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Jaume Salinas

SEÑALES 2.0

1ª Edición: octubre 2011

ISBN: 978-84-123322-9-2

© 2011: Señales 2.0 - Nuevas historias invisibles de la vida cotidiana

© Portada: Ana Gratacós

© Editora Tarannà

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Prólogo

Hace ya varios años que hice un primer libro en el que se recogían experiencias inverosímiles, de acuerdo con los parámetros de la vida ordinaria, que titulé “Señales - Historias invisibles de la vida cotidiana”. Su finalidad era la de hacer pensar, por no decir recordar, y hacer reflexionar al lector, si alguna vez había vivido alguna experiencia que pudiera ser calificada como imposible, desafiando la lógica racional de nuestro mundo material ‒y materialista‒ en el que estamos inmersos.

Creí, erróneamente, que sería mi primer y único libro de este género que, o bien serviría para confirmar la creencia (y experiencia personal) de muchos lectores en otras realidades diferentes a la nuestra, o bien simplemente, facilitaría al lector más escéptico, un rato más o menos agradable, de lectura de relatos de misterio.

Esta segunda recopilación ha tenido diversas etapas de auge y decaimiento, siendo principalmente tres de ellas las más significativas: la primera, poco tiempo después de la aparición del primer libro, en que tuve acceso a más de una docena de experiencias personales, lo que me hizo concebir, por primera vez, la posibilidad de un nuevo libro; la segunda, poco después de la muy dolorosa experiencia de la pérdida de un hijo mío, ya que tuve oportunidad de conocer las experiencias de otros padres que también habían sufrido esta irreparable pérdida; la tercera, y que me sirvió para dar el empujón definitivo para que salieran a la luz las historias que permanecían silenciosas en el disco duro del PC, y que me obligó a tomar la determinación de acabar con el proyecto, fue en ocasión de conocer la experiencia de un muy buen amigo personal, al que también podría considerar como hermano, que me contó la historia de “Zio Alessandro”, que se incluye en el presente libro.

A través de los diversos testimonios de las diferentes vivencias aportadas, tanto en el primer libro como en el que actualmente tiene el lector en sus manos, se evidencia que existe “algo” más allá de nuestra realidad física y que se podría resumir de la siguiente manera:

1) Todos los seres humanos, o mejor dicho, todos los seres vivientes formamos parte de una unidad, a pesar de la aparente separación y diferenciación, de forma similar que los átomos de una molécula de nuestro organismo, que aparentemente están separados, forman parte de una unidad superior (célula, tejido, órgano, etc.).

2) Todo lo que se ve y se percibe a través de los sentidos, incluyendo a nosotros mismos, es energía. La diferencia está en que cada uno vibra de una forma diferente. Esta energía ni se crea ni se destruye, se transforma.

3) Los vínculos afectivos entre dos o más personas, cuando han sido muy intensos, pueden mantenerse más allá de la muerte física de alguna de ellas. En este sentido, me gustaría recalcar el acierto del término “traspaso” en catalán, para definir el momento o acto por el cual una persona abandona esta vida, ya que significa traspasar el umbral, ...pero ¿hacia dónde? Esto ya es harina de otro costal, en el que cada movimiento filosófico y/o religioso puede tener o dar una respuesta.

4) La evidencia de que hay personas dotadas de una sensibilidad especial, por la que pueden captar o acceder a otros planos de existencia menos densos que el nuestro, pudiendo incluso, establecer contactos con personas que dejaron nuestro plano existencial (¿Es correcto decirlo así, o está mejor dicho conectar con su energía?).

5) La existencia de algunos personajes, digamos virtuales que, sin motivo aparente y como por arte de magia, entran en contacto con nosotros, pudiendo inclusive distorsionar la dimensión espacio-tiempo. Tanto en el primer libro como en este segundo, se recoge el relato del contacto con una simpática viejecita, la cual, sin tener ninguna relación con los personajes de la historia, en un momento determinado se relacionan con ella.

Para no cansar más al lector, ni pretender encontrar una explicación o justificación más o menos lógica y racional (entre otras razones porque difícilmente la encontraríamos en la mayoría de los casos), sí quiero dejar constancia de que cada vez hay más científicos de diversas disciplinas, desde la medicina hasta la física cuántica, que nos describen la posibilidad de una realidad superior que incluiría la nuestra.

