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Tren de cercanías
Jack Benton
Traducido por Mariano Bas
Índice
Otras Obras de Jack Benton
Tren de cercanías
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Sobre el Autor
Otras Obras de Jack Benton
(y disponible en español)
El hombre a la orilla del mar
El secreto del relojero
El Encargado de los Juegos
Tren de cercanías
"Tren de cercanías” Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2019
Traducido por Mariano Bas
El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.
Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.
Tren de cercanías
1
La presentadora se inclinó hacia delante. Sus uñas de manicura y sus relucientes dientes brillaban bajo los focos del estudio e hicieron que a Slim le doliera la cabeza casi tanto como con cualquier resaca que él recordara. La miró fijamente, concentrándose en sus ojos, en el plácido desinterés escondido bajo las sucesivas capas de maquillaje.
—No es la primera vez que usted ha hecho lo que nadie pensaba que podía hacerse, ¿verdad?
Slim sabía que habría estado sudando si el talco mentolado colocado sobre su cara se lo hubiera permitido. En esa situación, solo una pequeña gota cayó bajando por su espalda.
Slim se encogió de hombros, deseando, no por primera vez, romper las tres semanas seguidas de sobriedad en el bar que estaba al otro lado de la calle.
—Supongo que hice preguntas que no se habían planteado antes. Las respuestas sencillamente estaban esperando a que las encontraran.
La presentadora mostró una sonrisa descaradamente falsa, más para las cámaras que para Slim.
—Bueno, eso no empaña en absoluto lo que usted ha hecho. —Se dirigió a la audiencia, invisible detrás de los brillantes focos dispuestos a izquierda y derecha, dejando en el espacio intermedio una neblina de color residual—. Damas y caballeros una vez más, John «Slim» Hardy, extraordinario detective privado. —Luego, con otra sonrisa, como si fuera la noticia más importante del mundo, añadió en tono conspirativo, como si fuera a quedar entre los dos y no ser compartido con quienquiera que estuviese viendo el programa desde casa—: ¿Está seguro de que no nos va a decir por qué le llaman Slim?
Incluyendo una entre bastidores, era la tercera vez que se lo preguntaba. Slim tuvo la misma reacción que con las dos anteriores: una sonrisa incómoda y una mirada al suelo, seguida de un titubeante:
—No quiero aburrirles. No es una historia que merezca la pena.
Luego, aparentemente, se mostraron los créditos, un aplauso que parecía grabado llegó a su alrededor y alguien cubierto de micrófonos y cables se adelantó para llevarlo fuera del escenario del estudio. La presentadora le envió una breve sonrisa translúcida, con la mirada ya muy lejos de ese momento, tal vez pensando en el próximo invitado, y finalmente se vio rodeado por la penumbra de los bastidores. La gente seguía zumbando a su alrededor, pero fue capaz de abrirse paso a través de la apiñada multitud de técnicos, encargados de atrezo y otro personal detrás del escenario hacia los pasillos de servicio y de vuelta al camerino, donde finalmente pudo permitirse un momento para sí mismo.
Inspiró profundamente. Si eso era la fama, podía vivir sin ella.
Tuvo que firmar en el mostrador de recepción para salir de los estudios de televisión, pero esa fue la única interacción con alguien antes de caminar a pie hasta el modesto hotel que la empresa le había reservado. El bar del sótano le atraía como una antigua amante indulgente, pero consiguió evitar su atracción y se fue a la cama. Lo peor pasaba en lo más profundo de la noche, cuando los demonios que raramente estaban lejos de su mente salían a jugar, pero si podía irse a la cama sin beber sabía que se encontraría mejor por la mañana.
Su cabeza seguía zumbando por el terror y la emoción de la experiencia en televisión, pero también estaba agotado después de que el estudio hubiera requerido su presencia desde primera hora de la mañana para pruebas de imagen, vestuario, maquillaje y otros preparativos. Todo eso para una entrevista de veinte minutos sobre su último caso, que esencialmente había resumido, reacio a hablar demasiado acerca de acontecimientos de los que le había costado algunos meses recuperarse.
La fama que le había dado (así como una buena indemnización judicial que le alejaría de las calles por un tiempo) había proporcionado su propia manera de recompensarlo. Ahora le reclamaban y su antiguo Nokia 3310, una pieza casi indestructible de tecnología telefónica básica, sonaba a todas horas. Inseguro de a quién había dado su número de teléfono, después de investigarlo un poco había recordado el viejo sitio web que había empezado y nunca acabado de construir.
