Czytaj książkę: «Una raíz para Gustavo»

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© LOM ediciones Primera edición, mayo 2021 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impreso: 9789560014030 ISBN digital: 9789560014191 RPI: 2021-A-2302 diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

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  Una raíz para Gustavo

  Colección narrativa

  Colofón

–Gustavo: soy tu abuelo. Ya estoy viejo y tú has cumplido dos años. Te he visto crecer, día a día, y a menudo busco en tus primeras palabras al niño que fui. Estiras tus pequeños brazos y me pides «ir en el techo». Te montas sobre mis hombros y a esas alturas gobiernas tu transporte con suaves tirones de orejas. Siento el privilegio de convertirme en un ser con dos cuerpos: uno con pies ya cansados de andar por el mundo; otro lleno de energías, empinado para ver más lejos. La paciencia de un viejo y el ímpetu de un niño deberían ser siempre una esencia de quienes ayudan a crecer a las crías de la humanidad. Pero debo decirte que de pronto desperté con una sensación extraña. No estaré vivo cuando tengas edad suficiente para leer lo que ahora escribo. No alcanzaré a tener contigo el diálogo que debiera surgir de esa lectura. Hablé con tus padres y con toda la familia, nuestra gran hermandad. Entonces decidimos que te escribiría esta historia. De esta forma abro un diálogo imposible para muchos, y te espero, siempre, con el más fraterno de los abrazos.

La mayoría de las rebeliones fueron contra el abuso del poder, Gustavo, no contra el poder.

Te contaré un diálogo que ha cruzado los mares como los delfines, asomándose para tomar aire y volver a sumergirse: Alejandro Magno, uno de los mayores ladrones en la historia de la humanidad, a quien los escribidores del tiempo han llamado emperador, logró capturar a un pirata que asolaba el mar Egeo con un bajel tripulado por hombres feroces llamados hermanos por el capitán. Alejandro, intrigado, le preguntó por qué se dedicaba al asalto de los barcos; por qué, en definitiva, era un pirata y no un hombre honrado. El capitán, cuyo nombre jamás sabremos, respondió: «soy ladrón porque tengo un barco; si tuviera cien me llamarían conquistador como a ti». La leyenda embellece la anécdota contando que el gran Alejandro premió su inteligente respuesta dejándolo en libertad.

Te voy a mostrar una historia de mundos revueltos. Entonces, la anécdota del pirata con Alejandro flameaba en la vela cebadera de cada barco filibustero.

El planeta era una pelota que recibía manotazos de los ladrones instalados en todos los tronos. Parecía que los reinos decadentes se jugaban su destino en el Caribe. La salida de los tesoros robados durante un siglo era la llaga siempre abierta por la cual América vertía su sangre. En este robo, casi nueve de cada diez habitantes habían perdido la vida en menos de cien años.

Transcurre durante la primera mitad del siglo XVII. En Francia será nombrado rey Luis XIV a los cinco años de edad, y se hará llamar El Rey Sol. François Hyacinthe Rigaud le pintó un cuadro donde lo presenta de pie, con una espada inútil en el costado izquierdo, un bastón en la derecha, una especie de cubrecama sobre el cuerpo y un rostro de señora despechada bajo la sobrepoblada peluca negra. Cuentan que se bañó dos veces en su vida. Una, cuando nació. Otra, cuando cayó de su caballo en un charco de agua. Como ordenaba la costumbre en las altas cortes, el noble ocultaba su hediondez con perfumes y cremas de todo tipo. Fue quien ordenó construir el palacio de Versalles. Ya tendrás tiempo, nieto, de saber por obligación todos estos hechos.

También tendrás que conocer a Oliver Cromwell, creador de la Commonwealth. En el mismo siglo te encontrarás con Baruch Spinoza, René Descartes y Galileo Galilei.

Mientras Sir Isaac Newton escribía su obra Philosophiae naturalis principia mathematica, la economía de la Commonwealth se defendía a punta de sables y cañonazos en las cercanías de Port Royal y el resto de las Antillas.

