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Czytaj książkę: «Tres mujeres», strona 5

Czcionka:

A las tres de la madrugada la enferma pidió agua; Julia se la dio. La tentación no había hecho presa en su alma, y sin embargo, todo su cuerpo temblaba, no por miedo al delito, sino sólo ante la facilidad de poder ejecutarlo.

– Te tiembla la mano – dijo Clotilde con voz débil al tomar el vaso.

– Tengo frío – repuso Julia.

Y llena de espanto pensó en cuál otro y cuán distinto sería su temblor si hubiese aceptado la idea del crimen. Clotilde, apurando el agua, miró con precaución en torno, y bajando cuanto pudo la voz, preguntó:

– ¿Estamos solas?

– Sí.

Entonces, dominada por uno de esos impulsos misteriosos que hacen pensar a dos almas en una misma cosa al mismo tiempo, atrajo a Julia hacia sí, diciendo con acento de súplica:

– ¿Aún me guardas rencor?

– Calla y duerme – repuso aterrada, pareciéndole que evocar lo pasado era incitarla al delito.

A las cuatro y media, cuando empezaba a despuntar el día, Clotilde llamó otra vez. Julia, con mano firme y pulso seguro, le dio la cantidad que debía del líquido contenido en el frasco grande, y esperó… ¿Vendría la agitación esperada y temida por el doctor?

Clotilde quedó inmóvil y adormilada, como en reposo absoluto de espíritu y de cuerpo; apenas se notaba su respiración.

A Julia se le apagó la lámpara, y cogiéndola sin llamar a nadie, la sacó fuera para que no diese tufo, yendo a dejarla en uno de los cuartos inmediatos.

Ya era día claro. Avida de ambiente puro, abrió un balcón que daba al huerto, y apoyada de pechos en la barandilla, respiró con fuerza, larga y deleitosamente el aire fresco del amanecer. ¡Qué sol tan hermoso!… Y en su alma, ¡qué dulcísima paz!

Ruiloz halló a la enferma igual que la víspera. Julia le dijo que había pasado la noche sin novedad, y le devolvió el frasquito del líquido amarillo, diciendo con la mayor naturalidad.

– No ha hecho falta.

Aprovechando una pasajera mejoría de Clotilde, se decidió pocos días después la vuelta a Madrid, pero sin esperanza: ella misma, convencida de su próximo fin, murmuraba tristemente al salir del pueblo:

– ¡A morir a casa!

Ruiloz les acompañó hasta la estación, donde llegaron largo rato antes de la hora de salida.

El día era hermosísimo: un airecillo manso y saturado de aromas campestres movía lentamente los árboles; los andenes estaban casi vacíos; no se oían más ruidos que el rodar del ómnibus que regresaba al pueblo y el alegre piar de una bandada de gorriones, que venía revoloteando a posarse en los alambres del telégrafo. Doña Carmen y Javier estaban al lado de Clotilde, para quien se había dispuesto en la sala de descanso una butaca. Julia y Ruiloz paseaban calladamente, yendo y viniendo desde los almacenes de mercancías hasta el depósito de agua, que servía como de abrevadero a las locomotoras.

De pronto ella, dando, sin saberlo, pie al médico para que dijese lo que tenia pensado, le preguntó:

– ¿Estará V. aquí todavía mucho tiempo?

– No; iré a Madrid muy pronto.

Y al mismo tiempo, fijando en Julia la mirada, se permitió cogerle familiarmente una mano, y como quien está resuelto a no callar, continuó:

– ¡Por lo que V. ame más en el mundo!… óigame V. un instante. Sé lo buena que es V…, lo que V. merece, lo que ha sufrido… Le ofrezco a V. un nombre honrado, una posición independiente… y un tesoro de cariño. ¿Quiere V. ser mi mujer?

Ella calló un momento entre absorta y halagada, sin gran sorpresa, exenta de enojo: después bajó los ojos, y alzándolos luego y mirando cara a cara, repuso:

– ¿Está V. seguro de lo que siente? ¿Es que me quiere V…, o que me compadece? Porque V. sabe algo… No, no será amor… es lástima.

