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Czytaj książkę: «Dulce y sabrosa», strona 6

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Capítulo IX

Busca don Quintín a una mujer y cae en las redes de otra

Ni marido pobre de mujer acaudalada, ni yerno de suegra intolerante, ni protegido por rico vanidoso, se vieron nunca tan privados de libertad como el mísero don Quintín a partir de aquel día en que doña Frasquita se enteró del devaneo que su esposo traía entre manos; porque la aventura con Mariquita, que para él fue simple pecado de pensamiento, semejante a la delectación morosa que dicen los teólogos, a la vieja le pareció adulterio consumado. A fin de tenerle más sujeto, dispuso aquel Tetrarca con faldas que la criada hiciese los pocos recados que en la casa se ofrecían; buscó y pagó persona que acudiese a los centros oficiales de donde había que recoger las sacas del tabaco y los pedidos del papel sellado; obligó a su esposo a encargarse de la venta desde que se abría hasta que se cerraba el estanco para que no tuviera momento libre, y, finalmente, decidió pasar el día sentada junto al mostrador, en continua vigilancia, con propósito de morder y arañar a quien se presentase trayendo carta o recado sospechoso. Tan horrible fue el cautiverio, que el infeliz llegó a no poner los pies en la calle sino los domingos y fiestas de guardar, a primera hora, cuando su esposa le llevaba a misa, sacándole a que tomase el aire, como las doncellas de servir sacan a los perritos falderos para que no empuerquen las alfombras.

Don Quintín pasó muy triste la primera quincena (desde que se había identificado con las cosas del teatro contaba por quincenas); luego, prescindiendo de atractivos inútiles, dejó de usar corbata y de teñirse los bigotes, y, por último, cayó en una melancolía tan dramática para él como risible para los que le rodeaban. Ratos había en que se quedaba embobado, despachando automáticamente lo que le pedían, hasta que la severa y desapacible voz de Frasquita venía a turbar sus arrobos con frases crueles.

– ¿En qué piensas, burro? – solía decirle – ; ¿te estás acordando de aquella sinvergüenza? ¡Cochino!

Otras veces era más expresiva y humillante.

– ¿Y todo para qué? – exclamaba con gesto de pitonisa descreída – ¡No puedes con la comida de casa, y querías ir de fonda!

Lo que más hirió la delicadeza de su amor fue que un día, aludiendo a Mariquita, dijese:

– ¡Si fuera una persona decente! ¡Pero una sacadineros y desbaratacamas!

¡Cuánto sufría! ¡Interesada ella, que sólo le hizo gastar en unos cuantos cafés! ¡Desbaratacamas una mujer a quien no consiguió besar sino tres o cuatro veces en la nuca y por sorpresa!

Así pasó algún tiempo, hasta que una mañana, después de haber leído en alta voz cierto periódico que contenía una lista de compañía lírica que la víspera había salido a provincias y en la que figuraba Mariquilla como partiquina, resolvió sacudir el yugo. No podría verla, pues estaba ausente, pero averiguaría su paradero, la escribiría, y acaso le contestara diciéndole la fecha de su regreso. La perspectiva de recibir – buscando medio seguro – una carta suya, le infundió ánimo, y arrojando el periódico sobre el velador de la trastienda, dijo a su mujer:

– ¡Tranquilízate! Esa infeliz no está en Madrid… Ahora mismo me largo a respirar un rato a gusto, lejos de ti… ¡fiera! – Y sin esperar respuesta, se calzó y salió.

Aunque, gracias a lo rápido de su resolución, estaba seguro de que no podía ser espiado, anduvo largo rato vagando por calles y plazas, volviéndose de vez en cuando a mirar si le seguían, hasta que, convencido de que no existía tal peligro, tomó el camino de la casa de Mariquita. Nunca la había visitado, pero sabía sus señas: Cuervo, 14, sotabanco, cerca del cielo. ¡Siempre, anda la felicidad por las nubes!

