Czytaj książkę: «Juana la enterradora», strona 2

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Entre gladiolos y sauces llorones
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El cementerio ya no es como antes. Bueno, no solo este; ninguno. En aquel tiempo había en él, no sé, un halo de misterio muy conveniente, apropiado para el tema de la muerte y, más aun, el del descanso eterno. Quien visitaba el barrio de los acostados —y hasta nosotros que no éramos visitantes, sino prácticamente moradores— sentía en el aire una esencia, un fluido que parecía proceder del Más Allá. Incluso los falsos pimientos, frondosos y despeinados, con sus troncos rugosos y retorcidos como brazos y dedos deformados por una artritis severa, con aspecto de ser tan viejos como el mundo, contribuían a imprimirle al escenario una atmósfera rara. Bastaba con echar un vistazo a las galerías blancas de las bóvedas y las criptas, al Resucitado, a los jardines que no se parecían a los de las casas aunque uno no supiera explicar la diferencia entre ellos; bastaba con aguzar el oído para penetrar el silencio, respirar el olor a flores muertas, para sobrecogerse. Y si era de noche… uno abría bien los ojos para distinguir siluetas negras sobre la negrura aún más intensa y profunda del aire, y sin necesidad de viento, una corriente helada le recorría el cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, demorándose en su paso por la columna vertebral, en un escalofrío sepulcral. Y si había viento, su ulular entre los árboles parecía un gemido angustioso de ánimas en pena.

Pero hoy los cementerios son otra cosa. Iluminados como quirófanos o como si mantuvieran listos para un espectáculo de día y de noche, de ellos se han esfumado el suspenso y el temor a lo desconocido, podrían decir los visitantes; se extinguió la solemnidad, circunstancia adecuada y coherente con el misterio de la muerte, diríamos nosotros. Los floreros de las sepulturas acogen flores artificiales, de modo que ya no flota jamás en el aire ese olor dulzón de las aguas podridas cuando se tarda mucho para cambiarse. De noche parece de día. El sepulturero —mi padre dejó de serlo hace tiempos— parece un obrero ordinario, el operario de una fábrica, dedicado a una labor cualquiera, y carece de ese misticismo requerido para los de este oficio, más cercano a lo divino que a lo humano, por ser puente entre lo uno y lo otro.

Hoy, los cementerios no asustan. Primero, a la gente le daba miedo pasar por sus cercanías. Estas eran oscuras como boca de lobo.

El Carretero, la vieja vía que une a Envigado con Sabaneta, era una trocha angosta y sin pavimentar, con poco flujo de autos en el día —más que nada los buses amarillos de Transportes Carlos Ángel— y ninguno durante las noches. La urbe era pequeña. Había tramos extensos en los que no se hallaba una sola vivienda.

La gente hablaba de espantos y de sucesos extraordinarios relacionados con los muertos y conseguían estremecerse. Se rumoró por muchos años sobre una mujer de apellido Ruiz: había aparecido bocabajo a los cuatro años, cuando le sacaron los restos. Y con mechones de cabello en sus manos. Los comentarios se explayaban al imaginar el tormento de aquella desgraciada, al darse cuenta de que había sido enterrada viva. Un escalofrío se apoderaba de todos. También aseguraban que mi padre solía oír ruidos, como pataleos y gritos, en bóvedas de recién sepultados. Él, a decir verdad, no confirmaba ni negaba tales casos a nadie; salvo a los de la casa, eventualmente nos contaba algo de ello, cuando estaba borracho, aunque con pocos detalles. Tal vez a nosotros se nos zafaba la lengua con los amiguitos de juego y a estos con sus parientes y a estos con sus amigos… Suficiente para asustar a medio pueblo que repitió por años estos cotilleos.

No era de extrañarse, explicaba mi padre. Antes de los años setenta, a los muertos no los embalsamaban; Eugenio Ochoa, el funerario, ponía el cadáver sobre la mesa, lo desvestía, lo enrollaba en una mortaja, lo vestía con un hábito y lo metía al cajón. Esto era todo. Vivos, aunque con apariencia de muertos tal vez por efecto de catalepsia, enfermedad escasa pero existente, podían ser enterrados algunos individuos, pero muy pocos en su experiencia, gracias Dios. Después de eso fue cuando comenzaron a extraerles los líquidos con una jeringa y con esta misma les inyectaban formol.