Fue la centuria de Corneille, John Milton, Molière, John Locke, Diego Velázquez, Johannes Vermeer, Rubens y Rembrandt. Cerebros tan cultos, ¿se habrán estremecido por los crímenes que traían el progreso a sus barrios? Tal vez se cobijaron en el viejo refrán: ojos que no ven, corazón que no siente.

Vamos a crear un personaje y él irá creciendo con la historia que voy a contarte. Deberemos armarlo, porque, en lo esencial, tiene dos grandes partes.

La primera, Gustavo, se llama Hariz. Este nombre viene del árabe y significa León. Su padre, Hardan (Enfadado), fue hijo de Gauad (Generoso) y Bahira (Radiante). Ambos vivían en los alrededores de Guadix, en el reino de Granada, y participaron en la Rebelión de las Alpujarras, que se inició en la Nochebuena de 1568. Durante este decenio, Argel se encontraba en una guerra económica y religiosa contra España. Las cortes, además, se sentían amenazadas por la presencia turca en el Mediterráneo, haciendo peligrar el comercio. Después del sitio de Malta en 1565 se incrementaron los ataques contra la costa granadina desde las bases de Tetuan, Cherchell y Argel. Se acusó a los moriscos de la península de estar en contacto con los jerifes marroquíes y los piratas de Tetuan, además de trabajar como espías en la conquista de Malta. El temor ascendía hasta los cielos cuando se aseguraba que todo era un plan para invadir la península por Granada.

Felipe II publicó un edicto prohibiendo a los musulmanes practicar sus ritos, usar sus vestimentas, hablar su idioma, llevar sus nombres. Hubo intentos de negociar, pero sin resultados, y estalló la rebelión en Albaicín. Los moros extendieron la revuelta en las montañas, entre Sierra Nevada y la costa malagueña. En 1570 intervino Juan de Austria, hermanastro del rey, para terminar con la guerra que había alzado a más de treinta mil hombres. El enviado usó cincuenta mil soldados, logrando vencer a los moriscos. Se publicó la orden de evacuación en 1570 y los derrotados fueron enviados a Extremadura, Galicia, La Mancha y Castilla. Se confiscaron sus tierras y sus bienes.

Debes saber, Gustavo, que los musulmanes estuvieron muchos siglos en la península, y después de la caída de Granada en los inicios del siglo XVI, quedaron como extranjeros en su propia tierra. Voy a resumir para ti el sentimiento de un cristiano hacia los llamados moriscos, que estarás obligado a conocer, Don Miguel de Cervantes y Saavedra.

Existe un pasaje en su obra Coloquio de los perros, en las Novelas ejemplares. Los canes han recibido el don del habla y conversan sobre sus amos y los habitantes. Berganza, uno de los perros, le habla a Cipión, el otro:

Todo su intento es acuñar, y guardar dinero acuñado; y para conseguirle trabajan, y no comen; en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad eterna. De modo que ganando siempre y gastando nunca llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas, y sus comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden, y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y esconden poco o mucho y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo, y como van creciendo se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos, ni ellas; todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje. Róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos.

La esclavitud por guerra era reservada a los infieles. Los moriscos, desde el año 1500 eran cristianos. ¿Cómo se resolvió el problema? En marzo de 1569 Felipe II consultó a los teólogos y decidió que la población morisca podía ser esclavizada por el delito de lesa majestad divina y humana: haberse sublevado contra la Corona y contra Dios.

Cuarenta años más tarde, en diciembre de 1609, Felipe III ordenó la expulsión de los moros de Granada, Murcia y Andalucía en una cédula donde indicaba que se refería a toda la población «excepto los que fueren esclauos».

Gauad fue uno de los primeros sublevados de Albaicín. Con Bahira debieron huir a las montañas llevando a su hijo Hardan, de sólo un año de edad. Eran campesinos y combatieron a las fuerzas cristianas con sus instrumentos de labranza. Alcanzaron a vivir tres años peleando en guerrillas, hasta que Gauad perdió la vida. Bahira, por su parte, continuó en la lucha. Acunaba en su mente la idea de vivir libre en las tierras que la vieron nacer y nunca estaría dispuesta a ser tratada con el desprecio del perro de Cervantes. Contra las órdenes del reino, le enseñó a su hijo la lengua de sus antepasados, sus creencias y las costumbres prohibidas. Hardan nació en medio de una guerra. De su madre aprendió a ser más duro que las piedras sobre las que debieron apoyar sus cabezas para dormir en la Sierra Nevada, pero también a tener paciencia y saber esperar.

