Czytaj książkę: «Bosnia, la guerra que no nos contaron»

Czcionka:

Joan Salicrú

Bosnia, la guerra que no nos contaron


Este libro está dedicado a todas las víctimas de la Guerra de Bosnia, independientemente de su origen étnico. Especialmente a todos aquellos que, como

Jovan Divjak (1937-2021), mantuvieron su adscripción ciudadana por encima de la étnica y eligieron seguir viviendo con sus vecinos de toda la vida.

A Àngels, Magí y Bru, mi familia, por todo, pero especialmente por la generosidad demostrada al día siguiente de las centenares de noches que ha exigido la elaboración de este libro.

© de la obra: Joan Salicrú

© de la edición: Apostroph, edicions i propostes culturals, SLU

© de la cubierta: Apostroph

© de la fotografía de cubierta: Hedwig Klawuttke, bajo licencia Creative Commons / Compartir igual 3.0: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sarajevo_Olympic_Symbol.jpg

ISBN: 978-84-123711-1-6

Edición: Apostroph

Corrección: Dièresi

Diseño de cubierta: Apostroph

Maquetación: Apostroph

Primera edición en papel: abril 2021

Primera edición digital: abril 2021

Apostroph, edicions i propostes culturals, SLU

www.apostroph.cat

apostroph@apostroph.cat

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Este libro ha sido posible gracias a un proyecto de crowdfunding en Verkami. Estos han sido los mecenas:

Albert, Asier, Alejandro Ajenjo, Eloi Aymerich i Casas,

Juan Manuel Bahamonde, Jordi Baltà Portolés, Arnal Ballester,

Joan Antoni Baron, Beibe, Andrea Blázquez, Francesc Boix,

Pau Cabré, Robert Casals i Graells, Eduard Casanovas,

Jaume Casañas, Ramon Castelló, Ildefons Checa,

Josep Lluís Checa, Guillem Conchello, CPluma, Daiku,

Elisenda Domènech Pascual, Albert Dresaire Gaudí,

Carles Estapé Cot, Aina Fernàndez i Aragonès, Joan Manuel Gomis, Humbert Gonzalo Rodríguez, Miguel Guillén Burguillos,

Isidoro Gutierrez, Ana I. Blázquez, Lalos, Pedro Layant,

Nicolás Lekuona, Lliure, Alba López, Família Llorens-Rovira: Max, Fiona, Anna i Quim, Jordi Lucea, Família Macià Sellarès, Marta Manconi Romero, Manuel Mas Estela, Sergi Martí i Maltas, Magalí Maymó, Enric Molins, A. Morales, Sergi Morales Díaz,

Maite Moreno, Míriam y Pedro Muñoz, Sarai MVega, Anna N.,

Joan Miquel Ollé Alba, Oriol, Joaquín Ossorio Castillo,

Jordi Pallarès, Albert Parés Soldevila, Joan Planas Sala,

Àlex Poderoso, Jordi Puig i Martín, Rafel, Ramon Radó, Vane Ribas, Fernando Riesco Morales, Xavier Rigall, Raül Romero Valls,

Pablo Salvador López, Angel San Emeterio Herrera,

Francesc Sangar, Patxi Santiago Santamaría,

Miquel Saumell Santaeugènia, Mercè Sesé Sabartés,

“Kasu” Jesús, Torres i Sanz, Montserrat T, Marta Vall-llovera, Segundo Valmorisco López, Antonia Vicedo Muñoz

Otros mecenas han preferido no aparecer en los créditos.

Agradecemos el apoyo de todos ellos.


Agradecimientos

Manuel Arenas

Francesc Amat

Ramon Bassas

Benjamin Begović

David Casals

Marc Casals

Edin Kapić

Miguel Guillén

Xavier Rius-Sant

Bernat Ruiz

Albert Solé

Sifa Suljic

Esteve Terradas

Manel Vila

Presentación del editor

El siglo XX empezó con el ciclo de conflictos y guerras que darían forma a Yugoslavia. En 1908, una grave crisis otomana causada por la proclamación de los Jóvenes Turcos hizo que el Imperio Austrohúngaro se anexionara Bosnia y Herzegovina, que ya ocupaba desde 1878, a pesar de la oposición de Serbia. Entre 1912 y 1913 la Primera Guerra Balcánica enfrentó a Serbia, Montenegro, Grecia y Bulgaria contra el Imperio Otomano, que sufrió una contundente derrota. La Segunda Guerra Balcánica, todavía en 1913, enfrentaría a Bulgaria contra Rumanía, Serbia, Montenegro, Grecia y el Imperio Otomano. En 1914 el nacionalista serbobosnio Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al heredero de la doble corona austrohúngara, el archiduque Francisco Fernando, tumbando la primera ficha de dominó que conduciría a la Primera Guerra Mundial y a la Yugoslavia que nació con la descomposición del Imperio Austrohúngaro.

