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CAPÍTULO DOS

10:15 Hora del Este

Gabinete de Crisis

La Casa Blanca, Washington, DC

—Parece que ha sido una misión mal diseñada, —dijo un asistente. —El problema aquí es la negación plausible.

David Barrett, de casi un metro ochenta de altura, miró hacia el hombre. El ayudante era rubio, de cabello fino, un poco gordo, con un traje que le quedaba demasiado grande por los hombros y demasiado pequeño alrededor de la cintura. El hombre se llamaba Jepsum. Era un nombre desafortunado para un hombre desafortunado. A Barrett no le gustaban los hombres que medían menos de un metro ochenta y no le gustaban los hombres que no se mantenían en forma.

Barrett y Jepsum se movían rápidamente por los pasillos del Ala Oeste, hacia el ascensor que los llevaría al Gabinete de Crisis.

—¿Sí? —dijo Barrett, cada vez más impaciente. —¿Negación plausible?

Jepsum sacudió la cabeza. —Correcto. No tenemos ninguna.

Una falange de personas caminaba junto a Barrett, delante de él, detrás de él, a su alrededor: ayudantes, pasantes, hombres del Servicio Secreto, personal de varios tipos. Una vez más, y como siempre, no tenía ni idea de quiénes eran la mitad de estas personas. Eran una masa enmarañada de humanos, que avanzaba a toda velocidad, y él les sacaba una cabeza a casi todos ellos. El más bajo de ellos podría pertenecer a una especie completamente diferente a la suya.

La gente de baja estatura frustraba a Barrett y más aún, verlos todos los días. David Barrett, el Presidente de Estados Unidos, había vuelto al trabajo demasiado pronto.

Sólo habían pasado seis semanas desde que su hija Elizabeth fue secuestrada por terroristas y luego rescatada por comandos estadounidenses, en una de las operaciones encubiertas más arriesgadas de los últimos tiempos. Él se vino abajo durante la crisis. Había dejado de interpretar su papel, ¿quién podría culparlo? Después, había estado destrozado, agotado, y tan aliviado de que Elizabeth estuviera sana y salva, que no tenía palabras para expresarlo plenamente.

Toda la multitud se metió en el ascensor, amontonándose en su interior como sardinas en lata. Dos hombres del Servicio Secreto entraron con ellos en el ascensor. Eran hombres altos, uno negro y otro blanco. Las cabezas de Barrett y sus protectores se cernían sobre todos los demás como estatuas de la Isla de Pascua.

Jepsum todavía lo estaba mirando, sus ojos tan sinceros casi parecían los de una cría de foca. —... y su embajada ni siquiera va a reconocer nuestras comunicaciones. Después del fiasco del mes pasado en las Naciones Unidas, no creo que podamos anticipar mucha cooperación.

Barrett no podía seguir a Jepsum, pero a lo que sea que estuviera diciendo, le faltaba contundencia. ¿No tenía el Presidente a su disposición hombres más fuertes que este?

Todos hablaban a la vez. Antes de que Elizabeth fuera secuestrada, Barrett solía lanzar una de sus legendarias diatribas sólo para que la gente se callara. Pero, ¿y ahora? Él simplemente permitía a todo este barullo de gente que divagara, el ruido del parloteo le llegaba como una forma de música sin sentido. Dejó que lo impregnara.

Barrett había vuelto al trabajo hacía ya cinco semanas y el tiempo había pasado en una imagen borrosa. Había despedido a su Jefe del Estado Mayor, Lawrence Keller, a raíz del secuestro. Keller era otro tapón, un metro sesenta y cinco en el mejor de los casos, y Barrett había llegado a sospechar que Keller le era desleal. No tenía ninguna evidencia de ello y ni siquiera podía recordar bien por qué lo creía, pero, en cualquier caso, pensó que deshacerse de Keller era lo mejor.