Antes de llegar se le llenó el alma de ilusiones. ¿Se habría, como es frecuente, retrasado la salida de la compañía, y estaría Mariquilla en su casa? ¡Cuán sabroso desquite tomaría de la tiránica Frasquita! Mas discurriendo de esta suerte, le asaltó una duda horripilante… ¿Tendría razón su mujer? Él, que nunca sentía apetito en casa, ¿podría soportar la comida de fonda? Parose un momento, como cuentan que se detuvieron Osmán ante Alejandría y Tito ante Jerusalén, y luego avanzó denodadamente, pensando: «¡Sí… aunque me muera… Cuervo, 14!»

Allí fue la primera decepción. La portera le dijo que efectivamente había vivido en la casa una chica que era del treato, pero que el mes anterior la desahució el amo porque no pagaba, y además por escandalosa y descarada. Don Quintín se alejó tristemente, imaginando que pues Mariquita, a pesar de ser tan guapa, no tenía con qué pagar el cuarto, era criminal poner en duda su moralidad, y que la acusación de escándalo y descaro era calumnia porteril.

Desde la calle del Cuervo fue a ver al conserje del teatro para preguntarle dónde habitaba otra corista llamada Carolina, muy amiga de Mariquita y que tal vez supiese su paradero.

¡Oh impremeditada determinación, qué de males trajiste! ¡Pobre viejo, que imaginando hacer una visita, cayó es un abismo!

Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada fuerza. Ponte, lector, en situación análoga; haz memoria de si siendo colegial te enamoraste de una primita o de una amiga de tu hermana; recuerda luego si pasados los años de la juventud, y ya hecho hombre, tornaste a pisar los lugares donde, al conocerla, sentiste o creíste sentir amor; deja que en tu alma, tal vez vieja y gastada, reverdezca aquella primavera de tu mocedad; adórnala de reminiscencias dulcísimas, y entonces ¡sólo entonces! comprenderás cómo la fantasía de don Quintín se deleitó en recordar la que a él se le antojaba pasión avasalladora.

Previo regalo de un cigarro con que don Quintín le obsequió, el portero del teatro le dijo dónde vivía la corista por quien iba preguntando, y allá se fue a buscarla, deseoso de hablar de Mariquilla y esperanzado en saber cuándo regresaría para precipitarse en su busca; porque durante aquella larga caminata, según se había ido alejando de su casa y cónyuge, sintió que el amor se enseñoreaba de su espíritu y de sus sentidos, y hasta le pareció que si encontrase a Mariquilla podría llevársela a comer de fonda, contra lo que suponía la desengañada Frasquita.

Dominado por tales pensamientos, subió la escalera estrecha y muy pina, de una casa de aspecto pobre y nada limpio, detúvose en un descansillo, tiró de un cordón mugriento y abriole Carolina; el prototipo de la corista que contratan las empresas, no por lo bonitas, sino por tener mucho repertorio y por no faltarles nunca quien pague con un ajuste el recuerdo de una conquista.

Era mujer de cuarenta y tantos años, gruesa, ex – guapa, en buen estado de conservación, aunque algo ajada, y con más experiencia de los hombres de la que a don Quintín hubiera entonces convenido. Vestía bata flotante de percal claro; no debía de llevar corsé, porque se le notaba el temblor de las carnes libres; estaba recién peinada, y de su cuerpo se desprendía aquella emanación intensa de perfumes baratos con que el estanquero experimentó sensaciones indefinibles cuando habló por primera vez con Mariquilla.

– ¡Don Quintín de mis entretelas! ¡Tanto bueno por mi casa! ¿Qué le trae a usted por aquí?

– Lo primero, el gusto de verla, que no es grano de anís; y luego…

– ¡Me lo he maliciado; preguntarme por la María!

– No crea usted que sólo por eso. Pues qué, ¿no es nada contemplar ese cuerpo tan hermoso?

– Déjese usted de requiebros. ¡Bonita me encuentra usted! Ni tiempo he tenido de ponerme el corsé.

– ¡Mejor que mejor! – Repuso don Quintín, echando una mirada codiciosa al busto de Carolina.

Ésta, cogiéndole de la mano para guiarle por la oscuridad del pasillo, le llevó hasta el comedorcito, donde se sentaron: ella en una silla baja de hacer labor, y él en una butaca vieja y desvencijada. El comedor era muy pequeño, y en la estancia inmediata, que era la alcoba, se veía una cama cubierta con colcha de indiana.