En la noche, escasos eran quienes se atrevían a mirar el interior del cementerio. Ver en la oscuridad las siluetas de las galerías de bóvedas. Daba susto ver las formas de los sauces llorones como monstruos de las montañas del Purgatorio inclinados sobre su propia tristeza, dibujados de negro sobre el negro más profundo. Los hombres, siempre tan bobos, se desafiaban en su guapeza para ver cuáles de ellos eran capaces de llegar hasta la puerta o cuáles, en un extremo de osadía, se atrevían a saltar la tapia y entrar. Por eso, cuando fundé La Última Lágrima, al principio los clientes no eran muchos, casi todos vecinos de Bandera Roja y Primavera. A los demás les daba temor llegar hasta el negocio. ¿Ah?

Contaba mi madrina que, hace mucho tiempo, los sabaneteños se casaban en la Iglesia de Santa Gertrudis. Hacían a pie la distancia. Venían calzados con zapatos viejos o chancletas, para no echar a perder los nuevos al tropezar con piedras sueltas ni empolvarlos durante el verano, o para no embarrarlos en los charcos dejados por las lluvias en el invierno. Entraban al cementerio a cambiarse el calzado e incluso, para darle los últimos retoques a la novia, antes de emprender el último tramo hasta el Centro. Y de regreso, hacían lo inverso. Llegó a saberse de novias que se cambiaron la ropa vieja por el vestido blanco en cualquier pasillo, frente a las bóvedas, con la asistencia de su mamá, una hermana o una amiga, atentas a que la mujer permaneciera oculta a los ojos de los vivos.

Soy Juana, hija de Víctor, hijo de Adolfo, hijo de Agapito, hijo de Medardo Molina. Medardo habló a Agapito; Agapito, a Adolfo; Adolfo a Víctor, y este a mí, sobre el cementerio. Y no porque los antepasado de mi papá hubieran estado vinculados oficialmente con la última morada. No, pero sí porque ellos, movidos por la vocación y la voluntad, eran colaboradores sin paga de esos sitios santos. Así las cosas, puedo entonces hablar. El cementerio de Envigado está en el mismo lugar que ahora ocupa, en el occidente del mapa, desde la mitad del siglo XX. Antes de eso, había estado junto al templo de Santa Gertrudis La Magna. Sin embargo, no puede afirmarse que haya sido el mismo campo santo en ciento cincuenta años. Una ciudad está sembrada encima de otra, un mismo sitio ha tenido mil banderas, o como nos decía la profesora Celina: “Troya se fundó sobre Troya y esta sobre otra Troya”. ¿Cómo podría ser distinto con la ciudad de los muertos? Y durante este tiempo ha estado junto a la vía que conduce a Sabaneta desde el siglo XIX. Primero un camino; después, una trocha; más tarde, desde 1874, El Carretero. Ese primer cementerio era pequeño: de ochenta y una por treinta y nueve varas, cerrado con tapias blanqueadas y coronadas de tejas con portaletes. En el centro había sepulturas en tierra; en los lados, bóvedas. Más tarde, ya en los años treinta del siglo XX —lo vio mi padre y es como si lo hubiera visto yo—, lo ampliaron otra vez en terrenos de un tal Eulogio Díez. El lugar todavía era, en ese tiempo, apartado del centro de Envigado. Lo separaban de este unas mangas, actualmente habitadas. Nacida en la década siguiente, lo vi rodeado de tapias. No conocí a Urquijo, sepulturero de leyenda como mi padre. Entre 1957 y 1960, lo ampliaron otra vez, por disposición del párroco Pablo Villete López. Entonces le dieron forma de trébol, figura que apenas si alcanzábamos a distinguir montados en el altico de lo que hoy es el barrio El Dorado. A la llegada de los sesenta, mi papá cogió el puesto en propiedad, aunque llevaba varios años como ayudante del anterior enterrador y podría decir, yo como ayudante de mi padre, como siempre. De inmediato, pidió permiso al padre Villete para hacer la casa y, en 1963, monté La Última Lágrima, una cantinita de latas, con ayuda de mi mamá. Me acuerdo que en 1966 trasladaron para este camposanto la cripta de los sacerdotes, incluido Cristóbal de Restrepo, el primer cura de la parroquia hace más de doscientos años. La inauguración del cementerio actual fue el 2 de noviembre, Día de las Ánimas Benditas del Purgatorio, de 1968. Fue entonces cuando bendijeron el monumento al Cristo Resucitado y apareció ante los ojos sorprendidos del pueblo la inscripción sobre los muros de la redonda cripta central, la de los curas:

MINSI GRANUM FRUNENTI CADENS IPSUM

SOLUM MANET. SI AUTEM

MORT UUM FUERIT MULTUM FRUCTUM AFFERT

Mensaje completado por un paisaje dibujado en baldositas de cerámica, con matas de maíz o trigo, de tallos, hojas y frutos muy rectos.

Me tomé el trabajo de averiguar el significado de aquellas palabras latinas. El padre Julio, amante de los gatos, me dijo:

—Juan 12:24.

Lo busqué en la Sagrada Biblia traducida por Naccar y Colunga, que me dio mi madrina como regalo en mi Primera Comunión y forré de anaranjado para llevarla a la escuela, porque era el color del cuarto grado con la profesora Alicia, e hice marcar del lapidero Medina con mi nombre, con esa estilizada caligrafía que usaba para marcar las losas. En esa hoja en blanco que tienen los libros adelante, él escribió con plumilla y tinta china:

Juana Molina…

Y, debajo, estos versitos:

Si este libro se me pierde,

como suele suceder,

yo le pido al que lo encuentre

que lo sepa devolver.

Todavía la tengo. Encontré la cita:

SI EL GRANO DE TRIGO NO CAE EN TIERRA Y MUERE,

QUEDA SOLO; PERO SI MUERE, DA MUCHO FRUTO

Y entendí que no era maíz, sino trigo lo que había bajo la inscripción; definitivamente era trigo.

Mi padre se esforzaba por mantener los jardines muy bonitos, los prados bien cortados, las plantas abonadas. Incluso se esmeraba por encalar los bordillos que encierran los sembrados. Para esas labores usaba los días muertos. No sé por qué no le metía mano a las tapias del contorno; no las blanqueaba, permitía se formaran vetas verdes y crecientes, y se fueran cayendo de a poco. Y lo que a mí más me preocupaba, no les elevaba la altura, sabiendo que por ahí saltaban los vándalos, los muchachos traviesos, los ritualistas satánicos, los suicidas, los pervertidos y los borrachitos. Los ritualistas me caían al hígado; los pervertidos, como un tal Javier Solís del que hablaré en uno de estos cuadernos, más todavía.

En ocasiones, entraba al camposanto a saludar a papá, a estar a su lado un rato, antes de llegar a la casa. No era raro que descargara los cuadernos y la cantimplora del chocolate en el rincón de los osarios, muy poco visitados, y me comidiera a cargar agua para las flores en una vieja regadera de cobre, remendada más de una vez por el viejo Kioto, el japonés que vivía con su mujer y una caravana de hijos en su taller de ollas por el Monumento de la Madre, un agujero apenas más grande que una de las tumbas del fondo, las de los ricos.

Me gustaban las eras de los gladiolos. También eran las favoritas de él. Les echaba más boñiga que a las demás, para alimentarlas mejor. Eran las flores de la muerte, explicaba. Nada sacaba con tener un bello rosal, unas bonitas hortensias, si los gladiolos no iluminaban el lugar con sus colores.

—¿Acaso no has oído decir, cuando alguien muere: “se fue a chupar gladiolo? ¿Se fue a ver gladiolos desde abajo?

Y no era fácil mantenerlos bellos. Las moscas y unos bichos parecidos a las cucarachas mantenían atacando las hojas y las flores. Aparte de que las mordían, era como si succionaran sus colores y, así, los pétalos se aclaraban; recordaban esas flores pintadas con acuarela muy aguada. Pero para eso sí sacaba tiempo el viejo Víctor.