– ¿Cree V. que se casa nadie por lástima?

– ¿Sabe V. que soy pobre? ¿Que no tengo absolutamente nada?

– Y me alegro con toda mi alma.

Entonces, inundado el corazón de una felicidad tanto más intensa cuanto menos prevista, le dijo:

– Debemos pensarlo mucho. Venga V. pronto a Madrid… y hablaremos. ¿No cree V. que debemos conocernos más?

– La conozco a V. mucho más de lo que imagina.

Pocos minutos después partieron los viajeros.

Doña Carmen y su criada cuchicheaban a un extremo del vagón: Javier iba contando un puñado de monedas de plata; Clotilde, reclinada sobre un montón de almohadones, tenía impresas en el semblante las señales de un dolor intenso.

Ruiloz quedó solo e inmóvil en el andén, al borde de la vía… triste, atormentado de mil cavilaciones; pero pronto abrió el alma a la esperanza, porque Julia permaneció asomada a la ventanilla hasta perderse el tren de vista en una curva que comenzaba junto a la salida de agujas.

Luego se oyeron lejanos los resoplidos del vapor, rasgó los aires un silbido y en el espacio quedó flotando una nubecilla blanca.

Amores románticos

Felisa tenía veintitrés años; era hermosa, rica, estaba enamorada, podía casarse, porque su tutor no lo estorbaba, y sin embargo, iba dilatando voluntariamente la realización de su ventura: encantos de la juventud, bienes de fortuna, pasión correspondida, todas las circunstancias que justificaban y debieran de contribuir a que la boda se celebrase pronto, quedaban en ella esterilizadas por una resistencia incomprensible.

Su novio, que se había educado en el extranjero, haciéndose luego ingeniero en España, tenía cuatro o seis años más que ella, y era también inteligente, rico, de buena índole y arrogante figura, cualidades que le rindieron en poco tiempo el corazón de Felisa, pero que no bastaron a conquistar su voluntad.

La conducta de la muchacha era un verdadero enigma. Estaba en la situación más favorable a su deseo que pudo soñar mujer amante: para ella querer era poder, y en vez de fijar el día del casamiento, constantemente lo aplazaba, cuándo con astucia, cuándo con energía, ya fingiendo prolongar la vanidosa satisfacción de verse deseada, ya mostrando recelo de que al ser poseída mermase la vehemencia del amor que había inspirado, ya negándose clara y resueltamente.

El pobre Manuel no acertaba con la explicación de lo que entre ambos ocurría.

Felisa era elegantísima; gustábale todo lo artístico y lujoso, pero no pecaba de manirrota ni derrochadora. Según ella, con lo que habían de reunir al casarse, tendrían más de lo necesario: no había, pues, que atribuir a codicia el origen de aquella resistencia.

El tutor, que por honrosa y rara excepción le sirvió de padre cariñoso, deseaba la boda: primero, suponiendo que sería feliz, y segundo pensando ahorrarse las molestias que proporcionaba la administración de lo ajeno; con lo cual Felisa no hallaba oposición que vencer.

¿Tendría tal vez, como a muchas acontece, idea exagerada de sus propios encantos y esperanza de fundar en ellos un matrimonio más ventajoso?

No: Manuel podía rechazar esta sospecha cumplidamente, porque Felisa era tan modesta como desinteresada; no con la modestia que aparenta ignorar la propia belleza, sino con aquella otra que muy pocas mujeres tienen y que consiste en no abusar del poder que sus hechizos les conceden. Le gustaba engalanarse, pero luego de vestida pasaba ante los espejos sin mirarse, y ni a solas era ridículamente vanagloriosa, ni coqueta con los hombres.

Finalmente, Manuel estaba seguro de haberse ido enseñoreando del corazón de su novia en diálogos íntimos y largos, donde, sin menoscabo de su pureza, pudo mostrarse la mujer tal cual era.

Libre y apasionado él, sin madre y enamorada ella, tolerante y dormilona el aya que había de vigilarles, sus entrevistas no fueren dúos con centinela de vista, sino momentos de casta expansión en que sinceramente se dibujaron sus caracteres, contribuyendo los atractivos morales de cada uno a que se templara el amor de los sentidos en la dulce servidumbre de las almas.