Pero ahora, Barrett estaba sin la calma suave y gris de Keller y sin su implacable eficiencia. Cuando Keller se fue, Barrett sintió que iba a la deriva, con cabos sueltos, incapaz de dar sentido a la avalancha de crisis, mini desastres e información banal que lo bombardeaban a diario.

David Barrett comenzaba a pensar que estaba teniendo otra crisis. Tenía problemas para dormir. ¿Problemas? Apenas podía dormir. A veces, cuando estaba solo, comenzaba a hiperventilar. Algunas veces, a altas horas de la noche, se encontraba encerrado en su baño privado, llorando en silencio.

Pensó que le sentaría bien ir a terapia, pero cuando eres el Presidente de Estados Unidos, tener trato con un psiquiatra no es una opción. Si los periódicos se enteraran, y los canales de televisión por cable... no quería pensar en eso.

Sería el fin, por decirlo suavemente.

El ascensor se abrió hacia la sala del Gabinete de Crisis, con forma ovalada. Era moderna, como la cabina de mando de una nave espacial de la televisión. Había sido diseñada para aprovechar al máximo el espacio: pantallas grandes incrustadas en las paredes cada medio metro y una pantalla de proyección gigante en la pared del fondo, al final de la mesa.

A excepción del propio asiento de Barrett, todos los lujosos asientos de cuero en la mesa ya estaban ocupados: hombres con sobrepeso vestidos con trajes, hombres delgados y militares con uniforme, rectos como palos. Un hombre alto vestido con uniforme de gala estaba en la cabecera de la mesa.

Altura. Era tranquilizador de alguna manera. David Barrett era alto, y durante la mayor parte de su vida había sido una persona sumamente segura. Este hombre que se preparaba para dirigir la reunión también debería estar seguro de sí mismo. De hecho, exudaba confianza y mando. Este hombre, este general de cuatro estrellas...

Richard Stark.

Barrett recordaba que no se preocupaba mucho por Richard Stark. Pero en este momento, él no se preocupaba mucho por nadie. Y Stark trabajaba en el Pentágono. Tal vez el general podría arrojar algo de luz a este último y misterioso revés.

—Cálmense, —dijo Stark, cuando parte de la multitud que había salido del ascensor se movía hacia sus asientos.

—¡Señores! Cálmense. El Presidente está aquí.

La sala quedó en silencio. Algunas personas continuaron murmurando, pero incluso eso se extinguió rápidamente.

David Barrett se sentó en su silla de respaldo alto.

—Está bien, Richard, —dijo. —No importan los preliminares. No importa la lección de historia. Ya hemos escuchado todo eso antes. Sólo dime, en el nombre de Dios, qué está pasando.

Stark deslizó unas gafas de lectura negras sobre su rostro y miró las hojas de papel en su mano. Respiró hondo y suspiró.

En las pantallas alrededor de la sala, apareció una masa de agua.

—Lo que estamos viendo en las pantallas es el Mar Negro, —dijo el general. —Hasta donde sabemos, hace unas dos horas, un pequeño sumergible con tres hombres, propiedad de una compañía estadounidense llamada Poseidon Research estaba operando muy por debajo de la superficie, en aguas internacionales, a más de cien kilómetros al sureste de Yalta, en la península de Crimea. Parece haber sido interceptado y capturado por integrantes de la Armada rusa. La misión declarada del submarino era encontrar y marcar la ubicación de un antiguo barco comercial griego, que se cree que se hundió en esas aguas hace casi mil quinientos años.

El Presidente Barrett miró al general mientras cogía aire. Eso no parecía nada malo. ¿A qué venía todo este alboroto?

Un submarino civil estaba haciendo exploración arqueológica en aguas internacionales. Los rusos estaban reconstruyendo su fuerza después de unos quince años desastrosos, más o menos, y querían que el Mar Negro volviera a ser su propio lago privado. Entonces se habían irritado y se habían pasado de la raya. Bien, había que presentar una queja ante la embajada y recuperar a los científicos. Tal vez incluso recuperar también el submarino. Todo era un malentendido.