Para él, la flor envigadeña era la azucena. Los arrieros bajaban de los montes toneladas de ellas en sus recuas de mulas. Pero eran otros tiempos. Al momento de estas páginas, apenas si se cultivaba y conseguía.

—¡Andale, muchacha! Tenés que ir a almorzar. Debés tener hambre. Tu mamá ya debe estar preocupada.

—Qué va. Sabe que cuando no me ve en la casa, estoy aquí.

—También debés ayudarle a tu madrina a hacer coronas: hay un muerto en La Sebastiana. A esta hora deben estar llevándolo a la casa para velarlo; el entierro será mañana.

En el cementerio no me daba hambre. Ni sed, ni sueño, ni frío, ni calor, ni soledad, ni miedo, ni aburrición, ni tristeza, ni nada. Desde ese tiempo y todavía ahora, ya vieja, al estar en el cementerio he sentido que floto. Cuando estoy harta del mundo, hastiada de gente, de sentirla, de padecerla, de verla, me voy a la necrópolis a encerrarme con mis muertos. Humanos que no decepcionan. Recorro los caminos entre las galerías de bóvedas. Habito el silencio y la quietud, ese silencio y esa quietud pesados de siglos, porque pertenecen a muertos de varias generaciones. Un pueblo entero, quieto y callado. De vez en cuando me topo con dolientes; rezan ante una tumba o simplemente se detienen ante esta, a verla en silencio, a pensar, a soñar con el ser querido que ya no anda entre los vivos. Esos jeremías son como muertos que caminan entre las tumbas.

Atiende y mira, cristiano, que en aqueste

cementerio tal vez tus padres y deudos

esperan de ti el remedio, sufragios y sacrificios

te suplican sin cesar.

Que Dios las saque de penas

y las lleve a descansar

Y cuando hallo, por ejemplo, a una viuda triste, ensimismada y pensativa, no me molesta, porque los humanos son otros cuando visitan este lugar de paz; son mejores, sin duda. Dejan atrás, en el espacio de mundanal locura, su espíritu sucio de ambición y mezquindad, de hilaridad y afán, de ruido y torpeza. Uno bien podría decir que las personas vivas que entran a un cementerio como que trascienden, mucho o poco, y dejan de ser por un momento los ridículos sacos de agua e iniquidades de siempre. Se lo llegué a decir a mi padre. Creo que en el mundo no hay nadie que me entienda tanto como él, excepto Necróforo, pero este no era dado a filosofías, como mi padre y yo, a pesar de que no hizo sino hasta primero de primaria y yo no pasé de cuarto. Por mi parte, he leído libros de historias de santos y de doctrina. Leí El diario de Ana Frank y Cuando el mundo era joven. La gente dice que parezco estudiada por la forma de hablar. Aunque, creo, la filosofía es resultado de la tristeza que, en mi caso, la melancolía, llega con pensadera. Necróforo solo se entregaba a la vivencia pura de la muerte.

Mi padre es quien más ha lamentado el derribamiento de la capilla central que hubo hasta los años cincuenta. Yo, la segunda. Porque la conocí; estaba muy niña, pero la conocí. Cementerio que se respete debe tener capilla. Esta viene a ser como un altar dentro de otro altar más grande. Manuel Londoño, un ferretero, mandó tumbarla para poner en su sitio El Resucitado de bronce, réplica del de la parroquia, esculpido por Pablo Estrada y vaciada por Darío Montoya. La gente no podía creerlo, cuando vio el arrume de escombros en el suelo. La escultura gustó mucho desde el principio, sí, pero no dejaban de llorar por la vieja construcción. Y tenían razón: la había diseñado el arquitecto Felipe Crosti, el mismo de los dibujos de la iglesia de San Antonio de Padua, en Medellín, dueña de la cúpula más grande del país. ¿O será del mundo?

Años más tarde, en ese lugar donde estuvo la capilla, cinco muchachos hicieron un pacto suicida.