Ahora tenía alquilada una pequeña oficina en un bonito pueblo de Staffordshire y había incluso contratado a una señora mayor llamada Kim para que trabajara como su secretaria.
Por primera vez disfrutaba de cierto nivel de éxito, pero se sentía vacío. Incluso cuando debería estar investigando una demanda fraudulenta de un seguro o un asunto extramatrimonial, se encontraba a menudo vagando sin rumbo, inseguro de a dónde se dirigía o qué estaba haciendo, como si el éxito obtenido no fuera realmente lo que había estado buscando después de todo.
Mientras se tumbaba para dormir, dejó el teléfono sobre la mesilla que tenía a su lado, pero advirtió un pequeño cuadrado en una esquina que indicaba un nuevo mensaje de voz.
Desde que cambió su número, salvo unos pocos viejos amigos, solo Kim podía contactarlo directamente, así que tomó el teléfono y abrió el mensaje.
—Mr. Hardy, espero que el viaje haya ido bien. He recibido esta tarde una llamada interesante para un caso que creo que podría ser apropiado para usted…
A pesar de sus altas tarifas, muchas de las ofertas recientes de trabajo para Slim sugerían un nivel de peligro o trauma que prefería evitar. Familias de parientes asesinados que esperaban justicia contra homicidas confesos, secuestros de niños, asesinatos de bandas que acabaron mal. Sabía que no ayudaba a su incipiente reputación como un hombre del pueblo el aceptar solo casos bien pagados pero seguros de fraude o infidelidad, pero eso le hacía mucho bien a su cordura.
Sin embargo, mientras oía el amable monólogo de Kim, se sintió intrigado. Un caso antiguo de una persona desaparecida, que se remontaba a los años setenta. Alguien buscaba a su madre, pero, al contrario que otros casos que le habían propuesto, que sabía instintivamente que sería incapaz de resolver, había algo distinto en las circunstancias que rodeaban a la desaparición. No era que sonara sencillo, todo lo contrario: en realidad sonaba casi imposible. Un caso de desaparición sin rastro, literalmente.
Mientras Slim anotaba el número de teléfono para devolver la llamada por la mañana, sabía que ahora le costaría dormir. El mensaje de voz había encendido en él la nerviosa excitación que hacía de un caso, para bien o para mal, difícil de resistir.
2
Holdergate era un pueblo tranquilo ubicado en un valle amplio y llano entre dos grupos de colinas en medio del distrito de Peak en Derbyshire. Tras bajarse de un autobús unas pocas paradas fuera del pueblo, Slim caminó el resto del camino a través de un paisaje rural agradable y ondulado, salpicado por bonitas casas colocadas al final de largos caminos y bajando por serpenteantes senderos rurales.
Slim llegó a su alojamiento, una pensión en un edificio de los setenta donde la callada dueña Wendy pareció sorprenderse de que hubiera llegado sin automóvil. Su habitación tenía una vista sobre la calle, quedando hacia la izquierda una calle de dirección única flanqueada por sicómoros a ambos lados, con sus ramas frondosas tapando una hilera de casas con terraza y un único local comercial (una freiduría) medio oculta en un extremo. La cama era mullida, la televisión digital funcionaba, el baño de la habitación estaba limpio y había suficientes bolsas de café en una bandeja de bienvenida como para hacerse una taza suficientemente fuerte.
Pagó por adelantado una semana, pensando que la calma y el aislamiento del lugar podían ser agradables incluso si decidía no aceptar el caso. Se dio un paseo alrededor del exterior, contemplando las tranquilas calles residenciales que poco a poco daban paso a unas pocas tiendas y negocios para turistas agrupados en torno a una iglesia pintoresca. El camposanto estaba bien segado y dispuesto, incluso las tumbas más antiguas estaban limpias y eran bastante legibles, sin ofrecer ninguna sorpresa. Al otro lado de la calle había una hilera de tenderetes temporales para turistas; una furgoneta de hamburguesas estaba emparedada entre un vendedor de helados y otro que vendía libros y postales del lugar.
La estación de ferrocarril era una bonita construcción de piedra en una calle recta y ligeramente en pendiente por detrás de la iglesia, bordeada por un lado por una hilera de casas tradicionales de piedra. La calle, alargada en los últimos cuarenta años, continuaba hasta un paso a nivel; la propia estación de Holdergate se encontraba a la derecha, al fondo de una pequeña plaza cerrada por un quiosco y una sucursal local del HSBC. La fachada de la estación, con una zona de parada para autobuses y taxis, era casi invisible a través de los árboles de un frondoso parque que cubría la mayoría del área entre ella y la iglesia.
