Czytaj tylko na LitRes

Książki nie można pobrać jako pliku, ale można ją czytać w naszej aplikacji lub online na stronie.

Czytaj książkę: «Lazaro», strona 4

Czcionka:

VI

Llegó el día del santo de la duquesa, y, como de costumbre, se festejó en familia con una comida, que si tenía sus puntas y ribetes de pretencioso convite, no carecía de cierto aspecto de intimidad, pues sólo asistieron a ella los más asiduos amigos de la casa, Félix Aldea entre ellos, y el joven pero venerable capellán.

Esmeráronse en prepararlo todo los criados, inspeccionándolo cuidadosamente el mayordomo, y a la hora fijada estaba puesta la mesa de tal suerte, que juntamente daba muestra de la calidad de los dueños y del esmero de la servidumbre.

Un manojo de flores, presas en rico vaso de Bohemia, ocupaba el centro: la cubrían blanquísimos lienzos de letras y escudos primorosamente bordados; relucía sobre ellos la limpia plata; puestas en trasparentes platos acusaban las frutas con sus aromas su completa sazón; a las copas de diversas formas y tamaños esperaban los más preciados vinos, y la tranquila luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez, mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio del comedor, como llamando a convidados y dueños. Oíanse por las habitaciones inmediatas, a un lado el murmullo de la conversación pausada de los que esperaban, a otro el ruido que producían con sus últimos preparativos los criados. Poco después fueron tomando asiento los escogidos que habían de disfrutar con los duques el grato e íntimo solaz que ofrecía aquella fiesta de familia.

Las personas convidadas eran pocas, pero dignas de ser citadas. Además de Aldea, puesto no se sabe por qué previsora disposición a la izquierda de Margarita, estaban cuatro señoras y dos caballeros. La condesa de Busdonguillo, dama elegantísima al presente, en otros tiempos señorita cursi de las que pasan las primaveras en el Retiro, los veranos en el Prado y los inviernos en torno de una camilla con lámpara de petróleo haciendo flores de trapo o redondeles de crochet, mientras alguno de los presentes cuenta lo que en la corte se dice cuidando de disfrazar la crónica escandalosa de modo que no dejen de enterarse las niñas de la casa. Conoció al conde cuando éste acababa de perder a sus padres; se dejó abrazar varias veces en la penumbra de un pasillo, negándole siempre otros favores; y un día, entre los enojos de una sesión de celos y las alegrías de una reconciliación, hizo que su madre dijese al muchacho: «Pronto nos darán Vds. un buen día.» Poco después de la boda el conde tiró por un lado, la mujer por otro, y hoy viven en la mejor armonía, ella disponiendo sus martes, y él amueblando casa distinta cada año a una traviata de moda.

Frente a esta, para mortificarla con el espectáculo de su lujo, colocaron a la señora de Alzaola, hija de una nobilísima familia que se vio obligada a casarla con un pollo imberbe, gracias a no se sabe qué cuentos y calumnias, según los cuales la niña tuvo que ausentarse un año de la corte para pasarlo en compañía de una tía pobre que vivía en un cortijo de Andalucía. Cuando, trascurridos dos años, el matrimonio volvió a Madrid, trajo en su compañía un precioso niño, que murió poco después de garrotillo mientras su madre estaba en un baile. En la actualidad la señora de Alzaola es individua de varias juntas de beneficencia, hace con frecuencia donativos de consideración que anuncían los periódicos, y suele mandar que paguen a su lavandera con bonos de los que el Ayuntamiento distribuye a los pobres.

