Czytaj książkę: «La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos»
Jean-Pierre Barou es un reconocido editor y escritor francés. En los años sesenta dio sus primeros pasos en el sector cultural como redactor en el periódico francés La Cause du peuple, convirtiéndose más tarde en uno de los creadores de Libération, el mítico diario fundado por el filósofo Jean-Paul Sartre. Entre sus iniciativas como editor destaca la publicación del célebre panfleto ¡Indignaos!, de S. Hessel. Además, ha trabajado con los filósofos Michel Foucault (El ojo del poder) y Vladimir Jankélévitch (Estás en el origen de mi renacimiento), con el Premio Nobel de la Paz Andrei Sajarov y con Simone de Beauvoir.
Su relación con la Guerra Civil española comienza a los quince años, cuando el vasco Xavier Landaburu —un compañero de clase exiliado en Francia—, le confía un libro sobre el drama de Guernica.
Adentrarnos hoy en la Guerra Civil española no para reabrir viejas heridas, sino para descubrir que todas las ideologías, de uno u otro signo, brutalizaron y derrotaron la unidad moral y espiritual que constituye la raíz histórica de los pueblos de España.
Para grandes espíritus de aquel tiempo, como el alemán Thomas Mann, liberal conservador, la Guerra Civil constituyó «el escándalo más sucio de la historia de la humanidad», un crimen que interpelaba a la conciencia de los hombres de toda condición, tiempo y origen. El izquierdista André Gide y el entonces aún comunista Albert Camus coincidieron en que fue «una degradación del espíritu sin precedentes». Al mismo tiempo, el novelista Georges Bernanos, de pensamiento católico y filiación monárquica, vio en ella «la desaparición del hombre de buena voluntad». Comprender en toda su profundidad cómo cuatro sensibilidades políticas tan dispares coincidieron en su comprensión moral de aquel conflicto es uno de los objetivos que se plantea Jean-Pierre Barou.
La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos es un regreso a la escena del crimen desde una nueva perspectiva, más cercana a la sensibilidad de las jóvenes generaciones de españoles. Barou recorre y reinterpreta con originalidad y lucidez algunos momentos clave de nuestra historia, y los enlaza en una continuidad trágica: desde el Fuenteovejuna de Lope de Vega a la Yerma de García Lorca y el posterior asesinato del poeta. Y muestra una vez más la asombrosa capacidad de la literatura para trascender la historia de los hechos consumados.
LA GUERRA DE ESPAÑA
Título original: La guerre d’Espagne ne fait que commencer
© del texto: Éditions du Seuil, 2015
© de la traducción: Javier García Soberón
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: noviembre de 2020
ISBN: 978-84-17623-85-2
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Imagen de cubierta: de autor desconocido, fue tomada el 25 de agosto de 1937 en el camino de la Loma del Cornero (Quinto).
Maquetación: Nèlia Creixell
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Jean-Pierre Barou
LA GUERRA DE ESPAÑA:
reconciliar a los vivos y los muertos
Traducción de Javier García Soberón
SUMARIO
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA La locura de la inmortalidad
PREÁMBULO
I. CASAS VIEJAS «Las reivindicaciones de la conciencia»
II. LA SUMA DE LOS TERRORES «¿Pero es que el mundo no se da cuenta?»
III. LA BATALLA DEL EBRO «Una traición y un pago»
IV. FEDERICO GARCÍA LORCA «Lo espiritual considerado desde el punto de vista político y social»
THOMAS MANN Texto «España»
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
A Xavier Landaburu y a su familia, que no han dejado de ser un ejemplo de fe y de integridad en mi recuerdo.
«Solo es posible reconciliar a los vivos
después de haber reconciliado a los muertos».
GEORGES BERNANOS,
escritor católico y monárquico francés,
Los grandes cementerios bajo la luna, 1938
PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
LA LOCURA DE LA INMORTALIDAD
Tenía quince años cuando mi compañero de clase, Xavier Landaburu, un vasco exiliado en Francia con su familia, me hizo entrega de un libro: «Léelo y lo entenderás todo». Se trataba de un libro sobre la tragedia de Guernica. No lo entendí en su totalidad, o no lo suficiente como para comprender por qué, como explica su autor, un sacerdote catalán, católicos, anarquistas y marxistas, a pesar de sus marcadas diferencias ideológicas, pudieron unirse para combatir al franquismo en el País Vasco. Aunque me quedé con esta frase: «Nosotros somos el pueblo»1.