Slim siguió la calle y subió unos escalones hasta la entrada de la estación. Compró una entrada de andén por diez peniques a un vendedor que supuso que era un aficionado a los trenes, informándole de que el siguiente tren no estaba previsto hasta dentro de media hora. Slim le dijo que sencillamente le gustaba el entorno y se sentó en un banco de madera en el extremo sur del andén. Desde ahí tenía una vista entre una hilera de casas y un pequeño museo local hacia las colinas bajas del distrito de Peak. Holdergate era un lugar somnoliento, donde parecía improbable creer que había secretos escondidos. Aun así, fue aquí donde un sábado, el 15 de enero de 1977, durante una semana de tremendas tormentas, un tren de cercanías con dos vagones que se dirigía desde Manchester Piccadilly a Sheffield se había detenido por completo debido a la nieve acumulada en la vía y una mujer llamada Jennifer Evans había desaparecido sin dejar rastro.
Slim miró su reloj. Las tres menos cuarto. Ya era hora. Se levantó, volvió por el andén y fue a reunirse con la mujer que le había mandado un correo electrónico pidiendo ayuda desesperadamente.
3
—Mr. Hardy, le agradezco mucho la reunión —dijo la dama de cabello entrecano que se había presentado como Elena Trent—. No esperaba que me contestara.
—Su caso despertó mi atención —dijo Slim—. Nunca había oído nada parecido.
Se sentaron uno frente a otro en una mesa de un bonito café-restaurante llamado Porter Lounge, instalado en un viejo almacén detrás de la iglesia. La ventana miraba a la calle principal, que hacía una suave curva con las colinas del distrito de Peak apenas visibles por encima de los tejados. Slim pidió un expreso triple, especialmente hecho para él, y un bocadillo de queso cheddar. Elena pidió sopa de tomate.
—Durante todos estos años he creído que fue secuestrada y muy probablemente asesinada —dijo Elena, poniendo sus manos regordetas encima de la mesa y moviendo nerviosamente los dedos como si luchara por controlar sus nervios—. Quiero decir, siempre se ha considerado oficialmente como un caso de persona desaparecida, pero creo que no lo fue.
—¿Qué edad tenía usted cuando desapareció su madre?
—Acababa de cumplir doce años.
Slim calculó rápidamente que tenía cincuenta y tres, solo seis años mayor que él, aunque al principio había supuesto que tenía más de sesenta. Vio cómo caían los ojos de Elena y cómo temblaba su labio inferior. Cuando empezó a llorar, Slim sonrió incómodo a la camarera. La chica dejó las bandejas y se apresuró a irse.
—Estuve sentada toda la noche esperando a que llegara a casa —dijo Elena—. Pero nunca llegó.
—Cuénteme con sus propias palabras qué recuerda de esa noche. He leído los informes que me envió, pero me gustaría que me lo contara usted.
Elena asintió, recomponiéndose.
—Mi madre, Jennifer Evans, estaba en el tren de cercanías de las ocho y media de vuelta de Manchester después de acabar su trabajo. Era enfermera en la Enfermería Real de Manchester. Ese día había nevado mucho y seguía haciéndolo por la tarde. También hacía viento y la nieve había caído sobre la vía en tal cantidad que el tren se quedó atrapado en la estación de Holdergate. En ese momento vivíamos en Wentwood, la siguiente parada de la línea. Estaba previsto un retraso de varias horas, así que me dijo que estaba pensando en caminar. Solo eran unas pocas millas y había un sendero a lo largo de la línea en aquellos tiempos, un antiguo camino de herradura, que era lo suficiente abierto como para que se sintiera segura. Me llamó desde una cabina telefónica fuera de la estación y me dijo que estaba en camino. Por eso lo sé. —Elena se secó los ojos—. Pero nunca llegó a casa.
—¿Y nunca se encontró ninguna pista?
—Hubo una investigación, pero no llegó a nada. Encontraron su bolso tirado en un pequeño prado a poca distancia siguiendo el sendero, pero solo lo descubrieron tres días después, cuando se derritió la nieve. La única pista fue la fotografía de sus pisadas.
Slim asintió.
—Recuerdo que lo mencionó en uno de sus ficheros y mandó una copia.
—Otro pasajero del mismo tren había querido tomar una fotografía de la calle exterior cubierta por la nieve. Fue a la ventana de la sala de espera y encuadró el disparo. Dijo a la policía que en el mismo momento en que se disponía a sacar su foto, apareció una mujer. Caminó unos pocos pasos hacia el parque, se paró de repente y pareció caer en la nieve. Por lo que contó el testigo a la policía, la mujer manoteó hacia atrás antes de ponerse en pie, dándose la vuelta y corriendo en dirección al sendero.