No sopló el diablo, a pesar de hallarse tan cerca el fuego de la estopa. Pero cuanto más orgulloso estaba Manuel por haberse apoderado del corazón de Felisa, menos podía explicarse su terquedad en ir dejando la boda para más adelante, como si juntamente sintiese amor al hombre y miedo al matrimonio. ¿En qué se fundaba su temor?

No llegó a sorprenderlo toda la perspicacia de Manuel. Por Noche Buena del primer año de sus amores, le dijo Felisa que se casarían en la primavera siguiente; llegado Abril, lo aplazó para el verano; luego dio largas hasta la vuelta de los baños de mar; en Septiembre ideó nueva dilación con pretexto de pasar el otoño en París haciendo preparativos y compras; por último habló del día de año nuevo y santo de él, y hubiese seguido alargando plazos si Manuel no tuviera el valor de fingir (su trabajo le costó) que se enfadaba seriamente. Planteó la cuestión, discutieron, y venció… a medias, que es como siempre vence el hombre a la mujer.

Manuel tenía necesidad ineludible de ir a Nueva York y permanecer allí dos o tres meses para arreglar asuntos que, al morir, dejó pendientes su padre, y que importaban muchos miles de duros; deseando además estudiar los últimos adelantos realizados por ciertos ingenieros yankees. Echando cuentas galanas, su proyecto era casarse, pasar unos días en París, y hacer luego el viaje con Felisa durante la luna de miel: a lo cual ella se negó en redondo, proponiéndole a su vez que fuese solo a América, que mientras terminaría todos los preparativos, y que a su vuelta él designaría la fecha definitiva del casamiento.

Con esta nueva demora hubo de transigir Manuel, ya formalmente esperanzado por la seriedad de la promesa.

– Comprendo que tengas miedo al mar – le dijo; – pero júrame que documentos, papeles, ropas, muebles, todo, lo tendrás preparado para que nos casemos a las veinticuatro horas de mi llegada. Si intentas el menor retraso, creeré que es un pretexto, un modo de reñir conmigo.

Te juro que al día siguiente de tu llegada nos casamos, si tú lo deseas. ¿Acaso soy la primera que tiene miedo al mar?

Pero mentía.

La navegación no le inspiraba temor: se negó a embarcarse por ganar tiempo, pareciéndole que aquellos dos o tres meses no habían de acabarse nunca.

Pocos días después emprendió Manuel su viaje.

Desde París, desde el Havre, hasta momentos antes de ir a bordo, la escribió cartas llenas de confianza y de ternura, a las cuales ella contestó con un telegrama, pues no había tiempo para más, en que discreta y veladamente ratificaba su promesa.

Luego, cuando durante la navegación dejó de recibir aquellas frases que le recordaban el compromiso adquirido, volvió de nuevo a la resistencia. En vano su aya o acompañante, aleccionada por Manuel, intentó que principiase a buscar casa, tomar criados, comprar ropas de cama y mesa y encargarse trajes. Felisa no hizo nada; en vez de entregarse a las ocupaciones gratas para cuantas se casan a su gusto, persistió en su inacción: antes parecía amante abandonada que novia dichosa. Ni aun el tutor logró hacerle comprender lo desatinado de su conducta.

– Mira, nena – le decía, – estás jugando con fuego: afirmas que le quieres y al mismo tiempo te niegas a casarte; de modo que si se da a pensar en semejante contradicción… ¡Figúrate! Va a creer que hay en tu vida alguna mancha cuyo recuerdo te obliga a rechazar lo mismo que deseas. ¡Pobre de él y pobre de ti como se le meta eso en la cabeza! Vamos a ver: ¿en qué fundas tu terquedad?

Cuando tales cosas escuchaba Felisa, dejaba caer la cabeza sobre el pecho y contestaba con evasivas.

– No sé… rarezas mías… ya nos casaremos.