Cuando Hardan tenía diez años, su madre cayó en un combate y él fue vendido como esclavo a un fabricante de jabones en Guadix. Intentó sin éxito fugarse dos veces y fue castigado con dureza. Entonces decidió crear un mundo interno para sí donde rezaba en la hora del término del crepúsculo y soñaba que alguna vez, en algún futuro y en un lugar desconocido, aunque no estuviera vivo, la justicia con forma de venganza dejaría caer su peso sobre los opresores.

Hardan fue vendido otra vez en 1607 en el puerto de Almuñécar durante una de las masivas llegadas de moros. Exhibido sobre cajón en la plaza de Bibarralba, fue comprado por un intermediario accitano, por encargo del dueño de un hato en el extremo norte de la isla La Española, en un lugar que mucho después será conocido como Port de Paix.

Los esclavos moros tenían en el mercado un precio superior a los negros. Hardan, de buen porte y excelente musculatura, prometía ser una inversión muy rentable. Podría cruzarlo con alguna negra o con una aborigen de las islas y esperar buenas crías. Tal vez el moro fuera el semental que diera inicio a una nueva raza. Sin embargo, a pesar de no haber presentado ningún problema grave en el largo viaje hacia su hato, ya libre de las cadenas, mostró una insubordinación casi suicida. Durante todo el viaje en el pañol de los esclavos se mantuvo en silencio y comió todas las basuras que le dieron. El traficante encontró raro que un hombre tan entero aceptara su condición de sometido con tal pasividad y se lo advirtió al nuevo dueño. Había vendido otros esclavos musulmanes y a ellos debía impedirles por la fuerza el rezo de sus cinco oraciones diarias. Con Hardan no fue necesario. Se comportaba como si Alá no tuviera ninguna importancia. Parecía mantener muy dentro de sí mismo alguna oscura determinación a la que estaba dedicando su vida después de la captura. Sería necesario vigilarlo y tener mucho cuidado. El amo consideró que si se trataba de eso, estaba en presencia de un poder fuera de lo común. Entonces él sabría domarlo y domesticarlo. Para ello tenía todo el tiempo del mundo.

Las desobediencias del esclavo moro consistieron siempre en negarse a trabajar como otros lo hacían, hasta desmayarse, cuando estaba en juego su salud física. No hubo castigo suficiente para doblar su voluntad. Trabajaba todo el día con fuerza, se podría decir que hasta casi con entusiasmo, pero en un punto dado abandonaba cualquier labor y se quedaba quieto. Fue sometido a los azotes, privado de alimentos, se le impidió el sueño, pero siempre volvió a lo mismo.

Una noche le metieron en la barraca una mujer negra para que la cubriera. Hicieron agujeros en las paredes vigilando atentos la cruza esperada. La mujer tenía instrucciones de excitarlo, y después de no llegar a ningún acuerdo con el moro, recurrió a todas sus habilidades para convencerlo. Se desnudó, bailó, reptó por el suelo como una serpiente avanzando sobre sus caderas. Manoseó al esclavo. Nada. Rogó, lloró. Nada. Al día siguiente llegó con la cara hinchada por los golpes y pidió ser cubierta, por piedad.

Antes de contarte el desenlace de esta encrucijada, Gustavo, te diré que el amo había capturado a una mujer aborigen y la tenía a su servicio doméstico. Nunca tuvo impulsos libidinosos con ella. Tal vez la consideraba demasiado inferior o quizás fuera porque la mujer era más bien pequeña, no voluptuosa y, aunque decía algunas palabras sueltas de aceptación o negación, parecía muda la mayor parte del tiempo. Todos notaban que tenía la mente demasiado estrecha y no sería bien visto si se revolcaba con una tonta.