—¿Y tomó la foto de todas maneras?
—Si. Fotografió la calle mostrando el rastro de mi madre. Lo hizo desde el interior del edificio de la estación, pero dijo a la policía que luego salió a buscarla. Sin embargo, las pisadas desaparecían después de llegar a un talud fuera de la estación y pensó que había vuelto al andén a esperar. No volvió a pensar en ello hasta que vio el cartel de «persona desaparecida» un par de semanas después y reconoció a mi madre como la mujer que había visto.
Slim frunció el ceño y se rascó la barbilla. Acababa de empezar a dejarse una pequeña perilla para ver qué efecto tenía sobre sus clientes, pero le había decepcionado descubrir que la mayoría de lo que crecía era de color gris. Solo tenía cuarenta y siete años, pero la gente le echaba como mínimo diez años más.
—¿Entonces qué pensó que había pasado? ¿Por qué escapó de repente?
Elena se inclinó hacia delante.
—Creo que vio a alguien que la observaba y eso le asustó. Trató de huir, pero esa misma noche la secuestraron y asesinaron y quienquiera que la matara se deshizo del cadáver.
4
No era sorprendente que Elena pensara que su madre había sido asesinada, pero los pocos artículos antiguos en los periódicos que pudo encontrar Slim en las hemerotecas de las bibliotecas locales eran menos sensacionalistas. Parecía que era un caso de una persona desaparecida, pero sin ninguna evidencia aparte del extraño comportamiento que vio otro pasajero, así que la opinión general fue que se trataba de una fuga con un amante secreto. Fuentes cercanas a la familia aseguraban que había problemas maritales, pero no entraban en detalles. Tomó nota de todos los nombres que pudo encontrar y añadió los detalles de su relación con Jennifer Evans, para luego añadir una clasificación de uno a cinco de lo probable que era que A, hablaran, y B, contaran algo importante. Al ser un caso de hace casi cuarenta y dos años, era probable que muchos de los testigos y los entrevistables hubieran muerto y los que siguieran vivos habrían ido olvidando cosas con el tiempo.
Iba a ser difícil. Elena, afectada por las emociones, no sería fiable, pero seguía siendo la persona más cercana al caso, salvo el misterioso fotógrafo que había tomado la imagen. Su nombre no aparecía en ninguna de las noticias y, aunque Slim había supuesto que era un hombre, se dio cuenta de que no había ninguna referencia tampoco a si era hombre o mujer, lo que sugería que esa información se había ocultado a la prensa.
Slim compró un café en una máquina y se dirigió a una zona de trabajo donde podía usar un ordenador con una conexión a Internet. Después de unos minutos de búsqueda, descubrió los nombres de un par de periodistas que se habían ocupado del caso. Investigando un poco más, encontró un obituario de uno de ellos, pero, por suerte, el otro seguía activo y trabajaba como subdirector en una publicación local llamada The Peak District Chronicle.
Las oficinas del Chronicle estaban unos kilómetros al este, en el pueblo natal de Jennifer, Wentwood. Slim anotó la dirección y luego tomó un pequeño autobús del distrito en una parada junto a la biblioteca.
El trayecto duró menos de media hora. Slim, uno de los únicos tres pasajeros (los otros dos eran una señora mayor y un joven adolescente que llevaba un monopatín encima de las rodillas), miró por la ventana y vio la pintoresca campiña mientras se bamboleaban por carreteras comarcales, a través de onduladas colinas y grandes páramos, pasando por bellos lagos y valles boscosos. Aunque era sin duda hermoso de un modo ventoso y abrupto, la cabeza del detective Slim no pudo dejar de pensar que era un buen lugar para esconder un cadáver.
Wentwood era de un tamaño similar al de Holdergate, pero un poco más moderno. Su calle principal tenía tiendas más cosmopolitas que su vecino, pero había algunos edificios bonitos en torno a la tranquila plaza en la que Slim se apeó del autobús. Un reloj en lo alto de la fachada de un banco marcaba poco más de las tres mientras caminaba hasta las oficinas del Chronicle. Había pensado en llamar, pero pensó que era mejor ver la zona y también sabía que la gente es más probable que hable cuando te ve en persona. Una llamada telefónica habría sido más fácil de rechazar.