El origen de su proceder era de tan difícil explicación, que ni ella misma podía justificarlo: estribaba en una preocupación casi pueril, meramente sentimental y supersticiosa; pero tan robustecida en fuerza de darle vueltas con el pensamiento, que no conseguía desterrarla ni vencerla. Ignoraba el modo de combatirla; pero sabía formularla con esa terrible claridad que tiene el alma para conocer sus desventuras. He aquí lo que la atormentaba y sobre lo cual levantaba una serie de razonamientos insensatos, descabellados, pero que le hacían sufrir como si fuesen fruto de la lógica más perfecta.

Su madre había sido mujer de extraordinaria hermosura, una de esas beldades excepcionales que debieran ser premio providencial otorgado a los mejores hombres; pero que, por azares de la vida, son presa y juguete del primero que sabe engañarlas, pues es cosa sabida que no corta la flor quien sabe apreciarla, sino quien anda más cerca de ella al punto en que se abre. Aquella mujer encantadora fue desgraciadísima por causa de su propia hermosura: todas sus desdichas, y fueron tantas que acabaron con ella, tomaron origen en su funesta belleza.

El primer hombre a quien quiso murió loco por no lograr que se la diesen como esposa. Luego la casaron sus padres con un ricacho desalmado y frío que, tras una temporada de apasionamiento meramente físico, la dejó abandonada durante cuatro años. Arruinose después en el juego, y pensando entonces que las gracias de su mujer podían ser base de nueva prosperidad, le impuso con amenazas la reconciliación, obligándola a soportar amantes, a quienes explotaba. De una de estas uniones nació Felisa que pudo ser el consuelo de su madre; pero el marido la dio a criar en tierra extraña, y al cabo de unos cuantos meses dijo que había muerto. Por último, aquel malvado reprodujo con caracteres más repugnantes la tradición o leyenda de la mujer de Candaules, y una noche, cenando con tres amigos, subastó entre ellos a su esposa. Los padres de ésta, sabedores de tanta infamia, pusieron remedio al mal: a fuerza de oro rescataron a la esposa mártir y a la niña abandonada, muriendo de allí a poco la primera y heredando la segunda aquella belleza extraordinaria, germen maldito de tamañas desdichas. Posteriormente, primero los abuelos y después el tutor, criaron y educaron a Felisa entre mimos y grandezas.

Más adelante el supuesto padre, que sólo lo era legalmente, pidió a los abuelos una gruesa suma; no quisieron dársela, y él, por vengarse, hizo llegar a manos de la nieta un papel donde refería las infamias que había hecho con su mujer, la vida que le obligó a sobrellevar, y hasta la lista de los amantes que le impuso.

Todo esto sabía Felisa: tal era el vergonzoso origen que no quería confesar a su novio. Además, por testimonio de gentes que la conocieron y por retratos que se conservaban, sabía también que físicamente se parecía a su madre cuanto una mujer puede parecerse a otra. Tan grande era la semejanza, que hallándose un verano en un pueblo de baños, un caballero anciano la habló, comprendiendo quién era sin que nadie se lo dijese, porque a voces lo declaraban los rasgos su fisonomía.

Esta era la causa de su insistente deseo de aplazar la boda: de una parte quería ocultar la infamia de su nacimiento, y de otra aquel extremo parecido perturbaba sus ideas hasta el punto de hacerle temer que, como heredó la belleza, heredaría también la desgracia y la deshonra. Calma, reflexión, frialdad, todo era inútil. Mientras escuchaba las protestas de amor que su Manuel le prodigaba, creía en él y le adoraba, maldiciéndose a si misma, por imaginar que aquel hombre fuese capaz de algo malo; pero cuando a solas por la noche besaba el retrato de su madre, o cuando a la mañana se veía en el espejo, sentía nuevamente el alma invadida de temores; erguíase en su pensamiento la resistencia invencible al matrimonio, y en garantía de felicidad ansiaba ser amada como no lo fue su madre, como acaso no lo fue mujer alguna, con una pasión despojada de todo sensualismo, con afecto ideal, tan puro y limpio de deseos, que ni la posesión lograra mancillarlo ni el hastío destruirlo.