La sirvienta había perdido a toda su familia en una redada. Tenía ancestros caribes y taínos, dos pueblos antagónicos: uno fuerte, el otro manso. Durante los meses que Hardan estuvo en el hato pudieron cruzar miradas varias veces cuando el esclavo era mandado con pieles a la bodega. Los ojos siempre apagados de la mujer se encendieron desde la primera vez. Dicen los sabios, Gustavo, que cuando la lengua está anudada, las pupilas hablan a gritos.

Desde una distancia sideral, Hardan y la mujer se contaron sus sentimientos sin ser descubiertos por nadie.

Entonces la negra estuvo implorando hasta que las luces del día comenzaron a ser vencidas por las sombras dentro de la barraca. Entregada a su destino, se retiró con los brazos caídos. El hombre, insensible al amor, fue castigado con veinte latigazos y arrojado después a la barraca.

Apenas estuvo a solas, Hardan comenzó a rezar a Alá, el grande, en la hora del Maghrib, cuando se puso el sol. Después lo hizo en la hora del Isha, cuando el crepúsculo hubo desaparecido. Reconciliado con su Dios, actuó siguiendo la gran decisión que había madurado desde la primera vez que sus ojos vieron a la mujer.

Esa noche, Hardan, con el abdomen pegado a las piedras, se arrastró hasta el dormidero de la sirvienta. Tenía la espalda llena de líneas rojizas a causa de los latigazos. Mezclando un mal español con un peor francés, le dijo a la hembra que no estaba dispuesto a morir sin dejar en el mundo un ser hecho de su carne para irse de la vida soñando con la venganza. La mujer escuchó el dolor del árabe y se dejó preñar por el sueño. Llámalo Hariz, decía entre jadeos. De él sacó Hariz sus pestañas de camello, el cuerpo velludo y su amor por las estrellas.

El amo, cuyo nombre no merece estar en esta historia, fue uno de los devastadores de la gran isla La Española. Persiguió a los indígenas sobrevivientes de las primeras plagas europeas con armas de fuego, sables, espadas, hachas, mazas y comida envenenada. La respuesta de los aborígenes fue contestar ofensa con ofensa hasta morir. El amo se justificaba opinando lo mismo que publicó el jesuita Pedro de Mercado refiriéndose a tribus de Colombia y Perú: …«esta gente era inclinada al homicidio, porque era caribe, esto es, amiga de comer carne humana […] porque la ocupación y ejercicio de estos indios sólo era matar la gente, comer sus carnes, cortarles las cabezas y bailar con ellas».

Caribe quiere decir «hombre más fuerte que todos los demás». Navegaban por los archipiélagos en botes rápidos de una línea imponiéndose en todas las Antillas.

Según el cronista Pedro Mártir, vivían casi desnudos «introduciendo a veces sus vergüenzas en un calabacín de oro; en otras partes atan el prepucio con una cuerdecilla, sin soltarlo más que para practicar el coito u orinar […] son agilísimos, arrojan certeramente flechas envenenadas y con rapidez del viento van y vienen apoyados en sus arcos; son imberbes, y si les sale el pelo se lo arrancan unos a otros con ciertas tenacillas, cortándose el cabello hasta la mitad de las orejas […] desde los diez o doce años, cuando ya empiezan a sentir el aguijón del deseo carnal, llevan todo el día en ambos lados de la boca hojas de árboles, como el bulto de una nuez, sin quitárselas más que para comer o beber. Con esta medicina se ennegrecen los dientes hasta hacerlos tomar el color del carbón apagado […] los dientes les duran hasta el fin de su vida, jamás sienten dolores de muela ni padecen de caries […] las aludidas hojas son algo más grandes que las del mirto, suaves como las que produce el terebinto, y al tacto tienen la misma blandura que la lana o el algodón».

Los taínos eran pacíficos, de buen corazón y amaban la buena convivencia. La piel era de color cobrizo, los ojos achinados, la frente inclinada hacia atrás; los cabellos, lacios, largos, negros; la estatura mediana y los cuerpos ágiles. Su idioma se transformó en la lengua franca del Caribe. Sus actividades preferidas eran la caza y la pesca. Navegaban en botes que llamaron canoas y capturaban peces con redes y anzuelos hechos con dientes de manatí. A los cangrejos los llamaban jaibas, a las tortugas verdes, carey.