Una recepcionista recogió su petición y entró en una habitación detrás de ella. Slim miró las imágenes de las paredes: una colección de portadas con paisajes de la publicación, todas mostrando bellos panoramas de las colinas onduladas. Los titulares de las portadas eran cosas como «Los mejores ríos para nadar en el distrito de Peak», «Las prácticas agrícolas perdidas de la Edad de Hierro» y «Compostaje en 10 pasos sencillos». Parecía una línea de trabajo tranquila, muy alejada del erial supuestamente lleno de delitos de las áreas industriales cercanas de Manchester y Sheffield.
—¿Mr. Hardy?
Slim miró a un hombre de pelo gris con unas enormes gafas que cruzaba el umbral de la puerta. Tenía un rostro amable y vestía una chaqueta de tweed algo gastada con el cuello levantado, como si hubiera venido de trabajar en un jardín. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo rizado. Parecía un veterinario o un hortelano: era difícil imaginarlo como un joven veinteañero, un reportero ocupándose de una desaparición misteriosa.
—¿Sí? ¿Es usted Mark Buckle? Gracias por su tiempo. Por favor, llámeme Slim.
Se sintió incómodo mientras entregaba a Buckle una tarjeta de visita con su nombre y sus datos de contacto en una cara y DETECTIVE PRIVADO en la otra. Kim había insistido en que necesitaba una, imprimiéndola con el ordenador en grandes hojas, así que seguían teniendo perforaciones en los lados. Hasta entonces, solo había dado tres: dos en la compañía de televisión y una al agente de policía en el estacionamiento al otro lado de la calle de su piso actual para demostrar que no era un vagabundo, después de que este le pidiera que se fuera.
—Soy un detective privado que investiga la desaparición en 1977 de una mujer llamada Jennifer Evans. He estado revisando el caso y vi en un periódico un artículo escrito por usted. Ya sé que ha pasado mucho tiempo, pero me gustaría hablar con usted sobre ello.
Buckle frunció el ceño.
—Caramba. Bueno, fue hace mucho tiempo. Tengo que acabar algunas cosas. ¿Le parece que nos tomemos después un café?
Slim asintió.
—Claro.
Buckle le indicó un lugar donde podían encontrarse. A Slim no le apeteció sentarse solo mientras esperaba, así que se dio un paseo por la calle principal de Wentwood. Un puñado de cadenas de tiendas abarrotadas pero modernas se apretaban con tiendas de recuerdos y cafés locales. Slim echó un vistazo a la puerta de un cine diminuto, vio que la película que proyectaban llevaba ya seis meses en cartel y sonrió. Si querías desaparecer, la zona era un buen lugar para hacerlo.
Mark Buckle le estaba esperando en una mesa junto a la ventana cuando volvió al café.
—Pensé que me había plantado —dijo, levantándose para dar la mano a Slim—. De todos modos, paro aquí a menudo cuando vuelvo a casa, así que he pedido un dónut.
Sin estar seguro de si Buckle estaba bromeando, Slim rio sin comprometerse y se sentó.
—Debo pedir perdón por la brusquedad de mi visita —dijo Slim.
—En absoluto. No estamos precisamente abrumados de trabajo en el Chronicle. —Levantó las gafas sobre su nariz mientras miraba al vacío, tal vez recordando viejas aventuras—. Así que quiere saber acerca de Jennifer Evans, ¿verdad?
—Cualquier cosa que recuerde. Me llamó su hija, Elena Trent. Quería que tratara de descubrir qué le pasó a su madre.
—¿Después de tantos años?
Slim sintió que sus mejillas enrojecían.
—La señora Trent me vio en, hum, un programa de televisión. Me llamó por capricho, creo.
—Usted es uno de esos detectives de la tele, ¿verdad? —dijo Buckle con una sonrisa—. ¿Los que resuelven casos imposibles?
—No es así exactamente —dijo Slim—. Mi caso tuvo cierta repercusión, eso es todo.
—Bueno, no estoy seguro de en cuánto puedo ayudarle —dijo Buckle—. Pero sí que recuerdo el caso. Era un novato con mi primer contrato y me encantó que me pidieran escribir sobre él. Nunca había ido a un lugar, entrevistado a testigos y todo eso. Durante un tiempo me pareció una aventura.
—¿Durante un tiempo?
Buckle suspiró.
—Dejó de gustarme enseguida —dijo—. No me refiero al periodismo, sino al reportaje criminal. En 1980 tuve la oportunidad de pasarme al departamento de noticias rurales y nunca me he arrepentido.
—¿Fue el caso Evans el que le hizo cambiar?
Buckle rio.
—Oh, eso no fue nada. No, un año después tuve que ocuparme del Estrangulador. Eso colmó el vaso.