Había en aquella superstición cierta grandeza trágica entre cristiana y gentílica. De un lado suponía ser de aquellos hijos malditos en quienes retoñan y se castigan las culpas de los padres; de otra parte se miraba predestinada al infortunio como las vírgenes de los poemas griegos: temía juntamente ser víctima expiatoria, y presa de la fatalidad, viniendo estos sentimientos, por una larga e intrincada serie de transformaciones mentales, a degenerar en una impresión doble y extraña que la impulsaba a deleitarse con el pensamiento en el amor, y a temer al amante como hombre. Diríase que su madre la concibió forzada, pugnando por sustraerse a la realidad, y que ella, adivinándolo, sentía horror de ello, procurando aborrecer las perfecciones corporales que habían de convertirse en desventuras del alma.

Otros tiempos, otras ideas, otro medio social en torno suyo, y Felisa hubiera sido de aquellas visionarias que se atenaceaban los pechos y se abrasaban el rostro para no caer en brazos del ángel malo. Era, sin darse cuenta de ello, una mística del amor; quería sentirlo y poseerlo en espíritu, con la suave delicia del arrobamiento; y como aquella belleza que suponía funesta le sujetaba al suelo, maldecía de ella viendo en la expresión turbadora de sus ojos, en la púrpura de sus labios, y hasta en el timbre voluptuoso y penetrante de su voz, otros tantos presagios de irremediables infortunios.

Estas preocupaciones, en un principio voluntarias y solicitadas por el pensamiento, llegaron a dominarla, convirtiéndose poco a poco en supersticioso terror; sus cavilosidades adquirieron esa tenacidad inconsciente de las perturbaciones mentales, y comenzó a odiar sus encantos, como si fueran obstáculo a su felicidad y causa de que no pudiera saber hasta dónde llegaba el amor del hombre a quien quería.

Por fin su imaginación enfermiza resumió todos aquellos desvaríos en esta pavorosa duda:

«Si fuese fea… ¿me querría?»

Jamás mujer bonita se ha hecho pregunta tan terrible.

En estado de ánimo análogo al suyo debió de verse aquella dama que, perseguida con deseos torpes por un rey de Castilla, se abrasó el rostro para evitar la ocasión de su deshonra.

Felisa, menos trágica, más moderna, y sobre todo más femenina, se limitó a procurar saber si Manuel amaba y deseaba en ella algo superior a la envoltura carnal. Luego de sentirse amada en espíritu, toda hermosura le parecería poca para que él la gozase; pero alambicando y quintaesenciando a su modo la índole de la pasión que inspiraba, se preguntaba constantemente:

«¿Me querría si fuese fea?»

Cuando Manuel tuvo casi ultimados los asuntos que motivaron su viaje, escribió a Felisa fijando el día de la boda.

«Dentro de quince días estaré en París – decía, – y desde allí telegrafiaré.»

La travesía de Nueva York al Havre se lo hizo más larga que a los argonautas toda su expedición: al fin pisó el puerto, tomó el tren y se detuvo en París, a lo cual le obligaba la necesidad de negociar ciertos valores, albergándose en la misma fonda donde estuvo algunos días al hacer el viaje de ida, porque en ella vivía su antiguo y cariñoso amigo Pepe Teruel, que conocía a Felisa, y a quien constantemente hablaba de ella: debilidad propia de enamorados, que siempre han menester confidente.

Manuel y Pepe habían sido compañeros de colegio, condiscípulos de carrera y camaradas de aventuras en la primera época de su juventud: tal confianza les unía, que al irse a Nueva York el primero dijo al segundo:

– Ya he dicho a Felisa dónde ha de escribirme y hasta qué fecha; pero cuando le avise que estoy a punto de volver, me escribirá aquí. Tú me guardas las cartas hasta que te las pida, si por casualidad he de permanecer fuera más tiempo.

En cumplimiento de este encargo, el día de su regreso le entregó Pepe tres o cuatro cartas, diciéndole, al dárselas en el cuarto de la fonda, mientras les preparaban el almuerzo:

– ¿Sabía ella con seguridad cuándo te embarcabas?

– Fijamente, no. ¿Por qué?

– Porque esas cartas son muy atrasadas: estos últimos días no ha escrito… esta mañana ha llegado otra carta… pero no parece suya la letra… tómala.