Este breve resumen nos podría llevarnos a creer que la historia yugoslava ha sido especialmente violenta. Lo cierto es que no lo ha sido más que la de la mayoría de los países europeos durante el siglo XX. Pese a todo, la primera vez que leí el libro de Joan para decidir si lo publicaba se me rompieron muchos esquemas. Yo estaba convencido, como mucha otra gente, que la Guerra de Bosnia había sido étnica y religiosa. Joan Salicrú lo desmiente con solvencia. Tirando de muchísimas fuentes y mediante una aproximación muy honesta, va deshaciendo la madeja de prejuicios que pesan sobre este conflicto.

Uno de los prejuicios más habituales tiene que ver con la posguerra. Yo tenía la impresión de que después de la firma de los Acuerdos de Dayton la posguerra fue dura, como lo son todas, pero que Bosnia y Herzegovina era un país más o menos normal o, cuando menos, tan normal como lo son los países europeos con todas sus diferencias. Joan nos dice que no es así, que hoy Bosnia es un país todavía muy dividido, incluso roto, y que los motivos debemos buscarlos en la guerra y en la mezquindad humana. En eso sí que el país de los Balcanes es muy normal, porque lo más habitual, en Europa, es que los países existan y dejen de existir más por la guerra y la mezquindad que por un espíritu humanista.

Bosnia, la guerra que no nos contaron es un libro breve, denso, conciso, que toca todos los aspectos necesarios para entender qué pasó, por qué pasó y en qué se ha convertido el país veinticinco años después. Las siguientes páginas contienen más de ciento cincuenta notas al pie que, lejos de ser un exceso de erudición, permiten el acceso a un montón de documentación relacionada para todo el que quiera seguir tirando del hilo.

Quiero terminar esta presentación felicitando a Joan Salicrú por haber escrito este libro. También quiero agradecer a Manel Vila, experto en cooperación internacional y Director General de Cooperación al Desarrollo del Gobierno de la Generalitat de Cataluña, el prólogo que leeréis a continuación, y a Plàcid Garcia-Planas, periodista, corresponsal de guerra, escritor, y actual jefe de la sección de Internacional del diario La Vanguardia, el epílogo que podréis leer al final.

¡Gracias a todos y buena lectura!

Prólogo

Imprescindibles

He leído con mucha atención las palabras de Joan Salicrú sobre Bosnia. He buscado en cada párrafo, en cada capítulo, unas historias que ya tienen muchos años pero que nunca se fueron de mi memoria, de mi disco duro.

Dicen que cada generación tiene su guerra y así comienza este libro: creo que a un colectivo de gente las guerras de los Balcanes, nuevas guerras convencionales en medio de Europa, nos trastornaron y las incorporamos a nuestro itinerario de vida.

Nunca se ha escrito lo suficiente sobre el porqué la sociedad catalana —y la española en general— se volcó con aquella tragedia. Puede que los que somos hijos de refugiados y exiliados lo hubiéramos vivido en casa; cuando las abuelas oían hablar de nuevo de “guerra civil” y comentaban con los nietos. Puede que se deba a que encontrabas un campo de refugiados en el que colaborar o un almacén de ayuda humanitaria en el que echar una mano a pocas horas en coche, y siempre podías tener una puerta abierta para acoger... todo sumaba. A otros nos destrozaba ver cómo se deshacía como un terrón de azúcar la experiencia de una “república autogestionada de trabajadores”, la propuesta de un bloque de Países no Alineados y un estado con once realidades culturales diferenciadas. Tantas ilusiones puestas en los eslavos del sur, los yugoslavos...