He querido seguir el mismo esquema clasificador que en el primero, dividiéndolo en cinco grandes apartados, totalmente subjetivos como son: Personajes y vivencias virtuales; Conexiones vitales; Despedidas; Desde “el otro lado”; y Ouijas. Creo que son bastante comprensibles por el tipo de relato que se incluye en cada uno de ellos.

Por último, sólo me resta agradecer las aportaciones de Ana, Anika, Anna, Carmen, Enrique, Gemma, Jaume, Joan, Josep Mª, José Miguel, Lola, Marga, Meri, Marisun, Patricia, Silvia, Teresa, Teresa M., Toni, Vicente y otros que han preferido mantener totalmente su anonimato, ya que sin sus experiencias este libro no hubiera sido posible.

JAUME SALINAS

Barcelona, julio de 2011.

PERSONAJES Y VIVENCIAS VIRTUALES

El portador de equipajes

Madre e hija ya llevaban más de una hora intentando convencerse mutuamente de sus respectivas posiciones sobre un tema que las tenía enfrentadas, desde que la hija, Julia, empezó a descubrir, lo que llamaríamos, la espiritualidad y el esoterismo. Julia era una ferviente creyente en el “más allá” y estaba intentando demostrar a su madre que, desde aquel lugar, sus moradores siguen en contacto con nosotros, pero lo que sucede, es que no nos damos cuenta.

Por el contrario la madre, la Sra. Aranzazu, era totalmente escéptica respecto a la forma de pensar de su hija. Viuda desde hacía más de 15 años, se había acostumbrado a vivir sola y lo que era aún más interesante, a viajar con sus amigas, todas en la misma situación familiar que ella. ¡Qué no le viniera su hija con tonterías! Sólo creía en lo que palpaba con sus manos, veía por sus ojos o escuchaba por sus oídos.

—Mira hija mía, si esto que me dices fuera así, por qué tu padre, con el que estaba muy unida y que me costó mucho aceptar su muerte prematura, nunca se ha “dignado” hacer ningún tipo de contacto conmigo desde ese lugar que dices al que iremos todos. Además, ¿dónde está ese lugar? Lo que sí sé es donde van a parar nuestros restos... ¡al cementerio o al crematorio! ¡Allí se deshace nuestro cuerpo y no quedan más que las cenizas!

—Madre, ese lugar del que te hablo es de paso, donde se quedan los que o bien todavía no han sabido encontrar el camino de la luz o los que aún no pueden acceder porque tienen deudas a pagar —le respondió su hija en tono conciliador, pero al mismo tiempo segura de sí misma.

—Julia, parece mentira que seas hija mía y que te hayas licenciado en Filosofía y Letras. ¿De qué te ha servido aprender a pensar? Además, si fuera así, ¿cómo establecen contacto con nosotros? Es muy fácil decir que lo hacen a través del pensamiento o los sueños, como si tuviéramos que hacer caso de todas las fantasías y pensamientos que nos pasan por la cabeza o de lo que soñamos mientras dormimos.

Esta discusión se estaba produciendo en el salón de la casa de la Sra. Aranzazu, que está en el Casco Viejo de Bilbao, donde había ido su hija a pasar el día con motivo de su 85º aniversario. Julia es hija única y reside en Barcelona, donde está casada, sin hijos y ejerce de profesora de instituto. Aunque el tono de la discusión era fuerte, en ningún momento había ninguna señal de enfrentamiento ni de desprecio por la forma de pensar de la otra. Además, no se sabe bien por qué, pero siempre o la una o la otra sacaba el tema de conversación cada vez que se veían, circunstancia que se producía tres o cuatro veces al año.

—Está claro que la forma de contactar con nosotros no es la convencional. Hay que estar receptivo a determinadas señales, de tal forma que cuando nos damos cuenta de ellas, las sabemos distinguir nítidamente de las ordinarias —le respondió la hija.

—Pero ¿de qué señales me hablas? ¿Telepatía? ¿Mesas que se mueven en sesiones de espiritismo? ¿Apariciones de fantasmas? ¡Vamos hija, por el amor de Dios, que ya soy un poco mayorcita para creer en estas cosas!