—Perdóneme, general, pero esto parece algo que deberían resolver los diplomáticos. Aprecio que se nos informe de progresos de este tipo, pero parece que va a ser fácil resolver la crisis en este caso; le diremos al embajador…

—Señor, —dijo Stark. —Me temo que es un poco más complicado que eso.

Eso molestó enseguida a Barrett, el hecho de que Stark lo interrumpiera frente a una sala llena de gente. —Está bien, —dijo. —Pero ya puede ser bueno.

Stark sacudió la cabeza y volvió a suspirar. —Sr. Presidente, la Poseidon Research International es una compañía financiada y dirigida por la Agencia Central de Inteligencia. Es una tapadera. El sumergible en cuestión, el Nereus, se hacía pasar por un buque de investigación civil. De hecho, estaba en una misión clasificada, bajo los auspicios del Grupo de Operaciones Especiales de la CIA y el Mando Conjunto de Operaciones Especiales. Los tres hombres capturados incluyen a un civil con autorizaciones de seguridad de alto nivel, un agente especial de la CIA, y un miembro de los Navy SEAL.

Por primera vez en más de un mes, David Barrett sintió una vieja sensación familiar surgir dentro de él, ira. Era un sentimiento que disfrutaba. ¿Habían enviado a un submarino a una misión de espionaje en el Mar Negro? Barrett no necesitaba el mapa de la pantalla para saber la geopolítica implicada.

—Richard, con perdón de la expresión, pero ¿qué demonios estábamos haciendo con un submarino espía en el Mar Negro? ¿Queremos entrar en guerra con los rusos? El Mar Negro es su patio trasero.

—Señor, con el debido respeto, esas son aguas internacionales abiertas a la navegación, y tenemos la intención de mantenerlas así.

Barrett sacudió la cabeza. Por supuesto que sí. — ¿Qué estaba haciendo allí el submarino?

El general tosió. —Tenía la misión de conectarse a los cables de comunicación rusos, en el fondo del Mar Negro. Como sabe, desde el colapso de la Unión Soviética, los rusos arriendan el antiguo puerto naval soviético en Sebastopol a los ucranianos. Ese puerto era el pilar de la flota soviética en la región y tiene el mismo propósito para la Armada rusa. Como puede imaginar, el acuerdo es extraño.

—Las líneas telefónicas rusas y los cables de comunicación por ordenador atraviesan el territorio ucraniano en Crimea hasta la frontera con Rusia. Mientras tanto, las tensiones han aumentado entre Rusia y Georgia, justo al sur de ese punto. Nos preocupa que pueda estallar una guerra, si no ahora, en un futuro cercano.

—Georgia es muy amigable con nosotros y queremos que ellos y Ucrania se unan a la OTAN algún día. Hasta que se unan a la OTAN, son vulnerables a un ataque ruso. Recientemente, los rusos han colocado cables de comunicación a lo largo del fondo del mar desde Sebastopol hasta Sochi, eludiendo por completo los cables que cruzan Crimea.

—La misión del Nereus era encontrar la ubicación de esos cables y, si era posible, acceder a ellos. Si los rusos deciden atacar Georgia, la flota de Sebastopol lo sabrá de antemano. Nosotros queremos saberlo, también.

Stark hizo una pausa.

—Y la misión ha sido un fracaso total, —dijo David Barrett.

El general Stark no lo discutió.

—Sí, señor. Lo ha sido.

Barrett tenía que concederle crédito por eso. Muchas veces, estos tipos venían aquí y trataban de convertir una mierda en oro, justo delante de sus ojos. Bueno, Barrett ya no iba a tolerarlo, y Stark había obtenido un par de puntos, por no intentarlo siquiera.