Otros habían seguido con orgullo los Juegos Olímpicos de Invierno del 84, los primeros juegos de invierno en un estado fuera de la órbita capitalista, y estaban sumergidos en la gran euforia de Barcelona 92; no podíamos entender cómo años más tarde se podía quemar Zetra o Skanderija, el equivalente a nuestro palacio Sant Jordi. El llamamiento que hizo el alcalde Pasqual Maragall a una tregua olímpica durante los Juegos de Barcelona no tuvo éxito y el de la inauguración, cuando seis atletas de Bosnia-Herzegovina desfilaron por el estadio de Montjuïc, se continuaba bombardeando Sarajevo.

Y así comenzó otra historia anónima y muy poco conocida. Recuerdo el anuncio en la prensa: “mientras los políticos discuten y no se ponen de acuerdo... Sarajevo depende de ti”, y como el payaso Tortell Poltrona cogió su furgoneta y llevó su espectáculo a los campos. En la comarca del Maresme se preocuparon por las zonas rurales, los de Sabadell por el teatro, los de Mataró por Mostar, los de Girona por el Oslobođenje, y los de Castellbisbal, y Mollerussa, y Sant Quirze... y una larga lista de ciudades que lideró el alcalde Maragall con el hermanamiento de las ciudades olímpicas y la propuesta del Distrito 11 de Barcelona.

Cuando nos conocimos ya fue inolvidable y para siempre, porque ya no era una relación con Yugoslavia, con Bosnia, con Sarajevo... ahora se trataba de Jasmina, Edita, los Softic; era escuchar a Boban en la radio, era el doctor Nakash en el hospital, Edin, Almir, Suada, la gente de Trio, de Fama o de Troka... conocimos la resiliencia de la gente de Sarajevo.

Nunca olvidaré la llamada del alcalde Tarik Kupusović desde Sarajevo (con un teléfono que le habían traído desde Barcelona) pidiéndonos: “queremos conmemorar los mil días del asedio. ¿El alcalde Maragall nos acompañaría?”. Creo que cuando hablé con él ya tenía la maleta lista.

Un día llegó Jovan a nuestras vidas y aquí también nos cambió la historia. Nunca le agradeceremos suficiente su sentido de ciudadanía, su amor por el país, su balcánico sentido del humor en momentos difíciles, su sencillez para afrontar asuntos complejos. “Sólo se trata de ayudar y no poner etiquetas”, me dijo un día.

Y nosotros lo etiquetamos todo. Resulta que unos eran croatas, otros eran serbios y otros eran musulmanes. Resulta que unos eran católicos, otros eran ortodoxos y otros eran bosnios. Resulta que unos celebran unas fiestas y los otros también, que unos beben más y otros menos, que ahora todos hablan tres lenguas y usan dos alfabetos, que todos son muy altos y que hablan fácilmente castellano y catalán. No podemos entender que ésta sea una guerra civil, ni una guerra étnica, ni mucho menos una guerra religiosa; este es el reto que con su libro nos ayuda a superar Joan Salicrú.

Kapuściński decía que la primera víctima de la guerra es la verdad y con los documentales de las guerras de los Balcanes de la BBC entendimos el poder de los medios de comunicación para crear odio y magnificar las diferencias. Querían convencernos de que era un todos contra todos —ejércitos, grupos paramilitares, milicias organizadas, mafias y clanes—, en una guerra sin sentido.

Suerte de los libros; entre otros los de Francisco Veiga y Raül Romeva, que nos ayudaron a entender causas y porqués, el trabajo de los intelectuales como Susan Sontag, escritores como Juan Goytisolo, fotoperiodistas como Gervasio Sánchez, activistas como José María Mendiluce y tantos cooperantes, gente internacionalista y solidaria que nos mandaron informaciones de esta guerra que no nos contaron y que nos ayudaron a desmontar los mitos “de la guerra étnica e inevitable”. Este libro de Joan también ayuda a esta comprensión. Los que tiráis de estas historias sois imprescindibles.

Un día Jovan, en Sarajevo, me dijo: “Muchas veces no sabes cómo empieza una guerra, no nos pondremos de acuerdo ni en el día, ni en la chispa. Lo que sí sabemos es cómo termina: mal”.

Manel Vila y Motlló

Noviembre de 2020, 25 años del final de la guerra en Bosnia

El porqué de este libro

Nota personal del autor

Todas las generaciones tienen su causa, su revolución, su guerra. La de los 60 fue Cuba o Vietnam; en los 70 fue Chile; en los 80, Nicaragua; y la de los 90, después de haber visto la mediática Guerra del Golfo —que de todos modos nos pillaba demasiado lejos—, la de Bosnia fue la guerra de mi generación. Justo cuando empezábamos a tener uso de razón, era espectacular ver cada tarde las guerras de la ex Yugoslavia por televisión —sobre todo la de Bosnia— mientras cenábamos, teniendo en cuenta que eran “nuestras primeras guerras”.