La pólvora es dulce como el azúcar
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Soy una mujer sola; triste y sola. Pero nadie diga: Juana Molina no ha querido. He tenido varios hombres en mi vida. Sin embargo, no sé, tal vez por un sino fatal, los fui enterrando uno a uno, o para ser precisa, mi padre los fue enterrando. En mi destino está escrita con un hierro candente la imposibilidad de quedarme con alguien. En la cantina sonaban canciones de lo preferible que es tener experiencia en amores, aunque ya ninguno de ellos permanezca a nuestro lado. No sé. Tal vez no sea verdad. En todo caso, dedicaré páginas del Diario a los hombres que me amaron. Fue una época corta pero importante de mi vida. Ya pasó, lo sé. Y no quiero olvidarla.

El primero, William, se suicidó envenenándose con totes, esa pólvora blanca que queman en Navidad. La rastrillan como una cerilla y brinca como un demonio enresortado, con movimientos imprevisibles; el segundo, Luis Carmona, el carnicero, se accidentó en una carretera; el tercero, Pedro Claver… murió de púrpura; el cuarto se llamaba Ricardo Cadavid, falleció del corazón, según los médicos, pero yo creo que se fue muriendo de un frío interior; y al último, Bernardo Espinosa, le dio por suicidarse en la puerta del cementerio como al primero, hace apenas dos años: se tragó unas cápsulas de cianuro: este venía dedicándome las borracheras con el cuentecito obsesivo de que si yo había enterrado a los otros cuatro, a él también lo enterraría. ¡No, por Dios! Es una cadena trágica…

Del primero, recuerdo la noche de diciembre cuando vinieron a decirme que estaba emborrachándose, gritando el nombre mío envuelto en tonterías como un poseso y quemando pólvora en la entrada del cementerio. No me pareció anormal. Eran muchos los hombres, al fin tontos los más de ellos, a quienes les daba por beber en la puerta de la última morada, en la más negra oscuridad, porque allí no había alumbrado público y mi papá tampoco dejaba ninguna luz encendida. Era una boca de lobo. Y esa oscuridad se sumaba a la soledad del paraje. La vieja avenida que lleva a Sabaneta, El Carretero, era una vía para un solo auto, polvorienta y pedregosa. Una trocha poco recomendable en noches sin luna. Así, era muy posible que machos embrutecidos quisieran demostrar cuán valientes eran, bebiendo en un lugar oscuro y solitario, en la puerta de la ciudad de los muertos, sabiendo que, contrario a andar entre los vivos, no hay nada de valentía en estar con los difuntos, en mirar el interior del sitio donde están las tumbas sumergidas en un aire negro como el alquitrán. Salvo las noches cuando mi papá iba a dormir a una bóveda, encendía un pequeño bombillo durante unos minutos para alumbrar sus movimientos, cómo no, mientras se acostaba. En esos momentos, si algún transeúnte curioso pasaba por la vía u otro ingenuo, como William, se tomaba unos tragos ahí afuera, veía la incipiente luz al fondo, seguramente se figuraba que era un espanto.

Esa fatídica noche, cerré la cantina, me encerré en mi cuarto y me cambié la ropa por la piyama, una piyama de lienzo, larga y blanca como un sudario. Rezaba el Rosario. Cuando comenzaba el tercero de los misterios Gloriosos, “La venida del Espíritu Santo”, me trajeron la noticia de que mi novio se había comido la pólvora. Salí corriendo, vestida como estaba y descalza, como alma que lleva el Diablo, seguida por mi padre, quien a esa hora se tomaba sus aguardientes en el quicio de la puerta de la casa. Vimos al muy borrico naufragando en su propio vómito de sangre negra, y retorciéndose de un dolor intenso en el esternón, que no dejaba de apretarse con ambas manos. Emitía unos quejidos estertóreos y manoteaba sin fuerzas. Me hacía señas de que arrimara mi oído a su boca. Llorosa, así lo hice. Nada dijo. Llegó la ambulancia y lo cargaron en un santiamén. Mientras me subía al auto y justo antes de que cerraran las puertas, mi padre alcanzó a decirme desde la calle:

—Andate vos con él, Juana. Nosotros iremos después.