El día estaba caluroso; el estanquero, a fuerza de pensar en la coristilla, venía predispuesto al amor, y Carolina no era la última encarnación de Lucrecia, la casta.

– Sí, señora – repitió él, disimulando su pensamiento; lo primero, el gustazo de verla, como que está usted hermosísima.

– No es usted mal adulador… ahora. Puede que sea usted el único que no me dijo en el teatro «buenos ojos tienes». ¡Andaba usted tan embobado con aquélla!

Aquí le pareció a don Quintín que para averiguar algo debía emplear juntamente la sagacidad y la galantería, por lo cual añadió:

– ¿Qué quería usted? ¿Qué anduviese a la greña con todos los que la solicitaban? ¡Buen trabajo! Hubiese tenido que pelearme con ciento y la madre. Pero lo que es guapa… ¡ya lo creo que me lo parecía usted! ¡Vaya un cuerpo… en fin, aquí está, gracias a Dios, y se puede ver!

Poseído de súbito ardimiento amoroso, extendió ambas manos hacia el talle de Carolina, quien, deseando mostrarse pudorosa, pero no arisca, echó el cuerpo para atrás, diciendo con mucha monería:

– ¿Qué había usted de fijarse en nadie, sí estaba usted chalado con aquélla?

– Aquélla… aquélla… – murmuró él con fingido desprecio – . No sé por dónde anda, ni me importa. Valiente…

Sus labios intentaron decir una ofensa, pero no acertaron a formularla. Comprendió que era una villanía hablar mal de Mariquilla, aunque fuese en son de astucia para averiguar su paradero.

– Entonces, ¿qué diablos le trae a usted por aquí? ¡Ya está usted buena maula! ¿No sé yo que se gastaba usted con ella los ojos de la cara? ¡Y que no es usted poco rumboso, decían allí!

– ¡Bah! Una cosa es gastar y otra querer.

Harto sabía Carolina que el amor de don Quintín no había llegado al terreno práctico, y desde que le abrió la puerta comprendió que iba en busca de noticias de su compañera; pero con la rapidez del pensamiento concibió el atrevido proyecto de seducirle. No era rico, ni de él podían esperarse solitarios para las orejas ni entresuelo amueblado; mas tampoco sería imposible sacarle unos cuantos duros al mes. Su estanco estaba en sitio céntrico, debía de producir bastante… la mujer muy vieja… Nadie es capaz de prever hasta dónde puede llegar un anciano tocado de la tarántula amorosa. Suponiendo que se mostrase insensible y la despreciase, ¿qué le importaba? Aquello era jugar un décimo de lotería: por de contado, no había de caerle el premio gordo; mas acaso el estanquero le ayudase a pagar el cuarto o le regalase algún vestidillo. Por su larga experiencia teatral no ignoraba Carolina que hay en la vida del hombre dos períodos durante los cuales es fácilmente poseído de la pasión impetuosa y arrebatada: la primera juventud, en que las cortesanas parecen ángeles caídos, y la entrada de la vejez, en que uno quiere despedirse de la naturaleza con aquella música de besos que en la adolescencia nos abrió las puertas de la dicha.

A estos picarescos y sabios propósitos de Carolina correspondía perfectamente la situación de ánimo en que se hallaba don Quintín; porque, aunque él lo ignorase o no pudiera razonarlo, lo que sentía por Mariquilla no era enamoramiento exclusivo, sino exacerbación de la facultad amorosa, pronta a extinguirse en su organismo. Estaba en el caso del niño que, deseando un juguete, ambiciona el primero que ve, y luego se satisface, contenta y entretiene con cualquiera otro que le dan.

La táctica de Carolina estribó en hacerle creer que le consideraba como hombre conquistador, enamoradizo, mujeriego y rumboso; y comenzó a mirarle del modo más dulce y hechicero que supo, diciéndole:

– ¡Ya, ya, ni que fuéramos tontas! Todos son ustedes iguales. Hoy ésta, mañana la otra… Mariquilla está fuera, y se habrá usted dicho: «Vamos a ver a lo que sabe su amiga».

