Czytaj książkę: «John Garfield en territorio cheyene»
John Garfield en territorio cheyene
JORDI CANTAVELLA CUSÓ

Elpoblet edicions
Colección L’eskuleta, 7
Diseño de cubierta: elpoblet edicions
Primera edición en elpoblet edicions: 28 de mayo de 2021
© del texto, Jordi Cantavella
© de las ilustraciones, Xavi Roca
© de la edición, elpoblet edicions (Berta rubio, ed.)
© de la traducción, Jordi Cantavella y Berta Rubio
ISBN: 978-84-123951-0-5
Os agradecemos que no reproduzcáis ni total ni parcialmente esta obra ni sus ilustraciones sin la autorización de sus autores.
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Garfield Quiz
A mis hijos, Pol y Max
Introducción
En el año 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, mis abuelos escondieron en su casa a un piloto norteamericano que había sido abatido en Francia. Partisanos franceses lo guiaron a través de los Pirineos hasta la frontera española y, después, un grupo de maquis republicanos lo condujeron hasta Barcelona y lo ocultaron en la casa donde había nacido mi padre, junto a la estación de Sants.
Aquel joven se llamaba Frank Garfield y permaneció en el escondrijo durante un par de meses, hasta que fue llevado a un navío de bandera británica del puerto que lo devolvió a Inglaterra para continuar luchando contra las tropas de Hitler.
El tiempo que Frank Garfield permaneció en casa de mis abuelos fue, para mi padre, que entonces tenía once años, inolvidable, ya que aquel muchacho americano —a pesar de que hablaba un castellano algo rudimentario— explicaba las aventuras de su abuelo, John Garfield, que desde pequeño se había visto arrastrado por las circunstancias de su tiempo y de su país, gran parte del cual era un vasto territorio todavía no colonizado, especialmente el oeste, donde los indios aún gozaban de la tierra de sus antepasados, poco antes de ser prácticamente exterminados por el hombre blanco.
Las vivencias de aquel joven interesaron mucho a mi padre y también a mí, cuando él me las narró años más tarde. Para un niño como yo, que me explicasen hechos reales que habían tenido lugar en el Lejano Oeste era todo un lujo pues, cuando era un crío, mis películas preferidas eran las de indios y vaqueros o las de yanquis y confederados. De hecho, cuando jugaba en mi habitación lo hacía con mi fuerte de madera y mis cowboys de plástico, con los que podía pasar horas y horas… Es más, en el momento de escribir estas páginas, tengo más de cuarenta años, pero reconozco que todavía me enzarzaría a jugar si supiera que mi mujer no iba a sorprenderme tocando la corneta del séptimo de caballería… ¡Y es que todo lo que hace referencia al Lejano Oeste tiene sabor a aventura!
Las de los Garfield eran historias en las que aparecían indios y vaqueros, bandidos y piratas, pistoleros y rebeldes, en un escenario que todavía era virgen, inhóspito y peligroso, muy lejano de nuestro hogar y de nuestra cotidianidad.
Una vez llegué a sospechar que aquel piloto aliado idealizaba y exageraba —por no decir directamente que se inventaba— las narraciones de su abuelo, pero mi padre se ofendió cuando le expresé mis dudas y me mostró una fotografía antiquísima, de color sepia, donde aparecía un chico muy joven y una niña al lado de un caballo: los hermanos Garfield.
Entonces quedó del todo claro que los personajes no eran ficticios y pensé que sería una lástima que aquellos sucesos en los que había participado John Garfield cayeran en el olvido. Es por eso que he empezado a recopilar toda la información que es capaz de recordar mi padre y que, gracias a su memoria, he podido escribir este libro.
Algún día tal vez intentaré averiguar si aquel joven piloto de entonces sigue vivo o si ha tenido descendencia. Resultaría magnífico poder ponerse en contacto con él para que nos pudiera continuar explicando todo lo que vivió su abuelo cuando era joven… Tal como piensa mi padre, tengo la sensación de que el espíritu aventurero de John Garfield, el protagonista de este relato, no dejó de ver mundo, ¡por lo que seguro que hay aventuras que ahora mismo desconozco!
Algún día lo investigaré… Aunque debo reconocer que siempre he sido un vago y no sé si lo haré realmente. Tal vez el verano que viene. Ya lo veremos…
J.C.