La sirena sonaba sin cesar, como si el automotor también estuviera angustiado por la situación y fuera su deber llenar el ambiente con los alaridos de un desespero inmenso. Ese ruido provocaba que mi corazón se apretara más y más.

William era celoso. Durante el noviazgo, hubo un hombre, Roberto García, novio de Maruja, una amiga mía, que intentaba seducirme. Pero, por Dios bendito, nunca le di alas. Ambos coincidían con frecuencia en La Última Lágrima a tomarse los aguardientes y a escuchar guascas adoloridas. Una vez, Roberto me regaló un disco. Ese de “La cinta verde”. ¿Cómo es? Ah, sí:

La cinta verde, la rosa roja.

Esas dos cosas te harán quererme.

La cinta al pelo, la rosa al pecho

Tú has de ponerte, mi amor.

—¡Señor, que no se muera! —Clamaba en voz baja, sin dejar de mirar el rostro convulso de ese hombre. Sin embargo, en mi mente, la voz de la monja que a estas alturas debiera ser, en vez de estar atando mi alma a cualquier sujeto, repetía: —Que se haga tu voluntad, Señor.

William enfermó aún más de celos. Ya, cuando llegaba a visitarme, lo que hacía era ponerme problema por ese disco. Una vez, con varias cervecitas en la cabeza, cogió la pasta de vinilo y la quebró. ¿Por qué? No sé… Por celos. En ese disco veía al tal Roberto. Tan bobo, si yo lo quería era a él. Llevábamos como un año conversando y hasta nos pensábamos casar. Me decía que íbamos a tener cinco hijos y todo. Él era de Pereira y se había venido para Envigado, y había alquilado una pieza en Los Naranjos. Trabajaba en una fábrica de zapatos. Nos habíamos conocido en esa fábrica. Coincidimos allí una mañana, cuando ambos fuimos a pedir trabajo. En mi caso, no para mí, sino para un hermano mío. A él le dieron y al hermano mío, no.

En el vaivén del auto, cuyo conductor, en su premura, al parecer no esquivaba los baches de la calle y, por supuesto, no podía ser delicado para tomar las curvas, noté que William me miraba silencioso, aunque lleno de una visible preocupación. Yo estaba convencida de que no vería la madrugada. Sin embargo, el moribundo, sin cesar de moverse ni un minuto, parecía querer hablarme. Esperé, con el oído pegado a su boca por varios segundos. Sentía el escozor de su respiración en mi cuello, sus jadeos. Supuse que este hombre, a quien me unía un sentimiento de amor, compasión y odio a la vez, por su acto suicida, nada iba a decirme. Me dispuse a incorporarme para soportar con menor incomodidad los estregones del recorrido en esa ambulancia que parecía avanzar a saltos. No sin dificultad, me tomó del brazo para impedir mi alejamiento. Entonces, por un instante pensé: tal vez no muera; los designios de Dios nadie los sabe. Imaginé cuánto me diría y escuché en mi mente las palabras de este ser arrepentido:

—“Esta no es la vida que te espera conmigo, Juana. No soy así. Después que me laven, verás a un hombre nuevo; limpio, virtuoso. No el calavera que te tiene el rostro compungido”.

Sin, embargo, él no había abierto la boca todavía. Segundos después, con su voz hecha jirones, por fin me dijo:

—¿Sabías que… que la pólvora —volvía por momentos blancos los ojos, en un visible sufrimiento—… que la pólvora… sabe a azúcar?

Al mirarlo, creí ver dibujada una tenue sonrisa en sus labios, como si el cabeciduro aquel celebrara su inoportuno comentario. No pude evitar verlo más tonto que antes. Pero lo compadecía, cómo no.

Nada contesté. Me aparté de él un poco de modo que pudiera notar una leve sonrisa dibujada en mi cara, le apreté su mano izquierda, la más cercana a mí, y me sequé las lágrimas para que no me viera llorar más.

Otras dos veces hizo esfuerzos para hablar, ambas en vano.

No sé cuándo llegamos al hospital.

Corrieron con él hasta el quirófano y a mí me desviaron a una salita de espera donde había unas personas, pocas, que me miraban intrigadas. Me reconocieron, la hija del sepulturero. Me saludaron. Después no me quitaban la vista de encima; les habrá resultado difícil dejar de mirarme vestida con esa especie de sudario.