—No madre no se trata solamente de eso. Sería muy fácil si fuera así. Creo que cada uno tiene una forma especial y única de establecer, por decirlo de un forma comprensible, contacto con esa otra realidad que sólo es una continuación de la que nos encontramos ahora. Para unos será a través de los sueños, otros necesitarán la ayuda de un “especialista” o bien vivirán una determinada experiencia, a todas luces ilógica, pero que tendrá significado. Lo que hay que ser es consciente de esta vivencia. Todo el mundo, en algún momento determinado, tiene alguna. Lo que sucede es que la mayoría de veces no las valoramos como es debido o bien, sencillamente, nos negamos a aceptarlas. Piensa un poco, mamá —añadió Julia— ¿nunca te ha sucedido nada especial que desafiara la razón o que no tuviera ningún tipo de explicación racional?

—Hija mía, no sé qué pensar. No tenemos suficiente con los problemas de este mundo que sólo nos falta preocuparnos por los del “otro mundo”. Supongo que sí que nos suceden cosas que, aparentemente, no tienen explicación, pero también, quizás, es que no nos hemos fijado en todos los elementos que entran en juego y por tanto, difícilmente los podemos valorar en toda su magnitud.

—Pero ahora que lo dices —continuó la madre después de una breve pausa— una vez me sucedieron un par de cosas que me impresionaron mucho porque no le supe encontrar una explicación razonable, pero poco a poco, las fui arrinconando en el lugar del olvido que hay en mi mente. Ahora me las haces recordar de nuevo. Es más, ahora recuerdo que cuando fui consciente de lo que acababa de vivir me dije a mí misma que hubiera sido mejor que te hubieran pasado a ti, ya que crees en estas cosas.

—Soy toda oídos, madre —le dijo su hija, adoptando una actitud entre interesada e incrédula por lo que su madre iba a contarle.

—Como sabes hija, me gusta viajar mucho y siempre que puedo lo hago en avión, pero hay tres aeropuertos que no soporto: el de Madrid, el de Barcelona y el de Palma de Mallorca. Son gigantescos y demasiado grandes para mí, de tal forma que, cuando he tenido necesidad de ir a uno de estos sitios, lo he hecho en autocar o en barco. Como las dos veces que fui a Mallorca, por ejemplo.

—Hará unos catorce años (¡cómo pasa el tiempo de rápido!) quise ir a Madrid, con mi amiga Consuelo, a ver una exposición antológica, ahora no sé de quién, en el Museo del Prado. Era la primera vez que iba a la capital desde la muerte de tu padre y mi amiga quiso acompañarme.

—Recuerdo —continuó la Sra. Aranzazu— que aquel día me había dormido e iba con el tiempo más que justo, teniendo en cuenta que el autobús de línea era extremadamente puntual a la hora de salir. Por suerte, ya tenía el billete (lo había reservado por teléfono) y el taxi fue puntual. Sólo faltaban diez minutos para la salida y después de prometerle una buena propina al taxista, hicimos el trayecto en ocho. Tenía el tiempo justo para bajar del coche, pagar al taxista, poner la bolsa en el maletero, subir al autocar y rehacerme de la tensión del momento. Esperando el cambio del taxista, no me di ni cuenta, pero un hombre muy bien vestido y muy apuesto, por cierto, se acercó a mí y me dijo: “No se preocupe señora, ya le pongo su bolsa en el maletero”. Entre que cogía el cambio del taxista, me lo ponía en el monedero e iba rápidamente hacia la puerta del autocar, no pasaron ni diez segundos. Cuando me di cuenta aquel hombre ya había desaparecido de mi campo visual. Lo primero que me vino a la cabeza fue que me había robado la bolsa de viaje, pero inmediatamente me tranquilicé al verla pulcramente puesta en el maletero, tal como me había dicho. Acto seguido, pensé que se debería tratar de otro pasajero, muy amable por cierto, y que ya me lo encontraría en el autocar.

Justo cuando acabé de subir, el conductor me dio prisa para que ocupara mi asiento, pues íbamos a salir inmediatamente. El autocar iba lleno y no tuve tiempo de fijarme en la cara de todos los pasajeros. Sólo veía la cara de mi amiga que me hacía señales desde la quinta o sexta fila, donde teníamos nuestros asientos.

—Ya estaba sufriendo —me dijo Consuelo—. Hasta que no te he visto bajar del taxi he estado muy intranquila pensando que quizás te había pasado algo, pues no es habitual en tí llegar con el tiempo tan justo.