1
Desde 1861 los Estados Unidos sufrían una devastadora guerra civil que enfrentaba el norte contra el sur. Las heridas que causó aquella conflagración aún hoy en día no han terminado de cerrarse, y todo ello supuso el fin de una época y de una sociedad, y el principio de una nueva era.
Aquel atardecer de julio de 1863, amenazaba con una tormenta en New Bedford, Massachusetts, una población marinera de Nueva Inglaterra. Arreciaba el viento de lluvia que anunciaba el aguacero y las calles estaban desiertas cuando el juez Alfred Newman fue a la casa de los Garfield para darles una noticia terrible: Richard había caído en la batalla de Gettysburg.
De nada sirvió que explicara a su viuda, Janet, que su marido no había sufrido y que había sido un héroe en el campo de batalla; una tristeza inconsolable se apoderó de la viuda a partir de entonces.
John, su hijo, que recientemente había cumplido nueve años, sufría por la pérdida del padre y también por la aflicción de su madre. Sin embargo, sentía un gran orgullo por saber que su progenitor, el capitán Richard Garfield, había perdido la vida por salvar a uno de sus soldados, un sargento que había recibido un impacto de metralla durante un ataque que había resultado desastroso. El herido estaba a tiro de fusil de las líneas confederadas y pedía auxilio desesperadamente, pero nadie se atrevía a salir debido a la fama que tenían los rebeldes de buenos tiradores. El capitán Garfield sí lo había hecho y había salvado al soldado, pero una bala sudista lo había herido fatalmente y había muerto al poco rato.
Tras conocer lo sucedido, John ansiaba hacerse oficial y llegar a ser tan valiente como su padre. En una ocasión, hasta se pintó un enorme bigote con un tapón de corcho chamuscado y se ofreció voluntario en una oficina de reclutamiento, mintiendo sobre su edad y diciendo que ya era apto para el servicio; sin embargo, le vieron el plumero y, con una nada respetuosa carcajada, le informaron que todavía tenía que esperar unos cuantos años y le sugirieron que fuera al colegio o su maestro le daría unos azotes por llegar tarde.
En cuanto a Martha, la hermana pequeña de John, la familia y las amistades pensaron que todavía no era consciente de lo que había ocurrido, ya que tan solo tenía siete años, pero la niña lloraba noche tras noche. Su hermano que la oía, iba a su habitación e intentaba consolarla explicándole que el padre no los había abandonado sino que los esperaba en un lugar muy lejano y que algún día se encontrarían todos otra vez. El niño quería hacer de hombre de la casa porque creía que había llegado el momento de sustituir a su padre e intentaba hacerse el duro; sin embargo, cuando se encontraba de nuevo en su dormitorio y nadie lo veía, también lloraba como el crío que todavía era.
La pena de la madre pronto degeneró en enfermedad y pasaba cada vez más rato en la cama que levantada. Al poco tiempo, se sintió incapaz de llevar a cabo ninguna de sus obligaciones y ninguno de los tres hubiera podido seguir adelante si no hubiera sido por la ayuda de los Parker, un matrimonio amigo de los Garfield, que se hizo cargo de la situación familiar ayudándolos económicamente y también con su afecto, ya que, como si con la muerte del padre Garfield no hubiese sido suficiente, con ella se había agravado la economía de la familia y, de repente, se les terminó la tranquilidad y el bienestar financiero del que habían disfrutado hasta entonces.
Los Parker tenían una hija que se llamaba Eleanor, a quien todos, excepto sus padres, llamaban Lenny. La niña tenía un año menos que John y sentía un cariño muy especial por su amigo. A sus padres no les acababa de gustar que ella jugase como un chico, pero consideraban que, a su edad, no había peligro de que se mezclaran sentimientos «pecaminosos». Ciertamente John la consideraba su mejor amiga y solo la veía de esta manera, es decir, como una niña con la que jugaba a cualquier cosa. Para ella, sin embargo, había algo más…

El hogar de los Garfield era un espléndido caserón típico de Nueva Inglaterra, en cuyo desván los dos hermanos tenían su escondite. Allí jugaban a encantamientos, a exploradores que descubrían nuevos territorios en el sudoeste, a piratas… A menudo Lenny Parker, que normalmente quería hacer el papel de reina cuando John hacía de rey, participaba en aquellos juegos; y es que Lenny estaba convencida de que, con los años, se acabarían casando. De hecho, un día se lo hizo saber y él, como única respuesta, enrojeció como un tomate maduro y durante un tiempo se sintió algo incómodo con su amiga, hasta que olvidó aquella extraña propuesta que le había parecido obscura y misteriosa. A él le gustaba jugar con la chica y tenerla cerca, pero había algunos asuntos que, según él, pertenecían al mundo de los adultos y no quería pensar en ellos.