También recuerdo cantar Si jo fos president1, una canción antimilitarista de Genís Mayola basada en un poema de un refugiado bosnio en Croacia, el 3 de febrero de 1995, en el Día Escolar de la No Violencia y la Paz en el Parque Central de mi ciudad, Mataró. Recuerdo como el alcalde Maragall, en la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de 1992, lamentaba con tristeza: “Las armas, en los Balcanes, no han respetado la paz olímpica” (a eso se había referido en su discurso inaugural, quince días antes). Recuerdo salir a la calle para mostrar nuestro rechazo a la acción de las fuerzas serbobosnias tras la caída de Srebrenica en julio de 1995, y cantar el himno oficial de Bosnia y Herzegovina traducido al catalán.

Recuerdo cómo Zlatko Novak, un chico croata acogido en mi casa en el marco de una expedición juvenil promovida por el periodista —entonces cooperante— Albert Solé desde Mostar en julio de 1996, me decía: “Odio a los musulmanes”. Recuerdo cómo las monitoras del grupo se estremecían con los petardos de la Fiesta Mayor porque les recordaba el ruido de los proyectiles. Vienen a mi memoria muchas conversaciones con Edin Kapić; él formaba parte del mismo grupo y se trasladó a Cataluña al cabo de unos años tras viaje que hicimos en Mostar en 2006 para “devolverle la visita”: él sigue siendo el principal cordón umbilical con Bosnia y, como con el tiempo he entrado en contacto con muchos miembros de la comunidad bosniocatalana, ya siento que formo parte de ella.

Durante los episodios descritos —y otras muchas ocasiones que harían muy farragosa esta introducción—, recuerdo sentir un profundo malestar, una gran necesidad de solidarizarme con los que sufrían aquella tragedia. Supongo que la tradición familiar también pesaba: el contexto político de mis padres les hizo creer en la gloria del “socialismo autogestionario y federal” implantado por Tito; ver cómo se derrumbaba todo aquello fue un golpe muy duro para su generación. También recuerdo cómo me conmovían las imágenes de jóvenes refugiados que huían de Sarajevo, porque la clase de vida que llevaban hasta que estalló la guerra era muy parecida a la de alguien como yo en ese preciso momento; yo podía estar en su lugar y ellos en el mío.

He escrito este libro porque me siento en deuda con Bosnia y con el deber de seguir pensando en Bosnia 25 años después. El concepto por el que la noción de ciudadanía es más importante que el de nacionalidad —sin desmerecerla en ningún caso—, que algunos mantuvieron en Bosnia hasta el final de la guerra, lo aprendí de hombres como Jovan Divjak, el general nacido en la capital serbia, Belgrado, que se mantuvo fiel al ejército bosnio durante todo el conflicto, y con el que he podido conversar en varias ocasiones, en Cataluña y en Bosnia, durante mis tres visitas al país balcánico desde 1999. Me siento en deuda con aquellos que fueron capaces de sobreponerse a sus orígenes étnicos y que no cayeron en la provocación de elegir un lado u otro, manteniéndose simplemente —sin ser nada simple—, como ciudadanos.

Este libro también pretende ser una reflexión de actualidad, en clave europea, acerca del peligro de remover torpemente las cuestiones identitarias y la necesidad de acomodar en lo posible las diferentes realidades nacionales en el interior de los estados de los que forman parte.

Europa vive un tiempo de repliegue nacional. No me gusta usar el concepto de “ola nacionalista”, porque el nacionalismo no es unívoco y una generalización así, viniendo de una Cataluña que había sido capaz de conjugar bien el binomio “reconstrucción nacional” y “respeto a las identidades internas “, me parecería francamente poco cuidadosa. Pero sí es evidente que en estos momentos varios países europeos desconfían claramente de todo lo que proviene del exterior y buscan la solución a tanta incertidumbre en una oda a su identidad principal, con el peligro de aniquilar cualquier identidad minoritaria, como ocurrió hace treinta años en el proceso de desintegración de Yugoslavia.