La Sra. Aranzazu le explicó todo lo que le había sucedido, el retraso, la carrera en taxi y el señor tan amable que le había ayudado a poner su bolsa en el maletero.

—Seguramente es otro pasajero que debe haber subido al autocar poco antes que yo. Tengo ganas de saludarle y darle las gracias por su gentileza —añadió la Sra. Aranzazu.

—¿Estás segura Zazu?, así la llamaban sus amigas. Los últimos en subir han sido esta pareja que está sentada dos filas delante de nosotras y luego ya has subido tú. Me ha parecido que no quedaba nadie en tierra, pero no me hagas mucho caso, porque como estaba preocupada por tu retraso, he estado todo el tiempo mirando por la ventana... Al igual ha subido por la puerta del medio. Cuando hagamos la parada en Burgos, tendrás oportunidad de saludarle.

El caso es que cuando hicimos la parada prevista, aquel hombre no apareció entre los pasajeros del autocar. Me pareció bastante extraño, sobre todo teniendo en cuenta lo que me había dicho mi amiga, que no había nadie fuera del autocar. Pero poco a poco, le fui quitando importancia al asunto y lo reduje a una simple anécdota. Siempre me quedaría la imagen de aquel señor, de unos cincuenta años, rostro amable y sonriente, apuesto y con una elegancia casi natural que tuvo aquella gentileza conmigo.

—¡Todavía quedan caballeros! —pensé.

Después de media hora de descanso, reemprendimos nuevamente la marcha. Iba sentada junto a la ventana, centrada en mis pensamientos, que como te puedes imaginar hija mía, todos ellos estaban relacionados con tu padre y una cierta melancolía se apoderó de mí.

Suerte de mi amiga, que al darse cuenta de mi estado, me empezó a dar conversación y se puso a hacer planes de lo que haríamos las dos en Madrid, además de ver la exposición.

El trayecto se hizo mucho más corto y entre cotilleos, chistes y recuerdos de vivencias comunes, nos plantamos en la estación de autobuses de Chamartín. Estaba lloviendo y todo indicaba que habría para rato. Cuando habíamos parado, poco antes de que abrieran las puertas del autocar, me di cuenta, que entre las personas que estaban esperando, en primera fila, estaba ese hombre. Me estaba mirando fijamente a los ojos y me sonreía. —¡Es él —me atreví a decir medio temblorosa y pasmada. —¿Qué dices? —me preguntó mi amiga al mismo tiempo que se dirigía rápidamente hacia la puerta de salida. ¡Venga, baja y coge el equipaje! ¡En momentos como éste es cuando desaparecen las cosas! Pocos instantes después, ella ya estaba bajando por las escaleras sin haber prestado atención a lo que le acababa de decir. Poco después bajé yo a tierra, con el corazón que me salía por la boca por la emoción de lo que estaba viviendo. Entonces, escuché a Consuelo que me dijo en voz alta: —Voy pasando para coger un taxi, porque con este tiempo podemos tener problemas.

Me giré y allí estaba él. Con la misma sonrisa que tenía en el momento de la salida. No llevaba paraguas y no parecía estar mojado. Se acercó y me dijo:

—No se preocupe señora, ya le llevo la bolsa.

Sin apenas tiempo para decirle nada, cogió la bolsa y me la llevó justo al lado del equipaje de mi amiga, que en aquellos momentos estaba haciendo señas a un taxi para que se acercara. Acto seguido, como por arte de magia, materialmente se fundió y desapareció de mi campo visual. ¡Si en aquel momento me pinchan, no me sacan ni una gota de sangre!

Mi amiga se giró hacia mí, quedándose sorprendida de que los equipajes estuviesen juntos, cuando yo aún no había llegado a su lado.

—Sí que te has dado prisa en traer el equipaje, con lo lenta que eres a veces. Y ¿de dónde vienes ahora? —añadió medio en broma sin darse cuenta de lo que había pasado.

Y cuando ya estábamos camino del hotel, mi amiga me preguntó:

—Oye, ¿a quién me decías que habías visto en el autocar? Perdona que no haya estado por ti, pero ya sabes que con lo de los equipajes me pongo muy nerviosa, ya he tenido un par de experiencias desagradables y no quiero que se repitan.