Tuvo que transcurrir medio siglo para que volviese a abrir aquel libro. Fue en Madrid, en 2011, mientras acompañaba en calidad de editor —junto a Sylvie Crossman— a Stéphane Hessel en la promoción de su libro ¡Indignaos!. El director de un importante programa de radio de la capital se dirigió a Hessel en directo: «¡Hacía décadas que esperábamos que llegase un mensaje como este desde Francia!». El texto, sin embargo, no dice una sola palabra sobre España, ni Hessel habla en él de ninguna guerra: sencillamente invita a una «insurrección pacífica de las conciencias». Fue entonces cuando lo entendí: esa unión entre contrarios en el País Vasco descansaba sobre una unidad de las conciencias. El inusitado impacto de ¡Indignaos! en España es prueba de ello. Tanto es así que cabría formularse la siguiente pregunta: ¿puede una guerra esconder otra en su seno? Y en caso afirmativo, ¿cuál es esa guerra oculta?
En 1933, el gran Gregorio Marañón, médico madrileño que recibió en Francia la Legión de Honor a título «militar» por haberse personado como médico voluntario en el lado francés del frente durante la Primera Guerra Mundial, exclama con ardor en vísperas de la Guerra Civil: «¡Leed a Lope de Vega, leed Fuenteovejuna!», como queriendo advertir a España de un riesgo que solo él parecía haber diagnosticado. Los conflictos que empiezan a producirse entonces en Andalucía (Casas Viejas), en Extremadura (Castilblanco) y en La Rioja (Arnedo) revelan que las mujeres son sus principales instigadoras. Su determinación choca incluso con el Gobierno republicano de Madrid, en el poder desde 1931, fecha en que se instaura la Segunda República. Marañón ve en ellas a las rebeldes que Lope de Vega llevó a escena en 1619, las mismas que defenestraron en 1476 a un grande de España, comendador mayor de la Orden de Calatrava, Fernán Gómez de Guzmán, por tener la costumbre de violar a las mujeres que le placían en la ciudad que gobernaba: Fuente Obejuna. En la obra, la protagonista exhorta a sus hermanas de combate: «Que puestas todas en orden / acometamos un hecho / que dé espanto a todo el orbe». Lorca adapta la obra de Lope en 1933 y muestra hasta qué punto Marañón está en lo cierto, cuánto tenían en común las rebeldes de los días que precedieron a la Guerra Civil y las de aquella otra época. Son partes de una misma continuidad. La violación de entonces es ahora la esperanza de vida de los pueblos de España, la más baja de Europa: ¡poco más de cincuenta años! El poeta Antonio Machado nos lo recuerda en estas pocas palabras: «Porque paso de los sesenta, que son muchos años para un español».
¡He aquí esa otra guerra! La que se llevó a cabo contra las conciencias que escapan al control de las ideologías. Esta vez será en Yerma, la nueva obra de Lorca representada en diciembre de 1934 en Madrid, donde el dramaturgo hace decir al personaje de la Vieja Pagana: «Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos». ¿A qué simiente se refiere? A la simiente de los hombres, la simiente podrida de las ideologías alentada por el machismo que Yerma denuncia.
En 1936, el alemán Thomas Mann, premio Nobel de Literatura, escribe desde su exilio en Zúrich seis breves páginas mecanografiadas que llevan por título «España». Un texto sorprendente por tratarse de un gran burgués alemán que nunca estuvo en España ni leyó El Quijote hasta que no se embarcó en el navío que lo llevaría a su exilio estadounidense. Para Mann, esta guerra va contra «las reivindicaciones de la conciencia». Lo afirma escandalizado ante el hundimiento moral del pueblo alemán, que se adhiere al nazismo, frente al pueblo español, que le planta cara en nombre de todos. Mann añade una terrible aseveración: «Se trata del escándalo más inmundo de la historia humana». André Gide acude a visitarlo y regresa con el texto y la intención de publicarlo en Gallimard, lo que ocurrirá en 1937, junto con otros textos breves del autor alemán contra el nazismo. De modo que Gide, el inmoral, comparte su modo de pensar. Pero también Bernanos, el católico, para quien esta guerra es «el preludio de la tragedia universal. La desaparición del hombre de buena voluntad», como explica en Los grandes cementerios bajo la luna; y Albert Camus, el libertario, que escribirá en el periódico Combat en 1948: «Las primeras armas de la guerra totalitaria se mancharon con sangre española». Los tres van, pues, en la misma dirección: la guerra española es una guerra contra el espíritu, contra la conciencia.