Las minorías nacionales que se sienten incómodos en el estado del que forman parte pueden reaccionar de dos maneras. La primera, pueden intentar la creación de un nuevo estado reconocido dentro de las fronteras de la Unión Europea —lo ha conseguido parcialmente Kosovo, han fracasado en el intento Escocia y Cataluña— o intentar acomodar esta realidad minoritaria —étnica, nacional, lingüística, religiosa o una mezcla de algunos de estos elementos— en el interior de los actuales estados miembros de la UE, a partir de fórmulas federales, confederales o aquellas que puedan ser útiles.

Redibujar las fronteras internas europeas es un escenario imposible en el actual consenso de la UE, y soy de la opinión que la forma de resolver el encaje de las minorías nacionales —al menos de forma general— es la asunción de la diversidad y su acomodación en estados plurinacionales y plurilingüísticos. Dicha asunción implica el esfuerzo de equiparar la noción de ciudadanía respecto la de nacionalidad, porque también hay que recordar que los territorios donde existen minorías nacionales suelen ser muy plurales —mucho más de lo que los propios movimientos nacionalistas suelen querer admitir—, y políticamente hablando el baremo de la identidad no puede ser el único en juego. Hablo de la necesidad imperiosa de construir naciones cívicas, no naciones étnicas.

Ahora, y desde hace veinticinco años, Bosnia es un ejemplo fallido de todo esto. Surgida de un estado que —al menos en el tramo final— fue incapaz de hacerla sentir cómoda en su interior, ha sido también incapaz de hacer sentir “en casa” una parte importante de sus habitantes. Por eso la noción étnica se ha impuesto a la de ciudadanía. Precisamente por este motivo es un ejemplo útil para superar la multitud de conflictos de raíz nacional/étnica que hay en toda Europa, entre ellos el catalán.

Sostengo —y siento parecer naíf— que sólo la Unión Europea, como suma de diversidades, es capaz de crear una cultura común para que cada estado aprenda a gestionar su diversidad interna. Así, solo el marco de interdependencias y cosoberanía que plantea la UE hace posible hoy la solución —sea de forma provisional, como todo en la vida— a los conflictos nacionales intraestatales.

Este libro quiere ser un antídoto ante situaciones como las que condujeron a Bosnia a la guerra, pero también contra los movimientos nacionales que no dudan en remover los sentimientos identitarios para conseguir sus objetivos políticos.

“Si yo fuera presidente”, en catalán.

Hipótesis de partida

¿Tiene sentido hablar de guerra civil, en el caso de Bosnia? ¿O, al menos, de guerra civil entre etnias, como se ha insistido durante los últimos 25 años en los medios de comunicación? Esta es la principal pregunta de partida.

Esto nos lleva a echar un vistazo al pasado más reciente, anterior a la guerra: ¿antes de su estallido existía una vivencia multiétnica de la sociedad bosnia que fue truncada para poder dar naturalidad al inicio del conflicto bélico?

Más aún: ¿hasta qué punto era real la vivencia diferenciada de serbios, croatas y musulmanes, y hasta qué punto se amplificaron, exacerbaron e incluso inventaron estas diferencias para poder justificar el conflicto?

Desandando el tiempo, ¿tiene sentido hablar de etnias en Bosnia? ¿Qué diferenciaría las unas de las otras? ¿Es una construcción interesada? ¿Hasta qué punto la importancia de las identidades nacionales en este contexto fue amplificada y estimulada?

Si tomamos la hipótesis según la cual había diferencias étnicas claras que se sustentaban en la presencia de diferentes tradiciones religiosas en Bosnia, parece razonable preguntarse por su verosimilitud. ¿Debemos tomarnos en serio la hipótesis que sitúa las diferencias entre estos grupos en el campo de la religión cuando los niveles de práctica religiosa —sobre todo los urbanos— eran muy bajos antes de la guerra?

En la segunda parte nos preguntaremos cómo durante los últimos 25 años se han consolidado estas diferencias étnico-religiosas, porque lo que sí está claro es que la guerra consiguió destruir la vivencia multiétnica de la sociedad bosnia. En relación con esto, ¿qué papel jugó la readopción del hecho religioso durante la guerra en la consolidación de estas divisiones étnicas? ¿Quién promovió esta vuelta a la religión? ¿Qué países estaban interesados y por qué?

Cinco lustros después de la guerra, ¿cómo se ha reconfigurado esta vivencia multiétnica? ¿Dónde estamos hoy?