Otra de las invitadas era Pura Menguado, una casi niña, de diez y nueve años, sobrina de la condesa de Busdonguillo. Tenía el pelo de un negro azulado por lo intenso, el rostro de una palidez clorótica, los pómulos salientes, algo caídos los labios, y los ojos de un mirar despreciativo y lánguido como de heroína de novela que no ha encontrado todavía su ideal en la tierra. Se levantaba a las tres, almorzaba, iba en coche a paseo, se vestía a las ocho para comer, volvía a vestirse a las nueve para ir a la ópera, engalanábase de nuevo para dar una vuelta por algún salón de buen tono, regresaba a su casa a las cuatro, se empapaba en la lectura de novelas francesas hasta las ocho, y dormía hasta la hora de levantarse para repetir las mismas operaciones. Pura, que era renombrada por su estranjerismo en el vestir, aquel día llevaba un vestido de raso negro de mangas cortas muy ceñido y muy largo con volantes de ancho encaje azul, un collar de perlitas, medias de seda negra, zapatos de raso claro con la punta algo encorvada, y el pelo, recogido a la vierge, salpicado entre los rizos de alfileritos con cabeza de brillante.

La cuarta señora era la generala viuda de Pillote. Tendría cincuenta años, pero a media luz representaba treinta y cinco; estaba hacía tiempo en relaciones con otro general a quien el difunto legó sus placas en prueba de buena amistad; se dedicaba mucho a las cosas de iglesia, bacía novenas, y creyendo que esto no podía ya ponerla en ridículo, vestía imágenes. Después del general, sus pasiones eran las amigas a quienes siempre aconsejaba lo mejor y las conversaciones en que se hablaba del decoro.

Los hombres merecen párrafo aparte.

Don Juan del Cupón era un señor muy rico, asociado con un marqués que no lo era menos, para prestar dinero a menores con escrituras de depósito como garantía. Cuando los muchachos que recibían el préstamo no se pegaban un tiro y sus padres se veían amenazados por la deshonra, el señor de Cupón transigía el asunto, viniendo siempre a quedaren sus garras el sesenta por ciento al año. Fue diputado de una mayoría conservadora, y contribuyó poderosamente a varias peregrinaciones católicas.

Arturito Galeolo era un chico que frecuentaba las mejores casas y las peores mujeres de la corte: tenía dos hermanas jamonas muy guapas, extravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompañaba a todas partes. Puede decirse que no tenía personalidad propia: todo el mundo le llamaba del mismo modo: «el hermano de la pareja;» nombre con que Madrid entero designaba aquellas elegantes y ex-jóvenes señoritas.

El último convidado de los duques era un antiguo periodista amadamado y maldiciente; ducho en dos especialidades, merced a las que vivía haciéndose lado por doquiera. Poseía un repertorio completísimo de narraciones de disgustos domésticos entre lo más acomodado de la sociedad, que se complacía en contar oportunamente, y escribía revistas de bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba las patillas teñidas de rubio y afeitado el bigote, que empezaba descaradamente a blanquear. Decían las gentes que algunas encopetadas señoras le habían pagado con dulzuras infinitas, más que los elogios para ellas, las censuras para otras. Tenía, además, otra particularidad: recibía toda su correspondencia en la redacción; no se pudo averiguar dónde vivía; se llegó a sospechar que tenía en una buhardilla una mala cama, un gran lavabo con muchos frascos, tintes, pomadas o cosméticos, y una percha cargada de ropa; pero nadie logró poner en claro la verdad.

Sentáronse los duques con sus comensales, ateniéndose más a la confianza que a la etiqueta, y se comió luego como se comía en aquella casa cuya mesa era uno de los mejores altares que pudo desear la gula. Mucho permitía su riqueza a los de Algalia; pero más valía su exquisito modo de elegir: eran de los pocos que saben comer, cosa harto difícil de aprender, porque sólo a gente rica está reservada su enseñanza.

La conversación, general o limitada a pequeños grupos, versaba sobre todo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina y un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana con su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un cura digno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentara.

Pasando de unas cosas a otras, se llegó en la conversación a lo que era objeto de diversos comentarios por aquellos días: el estreno de un drama de esa escuela que, inspirada en la realidad, lleva a la escena nuestra propia vida y nuestras miserias; haciendo al teatro espejo donde las imágenes que se mueven en la acción fingida, sean, según su virtud o su torpeza, ejemplo de unos y escarmiento de otros. Servía de base al drama el manoseado problema de la falsa posición creada por la sociedad al hijo natural, y el autor atacaba duramente ciertas hipocresías, que podrían ser ridículas sino tuvieran marcado carácter de intransigencias odiosas.