De ahí que volver sobre ella no signifique reabrir heridas. Se trata de descubrir que las ideologías deshicieron y se llevaron por delante la unidad moral y espiritual que conforma España desde la noche de los tiempos. Cuando las tropas franquistas desembarcaron provenientes de Marruecos, en julio de 1936, se ensañaron con las mujeres; en Andalucía sirvieron de escudo humano mientras la Legión avanzaba, cuchillo en mano, por los barrios obreros de Sevilla. La mano anciana de una mujer andaluza señalará la ubicación de una fosa común de mujeres desnudas. El asesinato de Lorca no fue solo un crimen político. ¿Qué hacía en el pelotón de fusilamiento un pariente político suyo? A quien se quiso matar fue al homosexual, al amigo de los gitanos, de las mujeres, al defensor de la liberación del deseo, de la cultura andalusí... Se trata de un crimen contra la humanidad en la medida en que no es el número lo que lo caracteriza, sino la intención. Hiroshima es un crimen de guerra; la Shoá (Holocausto), un crimen contra la humanidad cuya intención era acabar con todos los individuos que constituyen el pueblo judío. ¿Asesinar a Lorca supone acabar solo con un hombre? No. Significa atacar al centinela de una continuidad espiritual que une a España desde la noche de los tiempos y querer interrumpirla. Un drama que nos concierne a todos.
Sí, identificar estas heridas es dar con una continuidad martirizada, como señalan todos los grandes de la literatura, de García Lorca a Mann. Ellos marcan el camino. Seguirlo no solo implica sanar a tus vivos y a tus muertos; quizá sea, querida España, la manera de sanarnos a todos, de ser cierto lo que escribió Camus, fiel a su sangre (su madre era menorquina): tú has inventado la «locura de la inmortalidad»2.
J-P. B.
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1 Montserrat, Víctor (pseudónimo del sacerdote catalán José Maria Tarragó), Le drame d’un peuple incompris: la guerre au Pays Basque, Chez H. - G. Peyre, París 1937.
2 En Le Monde Libertaire, nº 12, noviembre de 1955, p. 4.
PREÁMBULO
La literatura puede suplantar a la historia en su propio terreno. España, con su terrible guerra que nos sigue atormentando, con sus indignados de la Puerta del Sol que reavivaron las esperanzas de entonces, nos sitúa mejor que ningún otro conflicto en esta vía inaugurada por Thomas Mann.
En «España», un texto de seis páginas olvidado, perdido, escrito en 1936, el Nobel alemán describe la Guerra Civil española como «el escándalo más inmundo de la historia humana». Podría cuestionarse el tremendismo de esta afirmación si no fuera porque otros dos premios Nobel, André Gide y Albert Camus, la secundaron. Incluso alguien que no esperaríamos encontrar en esta nómina, el escritor católico y monárquico francés Georges Bernanos, de vacaciones en Mallorca en el verano de 1936, formuló un diagnóstico similar: él se refiere a «la desaparición del hombre de buena voluntad». Nada de todo ello figura en el relato de los libros de historia, que describen un conflicto en el que un general español venció a la República, española también; un conflicto en el que participaron todas las fuerzas políticas del momento y que constituyó un anticipo de la Segunda Guerra Mundial. No cabe tener en cuenta nada más. No hay más verdad que esa. Sin embargo, estos escritores, que figuran entre los más eminentes de su tiempo, insisten en que sí hubo algo más.
Una tarde de verano volvimos a presenciar el drama en el mismo lugar en que fusilaron a Lorca, en un pequeño valle desde el que se divisa Granada, un lugar de antiguo celebrado por la poesía andalusí. Aquella tarde, unos jóvenes indignados levantaron y sostuvieron un eslogan pintado en una pancarta ante unos agentes que no estaban indignados. Aquella tarde, su consigna clamaba: «No somos un pueblo unido». Oímos murmurar a Bernanos: «La reconciliación de los vivos solo es posible después de la reconciliación de los muertos», y nos proyectó fuera de la historia.