– ¡Qué mal pensada! Verdad que tiene usted disculpa, porque como está usted tan guapa, no haría ningún disparate quien se volviese loco por usted.

Las miradas de Carolina eran incendiarias; don Quintín empezaba a olvidarse de Mariquilla. Hubo un momento en que, comparándola mentalmente con la garbosa hembra que tenía delante, resultó de esta comparación que la primera no pasaba de muchacha vivarachuela y graciosilla, en tanto que la segunda era mujer formada y en plena madurez de belleza.

– Vamos, dígamelo usted claro. ¿Ha venido usted a preguntarme por aquélla, o a verme a mí? Porque para lo primero todavía soy joven, y para lo segundo…

– ¿Estoy demasiado viejo?

– No he dicho tal.

– Viejo, ¿eh? ¿Conque viejo? Pues la leña seca es la que arde mejor. – Y al decir esto se levantó y abrazó a Carolina, como en un célebre cuadro de Rubens abrazan los sátiros a las ninfas, sin que ella le rechazara.

¿Cuál será el alma cruel y despiadada que la vitupere? Mandan los santos preceptos que se dé de beber al sediento, pan a quien tiene hambre, y posada al peregrino. Pues, ¿dónde agua más fresca, ni pan más tierno, ni albergue más grato que el amor? Además, la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, y Carolina también sentía necesidad de amor.

* * *

Pasadas dos horas en deliciosa y culpable intimidad, tanto más grata cuanto menos premeditada y prevista, dijo Carolina, mientras él se ponía los tirantes y ella, ante un espejo roto, se atusaba los desordenados rizos.

– Anda, tontín, rico mío, más vale gallinita que pollita. Mejor te irá conmigo que con aquella embaucadora, bribona, que se estaba burlando de ti. ¡Me daba una rabia!

– ¿Y cómo lo sabes? – repuso él saboreando la delicia de tutear a una mujer que no era legalmente suya, e indignado al mismo tiempo ante la idea de haber servido de hazmerreír a Mariquilla.

– ¡Vaya si lo sé! ¡Qué borricotes sois los hombres! Ahora que ya eres mío, porque supongo que vendrás a menudo, te lo voy a decir. ¡Me gustabas de un modo atroz! ¿Y verdad que tu Carola te gusta también más que aquella gata esmirriada? Mira… no sé los años que tienes; nadie tiene más de los que representa; pero ya quisieran muchos jóvenes igualarse contigo.

– ¿De veras, pichona?

– ¡Buenos están los jóvenes!… ¡Tísicos! Parece que se va a concluir el mundo. Yo también valgo más que cualquier chiquilla. Compara, compara este pecho y esta mata de pelo con aquellos pellejos colganderos y aquella cabeza llena de añadidos.

– ¡Buena diferencia va de mujer a mujer!

– Pues para ti soy. Veremos cómo te las compones en tu casa… porque has de venir a verme casi todos los días.

– ¿A diario, chica?… No sé si podré – dijo él algo intranquilo.

– ¿No has de poder? ¡Anda, pillín, que no te arrepentirás!

– ¿Estás siempre sola?

– Siempre, vidita. Y vive tranquilo: no soy yo como aquella perdida que…

– Mala voluntad la tienes.

– Como que me tenías chaladita y me daba ira de verla cómo se burlaba de ti.

– ¿Qué hacía?

En parte mintiendo, en parte diciendo verdad, Carolina resolvió asegurar la adquisición que acababa de hacer. Mezcló en sus frases lo cierto con lo calumnioso, y procuró apartar a don Quintín de Mariquilla, haciéndole creer que le consideraba capaz de la mayor generosidad y lleno de ardimiento para los dúos amorosos.

– Vamos, ¿qué hacía aquella… desdichada? – tornó a preguntar don Quintín.

– No merece que vuelvas a pensar en la muy sinvergüenza. ¿Que qué hacía? Ponerte cuernos. ¡Como si con un granadero como tú no tuviera bastante una pitifláutica como aquélla! Todas las del coro sabíamos que tú le regalaste el mantón bordado y la mar de medias. Decía que te iba a dejar el estanco hasta sin esponja para mojar los sellos. Y al mismo tiempo, como después de la función te ibas con tu sobrina, ella se largaba con el segundo apunte. ¡Me daba una rabia! Porque cuando la mujer es libre, bueno; lo que yo digo, que se amontone con quienquiera, pero que no engañe a nadie… Un hombre es un hombre.

