar “llorar a la criatura”. Esta misma acusación fue levantada contra Bárbara de Francisco –hija del antiguo gobernador de Popayán don Pedro de Velasco–, Margarita de San Francisco, Andrea de San Pedro y Mariana de San Lorenzo; de esta última la india confirmó que le había sido quitada su virginidad, pues en “la mañana de la noche que sucedió lo susodicho esta testigo vio la sangre”58.

Iguales y contundentes testimonios dieron Germana, Magdalena, Catanota y Juanilla, india y negras esclavas criadas de varias religiosas del convento. Acusadas además serían Ana de San Juan por devoción con don Cristóbal Ponce de León, quien entraba al convento por una escalera puesta en la huerta; la priora doña María Gabriela de Salazar por devoción con fray Antonio Guerrero, prior de Santo Domingo; y María de los Ángeles Mosquera por devoción con Antonio de Acosta, quienes fueron vistos encerrándose en el aposento del torno “y estuvieron juntos solos harto tiempo”59. Pensar en las anteriores acusaciones debe ubicarnos en el universo de las representaciones de lo sexual y del cuerpo femenino, pues pertenecer al género considerado como inferior implicó para las mujeres del antiguo régimen habituarse en la mayoría de los casos a los roles sexuales asignados por la Iglesia, la sociedad y la familia. Estas acusaciones permiten además pensar en el sentir de las mujeres dedicadas a la vida religiosa.

En el nuevo interrogatorio que las religiosas payanesas ya instaladas en los conventos de Pasto y Quito rindieron ante el provincial dominico, el arcediano y el secretario de la catedral de Quito, se evidencian elementos reveladores con respecto al caso, las acusaciones y los testimonios. Inicialmente, varias de las monjas revelaron ante sus nuevos jueces que, estando ya en libertad, lejos del obispo, podían hablar con la plena verdad para así echar para atrás los perjurios y mentiras que habían levantado contra sí mismas y contra los religiosos dominicos: “Unas de temor de tormentos que les dio el señor obispo de Popayán y el dicho provisor y otras por amenazas que se les hacían de que se le habían de dar”60. Según la declaración de las monjas, dos fueron los instrumentos de tormento ubicados en el refectorio del convento de la Encarnación para torturar y amenazar a las religiosas: “Un burro de dar tormento […] un palo que llaman mancuerda con un negro que apretaba unos cordeles por los brazos y pechos”61. Para la ocasión tenía preparado el obispo un memorial en el que se incluían los delitos cometidos, documento que era leído por su sobrino Diego ante cada religiosa que decidía según la valentía aceptar cada cargo; adicional a esto, González de Mendoza indujo en el confesionario a varias de las monjas con las siguientes palabras: “Si vosotras declaráis contra estos dominicos que han predicado y enseñado que no sois monjas ni válida dicha vuestra profesión y que el pecado de deshonestidad que hubiereis cometido no es sacrilegio sino simple fornicación no os desterraré de este convento y no seré tan riguroso en vuestras sentencias como las demás”62. Así, la tortura, las insinuaciones, las amenazas y el miedo jugaron en contra de varias monjas que, arguyendo ser flacas y miserables y por ende débiles, decidieron admitir las acusaciones del obispo y acusar a civiles y frailes dominicos.

Las emociones provocadas por la amenaza que se cernía sobre sus cuerpos y almas provocaron que las religiosas decidieran protegerse entre sí, aceptando todos los cargos del obispo para evitar el destierro; pedirse perdón mutuamente en medio de llantos y abrazos, acusándose entre ellas, como narra Ana de la Cruz: “Conviniéndose hermanas si queréis abrazos del obispo decid contra los frailes porque con esto se le quitará el enojo y decían unas con otras hermanas levantadme vos a mi testimonio que yo te levantaré a vos y con esto nos libraremos del tormento”63; y escribir a los frailes contra quienes habían levantado falso testimonio, como señal de arrepentimiento y culpa por haber sido inducidas a aceptar falsedades y a violar sus conciencias y profesión religiosa.