Finalmente, ¿hasta qué punto el sistema institucional surgido de los Acuerdos de Dayton que pusieron fin a la guerra ha amplificado la división de la sociedad bosnia en términos étnicos? ¿El deseo de entrar en la Unión Europea y las condiciones que impone Bruselas pueden favorecer un clima de mejora de la convivencia étnica y de la situación económica?

Trataremos de arrojar luz sobre todas estas cuestiones.

Primera parte

La guerra que no nos contaron

Entre 1992 y 1995, Bosnia y Herzegovina sufrió un conflicto bélico que causó 100.000 muertos, 35.000 desaparecidos y unos dos millones de desplazados1. Una guerra que venía precedida por otros dos episodios, uno en Eslovenia y otro en Croacia, ambos en 1991. La última de lo que se puede llamar “el ciclo de guerras balcánicas” no estallaría hasta 1998-1999 con la prolongada crisis de Kosovo; todavía más tarde, en 2001, se desataría un nuevo conflicto en Macedonia. Este ciclo de guerras empezó justo una década después de la muerte del mariscal Josip Broz, Tito, el carismático líder que logró mantener unido con mano de hierro durante treinta y cinco años un estado formado por seis repúblicas —Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia— y dos regiones autónomas —Voivodina y Kosovo—, que se llamaba Yugoslavia y su capital era Belgrado.

Una aproximación poco precisa al conflicto de Bosnia y Herzegovina ha insistido durante los últimos veinticinco años que aquella fue una guerra civil clásica, en la variante de una confrontación entre bandos de carácter étnico. Una guerra entre etnias en la que se enfrentaban musulmanes, serbios y croatas2.

Salvo en contadas ocasiones, en cada aniversario del inicio o el fin de la guerra —o de la masacre de Srebrenica— aparece una versión distorsionada, simplista, inexacta, de la guerra de Bosnia, reduciéndola a un conflicto identitario entre grupos étnicos. Se afirma que a raíz de la desaparición de un estado tan fuerte como lo fue la dictadura comunista en Yugoslavia, las etnias emergieron con fuerza como nueva forma de identificación de los ciudadanos de aquel país, superponiéndose precisamente a la noción de ciudadanía.

Según esta visión, la guerra era inevitable porque, perdida la ideología común que soldaba los fundamentos del Estado yugoslavo y también de la República de Bosnia, no había otra forma de gestionar la realidad que hacerlo a partir de la identidad propia y de contraponerla a la del vecino.

Hay que admitir que el triunfo de esta tesis tenía sentido. En primer lugar porque como relato funcionaba muy bien, era comprensible para la audiencia occidental: terminaba una dictadura que lo sostenía todo —incluyendo la convivencia multiétnica forzada— y, como el tapón que salta de la botella, volvían a emerger de forma natural las identidades enterradas durante 40 años y que habían eclosionado por última vez durante la Segunda Guerra Mundial, con los asesinatos en masa de serbios cometidos por los ustachas croatas —más de 300.000 personas—, y de los chetniks serbios contra población croata y bosníaca3.

Una segunda explicación al éxito de esta tesis es la economía narrativa: tener que contar el conflicto en toda su complejidad para encapsularlo en una pieza del Telediario era demasiado difícil. Es un problema clásico que trae de cabeza a la profesión periodística: tener que sintetizar realidades muy complejas y acabar por simplificarlas, que no es lo mismo. Es, de hecho, uno de los grandes desafíos de la información internacional: contar los hechos con rigor y complejidad, pero de una forma comprensible y sin caer en la simplificación.

Este libro pretende deshacer este mito, esta narración maniquea del conflicto, en favor de una visión más compleja, más completa y más honesta de la guerra de Bosnia; también menos cándida, porque no decimos nada nuevo al afirmar que los hechos históricos no surgen por generación espontánea. Si bien existen unos elementos originales que marcan un escenario —como las fortísimas tensiones durante la primera mitad del siglo XX entre los pueblos constituyentes de la antigua Yugoslavia que tenían su origen en un pasado remoto—, también es cierto que a menudo se actúa sobre estos elementos originales de forma plenamente consciente.

Debemos empezar aclarando quienes se enfrentaban y bajo qué premisas en la guerra —o guerras— de Bosnia entre 1992 y 1995.