– De modo que ella…

– ¡Ya lo creo! Y no era eso lo peor. Algunos del teatro creían que todo era mentira, que no teníais nada que ver, vamos, que os hablábais y nada más…, porque ella no se dejaba… ¿estamos? ¡Como si tú fueras un lila que se gastase la plata sólo por mirarla! Y también decían que don Juan, el querido o novio, lo que fuese, de tu sobrina, era quien había encargado a la María que te hablase y te marease para mientras tanto quedarse solo con la tiple. En fin, distraerte para que no estorbases. Mira que si hubiese sido verdad… ¡bonito papel!

Ante tan cruda y horrible revelación, faltó poco para que don Quintín se enfureciese. Su emoción fue grandísima, porque indudablemente Carola decía verdad. ¿Cómo había él de dudar, sabiendo por experiencia, o mejor dicho por falta de ella, que no había logrado de Mariquita sino algunos besos y apretujones a hurtadillas? En seguida se dio a recordar pormenores e incidentes que confirmaron sus sospechas. No cabía duda. Sí: todo fue comedia. Acaso Cristeta no entrase en la conspiración, pero se aprovechó de ella; Mariquita sirvió de agente a don Juan; los diálogos enloquecedores pasados bajo el mechero de gas que había en el pasillo, fueron otras tantas ocasiones de que los novios se hablasen libremente. ¡Y pensar que él no consiguió de Mariquilla nada sustancioso y positivo! ¡Ni una sola vez! ¡Qué burla tan infame! Lo único que le consolaba era que hubiese quien se lo diera por comido, juzgándole como amante rumboso, pagano y favorecido.

– ¿Conque les serví de tapadera? – decía sonriendo – . ¡Tiene gracia! ¡Y yo me contentaba con mirarla… vaya, vaya!

– De lo segundo no te digo nada. Ahora que eres mío, comprendo con conocimiento de causa que no te limitarías a mirarla como si fuera estampa; pero lo que es de que servías de tapadera y de que don Juan fue quien te preparó la conquista de la sinvergüenza… de eso no te quepa la menor duda.

Harto sabía él a qué atenerse. Sí: tapadera, y además lila. Le costó gran esfuerzo disimular el enojo; pasó un rato muy malo, pero los mimos y carantoñas de su Circe le endulzaron algo el pesar.

– ¿Vendrás pronto a verme? – le decía, poniéndose archizalamera – . Cuanto antes mejor. Yo no soy exigente; si tienes miedo a que lo sepan en tu casa, pasearemos por las afueras… y luego nos vendremos aquí a nuestro nido, como dos tortolitos.

– Sí, sí; vendré, vendré – repetía el estanquero, que ya sentía prisa por marcharse: mas ella, como si quisiese sellar su amoroso contrato de un modo inolvidable, dio un salto de pantera celosa, y arrojándosele al cuello le abrazó, besándole el cerdoso bigote, al mismo tiempo que decía con la voz astutamente entrecortada por la emoción:

– ¡Quintín, qué felices vamos a ser!

Desasiose de ella con suavidad, como don Florambel se apartaba de la encantadora princesa Graselinda, y comenzó a bajar despacio la escalera, repitiendo dulcemente:

– Adiós, rica; vendré, vendré, y seremos buenos amigos.

Ella le vio marchar entre satisfecha y desconfiada… ¿Sería aquella una verdadera conquista, al menos una ayuda para pagar la casa? ¡Y qué lástima que el diablo del hombre no tuviera veinte años menos!

Don Quintín salió a la calle tan engreído y hueco como mujer fea a quien por casualidad chicolean en paseo. La cosa lo merecía. Acababa de adquirir la grata convicción de que, aunque fuese de tarde en tarde, podía comer de fonda.