—Nada, nada. Una confusión. Creía que había visto a un conocido, pero no ha sido así —respondí al mismo tiempo que me preguntaba qué pensaría de mí si le contase lo que me había sucedido.

Julia permanecía callada, esperando que su madre hiciese algún comentario más sobre esta experiencia. No obstante, unos segundos después la Sra. Aranzau añadió:

—Pero esto no es todo hija mía. En cuanto volví a casa después de aquel viaje, tanto como en el siguiente, cuando una semana después vine a verte a Barcelona, un gran pájaro de colores, totalmente desconocido para mí y que no he sabido encontrar en las enciclopedias, se puso en el marco de la ventana del comedor y picoteó el vidrio.

—¿Y qué piensas de todo esto, madre? —le preguntó la hija. —Pues ahora que me lo preguntas, no lo sé. Ya te he dicho que no creo en “cosas extrañas”, pero sí te diré lo que pensé en aquel momento: “Parece que hay alguien que me quiere proteger”. No me preguntes porqué, pero eso fue lo que pensé.

Septiembre del 2006.

La abuela del Turo Park

Sandra y Mónica son, hoy en día, dos mujeres casadas y con hijos, que están en la plenitud de su vida. El relato que sigue a continuación se refiere al período de su adolescencia, hace ya más de veinte años, cuando el teléfono móvil todavía no era una herramienta fundamental de comunicación ni tampoco el correo electrónico, o los “chats”, o Facebook o el Twitter; cosa que facilitaba más el contacto físico para contarse lo que sólo puede tratarse de forma confidencial, como en el caso que nos ocupa.

Estas amigas tenían la costumbre de quedar siempre en un mismo lugar, un determinado banco del Turo Park (un pequeño parque con mucho encanto, situado en la parte alta de Barcelona) El banco estaba y sigue estando situado, justamente en la parte sur del lago, una zona bastante apartada en la que se puede hablar con tranquilidad, lejos de miradas indiscretas y de la algarabía que hacen los niños correteando y jugando en otras zonas del parque. A raíz de los hechos que a continuación narraré, nunca más volvieron a aquel rincón, silencioso y solitario.

Un martes del mes de mayo, poco después de comer, Mónica recibió una llamada de su amiga Sandra que le decía que tenía “cosas” que contarle sobre el pasado fin de semana, pero que no podía contárselas por teléfono porque sus padres estaban en casa.

—Tú ya me entiendes, ¿verdad? —le dijo Sandra a su amiga, en un tono de complicidad.

—¡Claro que sí, Sandra! —le respondió Mónica, al mismo tiempo que imaginaba de qué le gustaría hablar. Seguramente, del “último ligue” surgido en la apasionante salida a la disco.

—¿Te parece quedar mañana a las seis, después de salir del instituto, en el mismo lugar de siempre, en “nuestro banco” del Turo Park? —le propuso Sandra.

—De acuerdo, pero sé puntual, porque a las siete y media tengo que estar en el Instituto Norteamericano. Ten go examen de nivel y no puedo llegar tarde —le respondió su amiga.

Al día siguiente, hacía una tarde esplendorosa y tal como habían quedado, cuando aún faltaban un par de minutos para las seis en punto, Mónica estaba sentada en el banco, testigo silencioso de tantas confidencias. ¿Qué le habrá pasado?, se preguntaba, pues recordaba un cierto tono de excitación e inquietud en la voz de su amiga y el hecho de que no le hubiera querido adelantar nada por teléfono, le daba un cierto aire misterioso al encuentro.

Habían pasado casi diez minutos y Sandra aún no había aparecido.

—Vaya, ya empezamos como siempre. Quedamos a una hora y siempre acaba llegando tarde. ¡A ver qué excusa me pondrá hoy! —se dijo para sí misma, al tiempo que contemplaba las aguas tranquilas del lago.

—¿Te has dado cuenta qué tarde más preciosa hace? —escuchó de repente.