De las 14 testigos interrogadas menos de la mitad confesaron haber sido torturadas; es el caso de Brígida de la Concepción, “de cuyas señales de haber recibido el dicho tormento hizo manifestación y se vieron en los brazos por nosotros jueces y notarios”64; Margarita de Jesucristo, quien fue puesta desnuda en el burro para que declarase y puestos en sus manos los cordeles de tortura; Ana de San Juan, que fue desatada del burro en el momento en el que decidió firmar su testimonio; y la priora, María Gabriela de la Encarnación, a quien el obispo amenazó que “la había de matar en el tormento si no declaraba contra los dichos religiosos y otros de otras religiones”65; esta última mencionaría, además, que ella y sus religiosas fueron parte de una persecución enconada del prelado payanés para hacerlas culpables de graves mentiras y acusaciones que contenía el memorial y que no existieron las mencionadas devociones amorosas, ni las ideas heréticas enseñadas en el convento, ni las relaciones carnales, ni las escapadas del convento, ni los refugiados amantes en las celdas, ni abrazos, ni besos, ni pasiones, ni sacrilegios, ni quebrantamientos de la clausura. No obstante, no se hizo mención al hecho que dio inicio al escándalo: la presencia nocturna y prohibida de los dos frailes dominicos en el claustro. Vale la pena mencionar que sobre los dominicos implicados varias de las monjas afirmaron conocerlos por ser predicadores de la doctrina y por ser algunos de ellos sus confesores. Este último elemento bien hace pensar que el obispo intentó con esto separar a las religiosas de sus guías espirituales para así conseguir con facilidad sus inculpaciones.

¿Cómo entender toda esta suma de testimonios y señalamientos a favor y en contra de las monjas? El imaginario religioso de la época se cimentaba en la idea de la prohibición de la libertad carnal, en la cual podían encasillarse desviaciones sexuales, concubinatos, amancebamientos y relaciones sacrílegas, todas consideradas herejías que debían extirparse del ámbito cotidiano. Con esta noción, la vigilancia y el control sobre los cuerpos y las cercanías entre géneros ejercida por la Iglesia católica fue permanente, máxime cuando estas prácticas y actitudes ponían en entredicho el valor sacramental del matrimonio o interrumpían el camino sacro y la vida ejemplar que debían llevar hombres y mujeres en los claustros. En esta vigilancia también jugaron un rol fundamental los sujetos del común, que, imbuidos en toda esta mentalidad religiosa, fisgoneaban la cotidianidad en busca de la sospecha y la transgresión. Así, la vista humana se convirtió en el mayor aliciente del rumor y, en el caso de las monjas de la Encarnación, en el testigo más peligroso y contundente contra todas las culpas que el obispo señaló contra las religiosas. Un microcosmos de transgresiones sexuales latentes en los imaginarios de la época fue el que se alzó contra las monjas payanesas; microcosmos que, dicho sea de paso, da cuenta del conocimiento que tenían los sujetos de aquello que se consideraba sacrílego y prohibido. El convento de la Encarnación fue el lienzo de todas estas contravenciones y miedos.

El insufrible destierro y… ¿el retorno?

Escribir representó una ventaja para las religiosas payanesas, pues les permitió denunciar a sus jueces ante el rey, así como el perjurio levantado contra los dominicos y contra ellas por las presiones de tormento y destierro. Escribir fue su defensa frente a las acusaciones, el expurgo y el tormento al que se vieron sometidas; este resultó siendo el mejor recurso para que después de cumplido su castigo se les permitiese volver a su convento y a su ciudad natal. De las 11 cartas escritas por las monjas, quizá una de las más importantes es la fechada el 1.º de marzo de 1628 por 14 de las 21 monjas desterradas, quienes le escribieron al rey Felipe III para que ordenara a Ambrosio de Vallejo, obispo de Popayán, sucesor de Juan González de Mendoza, que les permitiera volver a Popayán.