Mas como no hay dicha completa en corazón humano, junto de este regocijo se alzó en su pecho un mal sentimiento, un odio terrible hacia don Juan, que había jugado con él como con un chiquillo. «Sí – iba gruñendo entre un diente sí y otro no, pues los tenía salteados – ; he sido tapadera, Celestina macho, alcahuete sin saberlo… ¡Yo haciendo el buey con la mocosa de la chiquilla en el pasillo, y él encerrado con la otra… sabe Dios! ¡Ah, don Juan de los demonios, ya me las pagarás algún día! ¡Pensar que la trastuela no me dejó… ni una vez!»

Y en lo más íntimo de su alma hizo acopio de rencor, y se juró que si la suerte, la casualidad o su propia astucia se le mostraban favorables, tomaría de don Juan espantosa venganza.

Capítulo X

En que ocurre el más grave y deleitoso suceso de esta historia

Don Juan resolvió triunfar de Cristeta, empleando medios extraordinarios.

Una de aquellas noches de los dúos forzosamente castos, con reservas mentales, abrió ella la puerta, pasó él, y sentados en el sofá lo más cerca que permitían el pudor y el respeto, comenzaron la cantata mil y tantos diciéndose esas eternas frases juntamente dulzonas, picarescas, inocentes, maliciosas, arteras, ingenuas, sinceras y mentidas, muchas veces estúpidas, pero siempre gratas, con que se entretienen y engañan los amantes mientras se prepara la catástrofe del drama a que la Providencia les tiene predestinados. Aquella noche la elocuencia de don Juan era maravillosa, y su ternura exquisita; a pesar de lo cual Cristeta tardó pocos minutos en notar que estaba caviloso. Traía fruncido el entrecejo y sus miradas denotaban mal disimulada preocupación.

– ¿Qué tienes? – le preguntó cariñosamente.

– Nada.

– Me engañas, algo te pasa.

– No, mujer.

– Es claro; como no soy nada para ti…

– Demasiado sabes que te adoro…; pero no voy a inventar cosas graves por capricho.

– Bueno, cállatelo; luego dirás que me quieres.

Don Juan puso cara de gran pesadumbre, lo más triste que pudo, y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Entonces Cristeta se la levantó suavemente con ambas manos, y mirándole de hito en hito, cual si quisiera leerle en las pupilas el secreto, dijo:

– Juan… ¡mientes! a ti te pasa algo.

Hubo un instante de ese silencio que los novelistas llaman solemne.

Quien hubiese podido bucear en el pensamiento de don Juan, habría visto que le repugnaba mentir. Por vez primera condenaba su conciencia los medios que iba pronto a emplear su astucia. Cristeta le seguía mirando con todo el poderoso encanto del amor sincero.

– Anda… Juan… ¡dímelo!

Él fingió ceder.

– Sí, me ocurre… y muy grave… Oye.

Y sacando del bolsillo una carta, hizo como que buscaba con la mirada un párrafo, y leyó lo siguiente:

«Lo de París va mal, muy mal, y es preciso que estemos dispuestos a obrar con rapidez y energía si se nos echa encima alguna complicación. Sé de buena tinta que la casa Garcitola está haciendo negocios desastrosos. Desconfío de que, si nos lo propusiéramos, pudiésemos recoger ahora los fondos, y por otra parte reclamarlos en estas circunstancias, acaso sea perjudicarnos contribuyendo al nublado que se les viene encima. En fin, sirvan estas líneas de toque de alarma. En cuanto sepa algo concreto, le avisaré a usted para que me dé órdenes. En asunto tan grave no me atrevo a tomar la iniciativa.»

Todo lo cual oído con profunda atención, dijo Cristeta:

– Bueno, ahora explícamelo.

– Yo tenía valores de importancia colocados en esa casa Garcitola y Compañía, de París. Hace unos cuantos meses se empezó a decir si andaban o no andaban mal y, la verdad, como es una casa tan fuerte, cometí la tontería de no hacer caso…; y ahora, ya lo ves, mi agente de Madrid me escribe lo que acabas de oír… Nada, que si quiebran, me van a dejar por puertas.

Cristeta le escuchó atónita. Él se puso en pie, y sin temor de mover ruido, dio dos o tres paseos por el cuarto, a modo de león enjaulado.