Mientras que los hermanos Garfield tenían el pelo castaño y eran de un físico muy parecido (solo se diferenciaban un poco por el color de los ojos, que en el caso de John eran marrones y, en el de Martha, verdes), Lenny era una niña pelirroja de transparentes ojos azules, con labios carnosos y una cara llena de pecas que resultaban el preludio de una futura dama de gran belleza, aunque John todavía no era consciente de dicha posibilidad. La niña era divertida y osada, lo seguía en todas sus travesuras, y con eso le bastaba.
De hecho, a él le hubiese gustado tener más amigos de género masculino para poder jugar a batallas y poder derrotar a los rebeldes, pero curiosamente las amistades de su familia solo tenían niñas de su edad (los chicos eran o demasiado pequeños o ya se estaban dejando matar en la guerra civil). Así que, para convertirse en alguien tan valiente como su padre, practicaba con Martha y Lenny, que querían ser tan valientes como él y participaban o eran testigos de todas las pruebas que se proponían para demostrar su arrojo. Habían empezado con proezas tan inofensivas como romper algunos cristales de las ventanas de la casa de los Bellamy —una vieja y destartalada mansión que, según se decía, estaba habitada por fantasmas— o robar fruta en algunos huertos vecinos. Aunque esto último lo habían dejado correr, ya que la última expedición que habían realizado en los campos del viejo O’Hara había estado a punto de terminar como una tragedia griega. Ese día, mientras John y Lenny cogían manzanas de uno de los árboles, Martha vigilaba que no los pillaran, pero la pequeña se había distraído recogiendo flores y no había visto que el propietario salía de la casa, por lo que este los había sorprendido en plena fechoría. El anciano irlandés, harto de pequeños ladronzuelos, les había lanzado los perros y los dos amigos no se habían dado cuenta de nada hasta que prácticamente tenerlos encima y habían tenido que huir de manera precipitada abandonando el botín. John había podido saltar la valla, pero a Lenny se le había enganchado la falda en un clavo, había quedado atrapada y el chico había tenido que volver a saltar para ayudarla. Tras ponerla a salvo al otro lado de la valla, había sentido un tirón en su retaguardia y un terrible dolor justo en aquella parte del cuerpo que todos utilizamos para sentarnos… La aventura había terminado con las posaderas de John cosidas a dentelladas y, por si no fuera poco, mientras huían hacia casa, John había tenido que soportar el dolor que le producía la mordedura y el dolor del orgullo herido, ya que durante todo el trayecto había sido el blanco de las burlas de ambas niñas, que imitaban su caminar.
—Jamás pienso volver a jugar con vosotras —había gritado hecho un mar de lágrimas.
—Culo de mona, culo de mooona —habían cantado ellas al unísono sin mostrar ninguna misericordia.
—La culpa es tuya, Eleanor. —El muchacho había acusado a su amiga utilizando el nombre completo de la chica a sabiendas de que a ella no le gustaba.
—Culo de mona, culo de mooona…
—Si no te hubieras enganchado la falda en la valla, no tendría que haber vuelto a saltar y no me habrían mordido el…
—… culo de mona, culo de mooona…
El joven Garfield había tenido que permanecer inmovilizado durante unos días a causa de los daños sufridos y no había podido sentarse dignamente hasta al cabo de una semana, tiempo que había invertido planear su venganza…
A su hermana, mientras dormía, le había pintado con un pincel puntitos rojos en la cara y las manos. Al despertar, levantarse y verse reflejada en el espejo, Martha había gritado de tal manera que todos se habían puesto en pie de guerra y en el pueblo casi tocan las campanas de alarma creyendo que las tropas confederadas estaban a punto de entrar. Tras la visita del doctor Cooper se había descubierto que las manchas no eran síntoma de ninguna enfermedad infecciosa.
Resultado: cuatro días castigado sin poder salir de su habitación.