Mann escribió «España» cerca de Zúrich, la ciudad en la que decidió exiliarse en 1933 cuando Hitler ascendió al poder. En ese texto nunca reivindicado por los historiadores lleva a cabo un diagnóstico del conflicto desde su inicio. Cabe pensar: demasiado exagerado, demasiada imaginación. Su exceso lo perjudica, pero ¿y si solo estaba proclamando, aunque con gravedad, la verdad, como aquellos jóvenes con su pancarta? En 1936, a ojos de Mann, «las reivindicaciones de la conciencia» están amenazadas en España con una «falta de pudor desconocida hasta la fecha». ¡El espíritu golpeado en pleno vuelo como nunca antes! Gide regresa en 1936 de Moscú con el manuscrito Regreso de la URSS, que desataría la furia de Stalin, en su equipaje. En él denuncia el sistema comunista y lo sitúa al mismo nivel que el sistema hitleriano: este testigo impertérrito, incorruptible, ve en el texto «España» la continuación de lo que él mismo ha percibido. «Dudo —escribe en Moscú— que en ningún otro país del mundo que no sea la Alemania de Hitler el pensamiento sea menos libre, más sumiso, más temeroso —aterrorizado—, más esclavo». Cuando lee «España» decide publicar su traducción en Francia junto a otros textos igualmente enérgicos, breves y definitivos de Mann sobre el mismo asunto. Él mismo escribirá un prólogo de este recopilatorio, titulado Advertencia a Europa. Pero antes decide visitar a Mann en su lugar de exilio. Mann recibió el premio Nobel en 1929. Gide lo recibirá en 1947. Los dos personajes se conocen y se aprecian. Se encontraron por primera vez en mayo de 1931, en París, durante una visita del escritor alemán invitado por el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual. Cosas que suelen olvidarse. Pero Gide se acuerda. En el prólogo destacará hasta qué punto Mann deja «refleja su indignación» en «España». En la «Carta al decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Bonn», que figura en la recopilación (Mann responde al decano después de que este le notificara su pérdida de la nacionalidad alemana), Mann «contiene» su indignación. Sin embargo, en «España» la declara, la reafirma; y lo hace con una fuerza tan singular que parece adoptar la vehemencia de Bernanos, la recuerda, la evoca. En la isla de Mallorca, donde el escritor católico está de vacaciones, algo le trastorna. Descubre lo que creía impensable: otros católicos, otros de los suyos, se comportan como asesinos. Entonces surge su gran obra, Los grandes cementerios bajo la luna, habitada por muertos que no tienen dónde ir. Bernanos se percata de pronto de «la desaparición del hombre de buena voluntad». Lamenta su muerte, lo ve entre los escombros. Y que no se nos olvide: el hijo de Mann, el historiador Golo Mann, reseñará la obra de Bernanos en una revista alemana; su padre no ha podido pues ignorar la existencia de ese libro. Camus, por entonces un joven periodista en Alger républicain, presintió su propio destino al leer esta obra, y así lo recogió en su diario: «Bernanos es un escritor doblemente traicionado. Si los de derechas lo repudian por escribir que los asesinos de Franco le revuelven las tripas, los partidos de izquierda lo aclaman cuando él no quiere que lo aclamen. Hay que respetarlo por entero y no intentar clasificarlo».
En «España», el homenaje de Mann al pueblo español es soberbio: «Para este pueblo la libertad y el progreso no son aún nociones roídas por la ironía y el escepticismo. Cree en ellas como los valores más altos y dignos de su esfuerzo. Incluso ve en ellas las condiciones de su honor como nación». En 1952, Camus afirma que el pueblo español es «la aristocracia de Europa». Las razones por las que estos dos grandes hombres hicieron de España un caso aparte quedan al descubierto.
Cuando Camus anuncia esta verdad, que podría percibirse como algo que solo él sabe habida cuenta de su sangre española —su madre era de Menorca—, está visualizando el siniestro espectáculo de las «democracias» que acogen a Franco en el concierto internacional, en la Unesco, una organización vinculada a Naciones Unidas y encargada del patrimonio cultural con sede en París. Franco, el antiguo aliado de Hitler y Mussolini, es cortejado entonces por las «democracias» en nombre de la guerra, la Fría, que los opone a la Unión Soviética. Qué importa que en Madrid el poder siga pasando por el garrote a sus opositores o que Lorca, asesinado en 1936, poeta luminoso en una España oscurecida, siga estando prohibido. Camus nos lo ha advertido: «Un gobierno, por definición, no tiene conciencia». Solo esa «aristocracia de Europa», añade, es capaz de defender «lo mejor que hay en nosotros». Y al decirlo devuelve el término «aristocracia» a su definición original y etimológica, «el gobierno de los mejores».