Ella asustada, pero respetando su disgusto, se limitó a mirarle como implorando prudencia. Don Juan – ¡parece mentira que sea el hombre capaz de tal perversidad! – aprovechó la ocasión, se acercó de puntillas a Cristeta, y arrojándose en sus brazos dijo en voz muy queda, casi, y sin casi, pegando los labios a la linda oreja de su amada:

– Perdóname, no sé lo que me hago.

Lo grave fue que, en lugar de desasirse en seguida, siguió agarrado a ella. Parecía hombre harto de esperar a la Fortuna, que de pronto la ve, la asalta, la sorprende, la sujeta, y decide no soltarla en su vida. Cristeta nada hizo por despegar su cuerpo del cuerpo de su amante, sino murmurar con voz preñada de caricias:

– ¡Juan… Juan mío!

Él, sin aflojar los brazos, decía:

– Figúrate… cobraré, si cobro, en créditos, en papeles que tendré que realizar poco a poco, con pérdidas enormes, y al fin y a la postre quedaré mal, muy mal, con una renta miserable, gustos costosos, sin hábitos de trabajo…

– Un hombre como tú hace con el trabajo lo que quiere.

– ¡Quiá! Me iré a vivir a un pueblo, sin más lujo que una escopeta, ni más amigo que un perro.

De pronto soltó a Cristeta, se sentó en una silla, y juntando las manos, comenzó a dar vueltas con los pulgares, como suelen hacer los que están muy aburridos.

Cristeta, discurriendo con el sublime egoísmo del amor, pensó: – «¡Pobre! ¡Tal vez se quede pobre! ¡Así será más fácilmente mío!»

– Ya supondrás – continuó él – que tendré pronto necesidad de ir, no sé aún si a Paris o a Madrid. Y luego… se acabaron las locuras.

– Pero ¿qué locuras haces?

– El vivir como vivo. ¡Buen porvenir me espera! Un ama de llaves más vieja que dueña de teatro antiguo, una criada de cincuenta reales… y si no, al pueblo, al pueblo.

– Calla, hombre…; no querrá Dios que lo hayas perdido todo.

– Eso no lo puedo saber hasta que vaya a París y hable con el banquero, o vea en Madrid a mi agente. Hoy por hoy nada sé de cierto.

– No quiero decir eso: digo si supones que ya se ha concluido todo para ti en el mundo. ¡Ingrato! ¿No vale ni significa nada mi cariño?

Don Juan la miró con ternura, la cogió una mano, oprimiéndosela fuertemente, y en seguida, cual si cediese a la dolorosa impresión que acibaraba su ánimo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de Cristeta.

A ser otra la ocasión, ésta se hubiera echado hacia atrás con oportuno pudor; pero en aquellos tristes momentos no quiso mostrar esquivez ni parecer arisca.

Ambos permanecieron silenciosos: ella inmóvil, sin valor para rechazarle; él en la misma postura, sintiendo en la frente el dulce calor del pecho de su amada. Al cabo de unos cuantos minutos dijo Cristeta:

– Vamos, no te apures… mírame cara a cara. ¿Sirve esta pobre mujer para convencerte de que no lo has perdido todo? Vaya, hombre, si supiera que esto nos aproximaba… ya te pagaría yo en amor lo que perdieses en dinero. ¡Te quiero tanto! – Y en seguida, como si se arrepintiese de su sinceridad, añadió: – No; no; soy una egoísta. Vete mañana mismo a cuidar de tu fortuna. ¡Yo no debo ni puedo ser nada para ti!