El tiempo iba pasando y la guerra arrancaba de sus hogares a más jóvenes que nunca más iban a volver. A pesar de ello, parecía que los cañones pronto dejarían de escupir fuego y metralla, lo que no acababa de gustar a John, que deseaba tener la edad necesaria para ir a combatir al enemigo que le había arrebatado a su padre.
También en este periodo, la salud de Janet empeoró a causa de su melancolía enfermiza, y la señora Parker iba cada vez más a menudo a la casa de los Garfield para cuidar a su amiga. Siempre la acompañaba su hija Lenny y, como la casa era muy grande, no era extraño que se quedaran a dormir, sobre todo cuando el estado de la señora Garfield era alarmante. En aquellas ocasiones, John, Lenny y Martha esperaban a que todos estuviesen dormidos para subir al desván y seguir con sus aventuras.
Una noche estaban los tres en su escondrijo contemplando cómo caía la lluvia. Lenny tenía miedo de los relámpagos y John se sentía encantado de hacerse el hombre ante ella y de fingir que, a él, los relámpagos no le asustaban.
—Espero que no se despierte con los truenos —dijo preocupado mientras miraba detrás de sí, junto a la puerta, donde había amontonadas unas grandes cajas de madera.
—¿Tenéis una rata? —preguntó Lenny angustiada.
—No, es la bruja que mi padre trajo de Inglaterra —respondió John como si hablara de alguien conocido—. Duerme en una de esas cajas.
—No digas mentiras —le recriminó Lenny.
—No es ninguna mentira —le respondió él supuestamente ofendido—. ¿Verdad que no, Martha?
—Es verdad —aseguró la hermana siguiendo el juego.
—Os burláis de mí.
—¿Quieres tocarla? —le ofreció él.
El chico le explicó que tenían que vendarle los ojos para hacerlo, ya que, si miraba a la bruja y a ella no le gustaba, la podría convertir en un perro salchicha. Lenny no acababa de verlo claro. No se fiaba de John, pero no tenía motivo para dudar de Martha, así que aceptó.
—Pero no me hagáis daño, ¿eh?
—No te preocupes —la tranquilizó él—, yo guiaré tu mano y te explicaré lo que vas tocando. Si le gustas, ella te permitirá que la veas y te enseñará muchas cosas, cuenta historias muy interesantes…
—No creo una sola palabra, sin embargo…
Los Garfield le vendaron los ojos mientras ella se reía de la situación. Entonces Martha se colocó ante ella, John tomó una de las manos de Lenny y le hizo palpar las diferentes partes del cuerpo de su hermana fingiendo que se trataba de la bruja.
—Esto que le tocas ahora son los brazos… esto, los hombros… ahora le estás tocando una oreja… ahora, la nariz…
—Os estáis riendo de mí, estoy tocando a Martha.
—Ahora le tocas los labios —continuó John—. Ahora los cabellos, ahora la otra oreja y ahora… ¡un ojo!
Inmediatamente, John hizo que dos de los dedos de Lenny perforasen con violencia y con fuerza un tomate maduro.
Si los gritos que había soltado Martha unos días antes habían puesto en pie de guerra a medio pueblo, los alaridos histéricos de Lenny despertaron a todos los habitantes de New Bedford, asustaron a los caballos de todo un escuadrón de caballería que pasaba a tres kilómetros yendo hacia el sur y mataron de un infarto a un búho que había en el tejado y que tomaba el fresco.
Resultado: diez días castigado sin poder salir de la habitación.
Una vez pasado el periodo de reclusión, decidió que ya iba siendo hora de firmar la paz con su amiga, pero ella no quería dirigirle la palabra. Y su hermana tampoco, porque Martha había creído que todo aquello de la bruja tan solo era un juego nada más, y no se había imaginado ni de lejos que habría un tomate por el medio.
Al cabo de un tiempo, una noche, John oyó ruido en el desván y, como le costaba dormirse, subió y se encontró con Lenny que miraba por la ventana.
—¿Todavía estás enfadada conmigo? —preguntó al situarse junto a ella.
La niña no respondió, se limitaba a contemplar la oscuridad que reinaba en el exterior. Él, que no sabía qué decir, creyó que, si le proponía otra aventura, tal vez su amiga se animaría un poco.
—Esto… en lugar de romper cristales en la casa de los Bellamy, deberíamos entrar para explorar. ¿Qué te parece? —propuso.