El 22 de enero de 1958, Camus se interroga a sí mismo: «¿Lo que le debo a España? ¡Casi todo!». La confesión no figurará en su discurso de aceptación del premio Nobel, en Suecia, pronunciado en diciembre de 1957. Pero sí en enero, cuando se dirigió a los representantes de esa «aristocracia», a los exiliados españoles, en París. Con el cuello rígido y el rostro serio, habla entonces de su propio exilio interior: «Intento hacer mi trabajo y en ocasiones lo encuentro difícil, sobre todo en esta espantosa sociedad intelectual nuestra, en la que el reflejo ha reemplazado a la reflexión, en la que sectas enteras se enorgullecen de la deslealtad, en la que la mezquindad intenta hacerse pasar por inteligencia con demasiada frecuencia». Los exiliados asienten, conocen su aislamiento: están aislados en una Europa asediada por los intereses. Para Camus, su exilio es el resultado concreto de la publicación, el año anterior, de El hombre rebelde. Este ensayo le granjeó la etiqueta de «escritor de consenso» —flojo, sin destino político— por parte de la intelligentzia parisina, liderada por Sartre. En realidad, Camus defiende en su obra la vía española, cuya expresión es esa aristocracia a la vez antimarxista y anticapitalista en una época en la que se es una cosa o la otra, pero las dos a la vez es imposible. El hombre rebelde bebe de lo más hondo de la Guerra Civil, de las revueltas de Barcelona, de Asturias, de Andalucía, tan sorprendentemente desconfiadas de esos dos polos opuestos a los que une, sin embargo, su desprecio a la humanidad. Por eso Camus, el exiliado, aboga por superar el nihilismo que mancilló las filas anarquistas en España, un nihilismo en favor de un «renacimiento» que tentó a muchos, a él en particular. En mayo de 1958, apostilla en Le Libertaire: «La única pasión que mueve El hombre rebelde es justamente la del renacimiento» y, entonces, como nunca antes, hace del «genio libertario» un retoño que «la sociedad del mañana no podrá ignorar». En ese salón sin futuro, él vincula su destino al de los exiliados españoles. Les recuerda a esos «hombres de su sangre» —así los llama— hasta qué punto su amistad con ellos constituye «el orgullo de su vida».
En la mente de Mann los vientos soplan en la misma dirección. Sin embargo, este hombre del norte no frecuenta ni el sol ni a los anarquistas. No tiene sangre española. Es un gran burgués, al contrario que Camus, que proviene de los barrios pobres de Argel. Mann lleva un traje tres piezas, no un mono de trabajo, como se recomienda llevar en Barcelona en 1936, cuando escribe «España». Nació en 1875 en Lübeck, un puerto a orillas del Báltico, en el seno de una familia acaudalada de comerciantes de grano. La fachada de la casa familiar muestra cinco ventanas en el primer piso; en su interior, cuenta con un salón de música donde escuchar a Wagner. El escritor alemán obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1929, y rápidamente adquirió fama de «decadente». La política lo irrita. Él se reclama del «periodo burgués de nuestra civilización», del que Goethe es, para él, la máxima expresión. Quiere hablar de la época en que aún existía el público, no las masas. Odia la uniformización de una manera extraña. Esta personalidad que, en 1950, se presenta a sí mismo como «un retrógrado, un desfasado», ha suplantado a la historia. Camus nos explica por qué: «El culto a la historia no puede ser otra cosa que el culto al hecho consumado. Por tanto, nunca dejará de ser deshonroso». Mann rechaza esa conclusión, se cuela por sus resquicios: atraviesa las capas del olvido y del cinismo. La historia es como el telón de un escenario. Tras él, distingue el inicio de una persecución. Para los historiadores eso es literatura. ¡Y de hecho lo es! En España, «todo hombre, y en particular el poeta, debe salvar su espíritu —o ¿por qué no emplear el término religioso?—, salvar su alma». Esos cañones, esos bombardeos, esos batallones que llegan de todas partes, por la derecha y por la izquierda, se habrían movilizado ante todo para destruir el espíritu, el alma. ¡Sí!, exclama Mann. Este «decadente» habla en serio, aunque su hermano Heinrich y su hijo Klaus, próximos al Partido Comunista alemán, no identifiquen tal crimen y consideren que la angustia de Mann está fuera de lugar. Para ellos, como para muchos otros, el conflicto español es un conflicto político en el que unas ideologías se disputan el poder. Un caso cerrado. El capitalismo contra el socialismo, la derecha contra la izquierda, los ricos contra los pobres, los creyentes contra los ateos. Es el anticipo de la Segunda Guerra Mundial, una especie de banco de pruebas... como