Fueron dichas estas palabras con acento de tan honda tristeza, y produjeron tal emoción en don Juan, que se avergonzó de emplear aquella estratagema ruin y mentirosa. Comprendió que la infeliz a quien estaba engañando no era casada trapisondista que mereciese desprecio por faltar a su deber, ni viuda buscona armada por la experiencia contra la seducción, ni siquiera mozuela desenvuelta y sabedora de cómo se finge la pérdida de la honestidad: era una pobre mujer realmente apasionada, que sin carecer de perspicacia y malicia, las tenía como adormecidas y embotadas por el pícaro amor. Era lista, capaz de la más artera coquetería, pero en frío, respecto de un hombre por quien no hubiese llegado a interesarse. Así lo entendía don Juan, quien comenzó a experimentar lástima de ella y severidad para consigo; mas ambos sentimientos quedaron ahogados por el influjo de la belleza de Cristeta. La perspectiva de que al empobrecer fuese aquel hombre más fácilmente suyo, el afán de mostrarle cariño, y lo mucho que don Juan se había arrimado a ella, la pusieron hermosísima. Tenía los ojos húmedos y brillantes, los labios secos y la tez muy pálida. Sus miradas variaban rápidamente de expresión; tan pronto parecían medrosas, como lucía en ellas la llamarada propia del deseo amoroso.

Durante un rato bastante largo, don Juan siguió hablando de la casa de banca y presagiando infortunios: ella de cuando en cuando le decía:

– No te disgustes…; puede que todo se arregle… mírame…; anda, mírame. ¿No me quieres ya?

En esto, sin saber cómo, ni quien atrajo a quién, ni cuál fue el primero en sentarse, volvieron al sofá – mueble en ciertos casos peligrosísimo – , y sucedió que los brazos de Juan rodearon y ciñeron la cintura de Cristeta, las manos de ésta se le posaron a él amorosamente una en cada hombro, cogiéndole luego la cabeza entremedias, y por fin y remate, para que fuese más bello el grupo, Dios, que es supremo artista, dispuso que el rostro del amante viniese a caer y descansar, por segunda vez, encima del pecho de la amada.

Así permanecieron unos minutos, mudas las bocas, embebecidos los espíritus y quietas las manos de ambos, especialmente las de ella, cual si bastase para su doble delicia aquel dulce calor que los cuerpos se comunicaban. Después sonaron de labio a labio palabras dichas en voz baja, y, por fin, mutuamente sorbidas las almas y atraídas las bocas, se besaron. Ella en seguida, confusa y atemorizada, apartó el rostro; mas él, buscándole la mirada para leerle el pensamiento, le cogió la cara entre las manos y permaneció contemplándola.

El instante fue sublime. A Juan se le olvidaron las teorías de conquistador, el cálculo, la lástima, la astucia, todo, hasta el temor a las consecuencias, mezquina consideración que acibara grandes placeres. De su alma y de su cuerpo se enseñoreó una fuerza incontrastable que le impulsaba a poseer el alma y el cuerpo de Cristeta, para sumarse e identificarse con ella, como se compenetran y confunden dos rayos de luz. En la muchacha tampoco tenía ya imperio la voluntad; desfallecía de amor, miraba y no veía, las palabras de don Juan no le parecían voces humanas; se le antojaba estar oyendo el ruido delicioso que las puertas de los cielos deben de producir al abrirse para que penetre en la gloria un elegido del Señor. Algo semejante a lo que ambos sintieron experimentarían de fijo nuestros primeros padres cuando emprendieron la tarea de poblar el mundo para que hubiese quien alabase a Dios. Sonó un beso digno del Paraíso. La mano izquierda de don Juan se posó sobre la doble y turgente redondez del pecho de Cristeta… Poco después, el corsé, tibio aún por el calor del hermoso tesoro que guardaba, caía sobre la alfombrilla al pie del sofá… Pero, ¡tente pluma!

¿Y por qué? ¿Por qué ha de considerarse vituperable y deshonesta la pintura del amor material en lo que tiene de artístico y poético? Permítese al novelista y al poeta describir todas las fases de la ambición soberbia, de la vanidad ridícula, del odio aborrecible, del rencor infame; podemos desmenuzar en prosa y verso todos los malos sentimientos: ¿y no hemos de poder pintar la deliciosa y natural aproximación de los sexos que instintivamente aspiran a juntarse hasta ser, como el Señor dispuso que fueran, carne de una carne, hueso de un hueso, dos en uno? ¡Es triste cosa! Sólo algún lírico cursi, sólo algún académico fósil, culpan de loco al telescopio que escudriña el espacio, o de cruel al bisturí que dilacera las carnes; y sin embargo, son muchas las gentes que llaman indigna y pecadora a la pluma que pinta los deliciosos transportes del amor.