La generala Pillote se mostró desde luego partidaria del perdón. La de Alzaola sostuvo que la mujer que faltaba era porque quería faltar, idea que hizo sonreír a algunos de los presentes. Purita Menguado se deleitaba oyendo todo aquello que tenía todavía en cierto modo para ella el encanto de lo desconocido; y digo en cierto modo, porque era una de esas niñas vírgenes que nada ignoran teóricamente, esforzándose en discurrir cuál será en la práctica la aplicación de sus conocimientos poco castos. La de Busdonguillo callaba y comía, no porque se acordara de que nadie puede tirar la primera piedra, sino considerando oportunamente que hay casas con tejado de vidrio.

Menos Josefina, que no podía explicarse todo el alcance de la conversación, todos tomaron parte en ella: mostrando su opinión unos acaloradamente, con tibieza otros, como quien ignora la de los dueños de la casa y no quiere desagradar; este hablando en nombre de la moral ultrajada, y aquél tratando de darse por ingenioso, mientras alguno comía en silencio, riéndose para sus adentros en general de la virtud, y en particular de los virtuosos. Guardaba silencio la duquesa, que, como mujer de mucho mundo, sabía los peligros que rodean a su sexo, y callaba también el cura, pensando que era excusado hablar cuando todos debían suponer que sólo en nombre de la misericordia podría hacerlo. La conversación quedó limitada al duque y Félix Aldea: el primero, apurando cuantos lugares comunes y frases hechas acoge la intransigencia disfrazada de moralidad, repetía los argumentos ideados por todos los que, afectando desconocer el origen de muchas faltas, son exigentes para que se les tenga por justos. Aldea, con animada frase, decía que la madre es disculpable muchas veces, y los hijos inocentes siempre. Con sencillas razones, sin artificio ni esfuerzo, demostraba que la severidad en las costumbres no debe ser rayana en la crueldad, y que, como más consolador, debía preferirse el perdón al desdén con que suelen mirarse en el mundo faltas que tienen mucho de desgracias. Defendíase y alzaba el duque la voz como aquel a quien van faltando armas; respondíale Félix tranquilo, al parecer, pero en el fondo con interés vehemente, hasta que el duque, formulando torpe y rudamente su modo de pensar, exclamó:

– Quizá tenga usted razón. Convengo en que el perdón es muy cristiano y muy humanitario el olvido; pero yo no daría nunca una hija mía a un hombre nacido en tales condiciones.

Si alguien hubiera tenido entonces fija la vista en el rostro de Félix, le hubiera visto demudarse; pero nadie notó que aquel hombre frunciera un instante el entrecejo, mordiéndose los labios, como para no decir lo que desde el fondo de la conciencia les mandaba la dignidad ultrajada. Solamente la duquesa, que oyó la frase de su marido, se conmovió; pero supo callar, comprendiendo que había escuchado una torpeza irremediable.

Aldea se contentó con dar por terminada la discusión, y acabó de tomar tranquilamente su café, limitándose a decir:

– Estoy seguro, señor duque, de que nuestro querido don Lázaro sería menos cruel que usted

– El capellán no es aquí buen juez, – replicó Algalia, – ni puede entender de esto, porque no puede tener hijos.

Lázaro calló. Levantáronse todos de la mesa, y no se habló más; pero un momento después, Aldea, visiblemente conmovido, llevó al duque hasta el hueco de un balcón, y allí, sin ser oído de nadie, al mismo tiempo que sacaba un pliego del bolsillo, le dijo:

– Hace tiempo que deseaba probar a usted mi buena amistad. Aprovechándome de la influencia de mis amigos, he conseguido para usted esta distinción: al pisar por última vez su casa, he venido con el propósito de aumentar en algo las alegrías de este día; y usted, en cambio, acaba de ofenderme desapiadadamente: soy hijo natural.

Y separándose con rapidez de Algalia, que maquinalmente había recogido el pliego, estrechó la mano a la duquesa, que intentó en vano detenerle, saludó al cura, hizo a los restantes una inclinación de cabeza, mirando profundamente a Josefina, extrañada de tan repentina despedida; salió del comedor, cruzó las salas, y un momento después el portero, descubriéndose respetuosamente, le abría la lujosa verja del parque.