—Por desgracia, señor, el fracaso de la misión no es realmente el mayor problema al que nos enfrentamos. La cuestión que debemos abordar en este momento es que los rusos no han reconocido que han tomado el submarino. También se niegan a responder a nuestras preguntas sobre su paradero, o las condiciones a las que se han enfrentado los hombres que estaban a bordo. Por el momento, no estamos seguro de si esos hombres están vivos o muertos.

—¿Sabemos con certeza que interceptaron el submarino?

Stark asintió con la cabeza. —Sí. El submarino está equipado con una baliza de localización por radio, que se había apagado. Pero también está equipado con un pequeño chip de ordenador que transmite su ubicación al sistema de posicionamiento global por satélite. El chip sólo funciona cuando el submarino está en la superficie. Los rusos parecen no haberlo detectado todavía. Está incrustado en lo más profundo de los sistemas mecánicos. Tendrían que desarmar todo el submarino, o destruirlo, para que el chip dejara de funcionar. Mientras tanto, sabemos que han elevado el submarino a la superficie, y lo han llevado a un pequeño puerto a varios kilómetros al sur de Sochi, cerca de la frontera con la ex república soviética de Georgia.

¿Y los hombres? —dijo Barrett.

Stark asintió y se encogió de hombros. —Creemos que están dentro del barco.

—¿Nadie sabe que se ha llevado a cabo esta misión?

—Sólo nosotros y ellos, —dijo Stark. — Nuestra mejor suposición es que puede haber habido una filtración de información reciente entre los participantes de la misión, o dentro de las agencias involucradas. Odiamos pensar eso, pero la Poseidon Research ha operado al descubierto durante dos décadas, y nunca antes ha habido indicios de que se hubiera violado su seguridad.

Entonces se le ocurrió una idea extraña a David Barrett.

¿Cuál es el problema?

Ha sido una misión secreta. Los periódicos no saben nada al respecto. Y los hombres involucrados conocían bien los riesgos que corrían. La CIA conocía los riesgos. Los jefazos del Pentágono conocían los riesgos. En algún nivel, deben haber sabido lo estúpido que era. Ciertamente, nadie le había pedido permiso al Presidente de los Estados Unidos para llevar a cabo la misión. Sólo se había enterado del asunto después de que hubiera acontecido el desastre.

Ese era uno de los aspectos que menos le gustaban, al tratar con la llamada “comunidad de inteligencia”. Tendían a contarle las cosas después de que ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.

Por un instante, se sintió como un padre enfadado, que acaba de enterarse de que su hijo adolescente había sido arrestado por vandalismo, por la policía local. Deja que el niño se pudra en la cárcel una noche. Iré a recogerlo por la mañana.

— ¿Podemos dejarlos allí? —dijo él.

Stark levantó una ceja. —¿Señor?

Barrett miró alrededor de la habitación. Todos los ojos estaban pendientes de él. Era extremadamente sensible a las dos docenas de pares de ojos. Ojos jóvenes en las filas de atrás, ojos marchitos con patas de gallo alrededor de la mesa, ojos de búho detrás de gafas. Pero los ojos, que normalmente mostraban tanta deferencia, ahora parecían mirarlo de otra manera. Ese algo podría ser confusión, o podría ser un comienzo de...

¿Lástima?

— ¿Podemos dejarlos allí y negociar tranquilamente su liberación? Eso es lo que estoy pidiendo. ¿Aunque nos lleve algo de tiempo? ¿Aunque nos lleve un mes? ¿Seis meses? Parece que las negociaciones serían una forma de evitar otro incidente más.

—Señor, —dijo el general. —Me temo que no podemos hacer eso. El incidente ya ha sucedido.

—Bien, —dijo Barrett.

Y así como así, se cerró en banda. Con tranquilidad, como el chasquido de las ramas. Pero ya había tenido suficiente. El hombre lo había contradicho demasiadas veces. ¿Se daba cuenta de con quién estaba hablando? Barrett señaló al general con un largo dedo.