La noche en que Hardan sembró su sueño llegaron los secuaces del amo atraídos por los suspiros y lo capturaron. El amo aceptó que nunca podría domarlo. Por la insolencia cometida, ordenó ablandarlo a palos y echárselo a los perros alanos para que saborearan su carne.

El dueño de la tierra y de todo lo que había sobre ella le permitió existir a la criatura haciendo una reflexión con forma de sentencia. «Si un árbol plantado en mi jardín da frutos», dijo, «por muy raros que sean, su primera condición es ser míos. Así lo quiso el Creador con Adán. Menos podría corresponderme a mí. Pero, como no estamos en el Paraíso, aquí no hay frutos prohibidos. ¡Cuídenla! Y si se mete algún remedio para abortar, ordenaré sacarle todas las entrañas por el mismo agujero».

Cuando el sueño de Hardan salió del vientre amado, estuvo reposando sobre el pecho caribe con el cordón umbilical intacto. No hubo llanto alguno. El mismo corazón que le había transmitido un ritmo de vida desconocido para el amo, lo siguió acompañando en el mundo abierto durante el tiempo suficiente como para que Hariz aprendiera el verdadero lenguaje de los humanos.

El dueño creó una conveniente distancia con quien llamó «el engendro» y ordenó a la madre no tener más crías. Quería la exclusividad. Lo mantuvo bajo vigilancia para saber si crecía bien y entrenarlo cuando ya pudiera desear a una mujer. No fuera a ser que se apareara con su propia madre y un pecado semejante sucediera en su minúsculo pero bien atendido reino.

La partera del sueño de Hardan le enseñó a su hijo las cosas que sabía de sus pueblos y también a callarlas. Siempre cuidando no dejar al descubierto su inteligencia, le dijo en susurros que la palabra vida se decía Bi y que madre era Bibi. Padre era Baba, y amo era Anki, persona malvada. El mundo, como tu voluntad, Hariz, le dijo, deben ser Apito, sin fin.

Pudo la madre estar con su hijo al amamantarlo, pero apenas aprendió a caminar lo alejaron de ella. Durante toda la niñez le contó al oído, a escondidas, como un secreto íntimo, sus conocimientos del mundo y de Hardan. Hasta que un día los hombres de confianza le hablaron al amo de unos dientes muy negros.

El patrón mandó a degollar a la madre y envió al engendro a vivir en el corral de sus caballos. Respondería con su vida por el bienestar de las bestias. No debía existir otro vínculo para él que no fuera la ciega obediencia de sus órdenes. Ningún pariente, ningún amigo. Esta cruza de playa con selva, desierto y dunas, podía ser prometedora, pero lo ponía nervioso. Hariz, de piel oscura como las olivas, con un vellón en el tórax, cabellos cortados hasta la parte superior de las orejas y ojos oscuros, grises, con dos puntos de luz negra como pupilas, aprendió a correr junto al galope brioso de los tordillos traídos de Andalucía. Los superaba cuando quería. Abría los brazos en el punto más veloz de su carrera y aleteaba imitando a los albatros que solían llegar desde un horizonte infinito a poner sus huevos en la isla. Creció vigilado, pero pudo gozar de cierta libertad de movimiento cuando defendía los caballares de las entradas de perros silvestres; fueron una herencia de los primeros invasores españoles que los usaron para combatir a los aborígenes. Los perros se quedaron en los bosques y formaron jaurías organizadas a la perfección, con claras jerarquías cuando salían a buscar sus presas. Hariz aprendió de ellos a olfatear el miedo que paraliza a las presas y también a superarlo. De otras bestias, de tanto recibir órdenes perentorias cuya desobediencia le hubiera costado la vida, aprendió a entender el holandés, el español, el francés, el inglés, un poco de italiano y algo de portugués. Todas las lenguas que cruzaron el gran océano para saborear el oro y la plata se anudaban en su garganta cuando quería hacer oraciones largas, porque jamás reconoció a ninguno de esos idiomas como propio. Si estuviera obligado a poner en orden de importancia a sus enemigos, Gustavo, diría que odiaba más a los españoles desembarcados contra natura, forrados en metal, desplegando escritos interminables con una verborrea infinita.