Mónica giró su cabeza hacia la derecha y vio que aquella pregunta se la hacía una señora muy mayor, que estaba sentada junto a ella en el banco, al mismo tiempo que una sonrisa le llenaba de luz su cara. No entendía cómo había llegado allí, ya que estaba totalmente segura que el banco estaba vacío cuando llegó y no había visto llegar a nadie. En ese momento comenzó a fijarse mejor en aquella mujer, que si bien por un lado parecía mucho mayor que su abuela, por otro, su voz y la energía que desprendía dificultaban el ponerle una edad determinada. Igual podía tener casi setenta como pasar de los ochenta largos. De cara redonda y con el pelo corto, de color gris, unos ojos vivos de color azul y con muchas arrugas al lado de los ojos, las famosas “patas de gallo” propias de personas que ríen con facilidad. El resto de la cara la tenía lisa y bien cuidada. No llevaba ningún tipo de maquillaje, pero tampoco le hacía falta, ya que su piel se veía tersa y brillante. Vestía de una forma sencilla, pero con personalidad. Una blusa de color marfil, con los dos botones superiores desabrochados, falda lisa de color marrón y una chaqueta de punto sin abrochar, que permitía ver un collar de perlas de río, que le daba un cierto aire de distinción. De pronto, recordó que se había dirigido a ella, pero no recordaba el porqué.

—¿Perdone, qué me dice señora? —le respondió Mónica. —Que si te has fijado en la tarde más maravillosa que hace —repitió aquella mujer.

—Sí, le respondió la chica. Si se mantiene este tiempo pronto podremos ir a la playa —añadió Mónica con un tono amable y jovial.

—¡Ay la juventud! ¡Qué etapa más maravillosa de la vida! Una época en la que crees que el mundo está a tu alcance, pero que muchas veces el mismo impulso y las ganas de vivir te impiden disfrutar de las cosas maravillosas que nos ofrece la vida, porque no te das cuenta de ellas. Por ejemplo, ¿te has fijado qué flores más bonitas hay en el estanque?, y ¿te has fijado que el canto de los pájaros es una exaltación al renacimiento de la vida en esta época del año?

Mónica estaba en silencio y le siguió la conversación, no sólo por educación sino porque todo aquello que le contaba la mujer le parecía interesante ya que, anteriormente, nunca le había prestado atención. Por primera vez se dio cuenta que los nenúfares estaban a punto de florecer, que un grupo de cotorras llamativas pasaban volando hacia una palmera mientras un ruiseñor soltaba su hermoso canto; escuchó como una rana croaba al mismo tiempo que unas golondrinas, las primeras que se veían ese año, volaban a ras del agua, seguramente para pillar alguna mosca o algún mosquito, y vio como el sol se reflejaba de una forma especial sobre el lago provocando una luminosidad espectacular. Contempló también, medio sorprendida, como los peces del estanque hacían extrañas piruetas, algunas de ellas saltando fuera del agua. Era como si de repente, otro mundo se abriera ante sus ojos.

—Sí que es bonito todo esto —se dijo a sí misma en una voz a medio tono.

Era como si por primera vez hubiera visitado ese lugar que teóricamente, se sabía de memoria.

De pronto, recordó que el motivo por el que estaba en aquel lugar era verse con su amiga Sandra y aún no había aparecido. Miró el reloj y se dio cuenta que eran las siete menos cuarto. ¡Había pasado casi una hora y había perdido la noción del tiempo! Tenía la sensación que no habían transcurrido ni cinco minutos desde que aquella señora se había dirigido a ella. ¿Dónde estaba su amiga?

—Dispense señora, pero la tengo que dejar. Tengo que ir a llamar a una persona y tengo el tiempo justo —le dijo Mónica a aquella mujer, que no dejaba de mirarla sonriente.

—Vete hija. Y recuerda lo que te he dicho. ¡Casi nunca nos fijamos en la cantidad de cosas hermosas que nos ofrece la vida gratuitamente!

Mónica se levantó y dio una vuelta por el parque, para ver si su amiga se había confundido y la estuviese esperando en otro banco. Como era de esperar, no la vio por ninguna parte y salió del recinto, no sin antes pasar de nuevo por delante del banco donde se habían citado y que en ese momento ya estaba vacío. Aquella señora mayor ya no estaba.

Se dirigió a una cabina de teléfono situada en el Paseo Pau Casals, para llamar y averiguar qué había sucedido.

—Diga —escuchó Mónica al otro lado del aparato, al mismo tiempo que reconocía la voz de la madre de su amiga. —¿Que se puede poner Sandra?, soy Mónica.