—El caballo ya está fuera del granero. ¿Es eso lo que me estás diciendo? ¡Hay que hacer algo! Tú y tus títeres en la sombra habéis hecho una jugada estúpida, sobrepasando los límites por vuestra propia cuenta y ahora queréis que el gobierno oficial, elegido popularmente, os saque de vuestro embrollo. Otra vez.

Barrett sacudió la cabeza. —Estoy harto de eso, General. ¿Qué te parece? No puedo soportarlo más. ¿De acuerdo? Mi instinto ahora me dicta dejar a esos hombres con los rusos.

David Barrett volvió a observar los ojos en la sala. Muchos de ellos ahora estaban mirando hacia otro lado, a la mesa frente a ellos, al General Stark, a los brillantes informes encuadernados con anillas de plástico. Hacia cualquier lugar, menos hacia su Presidente. Era como si hubiera tenido un accidente en los pantalones que apestaba. Era como si supieran algo que él no sabía.

Stark confirmó al instante la verdad sobre eso.

—Señor Presidente, no iba a hablar de esto, pero no me deja otra alternativa. Uno de los hombres de esa tripulación ha tenido acceso a información de naturaleza altamente sensible. Ha sido una parte integrante de las operaciones encubiertas en tres continentes durante más de una década. Tiene un conocimiento enciclopédico de las redes de espionaje estadounidenses, dentro de Rusia y China, para empezar, por no hablar de Marruecos y Egipto, así como Brasil, Colombia y Bolivia. En algunos casos, él mismo estableció esas redes.

Stark hizo una pausa. La sala estaba completamente en silencio.

—Si los rusos torturan a este hombre durante el interrogatorio, las vidas de docenas de personas, muchas de ellas importantes activos de inteligencia, podrían perderse. Peor que eso, la información a la que esas personas tienen acceso se volvería transparente para nuestros oponentes, lo que provocaría aún más muertes. Redes extensas, que hemos tardado años en construir, podrían cerrarse en un corto período de tiempo.

Barrett miró a Stark. La hiel de estas personas era impresionante.

—¿Qué estaba haciendo ese hombre en la misión, General? —el ácido goteaba en cada palabra.

—Como he indicado, señor, la Poseidon Research International había estado operando durante décadas sin sospecha evidente. El hombre se escondía a plena vista.

—Se escondía... —dijo Barrett lentamente. —A plena vista.

—Así es como se dice, señor. Sí.

Barrett no dijo nada como respuesta, sólo lo miró. Y Stark finalmente pareció darse cuenta de que sus explicaciones no eran lo suficientemente buenas.

—Señor y, de nuevo, con todo el respeto, no he tenido nada que ver con la planificación o ejecución de esta misión. No sabía nada al respecto hasta esta mañana. No formo parte del Mando Conjunto de Operaciones Especiales, ni estoy contratado por la Agencia Central de Inteligencia. Sin embargo, sí tengo confianza plena en el juicio de los hombres y mujeres que hacen...

Barrett agitó las manos sobre su cabeza, como si dijera ALTO.

—¿Cuáles son nuestras opciones, General?

—Señor, sólo tenemos una opción. Necesitamos rescatar a esos hombres. Tan rápido como podamos; si es posible, antes de que comiencen los interrogatorios. También tenemos que hundir ese submarino, eso es primordial. Pero este individuo... tenemos que rescatarlo, o eliminarlo. Mientras esté vivo y en manos de los rusos, tenemos un desastre potencial inminente.

Pasó un momento antes de que David Barrett volviera a hablar. El general quería rescatar a los hombres, lo que sugería una misión secreta. Pero la razón por la que habían sido capturados en primer lugar era una violación de seguridad. Había habido un fallo de seguridad, así que, ¿vamos a planear más misiones secretas? Era un pensamiento circular, en su máxima expresión. Pero Barrett apenas sintió la necesidad de señalarlo. Con suerte, estaba claro incluso para el imbécil más insensato en esta sala.