—Me parece que eres un estúpido y un majadero —respondió Lenny antes de arrearle una bofetada y levantarse sollozando para salir del desván llorando y dando un portazo.
John no entendía nada de nada.
2
Por la mañana siguiente, después de haber desayunado, los tres niños salieron al jardín. John no abrió la boca. Solamente miraba la expresión de la cara de Lenny que actuaba como si nada hubiese pasado. El chico sentía miedo, pánico incluso, al imaginarse las ideas descabelladas que podían rondar por la mente de aquella chiquilla. «Esta me prepara una de muy gorda», pensaba sin parar.
—Esta noche entraremos en la casa del pirata —dijo Lenny con una alegría inesperada.
—¿En la casa de los Bellamy? —preguntó Martha aterrada—. Estás loca.
—Yo no. Ha sido idea de Johnny —dijo su amiga mientras lo observaba con una cierta dosis de malicia.
Él no supo qué decir. Era cierto que había sido idea suya, pero lo había dicho sin pensar, en un momento algo delicado. ¡Aquello era una locura!
La casa de los Bellamy, también llamada la casa del pirata o la casa fantasma, era una vieja mansión del siglo XVII que, según se decía, había sido propiedad del famoso pirata de origen escocés William Bellamy, que había vivido en Boston —New Bedford estaba a unas cuantas horas a caballo de esta ciudad—. A pesar de que posiblemente era inocente, el capitán Bellamy había sido acusado de piratería y colgado en la horca, en el muelle de las ejecuciones de Londres en el año 1700. En New Bedford corría el rumor de que aquella casa estaba habitada por las almas en pena de su viuda y de un amante suyo, antiguo miembro de la tripulación de la nave de Bellamy. Por todo ello, nadie se atrevía a entrar en el caserón, ya que se oían los terribles lamentos de los espectros y, de vez en cuando, salía humo de la chimenea. De hecho, hasta se decía que, en el año 1832, a raíz de una apuesta, un par de intrépidos forasteros habían entrado en aquella casa con la intención de pasar una noche en su interior y, al día siguiente, al salir, los rostros de los dos hombres habían adquirido el color de la cera. Nunca explicaron qué era lo que habían visto y, pocos meses después, uno de ellos había aparecido muerto, ahorcado en un árbol, y el otro (un tal Edgar Allan Poe1) había perdido la cabeza y había terminado escribiendo historias de miedo el resto de su vida. Decían, los que lo habían conocido, que jamás había vuelto a ser el que era después de haber entrado en aquella casa.
John estaba muerto de miedo. No quería entrar allí ni a rastras, pero, claro está, no lo iba a reconocer jamás de la vida y deseaba de todo corazón que Lenny recapacitara y dejara correr aquella idea tan absurda como temeraria. Sin embargo, Eleanor Parker era tanto o más orgullosa que su amigo John y tanto o más testaruda.
Una vez había anochecido y todos los adultos dormían, los tres niños salieron de la casa equipados con un quinqué de petróleo. Hacía frío y la noche era oscura como la galería más profunda de una mina de carbón. Al llegar al jardín abandonado y selvático de la casa del pirata Bellamy, terminaron de abrir la reja de la entrada del jardín de la propiedad, que estaba semiabierta, y el tétrico chirrido que hicieron las oxidadas bisagras produjo en los tres un sudor frío e inevitables temblores por todo el cuerpo. Ni John ni Lenny, sin embargo, quisieron reconocer que preferían estar a más de cien kilómetros de aquel lugar: sin palabras se habían declarado una guerra de orgullos.
—Yo os espero aquí fuera —informó Martha con un arrebato de lucidez.
—Como quieras —respondió John con falso aplomo—. De hecho, tienes tanto miedo que solo serías un estorbo.
Los dos amigos entraron en la casa.
Se escuchaba el ruido de una ventana que golpeaba repetidamente, lo que era un mal augurio, ya que no había ni pizca de viento. Aquello, sumado al evidente estado de casi ruina de la mansión, toda llena de telarañas, causaba gran inquietud.
Ante ellos, unas escaleras de madera conducían a los pisos superiores. Las paredes de la escalera estaban repletas de retratos antiguos de marineros y de algunas grandes señoras. Mientras subían los escalones, la madera crujía bajo sus pies y, al llegar al primer piso, pisaron algunos cristales.