En esta carta piden las monjas a la Audiencia de Quito que les permita retornar a Popayán, dado que su primer juez, el obispo González de Mendoza, las había condenado “por diez años a unas, por dos a otras, por cuatro y seis a las más”66; considerando que ya había pasado este tiempo, las religiosas reclamaban al obispo Vallejo acatara el permiso que se les había concedido para volver. Para respaldar estos tiempos de destierro, el procurador de las monjas ante la audiencia, Francisco López de Pereira, presentó el testimonio de cuatro religiosas del convento de la Concepción de Quito: Inés de Zorrilla67, Clara de Santa Cecilia, Magdalena de Santa María y Mariana de Santo Domingo, quienes habían sido testigos de la llegada de las monjas payanesas a su claustro en 1613, y habían visto y leído los testimonios de las sentencias, y “la que más pena y destierro traía era por tiempo de diez años y las menos a cuatro, y conforme auto y al tiempo de los dichos catorce o quince años que aquí están en este convento han cumplido su penitencia y condenación”68.

Destacaban también las religiosas la pobreza en la que vivían, dado que los claustros a los que habían sido encomendadas no estaban obligados a proveerlas económica y materialmente, haciendo con esto intolerable su profesión y “padeciendo excesivos trabajos en casa ajena siendo nosotras hijas y nietas de conquistadores y teniendo nuestras dotes en nuestro convento”69. Las religiosas payanesas argumentaban que la pobreza que vivían en sus nuevos conventos era injustificada, dado el alto rango de su proveniencia y los esfuerzos hechos por sus padres para dotarlas, siendo justo para ellas el goce de estas dotes en el claustro de su profesión. ¿De qué vivían las monjas desterradas? Los dineros para su manutención provenían de un subsidio de mil pesos otorgado por la caja real; subvención que, como mencionaban los oidores quiteños, resultaba penosa frente a las obligaciones económicas a las que debía hacer frente la Audiencia de Quito. Por tal razón, el insistente interés de dicha corporación por lograr que el obispo Vallejo permitiera el regreso de las monjas a su ciudad de origen.

Vallejo, no obstante, presentó la siguiente explicación ante la audiencia para impedir el retorno de las monjas: su ligera inclinación pasional las hacía propensas a olvidar de nuevo el camino de dios y retornar a los brazos del demonio, protagonista constante de la cristiandad, alejado del bien y de los placeres del paraíso, siempre al acecho para conducir al pecado a los débiles y excluirlos de la salvación. El argumento del obispo remite a la relación mujer-demonio, al considerarse a la primera, por sus evidentes liviandades, como más propensa que los hombres a sufrir la seducción del selecto panteón demonológico70. El regreso de las monjas obligaba al obispo a lidiar con la presencia del demonio, entendido este a través de la cópula carnal, el cual aparecería, además, por las malas condiciones en las que se encontraba el convento de la Encarnación y por la “gran libertad de la tierra y suma pobreza”71, situaciones que conducirían a la corrupción de las monjas que residían en el dicho recinto: “Y sin embargo de que hay pocas monjas que en este convento hay y las que hubiesen de venir son esposas de Jesucristo y juntas todas sin las condiciones dichas serán esposas del demonio”72. La negativa del obispo se explica, siguiendo a Antonio Rubial, por la idea de que el sacrilegio merecía un castigo continuo y perpetuo más que la condescendencia religiosa73. Ahora bien, las monjas afirmaron que el obispo Vallejo, como su antecesor, había tenido diversos inconvenientes con aquellos familiares que habían utilizado su influencia para aliviar su destierro: “Fray Ambrosio Vallejo está enemistado con un pariente de nosotras que es [el] que nos procuró la cédula de su majestad y la bula de su santidad por ser él este pariente que se duele de nuestros trabajos, por saber que gusta que volvamos a nuestro convento”74; argumento que, junto a los otros ya presentados, permitía a las monjas denunciar las pasiones del obispo Vallejo en su contra.