Entonces se le ocurrió una idea. Iba a haber una nueva misión e iba a asignarla, pero no a la CIA o al Pentágono. Ellos eran los que habían provocado este problema, y apenas podía confiar en ellos para resolverlo. Estaría hiriendo susceptibilidades al darle el trabajo a otra persona, pero estaba claro que se lo habían buscado.

Sonrió por dentro. Tan dolorosa como era esta situación, también le presentaba una oportunidad. Aquí tenía la oportunidad de recuperar parte de su poder. Era hora de sacar del juego a la CIA y al Pentágono, a la NSA, la DIA, a todas estas agencias de espionaje bien establecidas.

Saber lo que estaba a punto de hacer hizo que David Barrett volviera a sentirse como el jefe, por primera vez en mucho tiempo.

—Estoy de acuerdo, —dijo. — Los hombres deberían ser rescatados lo más rápido posible. Y sé exactamente cómo lo vamos a hacer.

CAPÍTULO TRES

10:55 Hora del Este

Cementerio Nacional de Arlington

Arlington, Virginia

Luke Stone miró a Robby Martínez por la trinchera. Martínez estaba gritando.

—¡Vienen por todos lados!

Los ojos de Martínez estaban muy abiertos. Sus armas habían desaparecido. Había cogido el AK-47 de un Talibán y estaba ensartando con su bayoneta a todos los que saltaban la pared. Luke lo miraba horrorizado. Martínez era una isla, un pequeño bote que luchaba contra una ola de combatientes talibanes.

Y se estaba hundiendo. Luego desapareció, debajo de la pila.

Era de noche. Sólo intentaban resistir hasta el amanecer, pero el sol se negaba a salir. La munición se había agotado. Hacía frío y Luke iba sin camisa. Se la había arrancado en el fragor del combate.

Combatientes talibanes con turbante y barba se propagaban sobre las paredes, hechas con sacos de arena, del puesto avanzado. Se deslizaban, caían, saltaban. Había hombres gritando a su alrededor.

Un hombre saltó la pared con un hacha de metal.

Luke le disparó en la cara. El hombre yacía muerto contra los sacos de arena, con un agujero abierto donde antes estaba su cara. El hombre no tenía cara y ahora Luke tenía el hacha.

Se metió entre los combatientes que rodeaban a Martínez, balanceándose salvajemente. La sangre empezó a salpicar, mientras los cortaba en rodajas.

Martínez reapareció, de alguna manera todavía de pie, apuñalando con la bayoneta.

Luke enterró el hacha en el cráneo de un hombre. El corte era tan profundo que no podía sacarla. Incluso con la adrenalina atravesando su sistema, no tenía la fuerza necesaria. Tiró de ella, tiró de ella... y se rindió. Miró a Martínez.

—¿Estás bien?

Martínez se encogió de hombros. Su cara estaba roja por la sangre. Su camisa estaba llena de manchas de sangre. ¿De quién era la sangre? ¿Suya? ¿De los otros? Martínez jadeó en busca de aire e hizo un gesto hacia los cuerpos a su alrededor. —He estado mejor, te lo puedo asegurar.

Luke parpadeó y Martínez se había ido.

En su lugar había hilera tras hilera de lápidas blancas, miles de ellas, subiendo por las bajas colinas verdes a lo lejos. Era un día brillante, soleado y cálido.

En algún lugar detrás de él, un gaitero solitario tocaba “Amazing Grace”.

Seis jóvenes Soldados del Ejército llevaban el ataúd reluciente, cubierto con la bandera estadounidense, hacia la tumba abierta. Martínez había sido un Soldado antes de unirse a las Delta. Los hombres parecían severos con sus uniformes verdes y sus boinas color café, pero también parecían jóvenes. Muy, muy jóvenes, casi como niños jugando a disfrazarse.

Luke miró a los hombres. Apenas podía pensar en ellos. Inhaló profundamente. Estaba agotado. No podía recordar un momento, ni en la academia militar, ni durante el proceso de selección de las Delta, ni en las zonas de guerra, en que se hubiera encontrado igual de cansado.