resumirán, esencialmente, los libros de historia. Nada más. Pero ¿y la muerte de la conciencia? Si de verdad es así, el escándalo es inconmensurable. Mann viene denunciando desde 1936 la infame complicidad de las democracias en ese juego de sombras. Sus representantes —con sombreros de copa— pregonan una «política de no intervención» en nombre de un dudoso pacifismo. Churchill, los primeros ministros, el inglés Chamberlain, el francés Daladier y sus respectivos parlamentos hablan, susurran: nosotros no nos metemos. Dejamos hacer. Su política de no intervención resulta ser una política de intervención. Porque mientras que Hitler y Mussolini arman a Franco, esas democracias, en nombre del pacifismo, se prohíben hacer otro tanto con la República. Mann, el autor de Muerte en Venecia, un relato sobre la tentación insatisfecha de un bello adolescente, exclama lo que nadie se atreve a ver, a creer ni a decir: «Los Gobiernos europeos, interesados en ver morir la libertad, han reconocido el poder de ese rebelde como el único legal, y esto en plena Guerra Civil, una guerra que aún continúa gracias a su apoyo, si es que no la han provocado ellos mismos». Describe la escena, desenmascara a los mafiosos.
Quien debe sublevarse es el poeta. El artista. «Él, cuya naturaleza y cuyo destino lo han colocado en el lugar más expuesto de la historia de la humanidad», replica Mann, irreconocible, a mil leguas de lo que fue o de lo que se dijo que era. «El poeta que fracasa ante el problema humano, planteado en forma política, no solo es un traidor a la causa del espíritu en beneficio del bando de los intereses, sino que también es un hombre perdido. Su pérdida es ineluctable. Perderá su fuerza creadora, su talento, y no será capaz de hacer nada nuevo y duradero. Incluso su obra anterior, aun sin estar marcada por esta falta, si era buena, dejará de serlo. No significará ya nada a ojos de los hombres». Cuando escribe estas líneas estremecedoras que nos desconciertan, en 1936, Mann se está transformando, o al menos tenemos razones para creerlo. La publicación de las seiscientas páginas de sus Consideraciones de un apolítico en 1918, como respuesta a la Primera Guerra Mundial, había retratado al artista como una luciérnaga, un individuo ajeno al tiempo, encerrado en sus escritos y anclado en la idea de que todo pensamiento es a la vez preciso y falso. El conflicto español hace que Mann se libere: lo saca de su falsa somnolencia. Está dispuesto a librar esa batalla de clichés políticos e ideológicos. Llama a esas democracias por su nombre, «capitalistas». Pero, ante todo, se muestra visionario, solidario con Lorca. El poeta andaluz ha cargado con «el problema humano» y su obra no dejará ya de obsesionarnos. El «Romance de la Guardia Civil española» es una cumbre poética contra lo peor. Le costará la vida, pero también le resucitará. Una gran cantidad de poetas sucumbieron en España.
Miguel Hernández, el poeta «calvo», murió más joven que Federico, en 1942, en una pútrida prisión de Alicante. Alberti, en Madrid, tenía sus poemas en los labios durante los combates: ¡una locura! Machado falleció en la miseria del exilio en Colliure, el 22 de febrero de 1939, después de declarar, cansado y enfermo: «Paso de los sesenta, que son muchos años para un español». José Bergamín, un ilustre católico cuyos versos celebró Machado, arremetió contra la Iglesia. El radiante y sombrío Juan Ramón Jiménez, «obligado desertor de Andalucía», encontrará refugio en Cuba y recibirá el premio Nobel en 1956. Toda la poesía latinoamericana se movilizará: Pablo Neruda, otro futuro premio Nobel, Nicolás Guillén... Huelga decir que todos escogieron el mismo bando, el de los opositores de Franco, Hitler, Mussolini, Salazar... Bartolomé Bennassar, autor de una biografía de Franco, habla de una «explosión poética». Estima que en aquel entonces se escribieron unos veinte mil poemas, que cerca de cinco mil autores se comprometieron con la causa. Poemas escritos en las trincheras por manos anónimas momentos antes de enfrentarse contra el Ejército de África a las órdenes de Franco y de morir en el intento. Algunos nombres se salvaron del anonimato, como Antonio Coll o Encarnación Jiménez. Pero, fueran o no conocidos, llevan su espíritu al corazón de los combates. Hugh Thomas —historiador inglés, una fuente de referencia en lo relativo al conflicto— escribirá que el «bando de los poetas» fue el que más bajas sufrió en la contienda. Hubo, en efecto, una resistencia del espíritu —sensu stricto— frente a las balas y los bombardeos franquistas, nazis y fascistas que se llevaron a cabo con la complicidad de las que Mann proclamó «democracias capitalistas».