—Son los cristales de las ventanas que hemos roto —comentó John un poco más tranquilo.
—Lo estaba pensando —respondió Lenny.
—¿Estás enfadada conmigo o no? —preguntó él repentinamente.
—¡Qué tonto eres! —exclamó ella con una sonrisa que alegró el ánimo del chico—. Venga va, sigue adelante.
Continuaron caminando por un pasillo y abrieron algunas puertas que daban a cámaras diversas donde encontraron los muebles cubiertos por la suciedad. Una rata salió disparada y pasó muy cerca de Lenny, que se asustó y se agarró a John buscando protección. Aquel hecho agradó al muchacho, que por primera vez fue consciente del aroma que desprendían los cabellos de su amiga.
Entonces entraron en una habitación en la que había una enorme cama, digna del rey de Inglaterra, y John, travieso, pidió a Lenny que le cogiera la lámpara para lanzarse a saltar encima del colchón. Sin embargo, los maderos no resistieron el golpe, se quebraron y provocaron un estrépito de maderas rotas y una nube de polvo que lo hizo toser como un condenado y le dejó la ropa hecha un desastre. Lenny estalló en risas al verle levantarse cubierto de telarañas, de restos de tela podrida y enharinado de polvo antiguo. Aún reía mientras él intentaba inútilmente sacudirse la polvareda.
—Vayamos abajo, aquí no hay nada —ordenó el chico furioso por su dignidad perdida.
—Como vos digáis, majestad.
El niño agarró la luz y volvieron a bajar las escaleras.
Al llegar nuevamente a la planta baja, vieron que por debajo de una puerta cerrada se filtraba algo de luz y otra vez el miedo se metió en la piel de los dos amigos, que se miraron el uno al otro y, sin decir nada, abrieron la puerta.
La sala, de grandes dimensiones, era la biblioteca de la casa. Aquella parecía la única parte de la mansión donde no reinaba el polvo y la ruina. De hecho, allí crepitaba una gran chimenea encendida y daba la sensación de que la estancia estaba habitada.
De súbito, la puerta se cerró con un golpe muy violento y la sangre de los dos críos se heló en sus venas.
—¿Qué estáis haciendo en mi casa? —gritó una voz que parecía de ultratumba.
Lenny y John se limitaron a hacer lo que les dictaba el instinto: chillar aterrados y quedarse paralizados por el espanto (esta vez, no obstante, los alaridos no alertaron a nadie, debido a que los habitantes del pueblo ya se habían acostumbrado al jolgorio nocturno de los críos).
De la penumbra apareció una mujer que iba vestida a la moda de principios del siglo XVIII. Iba tapada de los pies a la cabeza y no se le veía ni un centímetro de piel, pues hasta el rostro lo llevaba cubierto por un velo translúcido de color negro que apenas dejaba de ver sus facciones.
—No gritéis más, que no me como a nadie, y menos a los niños —dijo con un tono de tristeza y al mismo tiempo de amabilidad—. De hecho, ya hace muchos… muchos años que no como nada. —La señora se sentó en un sofá que había justo delante del hogar encendido—. No tengáis miedo.
—¿Es usted la viuda del capitán Bellamy? —preguntó John Garfield—. ¿Es un fantasma?
—No soy ningún fantasma —sentenció la mujer—. Podéis acercaros, no voy a haceros nada.
Los dos niños se aproximaron a la dama muy despacio y, cuando estuvieron junto a ella, la mujer se quitó uno de sus guantes y, mostrando una mano increíblemente envejecida, les acarició los cabellos y la cara con la ternura que mostraría una abuela con sus nietos antes de despedirse de ellos para siempre.
—Un fantasma no podría tocarnos… —dijo Lenny mientras, con su voz, le devolvía la caricia.
—Veo que lo habéis entendido —dijo la enigmática mujer con un hilo de voz apenas audible.
—Pero no es posible que usted sea la viuda del capitán Bellamy. Sería demasiado, demasiado…
—Demasiado vieja —dijo ella terminando la frase—. Así es. Creo que dentro de unos ocho o nueve años cumpliré doscientos.
Aquella afirmación erizó la piel de la pareja de amigos. Lenny agarró la mano de John y este correspondió al gesto apretándola con delicadeza.
—De hecho… ¿en qué año estamos?
—En 1865 —respondió John.