El bebé, Gunner, su hijo recién nacido... no dormía. Ni de noche, ni apenas durante el día. Así que él y Becca tampoco conseguían dormir. Además, parecía como si Becca no pudiera dejar de llorar. El médico acababa de diagnosticarle depresión posparto, acentuada por el agotamiento.

Su madre se había mudado a la cabaña para vivir con ellos. No estaba funcionando, ya que la madre de Becca... ¿Por dónde empezar? Nunca en su vida había tenido un trabajo. Parecía desconcertada cada vez que Luke se iba por las mañanas, para hacer un largo viaje hasta los suburbios de Washington DC, desde Virginia. Parecía aún más desconcertada cuando él no aparecía hasta por la noche.

La cabaña rústica, bellamente situada en un pequeño acantilado sobre la bahía de Chesapeake, había pertenecido a su familia durante cien años. Había estado yendo a la cabaña desde que era una niña y ahora actuaba como si fuera la dueña del lugar. De hecho, ella era la dueña del lugar.

Había estado insinuando que Becca y el bebé deberían mudarse son ella, a su casa en Alexandria. La parte más difícil para Luke era que la idea comenzaba a parecer sensata.

Había comenzado a disfrutar las fantasías de llegar a la cabaña después de un largo día, y que el lugar estuviera en silencio. Casi podía visualizarse a sí mismo. Luke Stone abriendo el viejo y ruidoso frigorífico, cogiendo una cerveza, y saliendo al patio trasero. A tiempo para ver el atardecer, sentándose en una silla de jardín y...

¡CRACK!

Luke casi echa el corazón por la boca.

Detrás de él, un equipo de fusileros compuesto por siete hombres había disparado una descarga al aire. El sonido hizo eco a través de las laderas. Llegó otra salva, y luego otra.

Una salva de veintiún cañonazos, siete cada vez. Era un honor que no todos merecían. Martínez era un veterano de guerra, altamente condecorado en dos escenarios de guerra. Muerto ahora, por su propia mano. Pero no tenía que haber sido de esa manera.

Tres docenas de militares estaban en formación cerca de la tumba. Un puñado de Deltas y exDeltas estaban vestidos de paisanos un poco más lejos. Se podía ver que eran chicos de las Delta porque parecían estrellas de rock. Se vestían como estrellas de rock. Grandes, anchos, con camisetas, chaquetas y pantalones caqui. Barbas espesas y aros en las orejas. Uno de ellos llevaba un corte de pelo estilo mohicano.

Luke estaba solo, vestido con un traje negro, examinando a la multitud, buscando a alguien que esperaba encontrar: un hombre llamado Kevin Murphy.

Cerca del frente había una fila de sillas plegables blancas. Una mujer de mediana edad vestida de negro era consolada por otra mujer. Cerca de ella, una guardia de honor compuesta por tres Soldados, dos Marines y un Aviador cogieron cuidadosamente la bandera del ataúd y la doblaron. Uno de los soldados se arrodilló frente a la mujer en duelo y le presentó la bandera.

—En nombre del Presidente de los Estados Unidos, —dijo el joven Soldado, con la voz entrecortada, —el Ejército de los Estados Unidos y una nación agradecida, por favor acepte esta bandera como símbolo de nuestro agradecimiento por su honorable hijo y por su fiel servicio.

Luke miró a los chicos de las Delta nuevamente. Uno se había separado del grupo y caminaba solo por una ladera cubierta de hierba, a través de las lápidas blancas. Era alto y fibroso, con el pelo rubio afeitado cerca de la cabeza, llevaba vaqueros y una camisa celeste. Delgado como era, aun así, tenía hombros anchos y brazos y piernas musculosos. Sus brazos casi parecían demasiado largos para su cuerpo, como los brazos de un jugador de baloncesto de élite. O un pterodáctilo.