El duque, atónito, no sabía lo que le pasaba: abrió el pliego, y no pudo, al leerlo, contener un estremecimiento de gozo: era la realización de su sueño de oro. Su nombramiento de senador vitalicio: al pié del documento se leía la siguiente firma:

Yo el rey.

– Mira, Margarita, – dijo en voz baja, tendiendo el pliego a la duquesa y su hija; – ven, hija mía. Aldea me ha dado este papel, y se ha marchado, diciéndome que le había ofendido.

Y mientras los circunstantes se miraban unos a otros, el duque, poseído de una sorpresa inconcebible, sin darse exacta cuenta de lo sucedido, atento sólo a su propio regocijo, leía y releía el nombramiento por cima de las hermosísimas cabezas de su esposa y su hija. La duquesa, apartando cariñosamente a la niña y recatándose de ser oída, asió a su marido fuertemente del brazo, diciéndole:

– ¿Qué has hecho? Aldea es hijo natural.

– Pero este nombramiento, – repuso Algalia, a quien por el momento sólo podía preocupar su senaduría, – ¿qué quiere decir, a qué viene darme tan gran prueba de afecto?

– Félix está enamorado de Josefina, – contestó Margarita.

De allí a poco los convidados fueron desfilando repletos de buenos manjares y llenos de curiosidades: ellos saboreando el aromoso veguero, y ellas hablando de los trajes de la duquesa y su hija. Si alguno callaba, era porque lo mal que digería no le dejaba murmurar de lo bien que había comido.

VII

Tal fue la sorpresa del duque a consecuencia de lo ocurrido, que sólo después de algunas horas, y tras larga conversación con su mujer, llegó a convencerse de dos cosas: era senador vitalicio por nombramiento real, y, sin saberlo, había ofendido gravemente al hombre que le encumbraba.

Ambos esposos se preocuparon seriamente. El marido experimentaba impresiones contrarias; sentía el regocijo íntimo del orgullo satisfecho, y al mismo tiempo, no acabando de comprender cómo Aldea le había podido elevar hasta ser pater patrie, sentía vagamente el disgusto de tener que agradecer a tal hombre, a un cualquiera, tamaña honra. En cuanto a lo del agravio inferido, no podía Algalia explicarse satisfactoriamente por qué se había ofendido Félix por una frase dicha con cierto carácter de generalidad.

La mujer se mostraba pesarosa en extremo; parecía dolerse también de tener que manifestarse agradecida a quien consideraba inferior a su casa; calculaba la ofensa hecha a Félix, y, sobre todo, no perdía ocasión de repetir a su marido que Aldea estaba enamorado de Josefina. A pesar de todo, el disgusto tomó en Margarita un aspecto distinto del que pudieran prestarle tales consideraciones. Ni el orgullo, que creía rebajado por la persona que hacía el favor, ni la contrariedad de ver ofendida a esa misma persona, eran motivos bastantes a justificar su mal humor. Limitose, con respecto a sumando, a llamarle torpe y hablador, indicando ligeramente la idea de un desagravio, tanto menos doloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa; pero luego, a solas, con el ceño adusto y la mirada triste, abría a su mortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba con desprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba, cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogía como con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda de seda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre las varillas, o desgarraba el país con las sonrosadas uñas. Había momentos en que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerzas al miedo de ser sorprendida, y ahogaba la inoportuna lágrima, trocando en dulce sonrisa el salado llanto. Sumida en profundo y silencioso abatimiento, la mirada inquieta reflejaba el fondo intranquilo de su espíritu; pero no brotaba una queja de sus labios, ni hubiera sido posible averiguar, aun espiándola de cerca, la causa verdadera de su pesar. ¿Era quizá el disgusto de ver alejado de la casa al hombre que estaba enamorado de su hija? No, seguramente, pues harto podía comprender Margarita de Algalia que nunca faltarían a Josefina ocasiones de ventajosa y feliz boda. Ni su corazón de madre, ni su orgullo de dama podían tolerar suposición semejante.