—¿Y vuestro amante también vive aquí? —preguntó Lenny.
La anciana soltó un par de débiles risotadas.
—Veo que el ser humano continúa interesado por los chismorreos —volvió a reír—. Jamás he tenido a otro hombre que mi William, pero la gente es mala y habla demasiado de lo que no sabe. No tenéis que hacer caso de lo que dicen vuestros vecinos. Son gente ignorante y mezquina, con una doble moral que enrarece incluso los sentimientos más nobles.
—Lo siento —dijo Lenny avergonzada.
—No es culpa tuya, pequeña. Yo tuve una hija que era tan bonita como tú. ¡La echo tanto de menos!
—¿Dónde está? —preguntó John ingenuamente.
—Hace casi un siglo que murió de vieja. —Durante unos segundos, los tres permanecieron en silencio y tan solo se escuchaba el crepitar del fuego en la chimenea—. Hace muchos años, cuando mi marido fue ejecutado, emprendí un largo viaje para escaparme de este mundo de charlatanes y de hipócritas. En un lugar, del cual tengo prohibido hablar, encontré la fuente de la vida, el manantial de la inmortalidad. En un principio me pareció milagroso poder vivir para siempre, pero no creía que sería tan doloroso. Es terrible sobrevivir a las personas que amas y, por esa razón, hace muchos años que no me relaciono con nadie y evito el contacto con la gente: no quiero volver a querer a nadie para no tener que llorar la muerte de ningún otro ser vivo más. Ya me está bien que la gente del pueblo crea que esta es una casa maldita, así estoy tranquila.
—Pero ¿qué ocurrió para que haya llegado a este estado?
—Es el secreto mejor guardado que tengo. Si explico un solo detalle, si hablo del lugar o del procedimiento que lo hace funcionar, mi estado será irreversible y yo todavía tengo la esperanza de poder morir de manera natural algún día.
—¿Cómo podemos ayudarla? —preguntó John.
—He aquí un espíritu noble —exclamó la viuda mientras sonreía con una tristeza que parecía eterna—. No, hijo. Hoy me habéis hecho pasar un buen rato, pero es mejor que no volváis nunca más, no quiero tomaros afecto. Por favor, si os preguntan, explicad que dentro de este vetusto caserón hay un fantasma monstruoso, ¿de acuerdo? Y ahora volved a casa, estoy muy cansada.
John y Lenny salieron muy entristecidos de aquel salón. Estaba claro que el ser humano no estaba hecho para vivir para siempre.
—No volveremos a romper ningún cristal —propuso Lenny con rotundidad.
—Nunca más —aseguró el niño, avergonzado de haberlo hecho tantas veces.
Cuando volvieron a pisar el jardín de la mansión, despertaron a Martha, que se había dormido bajo un árbol, y los tres volvieron a casa.
Al llegar, se dieron cuenta de que había luz. Algo había sucedido. Cuando entraron, vieron que la señora Parker tenía los ojos llorosos.
—Pero ¿de dónde venís vosotros a estas horas? —exclamó angustiada—. Y tú, Johnny, mira en qué estado traes tu ropa.
Los tres esperaban una regañina de esas que hacen historia. De hecho, John ya veía venir que le clavarían cadena perpetua y que lo tendrían encerrado por siempre jamás en su habitación. No obstante, la señora Parker lo dejó correr, abrazó a los dos hermanos Garfield y les explicó que su madre había sufrido una recaída y que se había visto obligada a avisar al doctor Cooper; este había pronosticado que la señora Garfield estaba tan grave que no llegaría a ver la luz del día.
—Johnny, cámbiate de ropa —le pidió la madre de Lenny— y ve a despedirte de tu madre. Primero entrará tu hermana.
El niño subió corriendo hacia su habitación con un nudo en el estómago. Tenía que volver a enfrentarse otra vez con el hecho de perder a un ser querido y no sabía si podría soportarlo. «Tal vez el doctor Cooper se equivoca, mi madre no puede morirse», pensó mientras se abrochaba los cordones de una camisa limpia.
Una vez vestido, antes de abrir la puerta de su habitación, se aferró a esta posibilidad. Su hermana ya había salido del dormitorio de la madre y lloraba abrazada a la señora Parker. Lenny lo miraba con los ojos inundados de lágrimas y John cogió aire antes de entrar en el dormitorio de la madre.
Darmowy fragment się skończył.