Sin otros bienes que los otorgados por la naturaleza, creció analfabeto y quiso guardarse para sí su más preciado secreto. Nunca, nadie, hasta que la desventura cayó como un hachazo sobre su vida, supo que su mano hábil era la del demonio. Hariz había nacido zurdo. Solía amarrarse la mano izquierda a la cintura y se obligaba a comportarse como cualquier diestro.

Podrás imaginarte, nieto, cómo fue la vida del beduino taíno caribe con menos privilegios que un perro.

Un día de esos corrió una voz grave por las chozas de la hacienda. Los siervos del amo se movían inquietos y cuchicheaban entre sí. Los capataces recibieron pistolas de refuerzo con triple carga y también la orden de cavar una trinchera rodeando la casa del señor. No se les dio comida a los perros y se los mantuvo atados.

–Dicen, mi señor, que unos bucaneros de La Tortuga cruzaron el canal. Vienen a cazar sus jabalíes.

–¡Cuántos son!

–No lo sé –contestó el capataz–... dicen…

–¡Qué dicen!

–Que estos bosques son de ellos.

–¡Dicen! ¡Dicen! ¡Hijos de puta! ¡Tráeme al que escuchó lo que dicen o te corto las orejas!

El interrogatorio que practicó el capataz no arrojó luces sobre la identidad del interlocutor de los bucaneros. Es un rumor, decían los peones, como la neblina; aparece y se va. Entonces el amo pensó que el contacto más probable para oír un rumor de esos era el engendro Hariz, pues se pasaba demasiado tiempo con los caballos sin otros ojos sobre él. Pensó también en comerciar con los invasores y conceder la carne, pero no el cuero. Sin embargo un olor insoportable a rebelión se apoderó de su olfato político. Nadie podía andar por ahí reclamando propiedad sobre las cosas que eran suyas. Entonces mandó a buscar al sospechoso.

–Los haraposos de La Tortuga han estado hablando contigo – dijo, lanzando las palabras como los dados en una apuesta.

Hariz le clavó las pupilas y el primer latigazo fue para bajarle la frente. Los otros dos para obligarlo a hablar. Pero el único sonido fue el de los chasquidos.

En ese preciso momento, Gustavo, ocurrió algo muy imprevisto; se me ocurre pensar que tal vez Hariz sí tuvo conversaciones con los filibusteros y sabía qué estaba a punto de suceder.

El estallido del mosquete de cañón largo anunció la muerte y un capataz cayó al suelo, con el pecho perforado. A continuación el aire se llenó de alaridos y apareció a corta distancia el brillo de los alfanjes y las hachas. Los invasores venían bien informados. Corrieron abriéndose paso hacia la bodega de las pieles. No eran más de siete, pero tenían el aspecto de un centenar de diablos, con las caras pintadas de negro, las pecheras de cuero estampadas con sangre añeja, calzones anchos, piernas peladas y grandes bolsas en las espaldas. Su arma vencedora era la sorpresa, pero, antes de ella, un buen soplo.

El amo ordenó la retirada hacia la casa para aprovisionarse de armas, mientras desenvainaba su sable español de doble filo. Antes de correr, alcanzó a ver en la cara de Hariz una inconfundible hilera de dientes negros formando la sonrisa que bien podría ser entendida como parte de la venganza de Hardan. El odio pudo más que el amor a sus pieles. Enfurecido, el patrón ordenó a tres peones sujetar al caribe beduino hasta inmovilizarlo, y botando una baba espesa por las comisuras de su boca blandió el sable hasta cortar en tres golpes el brazo derecho del engendro. Luego corrió hacia la casa, pero los bucaneros habían actuado con demasiada velocidad. Los alanos estaban sangrando en el suelo, la peonada de rodillas y las pieles reducidas a la mitad.

Hariz dio tan sólo dos alaridos de dolor antes de desmayarse. Los bucaneros le cauterizaron el miembro mutilado con brasas ardientes y se lo llevaron junto con las pieles.

Se salvó, Gustavo.

Medio año después, cuando dejó de sentir el dolor fantasma del brazo ausente les contó a sus nuevos hermanos que era zurdo. Festejaron con ron y costillas de cerdo.

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