El hombre caminaba lentamente, sin ninguna prisa en particular, como si no tuviera compromisos apremiantes. Miraba la hierba mientras caminaba.

Murphy.

Luke dejó el servicio y lo siguió colina arriba. Caminó mucho más rápido que Murphy, ganándole terreno.

Había muchas razones por las que Martínez estaba muerto, pero la razón más clara era que se había volado los sesos en la cama del hospital. Y alguien le había traído un arma para hacerlo. Luke estaba casi cien por cien seguro de saber quién era ese alguien.

—¡Murphy! —dijo él. —Espera un minuto.

Murphy levantó la vista y se dio la vuelta. Hacía un momento, parecía perdido en sus pensamientos, pero sus ojos se pusieron instantáneamente alerta. Su rostro era delgado, como el de un pájaro, guapo a su manera.

—Luke Stone, —dijo, su tono era plano. No parecía estar contento, ni tampoco disgustado de ver a Luke. Sus ojos eran duros. Como los ojos de todos los muchachos de las Delta, había una fría y calculadora inteligencia allí.

—Déjame acompañarte un minuto, Murph.

Murphy se encogió de hombros. —Haz lo que quieras.

Acompasaron los pasos el uno con el otro. Luke ralentizó sus zancadas para acomodarse al ritmo de Murphy. Caminaron un momento sin decir una palabra.

—¿Cómo te va? —dijo Luke. Ofreció una delicadeza extraña. Luke había ido a la guerra con este hombre. Habían estado en combate juntos una docena de veces. Tras la muerte de Martínez, eran los dos últimos supervivientes de la peor noche de la vida de Luke. Se podría pensar que había cierta intimidad entre ellos.

Pero Murphy no le mostró nada a Luke. —Estoy bien.

Eso fue todo.

Ni “¿Cómo estás?”, ni “¿Ya habéis tenido al bebé?”, ni “Tenemos que hablar de algunas cosas.” Murphy no estaba de humor para conversar.

—He oído que dejaste el Ejército, —dijo Luke.

Murphy sonrió y sacudió la cabeza. — ¿Qué puedo hacer por ti, Stone?

Luke se detuvo y agarró a Murphy del hombro, este se enfrentó a él, ignorando la mano de Luke.

—Quiero contarte una historia, —dijo Luke.

—Dispara, —dijo Murphy.

—Ahora trabajo para el FBI, —dijo Luke. —Una pequeña sub-agencia dentro de la Oficina. Recogida de información en Operaciones Especiales, la dirige Don Morris.

—Bien por ti, —dijo Murphy. —Eso era lo que todos solían decir. Stone es como un gato, siempre cae de pie.

Luke ignoró ese comentario. —Tenemos acceso a la mejor información. Lo tenemos todo. Por ejemplo, sé que se denunció tu desaparición a principios de abril y que fuiste dado de baja deshonrosamente unas seis semanas después.

Murphy se echó a reír ahora. —Debes haber cavado un poco para dar con eso, ¿eh? ¿Enviaste a un topo a examinar mi archivo personal? ¿O te lo acaban de mandar por correo electrónico?

Luke siguió adelante. —La policía de Baltimore tiene un informante que es un lugarteniente cercano a Wesley “Cadillac” Perkins, líder de la banda callejera Sandtown Bloods.

—Qué bien, —dijo Murphy. —El trabajo policial debe ser infinitamente fascinante. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar de nuevo.

Luke caminó con él. —Hace tres semanas, Cadillac Perkins y dos guardaespaldas fueron asaltados a las tres de la mañana, mientras se metían en su coche en los aparcamientos de una discoteca. Según el informante, sólo les atacó un hombre. Un hombre alto, delgado y blanco. Dejó inconscientes a los dos guardaespaldas en tres o cuatro segundos. Luego golpeó con la pistola a Perkins y le quitó un maletín que contenía al menos treinta mil dólares en efectivo.

12,33 zł