La Armija, un ejército inicialmente multiétnico

El primer actor bélico de la guerra de Bosnia es el Ejército de la República de Bosnia y Herzegovina. Fue creado el 15 de abril de 1992, mes y medio después del referéndum de independencia del 5 de marzo que obtuvo un apoyo abrumador de bosníacos y croatas, y el boicot de la minoría serbia (33%). La base del ejército fueron las casi desarmadas unidades de la Defensa Territorial del Ejército Popular Yugoslavo en Bosnia4, los civiles armados por partidos fieles a la causa independentista como la Liga Patriótica de Bosnia y Herzegovina y los grupos paramilitares como los Boinas Verdes. ¿Quién formaba parte de este ejército, llamado popularmente Armija? Unos datos aportados por sus máximos responsables permiten afirmar que, en el período inicial de la guerra, el 25% —se llegó a barajar el 30%— de sus efectivos eran no bosníacos5 (musulmanes), especialmente en el Primer Cuerpo de Ejército, el de Sarajevo.

Así, Sefer Halilović, nombrado en mayo de 1992 por el presidente Izetbegović y comandante general de las Fuerzas de la Defensa Territorial de Bosnia Herzegovina (el comandante militar más importante de las fuerzas armadas de la República), afirmó en junio de 1992 que en sus fuerzas luchaban un 70% de musulmanes, un 18% de croatas y un 12% de serbios (la composición del país, según el censo de 1991, era del 43,7% de musulmanes, 31,4% de serbios y 17,3% de croatas). El porcentaje de soldados croatas y serbios en el ejército bosnio era particularmente alto en ciudades como Sarajevo, Mostar y Tuzla.

Xabier Agirre Aranburu en Yugoslavia y los ejércitos6 todavía va más allá: haciendo referencia a Stjepan Šiber, subcomandante croata del cuartel general del ejército bosnio, afirma que el 35% de sus miembros eran serbobosnios, el 18% bosniocroata —sumando estos dos más de la mitad del cuerpo— y un 47% era bosniomusulmán, es decir, una distribución muy similar a la de la población de Bosnia. También hay otras estimaciones “menos amables” con la multietnicidad de la Armija. En La fábrica de las fronteras7, Francisco Veiga rebaja este porcentaje a un 20% de no musulmanes —croatas y serbios— integrados en el ejército legítimo de la República de Bosnia y Herzegovina en verano de 1992, aunque subraya que en la alto mando de la Armija la cifra era superior: entre un 18-20% de croatas y un 12% de serbios. En este aspecto, Veiga cita el libro How Bosnia Armed 8, de Marko Atila Hoare. También afirma que los mandos no musulmanes eran vistos con desconfianza por el gobierno de Sarajevo.

La propia composición del Estado Mayor del Ejército es una buena prueba de la multietnicidad del ejército de la República de Bosnia y Herzegovina: Jovan Divjak era el subcomandante del cuartel general del ejército bosnio; era el serbio —calificativo que él evitaba— con una graduación más alta dentro del ejército, y el otro subcomandante era el ya mencionado general croata Stjepan Šiber.

Jovan Divjak era el paradigma de una Armija que al principio no era el ejército de los musulmanes. Era el responsable de la defensa de Sarajevo cuando la ciudad, en abril de 1992, empezó a sufrir los ataques de las milicias serbobosnias radicales, con el apoyo del ejército yugoslavo, convertido ya en el ejército de la Gran Serbia. “Bosnio nacido en Belgrado, en todo caso yugoslavo”, según su definición, que insiste en superar la adscripción a una etnia determinada e invita a que estas participen en un proyecto de sociedad multiétnica formada por ciudadanos libres. Divjak —que en 2011 fue detenido y retenido durante unos meses en Austria a petición de Serbia, acusado de la muerte de 42 soldados serbios en una delicada operación de intercambio de prisioneros en 1992— se convirtió en el número dos del ejército de la República de Bosnia y Herzegovina a pesar de su origen. Y la realidad es que, al menos al principio de la guerra, la presencia de Divjak en el ejército legítimo bosnio —como escribió Montserrat Radigales en El Periódico— encarnaba “perfectamente la negación de la lucha tribal. Porque de lo que se trató en realidad es de una guerra entre la civilización y la barbarie “, entre aquellos que eran libres y se sentían ciudadanos de un país y los que todavía necesitaban apelar a su origen étnico para reconocerse.

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