Sólo por las conversaciones de sus padres, y al cabo de varios días, supo Josefina el alejamiento de Aldea. La impresión que recibió fue penosa: dando al olvido las inquietudes inspiradas por la conducta que Félix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí al primer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad. Cuando llegó a enterarse de la ofensa que mediaba, conociendo el carácter de su padre, sintió esperanza de que pudieran las cosas arreglarse; y, apenas concebida la sospecha, resolvió hablar a su madre.

Había en el palacio de los duques una ancha y lujosa galería, a la cual se abría la puerta de un salón tapizado de rojo, que era el menos frecuentado de la casa, y donde el duque guardaba en enormes armarios los libros que no cabían en las bibliotecas de su despacho o consideraba indignos de vistosa encuadernación y lugar visible, lo cual originaba que en cambio se viesen en descarado sitio novelas de mala muerte con cantos dorados y corona ducal en el lomo.

A este salón venía muchas veces Lázaro en busca de algo para leer, o por entretenerse ordenando lo que allí estaba confundido. Abría un balcón que daba al jardín, y, respirando el grato aroma de los tilos cercanos, dejaba pasar el tiempo o se abismaba en sus eternas dudas.

Era cerca del anochecer cuando Josefina, decidida a pedir a su madre que la ayudase a facilitar la reconciliación con Aldea, cruzaba la galería, en cuyos vidrios venían a dar los últimos resplandores del día. Al ver entornada la puerta, miró hacia dentro. El salón estaba casi oscuro; todo era sombra. Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltando por momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y su figura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo. El vientecillo de la tarde mecía ligeramente las ramas del jardín, y al chocar las hojas unas contra otras, producían un murmullo cadencioso y apacible, interrumpido sólo por las agudas notas de alguna golondrina que tenía su nido entre las vigas del tejado.

Al sentir ruido, Lázaro alzó la vista, y viendo a Josefina, adelantó algunos pasos, mientras ella permanecía callada y quieta, recostada en el quicio de la puerta.

Lo que allí pasó fue triste, silencioso, casi horrible. El confidente se trocó en capellán, el amigo dejó su puesto al ministro del cielo. Ella miró a Lázaro como quien, sin confesar su pena, implora alivio a su dolor, y él, juntas y caídas las manos que sujetaban el libro, se abismó en la contemplación de aquella mujer que mendigaba un apoyo o un consejo del único ser que no podía dárselo, y a quien era crueldad exigírselo. Los ojos de la niña suplicaban sin comprender el riesgo a que podía exponerle la súplica, y los de Lázaro querían entender el ruego; pero el cura veía alzarse ante sí su propia imagen, como se interpone lo imposible entre el hombre y la felicidad. El sacerdote podía aconsejar; el hombre no sabía formular la frase, y en tanto la mujer aguardaba en vano, mirándole cada instante con más cariño, hermosa, inmóvil, sin explicarse en su mejor amigo la obstinación de aquel silencio. Dejó entonces caer la cabeza sobre el pecho, miró al cura reconviniéndole dulcemente, y le dijo:

– «Voy a hablar con mamá.»

Calló él, salió ella lentamente del salón, desapareciendo entre las sombras de la galería; y Lázaro, volviendo al balcón, abrió de nuevo el libro, y, sin fuerza para contener el llanto, a través de sus propias lágrimas leyó estas palabras del Divino Maestro:.... Y ¡ay de vosotros, Doctores de la Ley, que cargáis los hombres de cargas que no pueden llevar, y vosotros ni aun con uno de vuestros dedos tocáis las cargas!2

Al mismo tiempo, en el opuesto extremo de la casa, el duque, solo en su despacho, cómodamente sentado en un sillón, buscaba en un periódico la última sesión del Senado; y al llegar al fin, en la reseña de una votación nominal, los antojos de la impaciencia le hacían, buscar antes de tiempo su título, para verlo en letras de molde, ignorando a punto fijo dónde encontrarlo, si junto a los señores que dijeron sí, o entre los que dijeron no.

2.Evang. de San Lucas, cap. xi, vers. 46.