André Gide, otro «decadente», utiliza el texto «España» a modo de panfleto. Lo agita ante nuestros fatigados ojos. Debemos repensar su lectura de Mann teniendo en cuenta que Gide lee a los autores germánicos en su lengua. Gide habla alemán. Cuando llega a Küsnacht, cerca de Zúrich, el lugar escogido por Mann para exiliarse, Gide acaba de volver de Moscú, como ya hemos dicho. A finales de junio de 1936 —recordemos que la Guerra Civil comienza oficialmente el 18 de julio—, acude a los funerales de Gorki invitado por Stalin. Aceptó asistir por respeto al proyecto bolchevique, ya que no apreciaba demasiado al escritor ruso. Pronunció un discurso en la plataforma del Palacio del Kremlin ante una muchedumbre reunida en la Plaza Roja. No estuvo allí en calidad de comunista, aunque el 13 de mayo de 1931 había confesado en su diario: «Quisiera vivir lo suficiente para ver culminar el plan de Rusia». En junio de 1936, su presencia en Moscú refleja esa esperanza. Está allí como garante, como prenda. El invitado de honor habla y, junto a él, el ogro Stalin se atusa un bigote que invade la fotografía. Pero su pensamiento no está allí: deambula, vacila, se desvía. Piensa en España, en Madrid, en Barcelona (las notas de las que surgirá su Regreso de la URSS ya tienen forma). El día que se celebra el funeral, Franco ya ha enviado una carta, con fecha de 23 de junio, al entonces ministro de la Guerra, Casares Quiroga, padre de la actriz María Casares. La carta es compleja. En ella se declara inquieto por la disciplina del ejército después de que la nueva República haya depuesto a oficiales declaradamente de derechas. Todo indica que el golpe militar es inminente. Gide se muestra muy preocupado. Para una mente como la suya, la angustia es el primer síntoma. Desde su habitación moscovita, escribe: «Nos sorprende no ver ninguna alusión a España, cuyas noticias nos vienen inquietando desde hace unos días». No se dice nada en la prensa soviética ni en los tablones de noticias de las fábricas que visita. Stalin atusa su bigote de ogro, eso es todo. A Gide le causan asombro las tiendas vacías, sin mercancías, las leyes contra el aborto y contra la homosexualidad, cuando él mismo ha revelado su condición homosexual en Si la semilla no muere, que ha hecho que muchos de los que consideraba amigos le hayan dado la espalda. Gide se deshizo de los libros que le habían dedicado. Su nuevo ensayo, Regreso de la URSS, resultado de lo que ha visto y, ante todo, una ilación de realidades, contribuirá aún más a su aislamiento. Esta vez tendrá en su contra a la intelectualidad bienpensante de izquierdas, a los marxistas y a la intelligentzia, ofuscados, escandalizados. Incluso el hijo de Mann, el escritor Klaus Mann, que lo admiraba, dirá: «El libro de Gide sobre Rusia solo podía provocar el desorden y dañar la causa del progreso». Camus recordará ese Regreso en 1946, cuando Gide recibe el Nobel. Entonces declarará: «¡Sí, me alegro! Me alegra saber que el premio ha sido concedido a un gran escritor y que una de las mentes más cuestionadas en su país recibe hoy la consagración mundial que merece». «El más cuestionado» por haberse atrevido a revelar su homosexualidad y escribir Regreso de la URSS. Camus leyó el libro en cuanto se publicó, en las mismas fechas que leyó Los grandes cementerios bajo la luna.