No sé cuánto tiempo transcurrió. Finalmente me hicieron pasar a otra sala grande, en la que un médico y tres enfermeras se ocupaban de dos heridos y un quemado con pólvora. William estaba tendido en una cama encerrada por cortinas de hule, al fondo del salón. Me quedé a su lado. Allí no había prisa.

En la madrugada, alguno de los de la casa, ¿el mequetrefe de Alfonso?, atendió la orden de mi padre y me llevó un abrigo, no tanto para que me cubriera del frío, me dijo, sino para que no asustara a la gente con mi larga figura, cabello profundamente negro y tez pálida como la cera, vestida con esa batola semejante a una mortaja, pues me podrían confundir con un espectro.

—El Espanto de la Navidad —me dijo.

Daría fuerza a la leyenda de la viuda oscura, muerta en el hospital un diciembre y, entonces, cada fin de año vagaba por los pasillos sin consuelo en busca de su esposo amado, fallecido hacía más tiempo. Atormentaba a las enfermeras en sus rondas y halaba de la bata a los médicos cuando abandonaban el edificio. Ya ninguno quería hacer el turno nocturno en esas calendas. Habló con boca de ganso el simplón ese, no sé si por burlarse… Pero a quién se le ocurre reírse en una situación así.

De pronto, un médico, pañoleta azul atada en la cabeza, corrió la cortina y dejó pasar su figura. Se acercó a mí para anunciarme:

—No vivirá.

La enfermera hizo su ronda a las dos. Revisó las mangueras del suero y las medicinas. Le tomó el pulso, la temperatura.

William sudaba y su rostro se ponía cada vez más rojo, un rojo intenso como el de un herrero junto a la fragua. Despertó. Desde entonces no me quitaba de encima esos sus ojos vidriosos o más bien pétreos, como los ojos de las estatuas que nada ven. Y esa mirada me llegaba al alma.

¿Y William, de dónde apareció? Pensé de pronto y lo pienso ahora, tantos años después, mientras escribo estas memorias. No lo sé. Fue como un fantasma. Este William, cuyo apellido no recuerdo —para consignarlo aquí tendría que ir a leerlo en su lápida—, parecía haber surgido como un ángel malo, cuando menos lo esperaba, si es que algo así puede esperarse. No digo malo en el sentido de malvado o despreciable, aunque tampoco era un santo; lo digo en el sentido con el cual apareció la serpiente del Paraíso: pura tentación. Con sus detalles, palabras melosas y acciones un tanto infantiles, llegó para dañarme el corazón y torcerme del camino religioso marcado para mí.

En ese momento, le perdoné sus repetidas amenazas:

—Si te llego a ver con otro, ¡te mato a peinilla!

Acerqué mi rostro al suyo. Su semblante era tranquilo. Noté que hablaría. Agucé el oído. Media docena de palabras constituyeron su despedida:

—Te seguiré amando en la eternidad.

Se estremeció como un poseso por varios minutos. Saltaba ahí tendido como si el espíritu de esa pólvora saltarina estuviera dando su adiós desde dentro de su organismo, en un espectáculo obsceno y pavoroso. Murió a las cuatro, bañado por mis lágrimas, lo llevaron a la funeraria a las cinco y anunciaron su entierro para las tres de la tarde.

Cuando mi padre llegó me encontró en la salita de espera donde inicié la noche. No lloraba. Pensaba, ahora sí, hacerme monja, como lo tenía dispuesto desde niña. No me hizo pregunta alguna, como si ya lo supiera; tampoco le dije nada. Me entregó un fardo de papel y me dijo:

—Andá a cambiarte de ropa y a calzarte. No te podés quedar así.

Los padres y hermanos del difunto vinieron desde Pereira para el entierro. Lo velamos en mi casa; qué más podía hacer, si en la de él apenas cabía la cama, un escaparate, el fogón y una nevera como de mentiras. Les conté todo. ¡Oí! A mí me vinieron a investigar y todo, en la casa, como unos policías. Y vieron que no tuve la culpa.

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