—¿Mónica? ¿Eres Mónica Puig? —le preguntó la madre de Sandra—. ¡Pero si mi hija me ha dicho que había quedado contigo! ¡Ya me ha vuelto a enredar de nuevo! —continuó la madre sin darle tiempo a contestar.

—¡No! espere, déjeme explicarle —le dijo Mónica—. Estése tranquila que Sandra le ha dicho la verdad. Habíamos quedado a las seis para vernos, pero el caso es que no ha llegado todavía y por eso la llamaba, no fuese que nos hubiésemos confundido de lugar y hora.

—Pues ahora aún me haces sufrir más, porque mi hija ha salido ya hace más de una hora y ya tenía que haber llegado de sobras. ¡A ver si ahora habrá sufrido un accidente! —añadió con un tono aún más enérgico y con un cierto contenido de angustia. —No se preocupe, señora Mercedes —le dijo Mónica—. Ya verá como todo ha sido fruto de una equivocación sin importancia. Dígale que la llamaré a la hora de cenar y lo aclararemos todo. Buenas tardes —dijo a la vez que colgaba el auricular cuando el aparato ya estaba a punto de tragarse la última moneda.

Tal como había convenido con la madre de Sandra, poco después de cenar, hacia las diez de la noche, Mónica llamaba nuevamente a su amiga, pero ahora estaba estirada en su cama, dispuesta a pasar un buen rato de charla. Quería aclarar la confusión de la tarde y averiguar cuál había sido el motivo por el que el encuentro no se había producido.

—¿Sí? —escuchó Mónica al mismo tiempo que reconocía la voz de su amiga.

—Hola Sandra, soy Mónica. ¿Qué te ha pasado esta tarde que no has venido?

—¡Mira tía, tienes un morro que te lo pisas! —le dijo Sandra a su amiga, con un tono de voz alto y agresivo. Mónica se quedó casi sin voz, tanto por lo que decía como por el tono que utilizaba su amiga.

—¿Cómo dices? —preguntó Mónica, con un tono más serio. —¡Que sí bonita, que tienes un morro que te lo pisas! Si no ibas a venir porque tenías que ir a hacer “posturitas” con tu “profe” de inglés para aprobar el examen, habérmelo dicho y hubiéramos quedado para otro momento. Pero el plantón que me has dado no te lo perdono y además, has tenido la cara dura de llamar a mi madre preguntando por mí —dijo como una ametralladora.

—¿Pero qué tonterías estás diciendo, guapa?, —le respondió Mónica un poco cabreada por el tono de voz de su amiga—. Yo llegué puntual y hasta las siete menos cuarto no me moví del lugar. Es más, estuve charlando todo el rato con una viejecita que estaba sentada en el mismo banco sobre diversos aspectos del parque y del lago.

—Espera, Mónica, para el carro que no sé de que me estás hablando. ¿Dices que estuviste hablando con una vieja sentada en el banco? Es lo mismo que estuve haciendo yo. Reconozco que llegué diez minutos tarde, pero cuando llegué, tú aún no habías llegado. Me senté y estuve casi una hora charlando con una anciana sobre las mismas cosas que tú. Me fui poco antes de las siete viendo que no venías. Por cierto, de muy mal humor por tu poca palabra.

—Vamos a ver. ¿Me quieres hacer creer que estuvistes en el mismo lugar que yo y también estuvistes hablando con una vieja de las mismas cosas que yo? ¿Qué te estás burlando de mí? —le respondió Mónica, ahora sí con un tono enojado e igualmente agresivo.

—No te quiero hacer creer nada, es así. No tengo porque decirte otra cosa. Como te he dicho, yo llegué diez minutos después de las seis y en el banco, donde siempre hemos quedado, no había nadie. Me senté y aún no habían pasado ni un par de minutos cuando me di cuenta que, sin saber de dónde había salido, había una señora muy mayor en el banco, muy simpática por cierto, con la que estuve charlando casi una hora, más o menos sobre los mismos temas que tú me dices.

Durante los tres minutos siguientes Sandra y Mónica se hicieron preguntas, mutuamente, sobre aquella mujer con la que habían hablado casi una hora y sobre lo que habían hablado, coincidiendo en todo. Se produjo un silencio sepulcral entre las dos chicas que se podía cortar con un cuchillo y que duró un eterno minuto.

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